PARAGOLPES
Mi suéter azul: las mangas anudadas en el centro
como el cuerpo raquítico de un
franciscano. Hacer coincidir
el cuello con el borde de abajo. Casi un balón
de rugby, o una bellota a escala Eiffel.
Me parece
que podría funcionar.
Si el objetivo era amedrentarme, fue más rápido
conseguirlo que idear
una colchoneta para tus desmayos.
TORTUGUERO
Saqué el folleto de la recepción -parecida a un
antro de la
década del sesenta, mi ex cuñado hubiera dicho: ¡y
alternadoras! ¡No sabés las cosas que se veían en
mi época! -,
pero nada de mariposarios ni, ¿cómo los llamaste?:
colibrisarios, donde están todas las especies de
esos pajaritos
que andan marcha atrás con la facilidad de una
cuatro
por cuatro con tracción delantera. Volvamos: es
que me
hospedaron en un hotel y a vos, creo, en la casa
del agregado cultural. Bien, el mismo premio,
diferentes
comodidades. Mujer de pelo largo, en mi caso;
hombre
con lentes, en el tuyo. Esa disparidad, quizás, en
esta ocasión,
mientras una gota de cerveza es acarreada por tu
lengua
hacia adentro, esa divergencia dice que estemos
enfrentados
en un bar a las doce de la noche, y no leyéndonos
poemas
en Plaza Italia así como así.
¿Te acordás de la primera vez? No tuviste mejor
idea
que relacionar mi nerviosismo con la probabilidad
de que fuera indomable en la cama. Bueno, bueno,
dije,
caminemos. Y no te diste por aludido, aunque sé
que te mordías
la lengua, y por eso preferiste que siguiéramos
juntos, que
tomáramos el mismo colectivo, incluso, que yo
eligiera el siguiente bar y la fecha para volver a
vernos.
Reanudemos: te llevaron adonde copulan las
tortugas.
Llamativamente, te encaprichaste en hacer notar
que era
una travesía ideada para millonarios -no para
poetas raídos, creo,
¿eso dijiste? -, ¡mentira!, el que ama el dinero,
lo disfruta
de antemano. Y eso hacías, gastándote tus tres mil
dólares
en aparentar algo que no eras. Aunque quizás, sí,
por ganarte
esa suma trepaste a un pedestal que te equiparó
con magnates
del cemento Pórtland, los mismos que donaron
el dinero que gastaste sin pensar -sin pensar ni
una vez-,
en el comedor que diez años antes le habías
prometido
a tu madre en Bahía.
Mi hotel tenía nombre francés. Llevé a un amigo la
segunda
noche. Nos consultaron: ¿pernocta el caballero
en nuestra casa? Lo llamaron caballero, por la
edad, supongo.
Me pregunto cómo te hubieran llamado a vos
si entrabas conmigo esa noche y qué habrías hecho
en su
lugar. Él no me tocó ni un pelo.
CINCO MINUTOS SON ALGO
La quinta vez que te escucho preguntar:
¿fumás?
Hay conceptos que cruzan
tu memoria
igual que ultralivianos.
O ir hasta el kiosco era
la mejor forma
de perder el colectivo
sin que pareciera un acto
premeditado.
UN CORRECTOR
No abuses de los gerundios.
Deberías reducir
en un cuarenta por ciento
las palabras terminadas en mente.
Después te fuiste de tu casa
porque no soportabas vivir
con una mujer celosa.
Lo último que escribí
ya no pude mostrártelo y quedó
como estaba: excesivo, impreciso.
Like you, respondiste.
TRANSCRIBIÓ UN VERSO DE POUND
Conmigo se portaba como un rastrero. Deberías
matar a tu propio hijo, me decía, pero no lograba
crisparme los nervios, tal vez, porque no tengo
el instinto - ¿cómo lo llaman? -, maternal.
En cambio, aquello de Pound: lo que de veras
amas, no te será arrebatado, al pie de la
letra, aunque me avergüence, no dudé ni un minuto
en creer que era posible estar al margen.
¿Es otoño? Las quejas caen como duraznos.
Un hombre debería pensar muy bien las cosas
antes de hacerlas. Un hombre al que se le
meten ciertas ideas en la cabeza, debería
pensar dos veces las cosas antes de hacerlas.
EL FABULOSO MUNDO
El dobladillo de tu pantalón
terminado en capiteles por obra y gracia
de la lámpara
que Agustín trajo de Pátzcuaro,
bajo la cual unos leen y otros planean
cómo arruinarnos la noche.
Los animales se arraigan a los ciclos,
endurecen
las cerdas. Un hurón, por ejemplo,
te aventaja en muchos puntos. Por empezar,
la vista,
aunque ocasionalmente se hermanen,
el hurón y vos: te habrías acoplado a cualquiera
de las presentes para conservar
tu especie.
Y si bien las palomas resultan despreciables
por traspasar pestes,
mantienen una pareja
hasta la muerte, lo que las
vuelve virtuosas,
al menos, bajo la óptica de mi género.
Leés. Al acabar cada verso, tus
dedos intentan
capturar la cerveza que dejé a tus pies
como ofrenda.
Cuatro elementos: aire, tierra, líquido,
y yo
que no me pertenezco ¿Un
cordero? O una paloma, Tiresias.
NO DEBERÍAN PERMITIRLO
Todos los días lleno un canasto
en honor
de las pastillas, los rieles, una gillette.
Por gusto.
Por no tener nada mejor que hacer.
Mientras,
él aprieta el acelerador en la O’Higgins,
a riesgo de matar a cualquiera. Cualquiera
que nunca soy yo.
UNA NOCHE –UN DÍA-
Un día –una noche-, estaba borracho y me dijo:
te quiero mucho, mucho, mucho.
Es justo que él piense lo que quiera.
Pero yo nunca voy a olvidarme de esa noche,
y de que me quería, aunque estaba borracho,
me quería mucho, mucho, mucho.
CUANDO FUI A VERLO
Miré al suelo: ¿qué pensará él de mis botas?
Objetivamente: no cuaja con su altura.
Sin embargo, es posible aventurar
algo más acerca de dos pilotes
que nos elevan diez centímetros.
Alguien capaz de escribir:
sentí la feroz necesidad de compartirte
con un muerto, está más cerca de Desnos
de lo que yo jamás estuve.
Tal vez ni siquiera
se haya dado cuenta de que
usaba botas.
Pero mi cabeza originalmente
le habría llegado al hombro.
Nunca al mentón.
Al mentón nunca.
UNA ALFOMBRA PARA DOS ESCRITORES
«El soñar
tendrá que terminar:
así lo dice la
realidad, afligida».
D. J. Enright
Finalmente, no se trata de rebatir la posibilidad
de que el amor eche raíces a la segunda cita, sino
de un acto más ruin todavía: quemarle los gajos.
El plan que trazamos aquella tarde - ¿te
olvidaste,
acaso? -, me refiero a la orientación de los
cuartos, la
grilla de horarios en que cada uno dispondría de
la máquina, bastó un llamado telefónico para
que se esfumara con la resolución de un
conscripto.
En todo caso, algo queda de aquel bosquejo: la
alfombra beige cuyos dueños se empeñan en
conservar como saldo en una vidriera de la calle
Honduras, a la vista de cualquier transeúnte,
cualquiera,
incluso -por qué no-, alguno de nosotros dos que
un día, paseando por las inmediaciones -solo,
acompañado, lo mismo da-, se repitiera: qué buen
plan teníamos. Qué bien nos hubiera ido juntos.
Tomado de:
https://letradecambiogeneracionveintiuno.blogspot.com/2013/04/cecilia-romana.html
Mayo, junio, julio, agosto, septiembre, octubre.
(I)
Voy por mi tercera ronda
de whiskies.
Debo andar por la octava
de ultimatums.
(III)
Porque si me ama y no lo amo,
mala noticia. Si lo amo
y no me ama,
malísima.
Y si estamos de acuerdo en algo
será que estás viendo otra película.
(I)
Si yo tuviera su edad
estaría preocupada
por el dolor de columna
no por las columnas
del Palacio Acosta Lara.
Pero yo no tengo su edad.
(II)
Si él tuviera mi edad…
‒a quién quiero engañar:
no me hubiera enamorado de él
si él tuviera mi edad.
(I)
Cuenta la historia que Gervasio Méndez fue un
poeta triste.
Tiene un lugar en la galería de bustos de Plaza
Constitución.
Camino por Artigas en dirección al puerto.
Le escribo: nunca pensé en escuchar al río, quizás
porque tampoco
tuve nunca la necesidad
de esperar a nadie.
A Méndez lo llamaban el poeta del dolor. Su cuerpo
quedó paralizado a los cuarenta y seis años.
Soy poeta- Tengo cuarenta y seis años.
(II)
Miro a mi hija en el río.
Tira piedras
lo más lejos que puede.
Por momentos se da vuelta y me pregunta:
¿Estás escribiendo?
‒Sí.
¿Qué escribís?
Tira piedras. Habla sola.
Escribo sobre la distancia y sobre hablar.
(I)
Solo Dios sabe cuánto lo extraño esta mañana
de octubre que hace frío. Cuánto lo extrañé ayer
cuando dejó de hablarme. Mañana
que será otro día de silencio completo. Porque una
noche
medio borracho me dijo
que había escrito sobre nosotros
y aunque estaba medio borracho fue contundente
conmigo: escribí sobre nosotros. Éramos un barco.
Es entendible que se haya olvidado de esa noche.
Es más, puede olvidarse de todas las noches
que lo esperé muerta de frío pensando que iba a
llegar
y no, no vino. Es entendible y quizás hasta sea
justo,
pero esa noche me dijo que había escrito
sobre nosotros, aunque estaba medio borracho,
escribió sobre los dos y dijo: éramos un barco.
(II)
Estoy en el río.
Escribo sin ver
‒el sol me ciega.
Qué fuerza ciega
echaste a andar, Manuel.
(I)
Una enzima aglutinante
mantiene unido al deseo
en tiempo y espacio.
Para la naturaleza
nueve mil quinientos
sesenta y seis kilómetros
no son absolutamente nada.
(II)
En el cementerio municipal
volví a la fosa común de la fiebre
de 1871: huesos y nombres
hechos uno en la tierra como hizo Dios con el pan.
Él desde su isla dirige el tiempo y la espera,
tal vez solo para evitar
que nos convirtamos en seres anónimos.
Prefería los poemas de amor.
Como era algo que nunca había vivido,
se sentía
inmerso en una novela de Cendrars.
Me acuerdo, yo
me acuerdo
de tu pelo, de
cómo relucía.
No ha sido al
fin tan fácil ni feliz…
Sergei Esenin
Me acuerdo, Manuel,
de los primeros correos que escribiste
y que enviaste
con una semana de diferencia. Me acuerdo de tu
pelo
que me pareció
demasiado largo para un hombre de tu edad
‒pero en realidad
yo no sabía nada de pelo,
mucho menos de hombres de tu edad.
Solías usar el pelo hasta los hombros
partido al medio
como el de una sibila que no quiere
entregar por nada del mundo
los libros que esconden la sabiduría del mundo.
Ya de mayor
corriste la raya
un centímetro al costado
y todo se fue al mismísimo demonio,
igual que las promesas de las sibilas.
Me acuerdo de cada nombre que me ponías
porque decías que era exagerada
y yo
no era exagerada: yo te amaba con locura. Me
acuerdo
de tu dedo mayor
apuntando al lente de la cámara. De tus críticas
destructivas:
lo arruinas todo cuando explicas, Cecilia.
Nada fue fácil entre nosotros, desde el principio,
hay que aceptarlo:
eras cineasta. Yo era la nada misma.
Y eran correos, Manuel, correos, no versos.
Correos que me enviabas cumplidamente
y yo leí,
cumplidamente,
pero demasiado tarde, como suelo hacer
con todo lo que importa en la vida.
Tenías nombre de navegante
y la capacidad de arrancarme desde el pecho
esa perspectiva pobre de futuro
con la que había nacido.
Esa era la parte que me tocaba. Yo lo sabía
y vos lo sabías mejor que yo,
pero obstinado, como hiciste todo en tu vida,
también quisiste corregir esas líneas.
Es que a vos te gustaba Yeats y las hojas en
blanco.
Hablo en pasado
porque todo con él quedó
en el tiempo más difícil de conjugar.
(II)
Pero yo sí te amaba: eso es lo terrible.
Te amaba y me dejé avasallar
por tus compromisos
‒supuestamente importantes
cuando habías fundado una escuela
del qué me importa lo importante.
Haz lo que yo digo, no lo que yo hago.
El amor no es solo ciego. El amor es
un incapacitado total.
Tomado de:
https://www.laotrarevista.com/2022/01/los-meses-lejos-poemas-cecilia-romana/
La fila allá
muy alto
Cumbres que sobrenadan como islas
Alejandro Nicotra
Se despierta. Ve a un hombre.
No he soñado, piensa.
El hombre
pone un dedo en alto.
Se le antoja
la cruz de un candado,
el quicio mohoso
de su puerta en Jáchal.
Solo porque es capitán lo cargan.
Si fuera raso, caminaría.
Pero esa lona
no puede ser tumba para él.
A Reaño le espera
algo peor.
Solo porque es
capitán va en andas.
Si no fuera, caminaría.
Algunos que iban de las Casas Matas
a la isla de Esteves
No saben leer. El viejo
se llama Vivero. Castillo tuvo
familia en Mendoza.
Escolástico Magán
vino del sur: treinta y siete años,
mala dentadura, pies redondos.
Ni cadenas llevan:
no hay metal en el país que no se emplee
en hoja o collar.
Qué será de ellos. Qué será
de quien escapa en la noche, de Manuel López,
Pedro José Díaz. Qué será de Lista.
Los de El Callao no han leído nada. Me consta.
Difícilmente distingan la C de la I,
el apellido materno,
de cualquier palabra. No saben
dónde nacieron, a qué tierra
deberían remitir sus huesos en caso
de que correspondiera.
La primera vez que usó
anteojos
Recordé,
con esa manía que tengo
de pensar en cualquier cosa
cuando pienso en él, recordé
la parábola de Kant y,
casi enseguida,
el tablón que pisamos
camino al bulevar Caseros.
Maipú, Ituzaingó, Orden del Sol,
Sipe Sipe, un bar tan triste
una mañana luminosa.
Las cosas por su nombre, pensé.
Sus anteojos, fuera de moda,
lo mostraban lo intuitivo
que jamás fue.
Yo era demasiado joven y él,
igual que siempre,
dio vuelta la página.
Luna piensa
en qué será mañana
Alguien dijo que la línea de esta mano
termina en un año incierto. Yo digo
que conozco a los que andan conmigo y sé
de buena fuente que no vamos a las maniobras.
El padre de mi hija murió
una tarde sin nubes. De ahí en más,
veo con desconfianza el día límpido,
el corral abierto, la mujer delgada.
Alguien dijo que tengo buen ojo para la ocasión.
Sin embargo, aquí me encuentro,
mis días están contados, ¿los de quién no?
Pero de noche siento algo,
la impresión de que me toca un puño.
Y sé que debo irme, aunque no me haya ido.
Y sé, porque alguien lo dijo,
que la línea de esta mano acaba en un año impar.
No será el de este, entonces.
Entonces no.
Tomado de:
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