sábado, 23 de abril de 2016

POEMAS DE UMBERTO SABA


(Italia, 1883 - 1957)



El deseo


                                      A la venerada memoria del pintor
                                                                        Giuseppe Bolaffio.


¡Oh, entre la antigua carne
del hombre este clavado,
antiguo deseo!
Ilusión y mentira,
vanidad de las cosa,
que no lo son o para
no parecerse a él visten diversas
formas, y sin embargo tienen una
donde toda dulzura de lo creado
la carne aúna.

¡Cuánto el hombre ha soñado
por ti, feroz deseo!
En silencio nocturno lo reclama
tu voz que primero es una caricia
y entre los sueños y cuidados, brisa
en la tarde sin viento después, trueno
de pronto que ensordece dominante.
Te reconoce aquél que por la noche,
con lucha y pena, de la vida llega,
te reconoce y, por huirte, invoca
la muerte; ¡ay de aquél
que en ti quiera alcanzar su muerte, antiguo
deseo! Y de su lecho,
ya profanado, hacia el hastío salta
y hacia el horror de sí mismo, el fiero
joven, en cuyo pecho una vergüenza
oprimirá después -¡qué largo el día!-
y un remordimiento.
Pero sigues celando en él tu curso
subterráneo, preparas tu retorno
fatal hacia la antigua
carne del hombre, ¡oh sin esperanza, clavado,
antiguo deseo!

Con él nacido, ¿qué vale
que de sí te sacuda,
la más móvil tú, tú la más inmóvil
entre las cosas del mundo, antiguo deseo?
Omnipresente, asumes raras formas,
y ya te velas o te impones en desnuda
forma impúdica.
¿De qué si no de ti he hablado
en los moldes del arte? ¿A qué he escondido
o desvelado, sino a ti?

Lo que sin ti hubiera a mis sentidos
parecido ingrato, y a mi alto espíritu
odioso, lo que hubiera abandonado
como indigno de mí, lo he buscado
por ti, oscuro deseo.
Ni aun maldecirte podría, pues eres
demasiado yo mismo, eres los padres de mis padres
y los hijos de mis hijos.
Ay, que querría en vano
renegar de la vida
el que en suaves abrazos
dijo, sólo una vez dijo,
el "sí" al que persuades
tú con grave dulzura, ¡oh en la antigua
carne del hombre, demasiado adentro clavado,
antiguo deseo!

Cuando el otoño
a cada hoja da
su rojo de sangre, el coraz6n oprimes
como un aviso extremo, antiguo deseo.
Pones nostalgia de perdidos días,
empresas dejadas,
cosas que hubieran podido
ser y que no son,
y en el hombre, caduco
como las hojas,
pones una confusa voluntad
de vencer a la tumba, ¡oh creador
deseo! Y por qué caminos,
a través de qué hallazgos
a esto llegas, o causa,
tú, de mi mal, y, a la vez,
sí, de mi bien: que por ti veo ahora
gente ir y venir,
altas naves partir,
del vasto mundo haciendo
por ti una sola cosa, ¡oh en la antigua
carne del hombre desde el principio clavado,
antiguo deseo!

Cuando retorna
la primavera que al aire
suaviza, el corazón de ansia me aprietas,
de ti lo enfermas al hacerse la noche.
En el invierno
incubas lascivias, en sueños
monstruosos el cálido estío estancas.
Y a veces te lamentas
piadosamente en miradas y en palabras,
como hace el niño grácil y angustiado
que un beso implora.
Así te acogió alguien
en sus jóvenes años, y ahora tan
distinto en sí te siente,
que querría, para sacudírsete
de encima de una vez,
haberse quitado la tiniebla
y no la luz, el día que a la luz
vino con en la nueva
carne, tú, antiguo deseo
tan adentro clavado.

A veces, con amigos,
me burlo de ti, asiduo deseo.
Y entre ellos, uno más querido, triste
entre los tristes y con un aire
más dócil a la vida.
No tiene, que yo sepa, tus placeres,
sino luto de hombre.
Devotamente él la mano tiende,
que tiembla de ansia al colorear sus telas.
En ellas pinta velas
al sol, fuertes contrastes
de formas, y crepúsculos a orillas
del mar, y a bordo, en cada cosa luces
de santidad que de su alma viene
y en otros se reflejan.
De ti no pone nada
en su arte adolescente,
pareciendo de ti siempre inocente.
Sino que él, en largas horas de insomnio
en inviernos enteros,
sin que su mano ni una pincelada
ose, no viejo aún, sino curvado
como un viejo, para ti sueña cosas
que después espantosas
le serían de oír, ¡oh en la antigua
carne del hombre para su dolor clavado,
antiguo deseo!

Versión de Jesús López Pacheco

Sobre la mesa


Sobre la mesa del bar donde nos sentamos 
en el verano amigo, caen las hojas
de los árboles donde los estorninos
se posan, prestos a emigrar.

Mas tú a mi lado tienes queridas 
esperanzas. Tienes la tristeza que te marca
de una sombra el rostro joven. Oscuro
es mi llanto, que a los otros y a sí mismo se oculta.



Perspectiva 

 
La gente aprisa dispersa. 
                                          En la avenida
hileras de árboles desnudos,
al fondo allá donde se esfuman los campos,
se aproximan –parece– hasta estrecharse.    
Y entra aquí un poco de ese cielo lila
que turba y no consuela.
                                           Breve tarde,
demasiado, a la vista, tranquila.





El cristal roto


Todo se mueve contra ti. El mal tiempo,
las luces que se apagan, la vieja
casa sacudida por una ráfaga y que amas
por el mal sufrido, las perdidas
esperanzas, alguna dicha en ella gozada.
Sobrevivir te parece negar
obediencia a las cosas.
                                       Y en el destrozo
del cristal en la ventana está la condena. 





Hoja muerta


La encarnada hoja muerta
que el viento arrastra,
el viento y el barrendero,

–bajo el fúlgido cielo cae, ensangrienta
con las otras la calle–

imitaría. Por náusea
de las palabras vanas,
de los rostros sin luz.

Pero tu voz, amable, me habla;
haz que no caiga aún.  


  

Cenizas


Cenizas
de cosas muertas, de perdidos males,
de contactos inefables, de mudos
suspiros;

vívidas
llamas de vosotras me invisten en el acto
que de ansia en ansia acerco a las puertas
del sueño;

Y en el sueño,
con los lazos tiernos y apasionados
que tienen el niño y la madre, y en vosotras cenizas
me fundo.

La angustia
acecha al paso, yo la desarmo. Como
un beato la vía del paraíso,
subo una escala, me detengo ante una puerta
a la cual llamaba en otros tiempos. El tiempo
ha cedido de golpe.
                                   Me siento,
con los pantalones y el alma de entonces
en una luz de fulgor; en el corazón
se abate una alegría vertiginosa
como el fin.
                     Pero no grito.
                                             Mudo
parto de la sombra hacia el inmenso imperio.

   



Primavera


Primavera que no aprecio, quiero
decir de ti que de una calle la esquina
doblando, tu presagio me hería
como una cuchilla. La sombra aún leve
de ramas desnudas sobre la tierra aún
desnuda me turba, casi también podría yo
debería
renacer. La tumba
parece insegura ante tu inminencia, antigua
primavera, que más que otra estación
cruelmente resucitas y matas. 



 

Límite 



Habla conmigo largamente mi compañera
de cosas tristes, graves, que sobre el pecho
pesan como una piedra; maraña
de males inextricables, que ninguna
mano, tampoco la mía, puede desatar.
Un pájaro
de la casa de enfrente sobre el alero
se posa un instante, al sol brilla, regresa
al cielo azul que lo cobija.
                                          ¡Oh, él
dichoso entre los dichosos! Tiene alas, ignora
mi pena secreta, mi dolor
de hombre junto a un límite: la certeza
de no poder salvar a quien se ama. 



                             Traducción de José Luis Fernández Castillo




El arbolito


Hoy el tiempo es de lluvia.
Parece el día un atardecer,
parece la primavera
un otoño, y un gran viento devasta
el arbolito, que está, y no parece, firme;
parece entre las plantas un chico, muy
alto para su muy verde edad.
Tú lo miras: tienes piedad,
quizá, de todas esas cándidas flores
que le arranca el viento del norte;
y son fruta, son dulces conservas
para el invierno sus flores, que entre la hierba
caen; y de ellas se duele tu vasta
maternidad.

del Canzoniere

Partido decimotercero



Sobre las gradas, un manípulo pálido
se calefaccionaba a sí mismo.
Y cuando
-desmesurada estrella- el sol apagó
tras una casa su deslumbrante resplandor, el campo
encendió el presentimiento de la noche.
Corrían arriba y abajo las casacas rojas,
las casacas blancas, en una luz
de una extraña, irisada transparencia. El viento
desviaba la pelota, la Fortuna
se volvía a poner la venda sobre los ojos.
Daba gusto
ser tan pocos, ateridos,
unidos,
como últimos hombres sobre un monte,
para mirar la última confrontación.


DIÁLOGO

Él

De mí dirán, cuando esté muerto:
Pobre viejo desesperado y solo
Cantaba como canta un ruiseñor.

Ella

No eres un ruiseñor; eres un mirlo.
Silbas más fuerte de noche. Y nadie
puede arrancarte del pico tu piñó



CUENTITO

Devastada la casa,
la casa arruinada.
Mil y una noches no la habitan ya.

Como un jardín su verde Alepo
una tierna madre recordaba.
Acogía a las amigas, palpitaba
por el hijo inquieto. Y el café
ofrecía, en tacitas, a la turca.

Devastada la casa,
la casa arruinada.
Mil y una noches ya no acoge.

La arruinó desde el cielo
la guerra,
en tierra
la devastaba el alemán. Lloraba
la gentil las suyas propias y las humanas
miserias. (No podía odiar.) El hijo
huyó a los montes, allí encontró a un querido
amigo suyo, con él jugó su vida.

Eran caros amigos, se maravillaban
recíprocamente, exageraban
un poco envidiosos, mujeres amores.
Eran caros amigos cuando romper
tú los veías horrorizado a golpes:
un mulo y un antílope.

Devastada la casa,
la casa arruinada.
Pero los dos muchachos viven todavía;
Vivas aún, un poco encanecidas, las madres.


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