El odio al sol
A mademoiselle L. R.
Una tarde me hallaba de pie ante una ventana…
Contra el cristal en llamas mi frente soñadora,
yo miraba, allá abajo, lentamente esfumarse
un sol brumoso que, sin esplendor, moría.
De las últimas tardes de otoño, un viejo sol,
globo de un rojo espeso, de extenuante calor,
que bajar la mirada a nadie conseguía:
lo despreciara un águila.
Así, yo me decía, con una dicha amarga:
“A ti, Sol, yo por ello, verte naufragar amo,
astro descoronado, como un rey de la tierra,
de rapado rey testa que ha de enclaustrar la noche”.
Yo bien lo sé, mañana, de las sombras saldrás,
tus cabellos de oro de golpe habrán crecido.
¡Y qué! Yo había creído que mueres al hundirte.
Lo pensé por un instante.
Un instante, habré dicho; está hecho: sucumbe,
el monstruo luminoso que llamaban eterno.
Cual nosotros, palidece, se muere, y su tumba
no es más que niebla cruenta en un rincón del cielo.
Aspaviento de muerte, funerario aspaviento,
que en cielo ennochecido cada día hay que ver…
Y bien, eso me place del sentir popular:
cómo muere, esta tarde.
Porque te odio, Sol, ¡oh, sí!, te odio, como
el testigo impasible de terrenos dolores…
Cual a un hombre, cosa de fuego, sin corazón,
¡te odio! Pasa el ser que adoramos: no mueres tú.
El verdadero sol que da la vida, ojo azul,
perderá un día su azul, su fuego, su belleza,
y la alumbrarás tú con luz impía, insultante
de inmortalidad.
Por ello, viejo Sol, mi corazón te aborrece,
es la razón, oh Sol, por la que te he odiado siempre.
Porque digo a la tarde, cuando el día se evapora:
“¡Ah, si ésa fuera su muerte y no su sueño sólo!
Por ello digo cuando sales de un cielo oscuro:
“¡Bravo! Sus seis mil años por fin lo han acabado.
Así, el ojo de cíclope por fin halló en la sombra
la viga que lo mató.
Y que la sangre llueva, y chorree nuestras frentes,
justo donde caían tus insolentes rayos.
y que la herida eterna nos parezca también
y ponga nuestras frentes a sangrar seis mil años.
Nada, salvo a la noche y a sus velos tendremos,
ido el día luminoso en cielo de zafiro.
Pero, ¿no basta el fuego de las estrellas para
ver morir lo que se ama…?
Ver a la boca en llamas, que besó nuestros labios,
decirnos fríamente: “¡Déjame! ¡Se acabó!”
Y apagarse el amor que, en nuestro pensamiento,
un más brillante sol alumbraba que tú.
Por mirar cómo vaga entre espectros terrestres
el muy amado espectro tan vivo, tan feliz,
la noche, oscura noche, es demasiado clara…
¡La arrancaré del cielo!
La amante pelirroja
Tomé un día, como dueño, dura amante,
más fiera que un jaguar, más roja que un león.
Ardiente, duramente la amaba, sin ternura,
con posesión la amaba, no con adoración.
¡Era ella mi ardor! La última locura
que atrapa, al ser tocado por edad y desgracia,
y se siente, en el fondo, la juventud perdida…
Pues el sol de los días sube aún en la vida,
y en el corazón se posa.
¡La amaba yo! Jamás tenía suficiente.
“Demonio —le decía— de los amores últimos,
infernal salamandra, de mortal ebriedad,
siempre abrázame, pues son tan frías las almas…
Derrámame en tus fuegos, los fuegos que lamento,
bellos fuegos que, antes, al mirar encendía.
Al soñador haz joven, recalienta al poeta.
Y, pues hay que morir, que muera yo, ¡oh Fillette!,
por tus felinos mordiscos.
Entonces, la tomaba de su corsé de vidrio
sobre mi labio en llamas, que ella inflamaba más,
amaba yo inclinarla, copa ardiente y ligera,
veneno dentro de oro, pelirroja belleza.
¡Y eran los besos…! Jamás, jamás vampiro
chupó el cuello de un niño, encantador y fresco,
como yo lo chupaba, mi pelirroja hetaira,
el labio de cristal donde bebía locura,
y sobre el que ardías tú.
Y entonces sentía yo tu fulminante aliento,
que por el mío pasaba y caía en mi corazón,
borrando allí la pena, la vida redoblaba,
por algunos instantes reavivando el ardor.
Así, Niña de Fuego, amante sin rival,
amaba yo sentirme incendiado por ti,
dormir quería —pálida frente, clara faz—,
sobre una brillante hoguera, cual Sardanápalo,
¡y la hoguera estaba en mí!
“Ah, —yo me decía— al menos, nos permanece fiel,
y mi mano siempre la reencontraba, siempre
lista para quien la ama y vive sediento de ella,
y perder busca en su amor a todos sus amores”.
Se van ellas un día, amantes queridísimas…
Por ellas, del Olvido bebemos el veneno,
mientras mi pelirroja, indómita a caricias,
matarnos también puede, ¡a fuerza de ebriedades
pero no por la traición!
Y yo la prefería, feroz, pero sincera,
a esas dulces bellezas, de engañosa sonrisa,
que pagan las lealtades con mentiroso amor…
¡Sabía yo que dormía sobre tal corazón!
El oro derramado, que doraba mi vida,
soleciendo en mi copa, verdadero tesoro,
era, pero jamás para un rato de orgía:
para la eternidad la había elegido yo:
mi amiga hasta la muerte.
Siempre prendida a mí, siempre como una esclava,
—mas el tirano se ata a los hierros que impone—,
por doquier la llevaba, en su frasco de lava,
mi topacio de fuego a punto de explotar…
Yo sentía por ella un amor de corsario,
un amor de salvaje, desenfrenado, ardiente,
tal como el que Hegesipo tenía en su miseria,
el que reemplaza todo, al ser la vida amarga,
y que a Sheridan mató.
Era éste cada vez un amor más implacable,
cada vez más insano y más devorador.
Era como la sed, la sed inexorable
que encendía de Circe en otro tiempo el filtro.
¡Te reconozco yo, voluptuoso suplicio!
Cuando, ¡ay!, el hombre busca en males olvidados
del embrutecimiento la monstruosa delicia…
Y no es —¡Circe! — suficiente jamás, a su capricho,
la Bestia que tus pies lame.
Último y pobre amor, que los felices del mundo
se divierten marchitando en su asco altanero,
mas que debe excusar toda alma profunda
y que un Dios de bondad no querrá castigar.
Para bien apreciar su dulzura engañosa,
cuando todo reluce en el banquete, sería
necesario esconder sus ojos en la sombra
del vaso, y llorado en la sombra, y bebido
lágrima amarga, disuelta.
Una tarde, en silencio, yo bebí dicha lágrima…
Y, al sumergir mi labio en tus labios de oro,
de gustar acababa, ¡oh mi oscura Demencia!,
la ironía y la ebriedad, la valentía incluso.
Águila vengadora el Alma, que en la vida
planea, volvía a mi labio, a su sangrante percha…
Yo iba a recomenzar mi acceso de locura
y de nuevo a reír con desafiante risa…
cuando, de corsé negro,
una mujer, creí que mujer era,
¡después caí en la cuenta cuánto me equivocaba!
Era un ángel, y también era un alma,
hecha de luz y paz, y de restauración.
Entre todos nosotros, encantadora y sola,
tenía los ojos llenos de las piedades todas.
Tomó sus guantes blancos, y dentro de mi vaso
los puso y dijo riendo, con su voz dulce y clara:
“No quiero ya que bebas”.
Y decidió mi vida esa simple palabra,
y fue el golpe de Dios, que cambió mi destino.
Y al decirlo, segura de ser obedecida,
apoyaba su mano castamente en su mano.
Y desde el tiempo aquel fui a buscar la ebriedad
por ahí, no en la copa donde hervía tu veneno,
solitaria hechicera, ¡mi pelirroja amante!
Bello ejemplo de Dios que en su sapiencia puso
sobre el demonio al ángel.
París,
11 de noviembre de 1854.
Tomado de:
https://periodicodepoesia.unam.mx/texto/labestia-que-tus-pies-lame/
La canción
A Clary.
No sabes, Clary, cuando, feliz, encantada,
Me ofreces tu hombro y tu frente a la vez,
Que en la copa doble donde extraigo la vida
Hay otro sabor que el del amor...
Oh mi querida Clary, sin duda no sabes
que detrás de nosotros hay un copero fúnebre
cuya mano primera debe verter, gota a gota,
en todo amor un frío veneno.
Tan pronto como nos amamos,
aparece este terrible copero, - y crece, como un espectro
fatal;
Él nunca nos deja... presente, aunque invisible,
De misterioso vasallo amor compartido.
Por donde vamos, como un paje siniestro,
se aferra a nuestros pasos, se agarra a nuestros costados,
y el horrible veneno que al principio prepara
, ¡luego lo derrama a torrentes!
Lo derrama y bebemos... En los ojos que adoramos
Nace el veneno disperso, ¡ay! lágrimas;
Ellos fluyen; los bebes; - pero él, él, vuelve a derramar,
¡Y el cruel veneno se ha filtrado en nuestros corazones!
El vierte; - y el beso congela en labios puros;
El vierte; ¡Y todo perece del amor más fresco!
Pero, como indiferente a tantas plagas,
¡El Envenenador siempre se derrama!...
¿Habéis visto alguna vez a este Genio pálido y negro
que nace con amor para hacerlo morir?
¿Alguna vez ha sentido deslizarse en tu vida
el veneno que, más tarde, debe marchitarla tan bien?
¿No han sentido nunca, en vuestros labios codiciosos,
¿El espantoso filtro pasar de la Copa de la Muerte?...
Porque no está lejano quizás el día en que, con las manos
vacías,
No le quede nada.
Y cuando llega ese día, todo ha terminado para el alma;
¡Todos los arrepentimientos son en vano, todas las lágrimas
son superfluas!
El amante ya no es más que un hombre, y la amante una mujer,
Y los que tanto se amaban, ¡ay! ya no se aman!
Brota una luz, una luz cruel,
Que muestra los restos del corazón quebrantado, vencido;
"¡Ya no eres tú!", dijo. - "¡Ya no eres
tú!", dijo.
Se cae la máscara y nos vivimos.
Oh mi pobre Clary, mi fiel ama,
¿Nos veremos un día así (¡destino celoso!),
Sin esta máscara divina que nos pone la juventud,
¿Máscara de ilusiones, cien veces más bella que nosotras?
Veremos, mi Clary, - ¡gran Dios! debemos creerlo? -
El Envenenador negro entre nosotros algún día,
Listo para derramarnos, listo para beber,
¿El terrible aburrimiento del amor?
¡Pobre de mí! ya está hecho... Bebí la poción fría
Que la Copa de la Muerte está derramando, - y eso debe
secarse;
Y sentí, Clary, cada día más,
¡Que la agotaría sin poder morir!
Si es dulce para ti amarme, conserva tu ternura,
¡No bebas hasta muy tarde, mucho después de mí!
Y sueño aún con el amor del corazón que te abandona... ¡Con
el corazón triste que fue tuyo!
Desrízalos, tu cabello largo
¡Desátalos, tus largos cabellos de seda,
Pasa tus manos por sus mechones de anillos,
Que, unidos entre sí, impiden que nadie vea
¡Tus largas pestañas morenas que hacen tan hermosos tus ojos!
Alísalas bien, ya que todas por igual
Despreocupadamente dos rizos que caen Ruedan
alrededor de tus orejas blancas,
Como antes, cuando eras niño,
Cuando tus dieciséis años no te dejaron
Para ir a donde van todos nuestros años,
Al dejarnos, en la triste vida,
¡Un corazón degastado más rápido que la frente!
¡Sí! ahí es cuando te imaginas
Lanzándoos a todos a los brazos del futuro,
Sin lágrimas en los ojos y nada en el pecho...
¡Nada que os haga llorar o recordar!
¡Sí! de este tiempo enséñame algo
Peinándote como entonces eras;
Déjame verte así, déjame reposar
mis ojos con lágrimas mojadas en tus dieciséis años...
Tomado de:
https://www.bonjourpoesie.fr/lesgrandsclassiques/Poemes/jules_barbey_d_aurevilly
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