sábado, 20 de agosto de 2016

Poemas de José Joaquín Ortiz




(Tunja, 1814 - Bogotá, 1892)

La sepultura del guerrillero


En silencio marchábamos, trepando
del agrio monte hasta la cumbre llana,
e iba nuestro camino iluminando
el primer esplendor de la mañana.

Sobre un lecho de ramas vacilante
con la bandera blanco-azul cubierto,
al hombre va el cadáver adelante
de un joven en la lucha de ayer muerto.

Y con las luces de la aurora inciertas
veíamos abajo silencioso a Guasca estar,
y alrededor cubiertas sus dehesas de césped oloroso;

y más abajo el río que desata su espumoso raudal;
y parecía cinta de perlas y bullente plata
serpenteando entre la negra humbría;

y más lejos, en lo último del llano,
blanquear de toldos apiñado grumo,
y alzarse en ondas por el aire vano
del enemigo campamento el humo;

y en el confín del último horizonte,
reverberando al sol, alzar su cima sobre un monte,
y un monte y otro monte la pirámide excelsa del Tolima.

Llegamos de la cumbre a una meseta,
que era el lugar por la amistad marcado
para dar sepultura en la secreta
soledad al guerrero desgraciado.

Sobre un lecho de angélica y mastranto
depusieron al fin el cuerpo inerte;
y alrededor nosotros entre tanto
hacíamos la vela de la muerte.

Lo contemplamos en silencio;
había muerto en la flor de edad bella y lozana;
¡así acababa tan risueño día,
antes de que pasara la mañana!

Negros, largos bajaban por la frente,
blanca como la cera, los cabellos;
y ver una sonrisa dulcemente
nos parecía entre sus labios bellos.

Sin la herida mortal, profunda y ancha
que desgarró su corazón altivo,
y sin la sangre que su cuerpo mancha
se pudiera juzgar que estaba vivo.

Rendido sólo por la cruda muerte,
mas no vencido en la batalla fiera,
caído como cae el varón fuerte,
por defenderla, al pie de su bandera.

¡Oh lamentable escena! Cuatro amigos
la tumba abriendo del amigo muerto,
sin cánticos, ni pompa, sin testigos,
en lo más escondido del desierto;

y en la tierra y el cielo todo en calma
en esa virginal naturaleza,
y sólo agitación en nuestra alma
y el dolor rencoroso en su tristeza.

Ni una voz en el páramo, ni el grito
de un ave que rasgara el vago viento;
mudo el espacio, diáfano, infinito,
y silencioso el ancho firmamento.

¡Ah! ¿qué éramos allí, pobres mortales
grandes por el dolor únicamente?
Un átomo perdido en los raudales
de aquella inmensidad omnipotente.

Y luégo que nuestra obra terminamos,
y estuvo abierta la profunda huesa,
sus restos con amor después bajamos,
con el respeto de amistad piadosa;

y alzando a Cristo súplicas sinceras
porque acoja su espíritu afligido,
en su frente de veinte primaveras
la tierra echamos del eterno olvido.

Con dos toscos maderos mal trabados
una rústica cruz después hicimos,
y cual memoria de tan tristes hados,
sobre su sepultura la pusimos.

Vueltos luégo al oriente, donde el alba
con sus rosas de oro relucía,
por toda despedida hizo una salva
aquella nuestra triste compañía.

¡Descansa al fin en paz en este suelo,
que el tuyo no es, oh joven desgraciado,
tú que no recibiste ni el consuelo
del abrazo materno regalado!

¡Duerme por siempre al son de estos torrentes
y de la blanda brisa a los rumores,
a la luz de los astros esplendentes,
en tu lecho de hierbas y de flores!

Muchos hicieron antes lo que hiciste:
fuerte lidiar con generoso pecho;
¡ninguno más que tú, pues que moriste
por tu Dios, por tu patria y tu derecho!

GALILEO


En alta torre alzado, en noche umbría,
El ojo armado de su activo lente,
Revuelta a Venus la serena frente,
A Galileo absorto se veía.

El astro en tanto en su órbita corría
De vivísima luz entre un torrente,
Y el viejo, en su balanza omnipotente,
Su volumen y fuerza audaz medía.

Los ángeles del cielo que lo vieron
Del planeta seguir las claras huellas,
Por un simple mortal no lo tuvieron;

Y Él dobló su rodilla a las estrellas,
Porque sus ojos de águila leyeron
El nombre del Señor escrito en ellas.


AL TEQUENDAMA

Oir ansié tu trueno majestuoso,
¡Tremendo Tequendama!; ansié sentarme 
A orillas de tu abismo pavoroso, 
Teniendo por dosel de parda nube 
El penacho que se alza de tu frente 
Que, cual el polvo de la lid ardiente, 
En confundidos torbellinos sube. 
Quise también mezclar mi acento 
Al grande acento de tus muchas aguas, 
Y, respirando el aire de tu gloria. 
Ensalzarte también con voz ferviente, 
Mi lira haciendo digna de memoria,
Y arrojarla después a tu corriente.
Heme aquí contemplándote anhelante 
Suspenso de tu abismo; 
Mi alma atónita, absorta, confundida, 
Con tan grande impresión te sigue ansiosa 
En tu glorioso vuelo
Y al querer comprenderte desfallece
De tanta fuerza y majestad vencida.
Tu voz es cual la voz de un Dios que pasma 
De asombro y de terror a las naciones; 
Cual rimbomba el cañón de la pelea,
Y anuncia así de lejos al viajero
La hórrida majestad que te rodea.
Los ecos ensordecen y se cansan
De repetir el rebramar horrendo
Que de ti suena en torno.
Cual si fueran los himnos de un triunfo 
Lleno de pompa y belicoso estruendo. 
El águila asustada alza sus vuelos 
Por el éter brillante a las montañas 
Donde chillan hambrientos sin hijuelos.
Manso y tranquilo y sosegado corre 
Lleno de majestad, y de repente 
Cual dragón infernal alza la frente.
Sacude enfurecido Las vedijudas greñas,
asoma al borde del abismo, y brama,
Y se lanza iracundo
De un abismo a otro abismo más profundo 
En sábanas lumbrosas de alba espuma, 
A ser despedazado entre las peñas. 
La roca al golpe gime: 
Hierve la onda atormentada y gira. 
Se rompe, se revuelve, se comprime 
Con clamoroso y desigual rugido, 
O como quien se queja y quien suspira.
Y como el humo de una gran hoguera
A torbellinos al Olimpo sube
De clara niebla en argentada nube;
Y el poderoso acento
De soledad en soledad, de un monte 
A un monte más lejano, lleva el viento.
El ángel guardador de tus raudales 
Aquí, de tarde, a contemplarte viene,
Y en ese altar de piedra que se avanza 
Lleno de algas, de espuma zarpeado, 
Se sienta, cl ruido de tu choque oyendo. 
Su cabeza de juncos ven ceñida
Y de silvestres ovas,
Y su capa de púrpura teñida
Los montañeses, y oyen el concierto 
De su laúd divino, al brillo incierto 
De la pálida luna 
Cuando en silencio está todo el desierto.
¡Prodigio del Creador! ¡Oh! ¡Nada falta 
A tu gloria! Pictórico horizonte 
Delante se abre; antiguos como el mundo 
Los árboles se elevan en tu monte; 
Solemnes armonías
Resuenan en tu seno ancho y profundo: 
Flores, aromas, luz y movimiento; 
Aire esencial de vida en cada aliento; 
Un cielo claro encima. 
Como el alma de un niño, ven los ojos;
Y por diademas para ornar tu frente
Iris de oro, de púrpura y diamantes
Se cruzan sobre ti reverberantes.
Mas ¿dónde están, oh río, aquellos pueblos 
De esta región antiguos moradores? 
¿Qué se hicieron los Zipas triunfadores 
Que se sentaban sobre el trono de oro,
Y que padres más bien que augustos reyes. 
Con amor sonriendo y frente leda, 
De dulce paz dictando iguales leyes. 
Cual se gobierna una familia, al pueblo 
Con el cayado patriarcal guiaban 
Cual con riendas de seda?
¿En dónde el templo en láminas de oro 
Resplandeciente al sol? ¿A qué comarca 
Trasladaron las aras en que ardía 
El aroma suavísimo, entre el coro 
De virginales voces noche y día? 
¿Dónde Aquinún? ¿El Bogotá? ¿El Tundama? 
¿Adonde el santo Sugamuxí, adonde? 
Tu trueno asordador como un lamento, 
Es la voz sola que a mi voz responde.
¡Pobres indios, abyectos, decaídos 
Del valor varonil, desheredados 
De este tan bello y tan fecundo suelo, 
Vosotros no poseéis de vuestra patria 
Sino el dulce aire y el brillante cielo, 
O una heredad cortísima! El arado 
Rompe la tierra y de las tumbas saca 
Los ídolos pequeños, confundidos 
Con el polvo sagrado 
De un sacerdote, un Zipa, un rey de Iraca.
Como se avanzan a este abismo oscuro,
Y en él se pierden las pesadas ondas,
Así su pobre raza desaparece;
Parte cayó bajo el acero duro 
De los conquistadores; en los hierros, 
En infectas prisiones y sombrías 
Se marchitó su juventud lozana; 
Otra se pierde en el estrecho abrazo 
Con sangre de verdugos confundida. .. 
¡Nación ayer, no existirá mañana!
¡Y este río caudal sigue corriendo 
Como corrió desde la edad antigua! 
¡Y el trueno aterrador que estoy oyendo 
Sonaba desde entonces como ahora. 
Duro, rabioso, asordador. tremendo, 
Como una eternidad devoradora,
Y sonará cuando al sepulcro caiga
Este hombre oscuro, débil, ignorado
Que oyéndolo a su borde está sentado!
¡Oh!, ¡qué objetos!: ¡el hombre y Tequendama! 
El hombre sin poder, pincel ni acento 
Con que pintar lo que su mentó inflama, 
Que ayer nacido, vivirá un momento
Y mañana en el polvo del sepulcro
De su vivir se apagará la llama!
¡Y esta tremenda catarata, eterna
Con su voz. cual la de mil tambores
Cual ruido estrepitoso
De cien y cien caballos triunfadores 
En el afán de una total derrota:
Y ese hervir fragoroso, inextinguible,
Y esa su roca firme, estable, inmota. 
Que alcanzará a los años de los años
Y del mundo a la edad la más remota!
¡Calma un momento el torbellino raudo 
En que ruedas, oh río, al ciego abismo,
Y ese fragor y la explosión del trueno! 
¡Disipa el pabellón de negra nube 
Que cada instante de tu lecho sube 
Para velar tu majestad! ¡Mi alma, 
Mis deslumbrantes ojos, mis oídos 
Sordos ya con el ruido de tus aguas 
Anhelan contemplarte un solo instante
Y dejarte después agradecidos! 
Porque tu vista bella 
Asombro, pasmo, horror sublime inspira
Y de verdad severa lección grande
Deja en la mente con profunda huella.
Aire de gloria y de virtud respira
El hombre en ti, capaz de más se siente: 
De legar a los siglos su memoria, 
De ser un héroe, un santo o un poeta,
Y sacar de su lira
Un son tan armonioso y tan sublime 
Como el iris que brilla por tu frente. 
Como el eco de triunfo que en ti gime.


LA BANDERA COLOMBIANA




I No oís ? Bs cual la voz de gran torrente,
i3on las lluvias de Dios acrecentado,
Que baja de los Andes despeñado,
Raudo, tremendo, asordador, rugiente.
¿No oís más cerca ya! Se une á los ecos
El ruido de música guerrera
Que, en alas de los vientos desatado,
Colma el ámbito inmenso de la esfera.
Pero ved más allá cómo se avanza.
Entre un bosque de aceros refulgente,
Que del sol á los rayos reverbera.
Del pueblo entre la ola,
Al firmamento azul enhiesta y sola.
De nuestra Patria la inmortal bandera.
Y sube al Capitolio, y los clarines
Sueltan su aguda voz; retumba el trueno
Del cañón en los últimos confines.
¡Oh! ¡salve á ti, magnífica y sublime.
Ungida con la sangre de los bravos
Muertos en la pelea I
jOhl ¡salve á ti, quemada pOT el fuego
De las contrarias huestes;
Tú, poder, gloria y de la Patria ideai


La bandera colombiana (II)


¡Oh! La bandera de la Patria es santa, 
flote en las manos que flotare; ora 
volviendo vencedora, 
entre lluvia de flores 
al son del himno que su gloria canta, 
o de la adversa lid acaso vuelva... 

¡Oh! ¡De la patria la bandera es santa! 
Y si hay un ciudadano que pensando 
en el secreto de su alma diga: 
“está en indignas manos”, ese puede 
a su madre negar en su ira insana; 
no tiene corazón, y entre sus venas 
empobreció la sangre colombiana.

4 comentarios: