Palabras en la noche
Los caminantes van cruzando el suelo
tenebroso. No se les ve pasar.
Los impulsa no sabemos qué anhelo;
no sabemos si hacia el monte o el mar.
Y dialogan dulcemente en el duelo
de la marcha. ¿Dicen a dónde van?
No sabemos, porque oímos un vuelo
de palabras, pero no qué dirán.
Transeúntes que conmina el acaso,
no escuchamos lo que dicen al paso,
pero ellos no enmudecen jamás.
Caminantes en la ruta intangible,
se dijera que el lenguaje terrible
es un ruido de pisadas no más.
Sol de los humildes
Todo el barrio pobre,
el meandro de callejas, charcas,
y tablados de repente,
se ha bañado en el cobre del poniente.
Fulge como una prenda falsa en el barrio bajo,
y son de óxido verde los polveros
que, al volver del trabajo, alza el tropel de obreros.
El sol alarga este ocaso,
contento al ver las gentes, los perros y los chicos,
saludarle con cariño al paso,
y no con el desdén glacial de los suburbios ricos.
Y así el sátiro en celo
del sol, no ve pasar una chiquilla
sin que, haciendo de jovial abuelo
le abrase a besos la mejilla.
Y así a todos en el barrio deja un mimo:
a las moscas de estiércol, en la escama,
al pantano, sobre el verde limo,
a la freidora, en la sartén que se inflama,
al vertedero, en los retales inmundos;
y acaba culebreando alegre el sol
en los negros torsos de los vagabundos
que juegan al base-ball.
Penetra en la cantina,
buen bebedor, cuando en los vasos arde
la cerveza, y se inclina,
sobre nosotros, a beber la tarde.
Pero entonces comprende
que se ha retrasado,
y en la especie de fuga que emprende
se sube al tejado.
Un minuto, y adviene la hora de esplín,
la oración misteriosa y sin brillo,
y el nocturno, medroso violín del grillo.
Serenata
Con la voz de otro tiempo, con la antigua voz pura
de las viejas jornadas sin dolor ni amargura,
vengo a darle al silencio, cerca de tu ventana,
una serenata insegura
que te recuerde otra lejana.
En pugna con la suerte, vencedor del destino,
mil veces extraviado, recobré mi camino;
y hoy vuelvo a hacerte ofrenda de mis canciones tristes,
vaso de muerte, negro vino,
aun cuando sé que ya no existes.
A la voz conocida tú acudirás, quién sabe
más amante que nunca y más bella y más grave,
y exhalará mi pecho, por sobre del olvido,
una armonía sobria y suave
que solamente oirá tu oído.
Pondrás tu mano blanca entre mi mano bruna
mientras cante mi boca la canción oportuna,
y si alguien cruza entonces el sendero sombrío,
verá sólo un rayo de Luna
y sentirá un poco de frío…
Tomado de:
https://www.isliada.org/poetas/jose-manuel-poveda/
Luna de arrabal
Sube ahora mismo, con cierta idiotez de sueño,
y su mal humor los grumos quiebra;
está congestionada, y tiene duro el ceño
por la ginebra.
Los borrachos festejan su presencia.
Es bestial la gente de Baco.
Le hacen la ofrenda de su insolencia
y la llenan de humo de tabaco.
Mas la luna de arrabal es una hetaira
que conoce el negocio nocturno;
a ninguno desaira
y en la roja nariz los besa por turno.
Todo el suburbio se alegra;
suenan carcajadas en los vericuetos;
la luna, comadre chismosa de la noche negra,
revela con gracia malignos secretos.
Sobre la plazuela toca un organillo
y parece la misma luna quien lo toca;
retreta lunática de misterioso brillo
que a la gente plebeya vuelve medio loca.
Pero dura bien poco esta alegría.
La luna, tal como una bruja, asciende
en su palo de escoba, y hasta tal lejanía
que su lueñe lenguaje ninguno abajo entiende.
Cada quisque busca entonces su escondrijo;
se cierran las puertas;
la policía disgrega el enredijo
de los curdas, y quedan las calles desiertas.
Sólo Pierrot, poeta lúgubre, sucio de harina y llanto,
saca de su bandurria algún motivo fútil,
y aprovecha el momento para hacerle a la luna un nuevo canto
inútil.
El epitafio
Sobre el cofre que encierre mis cenizas
nadie escriba una frase suntuosa,
como para halagar mi alma orgullosa,
sobre el cofre que encierre mis cenizas.
Los ciegos, los unánimes rebaños
no acudan a grabar con mano altiva
ninguna ociosa laude incomprensiva,
los ciegos, los unánimes rebaños.
No quiere mi soberbia sin medida
que exalte las virtudes de mi vida
ningún otro epitafio que mi nombre;
parécele a mi orgullo innecesario
que escude de mis restos el sagrario
ningún otro epitafio que mi nombre.
A la manera del autor
Lo austero de tu alma se adivina;
mas la amoralidad de su apostura
le trama una leyenda libertina
con snobismos de literatura.
No eres ni mal ni bien. No eres ninguna
pasión de ayer, en vicios o virtudes;
tu ley de puro esteta es la oportuna
sonrisa con que la moral eludes.
Amas el arte por lo bello. Tienes
por cima de los más preciosos bienes
la Palabra, que es oro, miel y seda.
Hermano mío en el soberbio mito;
tu efigie misma es un soneto escrito
al modo de José Manuel Poveda.
Tomado de:
http://www.cubaliteraria.cu/jose-manuel-poveda/
V
Mercancías
raras
El mercader subrepticio llegó, tardía la hora, con su extraña
carga de objetos insólitos, pequeños adminículos y
substancias
desconocidas.
En torno al
mercader nos agrupamos, ansiosas, las amigas,
y cada una tomó para sí el objeto que faltaba a sus
necesidades.
Yo escondí
entre los dedos algo que quise ocultar a los ojos
de todas, aun a los ojos de las más perversas y las más
locas.
Y apenas se fue
el mercader subrepticio yo corrí a ocul-
tarme en el más secreto rincón del albergue, y acaricié con
los
ojos, con los labios, con el olfato, entre mis dedos
trémulos, el
extraño adminículo, hasta que perdí el conocimiento.
Evohé
Tema de Paul Fort
Absorto en la noche, la misericorde
creadora, brindóme su cóncavo argento;
temblaron mis labios del vaso en el borde,
¡Eván! y temblando bebí el firmamento.
En éxtasis –loco minuto esperado,
profundo y fecundo en el vaso inmanente–
misterios, estrellas y orientes me ha dado
la noche en el lácteo cristal del nepente.
Dionysos! Desdeño las voces antiguas,
las vanas estrofas, exhaustas y exiguas,
ahora que el ánfora prócer es mía;
ahora que el cielo me eleva a su altura,
que junta a mis labios la copa futura
y bebo y me abraso de sed todavía.
Palabras a Mephisto
Mephisto: a veces amas lo violento
del mal sin gracia, como en tiempo atrás,
y recobras el porte virulento
de aquel brusco y trotante Satanás.
Es cosa de atavismo. Pero estudia
los tiempos. Todo es hoy suave y sutil;
la especie de los hombres no repudia,
con tal que sea discreto, lo más vil.
A tu rol de Enemigo es conveniente
un dandismo impecable y sonriente
que te dé el porte plácido de un dios;
ansia de bien y sed de maleficio
aprende, hermano, que virtud y vicio,
no tienen más valor que el de una pose.
Versos precursores
Con el gesto profundamente comprensivo
de un porfirogeneta, con tranquilidad,
he afirmado la huraña vida de que vivo:
consagro mi silencio incomunicativo,
soberbio de serenidad.
Pasos sobrios y tercos que avanzan callados
hacia fines sombríos, sin saber quizás
cuál objeto secreto le muestran los hados,
pero que en la alta noche marchan obstinados
por el gozo de andar no más.
Historia interminable, de ansia y paradoja,
cruel acontecimiento, largo de contar;
mis dedos displicentes doblaron la hoja,
y hoy suple sabiamente la antigua congoja
un dulce placer de olvidar.
Amores no esperados llegan a mi rostro
y un poco subrepticios, besan al pasar;
mas ante ningún ídolo nuevo me postro;
que en medio del abrupto camino que arrostro
no tengo sitio para amar.
El porvenir! la nave con la vela izada
para el viaje profundo, luego zarpará;
y bien que el horizonte no me oculte nada
buscaré sobre el ponto la nueva alborada,
con fe en el postrer más allá.
Y entre tanto el poema seguro y altivo
compondré, frente al exorbitante confín;
haré arder en visiones mi verbo sativo
y he de entonar el canto de abstruso motivo,
aún cuando ignore con qué fin.
La pipitaña
Marsyas estaba loco de harmonía,
y absorto sobre el rústico junquillo,
halló interlocutor en cada brillo,
y una contestación en cada umbría.
Al músico rural le parecía
que en medio de la noche milagrosa,
al canto de sí mismo, cada cosa
en cantos peculiares respondía.
Volvió en sí con el alba, y excitado
tembló al pensar que hubiera divulgado
las confidencias de su vida extraña;
mas le calmó el saber que en la vacía
tierra, su canto heroico solo había
podido comprender la pipitaña.
Julián del
Casal
CANTO ÉLEGO
Grave campanero, nocturno mastín funerario
que atisbas el Tránsito al brillo de tu lampadario,
y doblas tus dobles con lento ademán:
dime si le viste, y dime a qué obscura ribera
fue el dulce poeta precito en su marcha postrera,
Cerbero que espías a los que se van.
Aquel heresiarca fue todo de pétalo y cántico;
bardo decadente, llevó un dulce nombre romántico;
cantó en loa del bien sonatinas del mal;
loco de tristeza, gimió su pesar taciturno,
flamínea en su frente la lívida luz de Saturno,
rapsoda del propio relato fatal.
Niño alucinado, previó que se iría temprano,
e indolentemente, tendió hacia la sombra su mano,
cual vaso vacío al escanciador.
Murió para el gozo, que artero un callado verdugo
le puso en el vaso, tal como los magos de Hugo,
perenne brebaje de angustia y rencor.
Le halló la alborada tallando en zafiro el espacio,
lanzando sus hojas marchitas al viento despacio,
puliendo en facetas su desilusión;
fogoso y doliente, con fuego y dolores del trópico,
torvo e intranquilo, debajo de su credo utópico,
y con sed de vicios en el corazón.
Mas vino la tarde. Nevaba, y un lírico anhelo
llevóle a otra senda, bajo otro mirífico cielo,
sobre una gran cumbre de Serenidad.
Vio egregias visiones: a Saulo en el santo camino,
y al bardo del Lacio, gozando su infausto destino,
con indefinible voluptuosidad.
Y al fin fue la noche. Satán murmuró su trisagio
y dijo el ritual. Baudelaire en monótono adagio
cantó las antífonas turbias del mal;
Volupta fue diosa; Tristeza fue goce y demencia;
fue cuerda quebrada de orgasmo y de luto Juvencia;
Saturno vertía su lumbre letal.
Abrióse una tumba. Cayó como cae una estrella
en el infinito, sin más oblación ni otra huella
que lívida estela de efímera luz.
Divino blasfemo para el que fue odiosa Natura,
no pudo en el vago Moriah donde halló sepultura,
crecer una flor ni elevarse una cruz.
Grave campanero, nocturno mastín funerario
que atisbas el Tránsito al brillo de tu lampadario.
y doblas tus dobles con lento ademán:
dime si le viste, y dime a qué obscura ribera
fue el dulce poeta precito en su marcha postrera,
Cerbero que espías a los que se van.
Noche actual de Walpurgis
Ladran los canes en la plaza:
se tropiezan, nerviosos;
les clava una flotante amenaza
su guijo, y ansiosos
de miedo, se tropiezan, se muerden,
huyen, tornan, jadean,
y al saltar en pos de algo, pierden
la noción de lo que desean.
Tal vez en la noche vieron
tanto; súbitamente han sido
tan videntes; tal misterio supieron,
que están locos de haber sabido.
¡Oh, la paz y el reposo
del día;
no pensar, bajo el sol gozoso
todavía!
El azoro de instinto
de los canes
puebla el recinto
de afanes
tan humanos,
que recuerdan quejidos
walpurgianos
los ladridos.
Son fantasmas? Las brujas su brebaje
cuecen junto al patíbulo?
¿Los tres demonios traen el peaje
de las tres Hécates, carne del prostíbulo?
¿Cantan los hierofantes
salmos de miedo?
¿Es que las furias coribantes
bailan al compás del dedo
siempre obstinado, de Dionysos,
siempre aburrido, de Satán;
es que al compás del dedo, los occisos
danzarán?
No. Es otro
el espectáculo;
no hay nadie en el infierno, ni en el potro
ni en el tabernáculo.
Otro espanto en la noche nuestra.
ulula;
otra fauna, de otra suerte siniestra
pulula.
Walpurgis es tumulto
de impulsos ciegos,
que ha enajenado cierto oculto
brillo de raros fuegos;
bestias que fulmina
a sobreviento
una lucidez divina
de pensamiento.
Grito que levanta
a cada luz que esplende
del sino que le espanta
el ser que comprende.
Walpurgis! Una plaza
interior. Soledad.
Ansia mortal que pasa.
Fiebre de eternidad.
Tomado de:
https://www.revistapalimpsesto.com/poemetos-de-alma-rubens-y-otros-poemas/
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