(47 a. C., Umbría, Italia - 14 a. C., Roma, Italia)
"A Cintia ausente"
Aunque a pesar mío, Cintia, te alejas de Roma,
me alegro de que sin mí habites campos apartados.
Ningún joven seductor habrá en esas tierras castas
que, con sus halagos, no te permita ser virtuosa;
ninguna riña surgirá al pie de tus ventanas,
ni harán tu sueño desapacible las llamadas nocturnas.
Sola, Cintia, estarás, y solos contemplarás los montes,
los rebaños, los predios del pobre labrador.
No podrán corromperte allí los juegos ni los templos,
motivo más frecuente de todos tus pecados.
Allí constantemente mirarás los bueyes arando
y la viña que pierde su follaje bajo la hábil podadera;
y allí llevarás un poco de incienso a un tosco santuario,
donde un cabrito se desplomará ante un rústico altar.
Luego imitarás, con las piernas desnudas, las danzas del país;
¡con tal que todo esté protegido de las miradas de hombre extraño!
Yo, por mi parte, cazaré. Me agrada ahora ya emprender
los ritos de Diana y dejar los votos de Venus.
Comenzaré tendiendo trampas a las fieras,
colgando cuernos como trofeo en los pinos,
aguijando a los perros temerarios con mi propia voz.
Con todo, no me atrevería a atacar enormes leones
o a llegar, ligero, muy cerca de los salvajes jabalíes.
Ya es audacia bastante para mí capturar tiernas liebres
y atravesar con mis flechas pájaros por donde el Clitumno
reviste sus hermosas corrientes con arboleda propia
y lava con sus ondas los níveos bueyes.
Cada vez que algo intentes, mi vida, acuérdate
de que me reuniré contigo dentro de breves días.
Si lo recuerdas, ni los bosques solos,
ni las errabundas corrientes que fluyen
por las musgosas cumbres, podrán impedir
que repita tu nombre con incansable lengua;
pues todo y todos están dispuestos a hacer daño
a un amante ausente.
me alegro de que sin mí habites campos apartados.
Ningún joven seductor habrá en esas tierras castas
que, con sus halagos, no te permita ser virtuosa;
ninguna riña surgirá al pie de tus ventanas,
ni harán tu sueño desapacible las llamadas nocturnas.
Sola, Cintia, estarás, y solos contemplarás los montes,
los rebaños, los predios del pobre labrador.
No podrán corromperte allí los juegos ni los templos,
motivo más frecuente de todos tus pecados.
Allí constantemente mirarás los bueyes arando
y la viña que pierde su follaje bajo la hábil podadera;
y allí llevarás un poco de incienso a un tosco santuario,
donde un cabrito se desplomará ante un rústico altar.
Luego imitarás, con las piernas desnudas, las danzas del país;
¡con tal que todo esté protegido de las miradas de hombre extraño!
Yo, por mi parte, cazaré. Me agrada ahora ya emprender
los ritos de Diana y dejar los votos de Venus.
Comenzaré tendiendo trampas a las fieras,
colgando cuernos como trofeo en los pinos,
aguijando a los perros temerarios con mi propia voz.
Con todo, no me atrevería a atacar enormes leones
o a llegar, ligero, muy cerca de los salvajes jabalíes.
Ya es audacia bastante para mí capturar tiernas liebres
y atravesar con mis flechas pájaros por donde el Clitumno
reviste sus hermosas corrientes con arboleda propia
y lava con sus ondas los níveos bueyes.
Cada vez que algo intentes, mi vida, acuérdate
de que me reuniré contigo dentro de breves días.
Si lo recuerdas, ni los bosques solos,
ni las errabundas corrientes que fluyen
por las musgosas cumbres, podrán impedir
que repita tu nombre con incansable lengua;
pues todo y todos están dispuestos a hacer daño
a un amante ausente.
MIENTRAS TÚ, PÓNTICO, CANTAS LAS LUCHAS FATALES DE LA TEBAS…
Mientras tú,
Póntico, cantas las luchas fatales de la Tebas
de Cadmo y la guerra fratricida y –¡ojalá me sintiera feliz así!–
rivalizas con Homero, príncipe de los poetas
(siempre que los hados sean propicios a tus versos),
yo, como acostumbro, me dedico a mi poesía de amor
y busco algo con que doblegar a mi altiva dueña;
y se me obliga a ser esclavo no tanto de mi inspiración como de
mi dolor y a lamentar los días penosos de mi juventud.
de Cadmo y la guerra fratricida y –¡ojalá me sintiera feliz así!–
rivalizas con Homero, príncipe de los poetas
(siempre que los hados sean propicios a tus versos),
yo, como acostumbro, me dedico a mi poesía de amor
y busco algo con que doblegar a mi altiva dueña;
y se me obliga a ser esclavo no tanto de mi inspiración como de
mi dolor y a lamentar los días penosos de mi juventud.
Así transcurre mi
manera de vivir, así es mi renombre,
de esa forma deseo que se extienda la fama de mis versos.
Que de mí alaben tan sólo haber agradado a mi culta amada,
Póntico, y haber soportado a menudo injustas amenazas;
que después me lea asiduamente el amante desdeñado
y séale útil el conocimiento de mis desgracias.
de esa forma deseo que se extienda la fama de mis versos.
Que de mí alaben tan sólo haber agradado a mi culta amada,
Póntico, y haber soportado a menudo injustas amenazas;
que después me lea asiduamente el amante desdeñado
y séale útil el conocimiento de mis desgracias.
Si a ti también
este niño te hiriera con su arco certero
(y espero que nuestros dioses, ay, no lo deseen),
llorarás desgraciado cuando, lejos los campamentos, lejos
los siete ejércitos, sean sordos a tu llamada en eterno olvido;
y en vano desearás componer versos enternecedores
ni Amor, ya tardío, te inspirará poemas.
(y espero que nuestros dioses, ay, no lo deseen),
llorarás desgraciado cuando, lejos los campamentos, lejos
los siete ejércitos, sean sordos a tu llamada en eterno olvido;
y en vano desearás componer versos enternecedores
ni Amor, ya tardío, te inspirará poemas.
Entonces ya no me
verás más como un poeta de estilo ligero,
entonces me antepondrás a los romanos dotados de vena poética;
y los jóvenes no podrán guardar silencio en mi sepulcro:
AQUÍ YACES, POETA GRANDE DE NUESTROS AMORES.
Tú no desprecies con tu orgullo mis poesías:
cuando Amor llega tarde, cobra un interés exorbitante.
entonces me antepondrás a los romanos dotados de vena poética;
y los jóvenes no podrán guardar silencio en mi sepulcro:
AQUÍ YACES, POETA GRANDE DE NUESTROS AMORES.
Tú no desprecies con tu orgullo mis poesías:
cuando Amor llega tarde, cobra un interés exorbitante.
Traducción de
Antonio Ramírez de Verger.
Elegía 1, 1
Cintia, fue ella la primera, me
atrapó con su mirada,
pobre de mí, que fuera antes inmune a
los deseos.
Bajó Amor luego la altivez constante
de mis ojos
y aplastó mi cráneo bajo el peso de
sus pies.
Llegó a enseñarme a rehuir a las
chicas honestas,
malvado, y a vivir sin sentido.
Y este furor mío no remite todo un
año,
aunque me fuerzo a tener a los dioses
contra mí.
Milanión, sin rehuir, Tulo, esfuerzo
alguno,
sometió la fiereza de la impasible
Jásida.
Pues ya erraba insensato por los
valles Partenios,
e iba a enfrentarse con las fieras
hirsutas;
él, incluso, herido por la clava de
Hileo,
gimió su dolor por las rocas
Arcadias.
Logró así dominar a la chica veloz:
Implorar vale tanto en amor como una
heroicidad.
En mi caso, Amor inepto no pergeña ya
artimañas
ni sabe. como antes, seguir senderos
seguros.
Mas vosotras, que exhibís la falacia
de que os lleváis la luna
y os esforzáis en fuegos mágicos
rezando encantamientos,
¡Cambiad, venga ya, el pensar de mi
dueña
y haced que su rostro palidezca más
que el mío!
Así he de creer que estrellas y
torrentes
podéis conducir con cantos Citeinos.
Y vosotros, que me ayudáis tarde en
mi caída, amigos,
buscadle un remedio a mi corazón
enfermo.
Hierro y fuegos crueles aguantaré
fuerte,
si, al menos, puedo expresar libremente
mi ira.
Llevadme entre pueblos recónditos,
llevadme por mares,
donde mujer alguna sepa mi paradero:
Vosotros quedáos, que un dios os
atiende con fácil oído,
y vivid para siempre por parejas en
controlado amor.
A mí, nuestra Venus me somete a
noches de amargura
y Amor, en calma, no se va de mí un
momento.
Guardáos, os lo advierto, de este
mal; controle a cada uno
su cuita y no cambie el objeto de su
amor constante.
Que si alguien tarda en prestar
atención a mis consejos,
¡Con qué dolor profundo ha de pensar
en mis palabras!
Elegía 1, 6
Ya no temo conocer contigo el mar de
Adria,
ni por aguas Egeas llevar mis velas,
Tulo,
con quien puedo subir a los montes
Rifeos
y pasar al otro lado las tierras de
Memnón;
mas me impide marchar la voz de una
chica en mis brazos,
y sus ruegos severos a veces, mudada
la color.
Ella me arguye su pasión toda la
noche,
y gime que no hay dioses si la dejo;
dice que ya no es mía, me amenaza,
lo que una amante triste a su hombre
ingrato.
Yo no puedo resistir un momento sus
quejas:
¡Muérase quien pueda amar con
indolencia!
¿Tanto me vale conocer la docta
Atenas
y admirar las arcaicas riquezas de
Asia?
¿Y que así me organice un escándalo
al zarpar la nave,
Cintia, y se arañe la cara con mano
histérica,
y diga al viento opuesto que le deben
besos,
que no hay nada más cruel que un
hombre desleal?
Tú prueba a superar los fascios
logrados por tu tío,
y recuerda a nuestros aliados las
viejas leyes que olvidaron.
Pues nunca has dedicado tu tiempo a
amar,
tu cuita ha sido siempre las armas de
tu patria.
¡Que ese niño no te acarree nunca mis
penas,
ni todo lo que mis lágrimas han
conocido!
Déjame, a quien siempre quiso
humillar la fortuna,
que entregue mi ánima a la última
abyección.
Muchos han muerto a gusto en su amor
eterno,
en cuyo número también me ha de
cubrir la tierra.
Yo no nací destinado a loas ni a
guerras:
Los hados quieren que sufra esta milicia.
Tú irás por donde se extiende la
tierra Jonia, o por donde
la Lidia arada tiñe el agua del
Pactolo,
a sesgar la tierra con tus pies o el
ponto con tus remos;
tendrás parte en la forja de un
imperio:
Entonces, si tienes un momento para recordarme,
sabrás que vivo bajo una dura
estrella.
Elegías II, 1
Os preguntáis por qué describo amores
tantas veces
por qué a mis labios llega siempre
una obra dulce.
Ni Calíope ni Apolo me los cantan.
Mi propia amiga excita mi
imaginación.
Si la haces pasear deslumbrante en
túnica de Cos,
sobre túnicas de Cos tratará todo el
volumen;
si veo que su pelo despeinado le
salpica la frente,
le gustará ensoberbecerse por mis
loas a sus cabellos;
si sus dedos de marfil tocan en la
lira una canción,
me admiro del arte que imprime a sus
manos dóciles:
Si declina su mirada en pos del
sueño,
halla mil nuevos temas mi poesía.
Si arrebato sus ropas y, desnuda, me
hace frente,
entonces compongo extensamente
auténticas Ilíadas:
Haga lo que haga, diga lo que diga
de una nimiedad nace una historia
desmedida.
Pues, si los hados, Mecenas, me
hubieran concedido
que pudiera guiar al combate tropas
heroicas,
yo no cantaría a los Titanes, ni
sobre el Olimpo
al Osa, para llegar por el Pelión
hasta los cielos,
ni a la antigua Tebas, o a Pérgamo,
fama de Homero,
la unión de dos mares por orden de
Jerjes, o el primer
reino de Remo o el valor de la altiva
Cartago,
la amenaza de los Cimbrios y las
gestas de Mario:
Recordaría las hazañas guerreras de
tu César, y tú,
tras el gran César, serías mi segundo
tema.
Pues cuantas veces Módena o las piras
civiles de Filipos
cantara, o la guerra naval con
Sicilia en fuga,
o los lares destruidos a la antigua
raza Etrusca,
o la toma de las costas del faro
Tolomeico,
o cantara a Egipto y su Nilo cuando
arrastrado
a la ciudad, iba débil con siete
brazos cautivos,
o a la cerviz de reyes circundadas
por grilletes de oro,
o las proas de Accio avanzando la vía
sacra;
siempre asociárate mi musa a aquellas
gestas,
perdida la paz o recobrada, caudillo
fiable:
Teseo en el infierno es mi testigo, y
en la tierra
Aquiles, él con el Ixionida, éste con
el Menotiada.
***
Mas ni la guerra contra Zeus de
Flegreo y Encelado
ha de entonarse en el pecho delicado
de Calímaco,
ni mi sensibilidad se aviene a un
verso enérgico,
que fije el nombre de César entre sus
ancestros Frigios.
De vientos el marino, de bueyes habla
el labrador,
cuenta el soldado sus heridas, el
pastor sus ovejas;
Yo prefiero contar las refriegas de
mi justo lecho:
cada uno pase el día en la actividad
que pueda.
Loa es morir enamorado; otra loa, si
se logra
de un solo amor gozar: ¡que goce yo
solo del mío!
Ella suele hablar mal, si no yerro,
de las chicas ligeras;
y no aprueba del todo la Ilíada por
Helena.
Si Fedra es mi madrastra y he de
probar sus venenos,
no afectarán los venenos a su
hijastro, o si debo
caer bajo los filtros de Circe, o si
la Cólquida
me hierve su caldera en fuegos de
Yolcos,
que una sola mujer ha apresado mis
sentidos
y han de sacar mis restos de su casa.
Cualquier medicina sana los dolores
humanos:
sólo al amor no le gustan los médicos.
Macaón sanó las piernas heridas de
Filoctetes,
el Filírida Quirón los ojos de Fénix,
y el dios de Epidauro, con hierbas
Cretenses,
devolvió a Androgeo de la muerte a su
hogar patrio;
el joven Misio que se sintió herido
por Hemonia
espada, de la misma espada sintió su
curación.
Mas si alguien logra corregir mi
daño, él sólo
podrá poner frutos al alcance de
Tántalo;
él llenará a las vírgenes las tinas
con sus cántaros,
no pese el agua para siempre en sus
tiernos cuellos;
él soltará también a Prometeo de la
roca Cáucasa
los brazos y echará al ave del centro
de su pecho.
Pues, cuando los hados reclamen mi
vida
y sea un breve nombre sobre un poco
de mármol,
Mecenas, esperanza que admira nuestra
juventud,
gloria que hace justicia con mi vida
y mi muerte,
si un día tus pasos te acercan a mi
tumba,
frena tu carro Britano de armazón
cincelado,
y dile así llorando a mis cenizas
mudas:
«Una chica insensible fue el hado de
este infeliz.»
Elegías 1
2
¿Qué sacas de
andar, vida mía, con el pelo enjoyado
y ondular pliegues trasparentes en túnica de Cos?
¿Qué de esparcir por tu cabeza mirra del Orontes
y hacerte tributaria de modas extranjeras,
perder tu encanto natural con afeites comprados
sin dejar que brille tu cuerpo por sus propios méritos?
Créeme, no exige maquillajes tu belleza:
no gusta a Amor desnudo quien amaña su presencia.
Mira qué colores emite la tierra radiante,
cómo nacen mejor las hiedras por su cuenta
y crecen las matas más robustas en valles solitarios
y el agua sabe seguir su curso sin ayuda.
En la playa, atrae el colorido de sencillos guijarros
y las aves cantan bien dulcemente sin normas.
Febe, la Leucípida, no apasionó así a Castor,
ni su hermana Hilaira a Pólux, con afeites;
ni a Idas le enconó otrora con Febo su pasión
por la hija de Eveno, a orillas de su padre;
ni se atrajo su marido Frigio con falso candor
Hipodamia, llevada sobre ruedas extrañas:
Mas sus rostros presentábanse libres de gemas,
cual se exhibe el color en las tablas de Apeles.
No ansiaban vulgarmente atraerse amantes:
bastante belleza les daba su modestia.
Yo no temo ya ser para ti más vil que todos esos:
Si una chica gusta a un hombre bien ornada está;
sobre todo si Febo te dona sus poemas,
Calíope su lira Aonia de buen grado,
y tus palabras seductoras tienen gracia especial,
todas esas cosas que aprueban Venus y Minerva.
Con ellas, serás siempre lo más grato de mi vida,
mientras te hastíen esas míseras ostentaciones.
y ondular pliegues trasparentes en túnica de Cos?
¿Qué de esparcir por tu cabeza mirra del Orontes
y hacerte tributaria de modas extranjeras,
perder tu encanto natural con afeites comprados
sin dejar que brille tu cuerpo por sus propios méritos?
Créeme, no exige maquillajes tu belleza:
no gusta a Amor desnudo quien amaña su presencia.
Mira qué colores emite la tierra radiante,
cómo nacen mejor las hiedras por su cuenta
y crecen las matas más robustas en valles solitarios
y el agua sabe seguir su curso sin ayuda.
En la playa, atrae el colorido de sencillos guijarros
y las aves cantan bien dulcemente sin normas.
Febe, la Leucípida, no apasionó así a Castor,
ni su hermana Hilaira a Pólux, con afeites;
ni a Idas le enconó otrora con Febo su pasión
por la hija de Eveno, a orillas de su padre;
ni se atrajo su marido Frigio con falso candor
Hipodamia, llevada sobre ruedas extrañas:
Mas sus rostros presentábanse libres de gemas,
cual se exhibe el color en las tablas de Apeles.
No ansiaban vulgarmente atraerse amantes:
bastante belleza les daba su modestia.
Yo no temo ya ser para ti más vil que todos esos:
Si una chica gusta a un hombre bien ornada está;
sobre todo si Febo te dona sus poemas,
Calíope su lira Aonia de buen grado,
y tus palabras seductoras tienen gracia especial,
todas esas cosas que aprueban Venus y Minerva.
Con ellas, serás siempre lo más grato de mi vida,
mientras te hastíen esas míseras ostentaciones.
3
Cual yació,
al zarpar la nave de Teseo,
lánguida la Cnosia en la playa desierta;
cual durmió su primer sueño la Cefea
Andrómeda, ya libre de las duras rocas;
cual Edónida cansada de danzas incesantes
cae sobre el césped Apidano;
vi a Cintia respirar muelle quietud
reposando su cabeza sobre manos indolentes.
Yo arrastraba ebrios efluvios por abusar de Baco,
blandían antorchas los esclavos en la noche cerrada.
Sin perder el sentido por completo, probé a acercarme
a ella y me senté dulcemente en su cama;
y, aunque me impulsaban, arrastrado por un doble ardor,
a la vez Amor y Líber, dos crueles dioses,
a deslizar mi brazo con cuidado y tocarla inconsciente,
a disponer mis fuerzas e iniciar a besos el combate,
no osaba turbar la calma de mi dueña,
por miedo a sus broncas de fiereza bien probada.
Mas seguía yo quieto mirándola con ojos atentos,
como Argos los cuernos extraños de la Ináquida.
Ya me quitaba guirnaldas de la frente
y las ponía, Cintia, en tus sienes.
Ya me entretenía en retocar tus cabellos deslizados
y dejaba algún fruto furtivo en la palma de tu mano.
Derrochaba toda clase de presentes a tu sueño ingrato,
presentes que, al volverte, rodaban a veces de tu regazo;
cuantas veces emitías suspiros con gesto inusual,
creía, preocupado por vanos auspicios,
que alguna pesadilla te causaba insólitos temores,
que alguien, por la fuerza, te obligaba a ser suya.
Hasta que la luna pasó ante tus ventanas,
luna aplicada de minuciosa luz
y abrió con sus rayos ligeros tus apretados párpados.
Y me dijo con el codo apoyado en su blando lecho:
«¿Por fin te devuelve a mi cama la ofensa de otra,
que te ha echado de casa y te cierra su puerta?
¿Dónde has consumido largas horas de mi noche,
ay de mí, hasta cansarte, al fin de las estrellas?
¡Así llegues a pasar, rufián, las mismas noches
que siempre me haces soportar, pobre de mí!
Poco ha que engañaba mi sueño con hilo púrpura
y cantaba, rendida, después con la lira de Orfeo;
entretanto, abandonada, me quejaba en susurros
del tiempo que pasas tantas veces en amores extraños:
luego el sopor me llevó desfallecida en sus alas felices.
Así acabó la cuita de mis lágrimas.»
lánguida la Cnosia en la playa desierta;
cual durmió su primer sueño la Cefea
Andrómeda, ya libre de las duras rocas;
cual Edónida cansada de danzas incesantes
cae sobre el césped Apidano;
vi a Cintia respirar muelle quietud
reposando su cabeza sobre manos indolentes.
Yo arrastraba ebrios efluvios por abusar de Baco,
blandían antorchas los esclavos en la noche cerrada.
Sin perder el sentido por completo, probé a acercarme
a ella y me senté dulcemente en su cama;
y, aunque me impulsaban, arrastrado por un doble ardor,
a la vez Amor y Líber, dos crueles dioses,
a deslizar mi brazo con cuidado y tocarla inconsciente,
a disponer mis fuerzas e iniciar a besos el combate,
no osaba turbar la calma de mi dueña,
por miedo a sus broncas de fiereza bien probada.
Mas seguía yo quieto mirándola con ojos atentos,
como Argos los cuernos extraños de la Ináquida.
Ya me quitaba guirnaldas de la frente
y las ponía, Cintia, en tus sienes.
Ya me entretenía en retocar tus cabellos deslizados
y dejaba algún fruto furtivo en la palma de tu mano.
Derrochaba toda clase de presentes a tu sueño ingrato,
presentes que, al volverte, rodaban a veces de tu regazo;
cuantas veces emitías suspiros con gesto inusual,
creía, preocupado por vanos auspicios,
que alguna pesadilla te causaba insólitos temores,
que alguien, por la fuerza, te obligaba a ser suya.
Hasta que la luna pasó ante tus ventanas,
luna aplicada de minuciosa luz
y abrió con sus rayos ligeros tus apretados párpados.
Y me dijo con el codo apoyado en su blando lecho:
«¿Por fin te devuelve a mi cama la ofensa de otra,
que te ha echado de casa y te cierra su puerta?
¿Dónde has consumido largas horas de mi noche,
ay de mí, hasta cansarte, al fin de las estrellas?
¡Así llegues a pasar, rufián, las mismas noches
que siempre me haces soportar, pobre de mí!
Poco ha que engañaba mi sueño con hilo púrpura
y cantaba, rendida, después con la lira de Orfeo;
entretanto, abandonada, me quejaba en susurros
del tiempo que pasas tantas veces en amores extraños:
luego el sopor me llevó desfallecida en sus alas felices.
Así acabó la cuita de mis lágrimas.»
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