Marina
Bajo las blandas palideces que vuelan en silencio
el acantilado, el mar y la arena, en la ensenada
las embarcaciones se revelan ya.
De la vorágine oriental el sol emerge
y cubre al océano de una capa embrazada.
La duna a lo lejos sonríe, ondulante y rosada.
Viajan los relámpagos en los cristales de las casas.
En el vértice de los cuchillos las jóvenes frondas
comienzan a reverdecer en la claridad primera,
y el cielo aspira largamente la luz.
Él fija en el espacio un vago rumor
donde el trabajo humano va a lanzar su clamor.
Las mujeres en zuecos descienden de la aldea,
los pescadores hacen secar sus redes sobre la playa,
y el sol ilumina las espaldas de los marineros,
los espasmos de los peces en el mimbre de las cestas.
En un hueco de acantilado donde flota la estopa,
un viejo hombre calafatea, cantando, su chalupa,
mientras que todo en lo alto, entre los cardos blancos,
caminan dos aduaneros, al paso, graves y lentos.
En un barco pesquero con vela latina,
blanco triángulo, reluce a través de la llovizna
un viejo marino, de pie sobre el castillo
estira el brazo a lo largo, interroga al viento.
Ante una firma de María Estuardo
A Étienne Charavay
Esta reliquia exhala un olor de elegía;
pues la reina de Escocia, cuyo labio galano
daba un beso a Ronsard y otro al misal romano,
puso algo en ella de la magia que tenía.
Cuando la reina, con su frágil energía,
firmó María al pie del pergamino anciano,
la hoja feliz se puso tibia bajo la mano
que azulaba una sangre brava para la orgía.
Maravillosos dedos de mujer han estado
aquí, con el perfume del rizo acariciado
en el orgullo real de un sangrante adulterio.
Yo torno a hallar la esencia y la luz rosa de estos
dedos reales, hoy mudos, descompuestos,
flores tal vez de un tranquilo cementerio.
Tomado de:
https://festrella.wordpress.com/2021/04/16/poesia-aurea-el-oro-de-anatole-france/
cautivos
Hay, no lejos de las cálidas siertas
donde el mar en calma se vuelve azul,
un bosque de naranjos y arrayanes
al que no se acercan los rebaños.
Allí, bajo la antigua sombra de un árbol,
Un sátiro, obra divina,
Sonríe en su vaina de mármol,
Como alegrado por el vino.
Tiene oídos agudos
Que levantan un pronto estremecimiento;
Cuernos jóvenes invictos
brillan en su frente masculina;
Puedes ver que sus anchas fosas nasales
Llevan a sus alegres espíritus
La frescura de la brisa marina.
Recordemos el bebió falerno;
Dos glándulas, como las que tienen las cabras,
Cuelgan bajo su barbilla barbuda.
Cautivo de la base pentélica,
Languidece un adolescente triste
. El dios, con su mirada oblicua,
Le derrama un rayo acariciador.
Pero él, el niño de alas blancas,
Levanta, los ojos brillantes de lágrimas,
Por sus suaves caderas,
De sus brazos atados por flores.
A veces sus alas que agita
Meditan el ascenso imposible.
Y mientras el sol ilumine
El casto y silencioso bosque,
Los diseños orgullosos y la ira
inflaman sus ojos húmedos.
Pero cuando la sombra transparente viene A
traer de vuelta a las Ninfas a coro,
Él ríe, y su cadena fragante
Embriaga dulcemente su corazón.
Árboles
Oh vosotros que, en florida paz y gracia,
animas tanto los campos como tus bosques nativos,
hijos silenciosos de las razas vegetales,
hermosos árboles, nutridos de rocío y sol,
el placer por el cual toda raza animada
se concibe y se yergue en la claridad de el día,
la madre con costados divinos de la que salió el Amor,
exhala también sobre ti su aliento fragante.
Hijo de las flores, naces como nosotros del Deseo,
Y el Deseo, en los días sagrados de las flores abiertas,
Sabe reunir en las cosas tu alma dispersa,
Tu alma que se busca a sí misma y no se alcanza a sí misma.
Y, todo envuelto en la materia sorda
Al limo paterno retenido por los pies,
Hacia la vida aspirante, la multiplicas,
Sin terminar de nacer en toda tu vida.
Tomado de:
http://espanol.agonia.net/index.php/author/0004161/type/poetry/Poemas
Amor erudito
“Acababa de ordenarme y pensaba conseguir mucho renombre en
las letras; pero una mujer dio al traste con mis esperanzas. Llamábase Nicolasa
Pigoreau, y era dueña de una librería, La biblia de oro, en la plaza, frente a
mi colegio. Yo frecuentaba la librería donde hojeaba constantemente los libros
que la dueña recibía de Holanda, así como las ediciones bipánticas, ilustradas
con notas, glosas y comentarios muy eruditos. Yo era muy agradable, y por mi
desgracia no dejó de inadvertirlo aquella señora. Había sido bella y aún
conservaba cierto atractivo. Sus ojos eran parleros. Un día los Cicerón y los
Tito Livios, los Platón y los Aristóteles, Tucídides, Polibio y Varrón,
Epicteto, Séneca, Boecio y Casiodoro, Homero, Esquilo, Sófocles, Eurípides,
Plauto y Terencio… arrastrando consigo a Ferri, Lenain, Godefroy, Mezeray,
Mainbourg, Fabricius, el padre Lelong y el padre Pitou, todos los poetas, todos
los oradores, todos los historiadores, todos los padres, todos los doctores,
todos los teólogos, todos los humanistas, todos los compiladores alineados en
las estanterías de aquel establecimiento
fueron testigos de nuestras caricias.
—No juzgues muy severamente mi debilidad —me dijo la
señora, mientras manifestaba su amor en inconcebibles ansias.
Mi fortuna se prolongó hasta que me vi desbancado por un
oficial”.
Tomado de:
https://narrativabreve.com/2022/06/2-microrrelatos-escondidos-de-anatole-france.html
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