martes, 14 de junio de 2016

POEMAS DE TERESA WILMS MONTT


(Chile, 1893 - París, 1921)


Regaló la noche al pantano una estrella.
Centro de la esfera fangosa irradiaba el astro en la podredumbre verde, palacio de reptiles.
Y en coro alrededor, lotus de veneno surgían sapos inquietando el sosiego de los valles con el croar siniestro.
Despertó el águila, y abandonando la roca, voló hacia el plano.
El punto fulgurante marcó su orgullo.
Creyó rasgar el azul para rozar un astro y precipitóse al pantano putrefacto.
Llevóse la estrella la rapiña a lo hondo, estampada en las soberbias alas.
Estallaron resoplando cual instrumento, destrozados, los reptiles y los sapos.

* * *

Llega todas las noches a mi alcoba.
Sin tener ojos me mira, sin tener boca me habla, y su mirada y su voz son tan hondas como el silencio de los sepultados.
Está muy lejos, y está conmigo, piensa en mi cerebro y llora en mis lágrimas.
Cuando procedo mal, Anuarí castiga mis huesos, atravesándolos del hielo de una carcajada sin dientes.

* * *

Vestido de la chía llegó anoche por el espejo.
Sus manos cruzadas sobre el pecho salían en pétalos de azucena por la negra manga.
El abismo de sus ojos tragóse todas las sombras y en mi cerebro se hizo la luz.
Habló su boca sin palabras como los viejos órganos de las catedrales y dijo: Duerme, duerme, el sueño es la aurora del día eterno.

* * *

Frente a mi ventana cerrada pregunto al tiempo cuánto más he de vivir.
Las sombras anegan mis persianas, y apenas marca una delgada raya la claridad.
El reloj tiene titubeos de corazón enfermo.
En un gesto convulsivo se crispan mis manos sobre el papel.
Buscan el apoyo de la tierra.

* * *

Se ahogó mi risa en el espejo.
Largo crujido siniestro lanzó a la noche el cristal de plata.
Una, dos… calló la hora, metal frío de planeta en la rigidez del páramo.
Epiléptica de calentura la luna se dio a los balcones.
Y el cadáver de mi risa es una esmeralda blanda que al deshacerse vuelve en la superficie argollas y cruces brillantes.

* * *

¡Anuarí! ¡Anuarí!
Espíritu profundo, vuelve del caos.
Torna en misteriosa envoltura, huésped de mis noches glaciales.
Que tus dedos de sueño posen sobre mis párpados desvelados.
Ciérralos, Anuarí.
Veneno sublime, da muerte a mi cerebro aterrado.
Quédate sobre mi fosa sonriendo enigmático.
Sonrisas de ultratumba, sombra y luz, sonrisa tremenda que me ha aniquilado.
¡Espíritu profundo, vuelve del caos!
Se han muerto todas mis flores, sólo queda para tu hambre la sangrienta herida de mi corazón partido.
Anuarí, Anuarí. ¡Sucumbo en el torbellino de los astros locos que se precipitan!
¡Vuelve del caos!


Alta mar


De tanta angustia que me roe, guardo un silencio que se unifica a la entraña del océano.
En la noche cuando los hombres duermen, mis ojos haciendo triptico con el farol del palo mayor, velan con el fervor de un lampadario ante la inmensidad del universo.
El austro sopla trayendo a los muertos cuyas sombras húmedas de sal acarician mi cabellera desordenada. Agonizando vivo y el mar está a mis pies y e1 firmamento coronando mis sienes.


Madrid


¡Me muero! Al decirlo no experimento emoción alguna, por el contrario, me inclino curiosarnente a contemplar el hecho como si se tratase de un desconocido.Si tuviera la capacidad de estudiar el fenómeno podría asegurar que es mi conciencia la que ha desaparecido debilitando mis sensaciones corporales , hasta hacerme creer que el cuerpo sólo vive por recuerdo.
No hay médico en el mundo que diagnostique mi mal; histeria, dicen unos, otros hiperestesia. Palabras, palabras, ellas abundan en la ciencia.
A1 escribir estas páginas una fuerza sobrenatural me ordena que
 imprima en ellas un nombre. ¡No, no lo diré, me da miedo!
Cuando aparece este nombre en mi círculo nebuloso, se levantan rnis manos con lentitud profética y
 fu lguran bajo la noche con estreremecimientos sagrados.¿Me muero estando ya muerta, o será mi vida muerte eterna...?


el último poema  


Hay en mi alma un pozo muerto, donde no se refleja el sol, y del que huyen los pájaros con terrores de virgen ante un misterio de cadáveres.
En 1921, Teresa Wilms Montt, poeta chilena, cae enferma de dolor en París. Se encierra en una habitación de la 'avenue' Montaigne y espera a que la muerte se lleve supobre alma. Apenas come, fuma sin parar y se atiborra de medicamentos hasta que, en diciembre, ingiere una fuerte dosis de veronal y su vida se consume.

Esta resolución radical responde, claro, a la voluntad íntima y última de la persona; pero también, por supuesto, a la sociedad ultramachista que le toca vivir, en donde el talento es cosa de hombres, el molde del 'eterno femenino' es trampa perfecta y arrancarse la vida es la única explosión de libertad que se puede permitir una mujer.

Mi alma es un palacio de piedra, donde habitan los ausentes, trayéndome la sombra de sus cuerpos para alivio y compañía de mi vida.

Mi alma es un campo desbastado donde el rayo quemó hasta las raíces, y donde no puede florecer ni el cardo.

Mi alma es una huérfana loca, que anda de tumba en tumba buscando el amor de los muertos.

Mi alma es una flecha de oro perdida en un charco de fango.

Mi alma, mi pobre alma, es una ciega que marcha a tientas sin apoyo y sin guía.
Anarquista, sindicalista, feminista, masona; casada a los 17 con un marido violento y alcohólico con quien tiene dos hijas y a quien engaña con un amante...; su vida, desde su juventud chilena, parece una protesta encarnizada contra su familia y los valores de la alta sociedad burguesa que ésta representa. Un 'Tribunal Familiar' castiga su rebeldía recluyéndola en un convento -¡esto ocurre en el siglo XX!-, donde hará su primer intento de suicidio.

Ayudada por Vicente Huidobro, Teresa escapa del convento. A partir de entonces viaja por el mundo (Buenos Aires, Nueva York, Madrid, Sevilla, París...); intenta trabajar de voluntaria para la Cruz Roja en la Primera Guerra Mundial, pero es arrestada por ser confundida con una espía nazi; frecuenta tertulias, antros y otros círculos literarios impregnándose de las vanguardias; convive con intelectuales (Valle-Inclán, Gómez de la Serna...); escribe artículos, memorias y libros de poemas…

Finalmente, tras un fugaz y doloroso reencuentro con sus hijas, se hunde en una profunda depresión y sus huesos terminan encajonados en la fatídica habitación de París. Tiene 28 años. Antes de morir confiesa a su diario:

Me siento mal físicamente. Nunca he tributado a mi cuerpo el honor de tomar su vida en serio, por consiguiente no he de lamentar el que ella me abandone. Nada tengo, nada dejo, nada pido. Desnuda como nací me voy, tan ignorante de lo que en el mundo había. Sufrí y es el único bagaje que admite la barca que lleva al olvido. Morir, después de haber sentido y no ser nada...


Londres, Septiembre 191…
A un costado de mi cama, en la pared, hay tres manchas de tinta.
La primera repartida en puntitos parece una estrella doble, la segunda se abre más abajo; en minúscula mano de ébano, la última perfectamente recortada tomó la forma de un as de piqué.
Resbalo sobre ellas mis dedos, con sensibilidad de nervio visual, y siento que esas tres manchas están de relieve dentro de mi cerebro como obstáculo para el fácil rodar de las ideas.
Hay tres, digo, tratando de sí atraerse; tres, digo mirando el techo: el amor, el dolor y la muerte.
Sin saber por qué paréceme que he pronunciado algo grave, algo que recogió en su bolsa sin fondo la fatalidad.
Aunque borre las manchas de la pared, esos tres puntos negros quedarán estampados dentro de mi cerebro.
En la efervescencia de la sangre que bulle, cuando la sorba la Absurda, harán remolino vertiginosamente las tres, en la copa pulida del cráneo.
Un temblor nervioso tira hacia abajo la comisura de mis labios.
Cada vez más espesa la pintura de la noche embadurna los cuadros de la ventana. (p. 19-20).
En algunas ocasiones, esas observaciones llegan a ser obsesivas, pero acentuadas por una mirada vanguardista, escudriñadora de los matices de su ser:
Liverpool, Hotel Adelphi, Octubre 16, 1919, 3 y media madrugada.
No he podido dormir. A la una de la madrugada cuando iba a entregarme al sueño, me dí cuenta que estaba rodeada de espejos.
Encendí la lámpara y los conté. Son nueve.
Recogida, haciéndome pequeña contra el lado de la pared, traté de desaparecer en la enorme cama.
Llueve afuera y por la chimenea caen gruesas gotas, negras de tizne. ¿Es que se deshace la noche?
No tengo miedo, hace mucho tiempo que no experimento esa sensación.
Me impone el viento que hace piruetas silbando, colgado de las ventanas.
No podría explicarlo, pero aquí, en este momento, hay alguien que no veo y que respira en mi propio pecho.
Bajo, muy bajo, me digo aquello que hiela pero que no debo estampar en estas páginas.
La sombra tiene un oído con un tubo largo, que lleva mensajes a través de la eternidad y ese oído me ausculta ahí, tras el noveno espejo. (p. 22)

BELZEBUTH

Mi alma, celeste columna de humo, se eleva hacia
la bóveda azul.
Levantados en imploración mis brazos, forman la puerta
de alabastro de un templo.
Mis ojos extáticos, fijos en el misterio, son dos lámparas
de zafiro en cuyo fondo arde el amor divino.
Una sombra pasa eclipsando mi oración, es una sombra
de oro empenachado de llamas alocadas.
Sombra hermosa que sonríe oblicua, acariciando los sedosos
bucles de larga cabellera luminosa.
Es una sombra que mira con un mirar de abismo,
en cuyo borde se abren flores rojas de pecado.
Se llama Belzebuth, me lo ha susurrado en la cavidad
de la oreja, produciéndome calor y frío.
Se han helado mis labios.
Mi corazón se ha vuelto rojo de rubí y un ardor de fragua
me quema el pecho.
Belzebuth. Ha pasado Belzebuth, desviando mi oración
azul hacia la negrura aterciopelada de su alma rebelde.
Los pilares de mis brazos se han vuelto humanos, pierden
su forma vertical, extendiéndose con temblores de pasión.
Las lámparas de mis ojos destellan fulgores verdes encendidos
de amor, culpables y queriendo ofrecerse a Dios; siguen
ansiosos la sombra de oro envuelta en el torbellino refulgente
de fuego eterno.
Belzebuth, arcángel del mal, por qué turbar el alma
que se torna a Dios, el alma que había olvidado las fantásticas
bellezas del pecado original.
Belzebuth, mi novio, mi perdición...



 I

Apareciste Anuarí, cuando yo con mis ojos ciegos y las manos tendidas te buscaba.
Apareciste, y hubo en mi alma un estallido de vida. Se abrieron todas mis flores interiores, 
y cantó el ave de los días festivos.
Me amaste, Anuarí, y alcanzé la Gloria suspendida en tus brazos.
Desapareciste, y quedé sola, los ojos naúfragos en noche de lágrimas.
Bondadosa ha vuelto tu sombra, entre ella y el sepulcro espera una hora mi alma. 

XV

Estoy enferma. Mi mano, ardiente, resbala
en triste desmayo sobre los libros donde me
refugio, para aturdirme y olvidar.
No trato de abrirlos, es inútil: los adivino.
¡Qué pueden decirme que sustraiga mi pensamiento
de tu recuerdo? Sólo lograrian dejar
una negra mancha de tinta en mis pupilas luminosas
de tu imagen. Mi dolor se hace agónico;
mi tristeza se despedaza como las túnicas
de los mártires desgarradas por las fieras del
circo.
Me pesan las sienes como si las oprimieran
los dedos de un coloso, y como losas funerarias
caen mis párpados.
¡Anuari, Anuari!
Las penas hacen pesada mi sangre, como
si circulara por mis venas lava fria.
Estoy enferma. A mi alrededor canta la vida,
impiadosa, cruel, en su inconsciencia de
diosa eternamente joven y alegre.
Ese desordenado bullicio me hace pensar
en la profanación de cadáveres por un saltimbanqui
ebrio.
La vibración del dolor ha destruido la orquestación
divina, que, en lirica unión con
todas mis cuerdas intimas, amenizaba las fiestas de mi alma.
Estoy tan triste, como una paloma a quien
sorprende la tormenta, sola y fuera del nido


Este es mi diario

En sus páginas se esponja la ancha flor de
la muerte diluyéndose en savia ultraterrena y
abre el loto del amor, con la magia de una
extraña pupila clara frente a los horizontes.
Es mi diario. soy yo desconcertantemente
desnuda, rebelde contra todo lo establecido,
grande entre lo pequeño, pequeña ante el infinito..
soy yo ...


“Inquietudes sentimentales”





VII

Dos senos de una blancura inquietante; dos ojos lúbricamente embriagados y una mano audaz de sensualidad, se han atravesado en mi camino. Una voz indefinible, como el hipo de un sollozo histérico, me ha dicho: Soy el erotismo: ¡Ven!

Y yo iba; iba siguiendo a esa bacante estrambótica, como sigue la hoja de acero al imán. Iba empujada por el misterio... Mis labios se helaban, y tenían en la garganta una opresión de hierro. Iba la mirada húmeda, los ojos claros como brillantes en alcohol...

Retorné, y mis labios estaban mustios, y mis ojos no veían, y mis manos enconadas contra ellas mismas, sólo querían destrozarse. Y en el alma, como una marca de fuego, traía la más horrible decepción. No estaba ahí; no llevaba esa bacante loca el remedio para mi mal de amor.



XXXI

Los sombreros me causan la sensación de cabezas cortadas y momificadas, y aquéllos de los cuales cuelgan bridas de colores, se me antojan cabezas arrancadas por mano brutal, donde ha quedado adherida una vena sanguinolenta.

Nunca puedo ver un par de guantes sin imaginar que son piel de manos disecadas y, en aquellos de color amarillo, encuentro algo repugnante de lo que empieza a podrirse.

Detesto las prendas de vestir olvidadas sobre la cama; hay entre ellas y los muertos mucha analogía.Vi una vez, en un asilo, a una loca muerta; y era lo mismo que ver un trapo violáceo tirado dentro del ataúd.

3 comentarios:

  1. ¡Gracias por compartir algo de esta atormentada poeta!

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  2. Increíble esta pobre y sola joven mujer llena de amor no apreciada y olvidada
    Gracias por mostrarla

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