miércoles, 23 de noviembre de 2016

POEMAS DE HOWARD PHILLIPS LOVECRAFT


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(20 de agosto de 1890, Providence, Rhode Island, Estados Unidos - 15 de marzo de 1937, Providence, Rhode Island, Estados Unidos)




Madre Tierra



Una noche, vagando, bajé por el talud de un hondo valle, húmedo y silencioso. Su aire estancado exhalaba un vaho de podredumbre y una frialdad que me hacían sentir enfermo y débil.

Los árboles, numerosos a cada lado, se cerraban como una banda espectral de trasgos, Y las ramas contra el cielo menguante tomaban formas que me daban aterradoras. Sin saber por qué, seguí avanzando.

Parecía buscar alguna cosa perdida como la alegría o la esperanza, pero pese a todos mis esfuerzos no pude encontrar más que los fantasmas de la desesperación.

Los taludes se estrechaban cada vez más.

Pronto, privado de la luna y las estrellas, me vi encerrado en una grieta rocosa tan vieja y honda que la piedra respiraba cosas primitivas y desconocidas. Mis manos, explorando, intentaban rastrear los rasgos del rostro de aquel valle, hasta que en el musgo parecieron encontrar un perfil espantoso.

Ninguna forma que mis ojos esforzados puediesen captar era reconocible.

Pues lo que tocaba hablaba de un tiempo remoto para el paso efímero del hombre. Los líquenes colgantes, húmedos y canosos, me impedían leer la antigua historia.

Un agua oculta, goteando quedamente, me susurraba cosas que no habría debido saber.

...mortal, efímero y osado, guarda para ti lo que cuento, piensa a veces en lo que ha sido, y en las escenas que han visto estas piedras desmoronadas. En conciencias ya viejas antes que tus débiles ancestros apareciesen, y en criaturas que todavía respiran aunque no parezcan vivos a los humanos.

Yo soy la voz de la Madre Tierra, de la que nacen todos los horrores...





Unda o La Novia del Mar



Negro telar de riscos, tierras altas detrás de mí,
Oscuras son las arenas de la distante costa;
Sombríos son los caminos rocosos que me recuerdan
Con tristeza los días perdidos en el Nunca Más.

Suaves, las olas del océano acarician las rocas,
Dulce y familiar es aquel sonido hondo;
Aquí, con su cabeza sobre mi hombro
He caminado con Unda, La Novia del Mar.

Brillante fue la aurora de mi juventud cuando la conocí,
Dulce como la brisa que sopla sobre la hierba.
Rápido fui capturado en las más sólidas cadenas del Amor,
Era feliz estando aquí, y Ella era feliz conmigo.

Nunca le pregunté por dónde había vagado,
Nunca me preguntó por mi pasado:
Felices como niños: no pensamos ni soñamos,
Sólo disfrutamos de la abundancia de la tierra y el océano.

Cuando la luz de la luna tocó su suave melodía,
Alta en el acantilado, sobre las aguas que contemplamos,
Su cabello fue atado con una guirnalda de sauces,
Desplumado en la fuente de un bosque encantado.

Extrañamente, ella miraba aquel vaivén repentino,
Deslumbrada ante la luz, encantada por el sonido:
Entonces las olas de salvaje aspecto la reclamaron,
Severas como el océano y crueles como la noche.

Fríamente ella me dejó, sorprendido y llorando,
De pie, en soledad, entre las legiones que ella bendijo:
Hacia abajo, siempre abajo. A medias cayendo, a medias volando,
La dulce Unda robó los secretos malditos del mar.

La calma creció sobre las aguas, y los azotes tumultuosos
Fueron un monótono balanceo mientras Unda, la Hermosa,
Pasó por las arenas húmedas con afectuoso saludo,
Oculta para mí, ya nunca estuvo allí.

Largos años vagué por las rocas donde ella se desvaneció,
Altas lunas ascendieron y cayeron otra vez.
Gris rompió el alba hasta que la triste noche fue desterrada,
Mi corazón permaneció allí, con su infinito dolor.

He recorrido el amplio mundo en busca de mi amada;
Vagué por el lejano desierto y las distantes aguas.
Hasta que sobre una ola, mientras la tormenta rugía,
Vislumbré un rostro que me embargó de calma y felicidad.

Nunca en mi inquietud he tropezado
Al buscar los pálidos destellos de mi camino.
Ahora me he extraviado donde las olas tiemblan,
De vuelta en el escenario del ayer abandonado.

¡Mira! La luna se alza roja sobre las brumas del mar,
Se eleva en una ominosa grandeza, digna de contemplar;
Extraño es su rostro, como mis torturados ojos que ven
Sobre el inabarcable reflejo de la luz y el azul.

Directo desde la luna, hasta la orilla donde estoy suspirando,
Surge un puente brillante, hecho de anhelos y diamantes.
Frágil puede ser, pero qué sencillo resulta intentarlo:
Vagar desde la tierra hasta el orbe de los sueños olvidados.

¿Qué rostro aparece bajo el luctuoso ojo de la luna?
¿He encontrado por fin a la doncella que huyó?
Sobre el puente delicado mis pasos se acercan,
Su fantasma de ternura acelera mi marcha.

Las corrientes me rodean, y suave me balanceo,
Lejos, sobre el sendero de la luna finalmente la veo.
Impaciente, a medias cayendo, a medias rezando,
Avancé hasta alcanzar aquella visión de la Gracia.

Las aguas murmurantes se cierran sobre mi,
Suave, la visión se acerca con ternura.
Mis hechos han concluido. Mi corazón reposa sin lugar,
A salvo eternamente con mi amada: La Novia del Mar.


Lo que trae la luna


Odio a la Luna –le temo -, ya que, cuando brilla sobre ciertas escenas familiares y amadas, a veces las convierte en desconocidas y odiosas.

Fue durante el espectral verano cuando el brillo de la Luna se derramó sobre el viejo jardín por el que yo deambulaba; el espectral verano de narcóticas flores y húmedos mares de follajes que provocan sueños extraños y multicolores. Y mientras paseaba junto a la poca profunda corriente de cristal, vi ondas inesperadas, rematadas en luz amarilla, como si esas plácidas aguas se vieran arrastradas, por irresistibles corrientes, rumbo a extraños océanos que no pertenecen a este mundo. Silenciosas y centelleantes, brillantes y funestas, esas aguas condenadas se dirigían hacia no sabía yo dónde, mientras que, en las riberas de verdor, blancas flores de loto se abrían una tras otra al opiáceo viento nocturno y caían sin esperanza a la corriente, arremolinándose en forma horrible, yendo hacia delante, bajo el puente arqueado y tallado, y mirando atrás con la siniestra resignación de las fuerzas calmas y muertas.

Y, mientras corría por la orilla, aplastando flores dormidas con pies descuidados, enloquecido en todo momento por el miedo a seres desconocidos y la atracción de las caras muertas, vi que el jardín, a la luz de la luna, no tenía fin; ya que, allí donde durante el día se encontraban los muros, ahora se extendían tan sólo nuevas visiones de árboles y senderos, flores y arbustos, ídolos de piedra y pagodas, y meandros de corriente iluminada en amarillo, pasando herbosas orillas y bajo grotescos puentes de mármol. Y los labios de los rostros muertos del loto susurraban con tristeza, y me invitaban a seguir, así que no me detuve hasta que la corriente llegó a un río y desembocó, entre pantanos de agitadas cañas y playas de resplandeciente arena, en la orilla de un inmenso mar sin nombre.

La espantosa luna brillaba sobre ese mar, y sobre sus olas inarticuladas pendían extraños perfumes. Y al ver desvanecerse en sus profundidades las caras de loto, lamenté no tener redes para poder capturarlas y aprender de ellas los secretos que la luna había transportado a través de la noche. Pero, cuando la luna derivó hacia el oeste y la silente marea refluyó de la sombría ribera, vi, bajo esa luz, viejos chapiteles que las olas casi cubrían, así como columnas blancas con festones de algas verdes. Y sabiendo que ese lugar estaba completamente poseído por la muerte, temblé y no deseé más hablar de nuevo con los rostros de loto.

Entonces vi de lejos, sobre el mar, a un gran cóndor negro que descendía del cielo para buscar descanso en un gran arrecife; y de buena gana le hubiera preguntado, para informarme sobre aquellos que había conocido cuando estaba vivo. Se lo hubiera preguntado de no estar tan lejos; pero lo estaba, y mucho, y desapareció totalmente al estar demasiado cerca de ese arrecife gigante.

Así que observé cómo la marea se retiraba bajo esa luna en declive, y vi resplandecer los chapiteles, las torres y los tejados de esa ciudad muerta y goteante.

Mientras miraba, mi olfato tuvo que debatirse contra el sobrecogedor olor de los muertos del mundo; ya que, en verdad, en ese lugar ignoto y olvidado estaba toda la carne de los cementerios, reunida por hinchados gusanos marinos que roen y se atiborran de ella.

La maligna luna colgaba ya muy baja sobre esos horrores, pero los gordos gusanos no necesitan a la luna para poder comer. Y, mientras observaba las ondulaciones que delataban el rebullir de gusanos debajo, sentí un nuevo frío venido de lejos, que me indicó que el cóndor había alzado el vuelo, como si mi carne hubiera detectado el horror antes de que mis ojos pudieran verlo.

No se había estremecido mi carne sin motivo, ya que, cuando alcé los ojos, vi que las aguas se habían retirado hasta muy lejos, mostrando mucho del inmenso arrecife cuyo borde avistara antes. Y cuando vi que ese arrecife no era más que la negra corona basáltica que culminaba a un estremecedor ser monstruoso, cuya terrible frente brillaba ahora a la tenue luz de la luna, y cuyas viles pezuñas debían hollar el fango infernal, situado a kilómetros de profundidad, grité y grité hasta que el oculto rostro surgió de las aguas, y hasta que los escondidos ojos me miraron, luego de la desaparición de esa lasciva y traicionera luna.

Y, para escapar de ese ser implacable, me zambullí contento y sin dudar en las hediondas bajuras donde, entre muros llenos de algas y hundidas calles, los gruesos gusanos de mar hozan en los cadáveres de los hombres.




El libro



El lugar era oscuro y polvoriento, un rincón perdido
en un laberinto de viejas callejas junto a los muelles,
que olían a extrañas cosas venidas de ultramar,
entre curiosos jirones de niebla que dispersaba el viento del oeste.
Unos cristales romboidales, velados por el humo y la escarcha,
apenas dejaban ver los montones de libros, como árboles retorcidos
pudriéndose del suelo al techo... huellas
de un saber antiguo que se desmoronaba a precio de saldo.

Entré, hechizado, y de un montón cubierto de telarañas
cogí el volumen más cercano y lo leí al azar,
temblando al ver las raras palabras que parecían guardar
algún arcano, monstruoso, para quien lo descubriera.
Después, buscando algún viejo y taimado vendedor,
sólo encontré el eco de una risa.


Espejismo


No sé si alguna vez existió ese mundo
Flotando a la deriva en las aguas del tiempo.
A menudo lo he visto con su bruma púrpura,
Parpadeando en el abismo de algún sueño vago:
Sus torres extrañas, insólitos ríos,
Laberintos gigantes, luminosas cavernas,
Y cielos enmarañados, como esos que tiemblan,
Ansiosos, al presagio infernal de la noche.

Sus pantanos llegan a la costa desolada
Donde se retuercen aves inmensas;
Y en la cima ventosa
Un pueblo antiguo yergue sus blancos campanarios
Cuyos tañidos vespertinos aún oigo.
No sé qué tierra es ésa... no me atrevo
A indagar cuándo, ni por qué fui o iré hacia ella.


Nyarlathotep


Y vino del interior de Egipto

El extraño Oscuro ante el que se inclinaban los fellás; silencioso, descarnado, enigmáticamente altivo, envuelto en sedas rojas como las llamas del sol poniente.

A su alrededor se congregaban las masas, ansiosas de sus órdenes, Pero al retirarse no podían repetir lo que habían oido; mientras la pavorosa noticia corría entre las naciones: las bestias salvajes le seguían lamiéndole las manos.

Pronto comenzó en el mar un nacimiento pernicioso; tierras olvidadas con agujas de oro cubiertas de algas; se abrió el suelo y auroras furiosas se abatieron sobre las estremecidas ciudadelas de los hombres.

Entonces, aplastando lo que había moldeado por juego, El Caos idiota barrió el polvo de la Tierra.


XIX. Las campanas


Año tras año oí aquel tañido débil y lejano
De graves campanas traído por el viento negro de medianoche;
Extraños repiques, que no venían de ningún campanario
Que pudiese descubrir, sino como de más allá de un gran vacío.
Busqué una pista en mis sueños y recuerdos,
Y pensé en todos los carillones que albergaban mis visiones;
Los de la apacible Innsmouth, donde las blancas gaviotas planeaban
En torno a una aguja que conocí antaño.

Siempre perplejo seguí oyendo caer aquellas notas
Hasta una noche de marzo en que la lluvia fría y desapacible
Me hizo franquear de nuevo las puertas del recuerdo
Hacia las viejas torres donde tañían badajos enloquecidos.
Tañían... pero desde las corrientes sin sol que fluyen
Por valles profundos hasta verter al lecho muerto del mar.

Versión de Juan Antonio Santos y Sonia Trebelt




XX. Bestezuelas nocturnas


No sabría decir de qué criptas salen arrastrándose,
Pero cada noche veo esas criaturas viscosas,
Negras, cornudas y descarnadas, con alas membranosas
Y colas que ostentan la barba bífida del infierno.
Llegan en legiones traídas por el viento del Norte
Con garras obscenas que cosquillean y escuecen,
Y me agarran y me llevan en viajes monstruosos
A mundos grises ocultos en el fondo del pozo de las pesadillas.

Pasan rozando los picos dentados de Thok
Sin hacer el menor caso de mis gritos ahogados,
Y descienden por los abismos inferiores hasta ese lago inmundo
Donde los shoggoths henchidos chapotean en un sueño dudoso.
Pero ¡ay! ¡Si al menos hicieran algún ruido
O tuvieran una cara donde se suele tener!

Versión de Juan Antonio Santos y Sonia Trebelt




XXIII. Espejismo


No sé si existió alguna vez
Ese mundo perdido que flota oscuramente en el río del Tiempo,
Pero lo he visto a menudo, envuelto en una bruma violeta
y brillando débilmente al fondo de un sueño borroso.
Había extrañas torres y ríos con curiosos meandros,
Laberintos de maravillas y bóvedas llenas de luz,
y cielos llameantes cruzados por ramas, como los que tiemblan
Ansiosamente momentos antes de una noche invernal.

Grandes marismas llevaban a costas desiertas con juncales
Donde revoloteaban aves inmensas, y en una colina ventosa
Había un pueblo antiguo con un blanco campanario
Cuyos repiques vespertinos resuenan aún en mis oídos.
No sé qué tierra es ésa... ni me atrevo a preguntar
Cuándo o por qué estuve, o estaré allí.

Versión de Juan Antonio Santos y Sonia Trebelt




XXVIII. Expectación


No sabría decir por qué algunas cosas me producen
Una sensación de maravillas inexploradas por venir,
O de grieta en el muro del horizonte
Que se abre a mundos donde s6lo los dioses pueden vivir.
Es una expectación vaga, sin aliento,
Como de grandes pompas antiguas que recuerdo a medias,
O de aventuras salvajes, incorpóreas,
Plenas de éxtasis y libres como un ensueño.

La encuentro en puestas de sol y en extrañas agujas urbanas,
En viejos pueblos y bosques y cañadas brumosas,
En los vientos del Sur, en el mar, en collados y ciudades iluminadas,
En viejos jardines, en canciones entreoídas y en los fuegos de la luna.
Pero aunque sólo por su encanto vale la pena vivir la vida
Nadie alcanza ni adivina el don que insinúa.

Versión de Juan Antonio Santos y Sonia Trebelt




XXIX. Nostalgia


Cada año, al resplandor melancólico del otoño,
Los pájaros remontan el vuelo sobre un océano desierto,
Trinando y gorjeando con prisa jubilosa
Por llegar a una tierra que su memoria profunda conoce.
Grandes jardines colgantes donde se abren flores
De vivos colores, hileras de mangos de gusto delicioso
Y arboledas que forman templos con ramas entrelazadas
Sobre frescos senderos... todo esto les muestran sus vagos sueños.

Buscan en el mar vestigios de su antigua costa,
Y la alta ciudad blanca, erizada de torres...
Pero sólo las aguas vacías se extienden ante ellos,
Así que al fin dan media vuelta una vez más.
Y mientras tanto, hundidas en un abismo infestado de extraños pólipos,
Las viejas torres añoran su canto perdido y recordado.

Versión de Juan Antonio Santos y Sonia Trebelt




XXXVI. Continuidad


Hay en algunas cosas antiguas una huella
De una esencia vaga... más que un peso o una forma,
Un éter sutil, indeterminado,
Pero ligado a todas las leyes del tiempo y el espacio.
Un signo tenue y velado de continuidades
Que los ojos exteriores no llegan a descubrir;
De dimensiones encerradas que albergan los años idos,
Y fuera del alcance, salvo para llaves ocultas.
Me conmueve sobre todo cuando los rayos oblicuos del sol poniente
Iluminan viejas granjas en la ladera de una colina,
Y pintan de vida las formas que permanecen inmóviles
Desde hace siglos, menos quiméricas que todo esto que conocemos.
Bajo esa luz extraña siento que no estoy lejos
De la masa inmutable cuyos lados son las edades.

21 de diciembre de 1929- 4 de enero de 1930

Versión de Juan Antonio Santos y Sonia Trebelt



De "Poemas fantásticos":


A Pan


Sentado en una cañada entre bosques
A orillas de un arroyo bordeado de juncos
Meditaba yo un día, cuando adormeciéndome
Me vi sumido en un sueño.

Del riachuelo surgió una figura
Medio hombre y medio cabrio;
Tenía pezuñas en vez de pies
Y una barba adornaba su garganta.

Con un rústico caramillo de caña
Tocaba dulcemente aquel ser híbrido,
Y yo olvidé todo cuidado terreno
Pues sabía que era Pan.

Ninfas y sátiros se congregaron
Para gozar del alegre sonido,

Demasiado pronto desperté con pesar
y volví a las moradas de los hombres,
Pero en valles campestres yo querría vivir
Y escuchar de nuevo la flauta de Pan.

Septiembre de 1902

Versión de Juan Antonio Santos y Sonia Trebelt




El horror de Yule


Hay nieve en el campo
         Y los valles están helados,
Y una profunda medianoche
         Se cierne sombría sobre el mundo;
Pero una luz entrevista en las cumbres
         Revela festines profanos yantiguos.

Hay muerte en las nubes,
         Hay miedo en la noche,
Pues los muertos en sus mortajas
         Celebran la puesta del sol,
Yentonan cantos salvajes en los bosques mientras danzan
         En torno al altar de Yule, fungoso y blanco.

Un viento que no es de este mundo
         Recorre el bosque de robles,
Cuyas mórbidas ramas se ahogan
         En una maraña de delirante muérdago,
Porque éstos son los poderes de las tinieblas, que perviven
         En las tumbas de la raza perdida de los Druidas.

Diciembre, 1926

Versión de Juan Antonio Santos y Sonia Trebelt




La ciudad


       Era dorada y espléndida
               Aquella ciudad de la luz;
       Una visión suspendida
               En los abismos de la noche;
Una región de prodigios y gloria, cuyos templos
       Eran de mármol blanco.

       Recuerdo la época
               En que apareció ante mis ojos;
       Eran los tiempos salvajes e irracionales,
               Los días de las mentes embrutecidas
En los que el Invierno, con su mortaja blanca y lívida,
        Avanzaba lentamente torturando y destruyendo.

        Más hermosa que Zión
                Resplandecía en el cielo
       Cuando los rayos de Orión
                Nublaron mis ojos,
Y me sumieron en un sueño lleno de oscuros recuerdos
       De vivencias olvidadas y remotas.

       Sus mansiones eran majestuosas,
                Decoradas con bellas esculturas
      Que se erguían con nobleza
                En magníficas terrazas,
Y los jardines eran fragantes y soleados,
       Y en ellos florecían extrañas maravillas.

       Me fascinaban sus avenidas
                Con sus perspectivas sublimes;
      Las elevadas arcadas me confirmaban
                Que una vez, en otro tiempo,
Había vagado en éxtasis bajo su sombra,
      En el benigno clima de Halcyón.

      En la plaza central se alineaba
               Una hilera de estatuas;
      Hombres solemnes de largas barbas
               Que habían sido poderosos en su día...
Pero una estaba rota y mutilada,
      Y su rostro barbado había sido destrozado.

      En aquella ciudad esplendorosa
               No vi a ningún mortal,
      Pero mi imaginación, indulgente
               Con las leyes de la memoria,
Se demoró largo tiempo contemplando aquellas figuras
       De la plaza, cuyos pétreos rostros observó con temor.

       Avivé el débil rescoldo
               Que aún permanecía encendido en mi espíritu,
       Y me esforcé por recordar
               Los eones de pasado;
Por atravesar libremente el infinito,
       Y poder visitar el insondable pasado.

       Entonces la horrible advertencia
               Cayó sobre mi alma
       Como el ominoso amanecer
               Que asciende en su roja aureola,
Y huí, lleno de pánico, antes de que los terrores
       Ya olvidados y desaparecidos me fueran revelados.

Versión de Juan Antonio Santos y Sonia Trebelt




Oceanus


A veces me detengo en la orilla
Donde las penas vierten sus flujos,
Y las aguas turbulentas suspiran y se quejan
De secretos que no se atreven a contar.
Desde las simas profundas de valles sin nombres,
Y desde colinas y llanuras que ningún mortal conoce,
La mística marejada y el hosco oleaje
Sugieren como taumaturgos malditos
Un millar de horrores, henchidos por el temor
Que ya contemplaron épocas hace tiempo olvidadas.
¡Oh vientos salados que tristemente barréis
Las desnudas regiones abisales;
Oh pálidas olas salvajes, que recordáis
El caos que la Tierra ha dejado tras de sí;
Una sola cosa os pido:
Guardad por siempre oculto vuestro antiguo saber!

Versión de Juan Antonio Santos y Sonia Trebelt




Por donde un día paseó Poe


Divagan eternamente las sombras en esta tierra,
Soñando con siglos que se fueron para siempre;
Grandes olmos se alzan solemnes entre lápidas y túmulos
Desplegando su alta bóveda sobre un mundo oculto de otro tiempo.
Una luz del recuerdo ilumina todo el escenario,
Y las hojas muertas hablan en susurros de los días idos,
Añorando imágenes y sonidos que ya no volverán.

Triste y solitario, un espectro se desliza a lo largo
De los paseos por donde sus pasos le llevaban en vida;
Pero no es visible a los ojos de cualquiera, a pesar de que su canto
Resuena a través del tiempo con una extraña fascinación.
Sólo los pocos que conocen el secreto de su magia
Pueden encontrar entre estas tumbas la sombra de Poe.

Versión de Juan Antonio Santos y Sonia Trebelt


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