(Maracaibo, 12 de julio de 1928 - Maracaibo, 17 de octubre de 2000)
La casa de Machiques
La soledad que nace ahora
–y por eso da vueltas
de animal pequeño
alrededor de mi sombra–
sabrá discernir
todas las cosas
relativas al tiempo
incluidos los cambios
de su piel y sus máscaras.
Desde ese alucinante dominio
puedo ver y palpar
y hasta oler los aromas
del cielo siempre rojo
pero bastante bajo
que remueve sin descanso
la atmósfera de la casa
de Dulvie –la adivina
más joven de las que fabrican
las flores y la miel del árbol
donde el sol come en la noche.
¿Es alguna montaña? preguntan
los suspicaces profesores
de las secas teorías
sobre el fin de este mundo
que ha logrado mantener intacto
el misterio de su bello desorden.
Ahora mismo Dulvie levanta
un puñado de agua
tomado de la cabellera
de un arroyo muy viejo
–perdió la transparencia
de tanto que lo han visto a fondo.
De ese modo la joven
adivina traza el curso
de los laberintos orgánicos.
De los cataclismos domésticos
y el amor y las puertas
y las paredes y el patio
desde donde la ciudad
echó a volar los pájaros.
Los caimanes de plumaje dorado.
Las piedras de mineral en llamas
aptas para construir volcanes.
Echó a volar los sonidos
de la madera con que se arman
navíos para que nazcan islas
alrededor de todos los océanos.
La casa de Dulvie
en Machiques tiene
naturalmente ventanas.
Allí las soledades nuevas
reclaman sus melenas solares
y entran al cuarto de los sueños
donde no hay más soledades.
Tomado de:
El corazón de las cosas
Vuelvo a los mismos lugares
de antaño: no han cambiado
y sin embargo parece
que pertenecieran a una ciudad
donde nunca he vivido.
En los bares –en los restaurantes
donde solíamos hallarnos–
la gente –sobre todo
los borrachos habituales–
habla en otras lenguas.
En los mercados
nadie me conoce –me miran
como a un forastero
que llega de un país enemigo.
Me hace falta pasar.
Una vez más y otra vez.
Y de nuevo frente a tu casa.
En su sitio ahora
lo que hay es un árbol,
una ventana rota,
flores de otra época.
Lo que me ocurre en realidad
es que tú ya no existes.
Yo envejezco más de prisa.
Me vuelvo cada vez más pobre
y ante mi excesivo
amor por otros tiempos
se ha detenido
el corazón de las cosas.
————————————————-
Nunca a menudo todo el tiempo
Si te hubiera visto
tantas veces
como lo quise a menudo
ya no serías
como fuiste siempre.
No sentiría tu aliento
como sigo sintiéndolo
así no estés como ahora
para siempre a mi lado.
Lejos –más bien muy cerca–
de todas estas ilusiones.
La realidad extrae
las ventanas y las coloca
justo en los sitios
donde deben
comenzar los sueños
y desde ellas,
desde donde caen
las trampas mágicas
de la luz y la noche
–de la memoria y sus aguas
con las lámparas,
con las cabelleras
que vuelan como ángeles
sedosos para que la nostalgia
pueda descender
a las ciudades
justo en los sitios
donde se necesitan recuerdos.
Por eso si te hubiera visto
tantas veces
como lo quise a menudo
¿dónde andaríamos entonces?
¿En qué país destruido
por tormentas antiguas
dudaría tratando
de encontrar los pasos
de tu cuerpo
y tu sombra
–de tus formas que le dan
significado a los tiempos?
No las hallaré y no obstante
seguirás siendo
como fuiste siempre
como no serías
si te viera a menudo.
Tomado de:
Ebriedad de las lámparas
Yazgo ahora en un país
que brilla entre las hierbas.
Bajo el bosque no hay danzas
amorosas. No hay ojos de carbón
para la fiebre que recorren los dioses.
Los dioses más impuros que un hongo.
Más altos que la palma de amarrar
a las aves oceánicas.
Pero el infierno de repente aproxima
sus murallas de brazos ululantes.
Y surgen de un sollozo tus labios.
Surgen de una piedra de fulgor tus alas
de tiniebla como unas manos
en la hermosa tempestad de las noches.
Como un sollozo de tus labios
que eclipsan con su sed a las lámparas.
Como una piedra de fulgor que me golpea el rostro
cuando bates tus manos. Surges tú
de la queja fulgurante que derrama mi herida.
Desconozco este paisaje que descubro a diario.
La soledad revela inútilmente el génesis
de los festines negros donde el amor es blanco
y la tierra es una pobre alfombra
del color de un fantasma.
Te suelto de mi largo corazón oh! amada.
Pregunto ¿dónde brilla como un fruto sagrado
tu corazón? ¿Dónde ha muerto
que los dioses del bosque te nombran
y se beben la danza del clamor de tu nombre?
Yazgo ahora como en mi propia sombra
sobre el sueño. Cierro mi sangre
-quiero el torrente que alimentan mis ojos.
No te encuentran y han leído
las cartas infernales. Han visto
caer muy lejos como flechas los astros.
No te encuentran y allí mismo
tú surges más rara que la noche.
Silvia
Las mujeres que me amaron
de seguro han muerto.
Ellas pertenecían a una raza distinta.
La atmósfera de llama necesaria a sus cuerpos
desapareció una noche con los astros.
Y sólo pueden ahora reposar sus cabelleras
sobre la ilusión de resplandor sagrado
que es la lejanía.
En el tiempo del sol
yo podía reconocerlas
por el solo movimiento de sus sombras.
Entonces me invadía el ímpetu
de correr descalzo sobre el agua transparente.
Y eras tú Silvia
-nada más que tu mirada mágica
quien lograba abrillantar la arena
donde me tendía para huir de la noche.
Eras tú quien al pasar hacía
recobrar su juventud llameante a cada parque.
Y al abandonarnos al embrujo de las calles más altas
frente a las ventanas oscuras
eras tú quien invocaba y ponía a nuestros pies
los habitantes de la sombra.
Una noche enterraste en el césped una perla.
Fue en homenaje a los hermosos días de diciembre.
Y cuando percibiste la presencia
de los vagabundos que espiaban nuestra ofrenda
postergaste el nacimiento del árbol que nos uniría.
Desvaneciste la posible rosa
cuyo aroma igualaría en peso
y consistencia a nuestra sangre.
Porque a partir de entonces
—a partir de aquel gesto
tú me hubieras ayudado a salvar
esta doble apariencia que nos aprisiona.
Esto doble llamado que nos requiere a un tiempo
y nos deja inmóviles en el mundo
vacío de sus diferencias.
Después vi en tu rostro por primera vez el llanto.
Vi en tus manos las piedras que arrojaste a la
noche.
En el mundo estaba solo.
Me hablaste de los seres desaparecidos.
De los mares desaparecidos.
De cierta estrella como única mansión
en donde muerte y vida amor y odio
eran hechos que lograban apenas
amenizar la caída de una tarde.
Y fuimos desde entonces fantasmas
—nada más que fantasmas.
Tú me amaste, Silvia. Yo amé en ti el desafío
a la sombra que se antepone al bosque.
El desafío al bosque que se antepone al cielo.
Nos amamos y era allí en el amor donde comenzaría
esa desaparición que nos anula.
El amor en mis manos es una fuerza
que distancia las cosas que acaricia.
Tú habrás desaparecido. Estarás en tu raza
—en tu astro donde sopla la llama.
Sin embargo sé que existe aún. Sé que existes.
He vuelto a contemplar los árboles.
A palpar las flores.
He caminado mucho porque un día
—lo sé bien— en un mar que conozco.
En la gran lejanía hecha como ésta de arena azul
de pequeñas piedras y frutos que han caído
—en un amanecer fuera de tiempo he de verte
he de oírte cantar desde tu vida.
Sé que existe. Y un día será tú Silvia
-nada más que tu mirada mágica
quien logre abrillantar la arena
dolorosa que me hago.
Quien haga recobrar su juventud llameante
al parque más antiguo del mundo que ahora soy.
De lo contrario sabrás que soy del mundo
y habré de maldecirte y estaré llorando
porque el odio me entregará a la noche que me llama
para nutrir conmigo sus túneles hambrientos.
Tomado de:
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