miércoles, 12 de agosto de 2015

POEMAS DE ANTONIO GAMONEDA




Incandescencia y ruinas


I


Yo invoco la cabeza
más sagrada que exista
debajo de la nieve.

Mi corazón azul
canta purificado por el silencio.


II

Vándalo de pureza,
hostígame. Si hablas,
yo bajaré mis labios
hasta el agua salvaje.

De aquella gruta donde
abrasa la frescura,
ha de surgir un rey
sucio de profecías.

Oh corazón que ves
en toda oscuridad,
cuándo estaremos ciegos
en luz, cuándo hablarás,
habitante del fuego.


III

Un perro milagroso
come en mi corazón.

Ceremonia salvaje:
mi dolor se incorpora
al perro enamorado.


IV

En la cavidad que sabes,
suena una voz. Lengua fría,
tú, que silbas en la noche,
metal vivo de palabras,
dime, loco ruiseñor
del invierno, dime, tú,
que quizá participas
de una materia luminosa,
a quién anuncias ya
además de a la muerte.


V

Anticanto de amor,
quién te beberá, quién
pondrá la boca en esta
espuma prohibida.
Quién, qué dios, qué
enloquecidas alas
podrán venir, amar
aquí.

Donde no hay nada.




Conozco un pueblo –no lo olvidaré–
que tiene un cementerio demasiado grande.
Hay en mi tierra un pueblo sin ventura
porque el cementerio es demasiado grande.
Sólo hay cuarenta almas en el pueblo.
No sé para qué tanto cementerio.

Cierto año la gente empezó a irse
y en muchas casas no quedaba nadie.
El año que la gente empezó a irse
en muchas casas no quedaba nadie.
Se llevaban los hijos y las camas.
Tenían que matar los animales.

El cementerio ya no tiene puertas
y allí entran y salen las gallinas.
El cementerio ya no tiene puertas
y salen al camino las ortigas.
Parece que saliera el cementerio
a los huertos y a las calles vacías.

Conozco un pueblo. No lo olvidaré.
Ay, en mi tierra sin ventura,
no olvidaré a mi pueblo.

¡Qué mala cosa es haber hecho
un cementerio demasiado grande!

I


HABÍA

vértigo y luz en las arterias del relámpago,
fuego, semillas y una germinación desesperada.

Yo desgarraba la imposibilidad,
oía silbar a la máquina del llanto y me perdía en la espesura vaginal. También
entraba en urnas policiales. Así
olvidaba los ojos blancos de mi madre.
Vivía.
Parece ser.
Vivía.

Ahora mismo atiendo distraído a mi estertor. No hay en mí memoria ni olvido;
                                                                                       [única y simplemente lucidez.
Han desaparecido los significados y nada estorba ya a la indiferencia. Definitivamente,
                                                                                                           [me he sentado
a esperar a la muerte
como quien espera noticias ya sabidas.

II


AMÉ. Es incomprensible como el temblor de los álamos. Estoy extraviado
             [pero yo sé que amé.

Yo vivía en un ser y su sangre se reunía con mi sangre y la música me envolvía
                                                                                             [y yo mismo era música.
Ahora,
¿quién es ciego en mis ojos?

Unas manos pasaban sobre mi rostro y envejecían lentamente. ¿Qué fui vivir entre
[heridas y sombras? ¿Quién fui en los brazos de mi madre, quién fui en mi propio
                                                                                                           [corazón?

Únicamente he aprendido a desconocer y olvidar. Es extraño.
Todavía el amor
habita en el olvido.

III


UNA flor en mi muerte. Sólo una flor.

No un sueño colmado de luz ni una agregación de espíritus sostenida por una música
                                                                                                               [sin límites.

Sólo una flor.

IV


TUS cabellos descienden en un ala de sombra pero tu cuerpo fulge como la luz
                                                                                          [en el interior de la nieve.

Giras en ti misma como un planeta doloroso.

Mujer desnuda: arde
en ti la belleza y
su negación. Pronuncias
como un arpa discante
el último gemido.

Eres hirviente y fría como el fruto del sándalo, eres secreta y blanca
                                                                                    [como los alabastros asirios.
Una rosa de fuego surge de tu vientre y
clamorosa se abre
en la sombra inguinal. Después, se adentra
en mis ojos. Allí
se calcinan sus pétalos.

V


NO te has ido.

Estás en mí. Sueñas
mis sueños. Descansas
en la locura y en la falsedad.

Déjame. Atiende
a tu locura.

Déjame
morir por mí mismo.

No tengo otra

libertad.


Desde los balcones, sobre el portal oscuro, yo miraba con el rostro pegado a las barras frías; oculto tras las begonias, espiaba el movimiento de hombres cenceños. Algunos tenían las mejillas labradas por el grisú, dibujadas con terribles tramas azules; otros cantaban acunando una orfandad oculta. Eran hombres lentos, exasperados por la prohibición y el olor de la muerte.

(Mi madre, con los ojos muy abiertos, temerosa del crujido de las tarimas bajo sus pies, se acercó a mi espalda y, con violencia silenciosa, me retrajo hacia el interior de las habitaciones. Puso el dedo índice de la mano derecha sobre sus labios y cerró las hojas del balcón lentamente.)

                                                            *****

Sucedían cuerdas de prisioneros; hombres cargados de silencio y mantas. En aquel lado del Bernesga los contemplaban con amistad y miedo. Una mujer, agotada y hermosa, se acercaba con un serillo de naranjas; cada vez, la última naranja le quemaba las manos: siempre había más presos que naranjas.

Cruzaban bajo mis balcones y yo bajaba hasta los hierros cuyo frío no cesará en mi rostro. En largas cintas eran llevados a los puentes y ellos sentían la humedad del río antes de entrar en la tiniebla de San Marcos, en los tristes depósitos de mi ciudad avergonzada.

                                                             *****

Eran días atravesados por los símbolos. Tuve un cordero negro. He olvidado su mirada y su nombre.

Al concluir cerca de mi casa, las sebes definían sendas que, entrecruzándose sin conducir a ninguna parte, cerraban minúsculos praderíos a los que yo acudía con mi cordero. Jugaba a extraviarme en el pequeño laberinto, pero sólo hasta que el silencio hacía brotar el temor como una gusanera dentro de mi vientre. Sucedía una y otra vez; yo sabía que el miedo iba a entrar en mí, pero yo iba a las praderas.

Finalmente, el cordero fue enviado a la carnicería, y yo aprendí que quienes me amaban también podían decidir sobre la administración de la muerte.


Música de cámara



I


Si pudiera tener su nacimiento
en los ojos la música, sería
en los tuyos. El tiempo sonaría
a tensa oscuridad, a mundo lento.

Mezclas la luz en el cristal sediento
a intensidad y amor y sombra fría.
Todavía silencio, todavía
el sonido no tiene movimiento.

Pero llega un relámpago; se anudan
en los ojos lo bello y lo potente.
La fría sombra se convierte en fuego.

La belleza y el ansia se desnudan.
La música se eleva transparente.
Oh, sonido de amor, déjame ciego.


II


Yo, sin ojos, te miro transparente.
En la música estás, de ella has nacido;
de este grito de luz, de este sonido
a mundo amado luminosamente.

Y yo escucho después —agua creciente—
a la música en ti: todo el latido,
todo el pulso del aire convertido
a tu belleza, a tu perfil viviente.

Tumba y madre recíproca, del canto
orientas a tus venas la agonía,
y tus ojos asumen su potencia.

Oh prisión de la luz, después de tanto,
ya veo en el silencio: la armonía
es tu cuerpo, tu amada consistencia.


I


Después de veinte años


Cuando yo tenía catorce años,
me hacían trabajar hasta muy tarde.
Cuando llegaba a casa, me cogía
la cabeza mi madre entre sus manos.

Yo era un muchacho que amaba el sol y la tierra
y los gritos de mis camaradas en el soto
y las hogueras en la noche
y todas las cosas que dan salud y amistad
y hacen crecer el corazón.

A las cinco del día, en el invierno,
mi madre iba hasta el borde de mi cama
y me llamaba por mi nombre
y acariciaba mi rostro hasta despertarme.

Yo salía a la calle y aún no amanecía
y mis ojos parecían endurecerse con el frío.

Esto no es justo, aunque era hermoso
ir por las calles y escuchar mis pasos
y sentir la noche de los que dormían
y comprenderlos como a un solo ser,
como si descansaran de la misma existencia,
todos en el mismo sueño.

Entraba en el trabajo.
                                       La oficina
olía mal y daba pena.
                                       Luego,
llegaban las mujeres.
                                       Se ponían
a fregar en silencio.


Veinte años.
                       He sido
escarnecido y olvidado.
Ya no comprendo la noche
ni el canto de los muchachos sobre las praderas.
Y, sin embargo, sé
que algo más grande y más real que yo
hay en mí, va en mis huesos:

Tierra incansable,
                                firma
la paz que sabes.
                                Danos
nuestra existencia a
                                    nosotros
                                    mismos.


Caigo sobre unas manos


Cuando no sabía
aún que yo vivía en unas manos,
ellas pasaban sobre mi rostro y mi corazón.

Yo sentía que la noche era dulce
como una leche silenciosa. Y grande.
Mucho más grande que mi vida.
                                                         Madre:
era tus manos y la noche juntas.
Por eso aquella oscuridad me amaba.

No lo recuerdo pero está conmigo.
Donde yo existo más, en lo olvidado,
están las manos y la noche.
                                                 A veces,
cuando mi cabeza cuelga sobre la tierra
y ya no puedo más y está vacío
el mundo, alguna vez, sube el olvido
aún al corazón.
                           Y me arrodillo
a respirar sobre tus manos.
                                                  Bajo
y tú escondes mi rostro; y soy pequeño;
y tus manos son grandes; y la noche
viene otra vez, viene otra vez.
                                                      Descanso
de ser hombre, descanso de ser hombre.



Geología



Algunas veces salgo hacia las montañas
a mirar a lo lejos.

Piso unas lomas donde tierra vieja
se pone hermosa con el sol y veo
subir la sombra por los cuestos.
                                                        Ando
mucho tiempo en silencio.


Pero hay días que ando por estas lomas,
y miro hacia las montañas,
y ni allí hay libertad.


Y me vuelvo. Yo sé bien que es inútil
buscarla como a una llave perdida,
y que también es inútil
mirar al fondo de mi corazón.



Agricultura


Qué valdría sin pisadas humanas
esta pobreza que hace crujir la luz.
Qué sería la belleza violenta
del secano sin el corazón cansado
que piensa en él: tierra comida
y mala soledad frente al acero
mural de las montañas.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario