Oda a la goma de borrar
Gran cosa es tener la capacidad de retractarse.
Poseer el combustible necesario para dar marcha
atrás.
Lucir la valentía de desdecirse,
humillar la petulancia
de pretender hablar desde el púlpito de la tinta,
con un ademán autocrítico
que transforma los dogmas
los yerros
la retórica
en un rebaño de virutas perfumadas.
Para desandar el camino
y darle nuevamente la palabra a la página en
blanco,
se requiere de un delicado instrumento
que es, como la rueda
los grandes aeroplanos
y la caricia de la mujer amada
cuando la soledad nos cala hasta los huesos,
invento inapreciable.
¡Oh fe de erratas de mi lápiz!
Cernidor entre el trino y el resuello,
la palabra veraz y la que hilvana
las letras enmieladas del engaño.
¡Oh gran antologista de vivencias!
Yo te debo la astucia de anularle adjetivos
a las emociones sustantivas.
Te soy deudor de mi capacidad
de comenzar y comenzar
nuevamente desde cero.
Cuando vuelvo los ojos a la pluma
al lápiz
a la máquina
y después hacia ti
me quedo meditativo
y pienso
que el poeta
el verdadero
el grande
el profundo poeta
debe saber oír más las palabras de su goma
que las del artefacto con que escribe
porque los dioses están más cerca del silencio
que del barullo.
Mar bajo la luna (IV). Los cuatro mares
Bajo la noche, de la nave
han salido las mismas preguntas:
—¿Acaso sabemos hacia dónde vamos?
—¿Nos habremos equivocado de ruta?
Hace tiempo que dejamos la tierra,
y por el mar de la aventura
arribaremos esta noche
a la capital de la luna...
Optimismo
Que ya terminó la historia.
Que ya nos podemos ir a nuestras casas.
Que ya debemos recogernos en la piel de nuestro yo.
Que vivimos en el mejor de los mundos imposibles.
Que ya.
Que ya.
Pienso, sin embargo,
que hay que limpiar de telarañas la hoquedad
del cero. Amueblarlo.
Llenarlo de macetas y de flores.
Dotarlo de vituallas.
Colmarle sus bolsas de pasado.
Y sólo así
comenzar,
nuevamente,
desde él.
Che per porta del ciel si va all'inferno
Antología de sonetos
Soy un pájaro viejo, atormentado,
con alas de cartón, viento enemigo,
que al hacerse a los aires es testigo
de un cielo de rapiña desconfiado.
Soy emplumada fiebre, frío alado,
sin dirección y huérfano de abrigo
que en pleno vendaval porta consigo
instrucciones de un viento equivocado.
El harapo que soy, vibra y se esfuma
más en sus desconsuelos que en la bruma.
Hasta sufre de llagas mi gorjeo.
Soy un poco de luz crucificada,
chispa de ser o glóbulo de nada.
Cáncer, ay, más veloz que mi aleteo.
Prehistoria del puño
En un tiempo yo fui, lo que podría
llamarse una persona
decente.
Buena educación.
Eructos clandestinos.
Modales aprendidos con metrónomo.
Y un cajón rebosante de dieces en conducta.
Pero un día,
ante los golpes de culata,
las ráfagas de párpados vencidos,
el furor lacrimógeno,
me nació un inesperado
«hijos de puta».
Se trataba de mi primer arma,
de un odio que a dos pies
cargaba la sorpresa de su propio nacimiento.
A partir de entonces,
dentro de mi gramática iracunda,
dentro del diccionario en que mi cólera
se encontraba en un orden alfabético,
disparaba palabras corrosivas,
malignas expresiones que eran áspides
con la letra final emponzoñada.
Pero yo me encontraba insatisfecho.
Ningún hijo de puta
corría hacia su casa, ante mi grito,
para zurcir el sexo de su madre.
Mis alaridos eran inocentes,
inofensivos eran
como besos que Judas ofreciese
tan sólo a sus amantes.
Ante eso,
pasé de un insatisfecho «cabrones » 23
—pólvora humedecida por mi propia saliva—
a una pequeña piedra,
el pedestal perfecto de mi furia,
la lápida mortuoria que encerraba
la pretensión guerrera de mi lengua.
Y ahora, en la guerrilla,
mientras limpio mi rifle.
recuerdo cuando yo era, camaradas,
lo que podría llamarse una persona
decente.
Tomado de:
https://www.poeticous.com/enrique-gonzalez-rojo?locale=es
LOS OLVIDOS
¿Es un descanso el olvido?
¿Es olvido caminar?
Es caminar empezar
a olvidarse del olvido?
Emilio Prados
La evocación no
respeta los sepulcros,
desoye la liturgia de lo efímero,
halla a flor de beso antiquísimas bocas,
clava con alfileres el chirrido
de las palabras huidizas,
da con el descubrimiento arqueológico de una caricia
polvorienta de tiempo,
hunde su interrogación
en una de las capas profundas de la psique,
embalsama suspiros,
recuerda.
La mente se desanda,
camina a contrapelo del gerundio,
reconstruye la carne desde el molde
de las huellas,
busca el olor a vida
en la carroña de la remembranza,
le tuerce el brazo a Cronos
para tender la mano a los cadáveres,
recuerda.
Limpia los ventanales de su nuca,
carga su fardo con jirones y jirones de lo ido
para quedar intacta,
sin perder siquiera
el juguete asombroso, terrible y delicado,
de la niñez,
desentume vivencias,
riega las partes verdes
de lo perdido,
recuerda.
Recuerda, recorre para atrás
la biografía, sus episodios,
los cumpleaños, con su atalaya
para atisbar la muerte, la eterna
obcecación de los aquíes
tatuados con ahoras,
el tren que, indiferente,
con sus esbozos de cerebro al viento,
su aullido como herida en los espacios
y sus ruedas desbocadas,
va en lo suyo:
lanzándose al porvenir a toda máquina,
saboreando la meta,
corriendo tras el viento,
ganándole la partida a la llegada,
siendo sordo a las voces congelantes
de los frenos,
de las instrucciones,
de los arrepentimientos del maquinista,
y olfateando en sus proximidades
la estación terminal donde mis ímpetus
se hallarán descarrilados.
Recuerda, y al momento,
volviéndose, viviéndose
fe de erratas del destino,
rememora un firmamento de pájaros inmóviles,
con alas mentirosas;
un tiempo con futuros arrumbados
en los sótanos del presente;
rememora,
y ve cómo el espejo,
con su espía de azogue,
recupera, pujando, las imágenes
que le fueron escamoteadas por la amnesia;
pasa lista a un tropel de rostros,
adioses fracasados,
gritos,
promesas
que no dieron con el modo,
el instante
o el vientre embarazado
para pasar a ser.
Mas ahora, al correr de los días,
cuando he dilapidado
casi todo mi patrimonio sensorial,
cuando derramo llanto
con todo y pupilas,
y está a punto de caérseme
el mundo que retengo entre las manos temblorosas;
ahora, cuando doy en mesarme
mechones y mechones de tiempo
y me siento invadido por el allende
y las avanzadas de su ejército
–las hoquedades de la desmemoria–,
pregunto: Dios mío, ¿cuál era el nombre de aquella
[hembra
que me dejó debajo de la almohada
sus senos, sus caderas
y la carne amasada en lo sublime
de sus muslos?
No lo sé. Lo he olvidado.
Oh masacre de sílabas.
Peste que busca su lugar en mis palabras
para diezmar sus letras.
Mis olvidos,
mi almanaque de ruinas,
dejan a la materia gris
continuamente en blanco, desnutrida,
famélica de nombres,
frases, manos,
ocultos bajo el polvo de mi rastro.
Los olvidos arrojan tarascadas
a la carne interior de mi conciencia,
a mi jardín de nostalgias clandestinas,
al vetusto directorio de entusiasmos
donde se apolillan
mis ilusiones envejecidas
y mis dedos, que se ahogaban de tacto,
están a punto de desmoronarse.
Olvidos, ay, que me roban discretamente,
o a mano armada,
la sonrisa de una promesa,
el pelo huracanado de una aventura,
el decir del filósofo
–que durante días y más días
puso a correr aullidos de metafísica
por mis arterias–,
la palabra seductora con que supe
forzar la cerradura de una carne,
la juventud que en mangas de camisa
levantó un imposible
para que al fin un sueño se encontrara
al alcance de la mano.
Padeciendo poco a poco un holocausto
de experiencias, se diría
que hoy por hoy, como oficio, me dedico
a olvidarme de todo,
a desdecir vivencias,
a dar mi brazo a torcer,
a asaltarme a mí mismo en los lugares
más oscuros del alma.
Se diría.
¿Nada me queda ya?
Con lo poco, lo poquísimo que guardo,
con éstas que podríamos llamar
las pertenencias últimas,
o mi fortuna en el aquende,
he formado un museo
para uso personal
donde me paso horas y más horas
reconociendo olvidos (desempolvados
para ser recuerdos)
o contemplando los cuadros y las estatuas
que entablan con los ojos el lenguaje
del pasado.
¿Nada me queda ya?
¿En el despeñadero de cuál de mis latidos
voy a perderlo todo?
¿Cuándo vendrá la nada
con sus manos amantísimas
a cerrarme los ojos?
El momento culminante,
intransferible,
el hoyo de desagüe hacia el que corre
la colección entera de mis ímpetus,
irrumpirá, puntualidad en mano,
con gestos de destino,
cuando tenga ya el alma agujereada
por los desánimos incontables
de la memoria;
cuando el tiempo,
encogido al presente
(huérfano de premisas,
desheredado de conclusiones)
transforme sus fronteras en murallas,
sin un solo intersticio donde pueda
ejercitar sus vicios el espía;
cuando este ahora opaco,
ciego,
mudo,
se vuelva pordiosero
de todos sus tesoros extraviados,
cuando ya no me acuerde del olvido,
cuando, amnésico, olvide tercamente
de acordarme,
de salir a la ventana a ver pasar el viento
que sopla sin cesar desde el pasado,
o tan sólo repare en que ya todo,
todo,
todo
irremediablemente se me olvida
y pasa a la ultratumba del vacío,
cuando llegue, por último, la hora
de que sea de mí de quien me vea
obligado a olvidarme.
ELEFANTE
Para Arturo Córdova Just
El elefante es, entre todos los animales de la jungla,
la criatura más digna, parsimoniosa y noble;
un primor de orejas grandes
y un proyecto de cola fina y circunspecta
a medio hacer.
Cuando el calor lo pastorea hacia la inquietud
desbocada del arroyo
-donde el agua construye sus jabones
efímeros de espuma-
arrastra toda su pesada majestad
a refrescar la epidermis arbórea de su cuerpo
y a satisfacer tanto la sed que le quema las entrañas
como la -no menos grande- de limpieza
que nunca lo abandona:
su trompa deja por un segundo
de medir el tiempo
y se encarga de diseñar los duchazos indispensables
a una piel que demanda ser lustrada
y brillar, con su arrugada pulcritud,
en los claros de la selva rodeados de miradas.
Mas si de repente lo invade el deseo
y siente que su sangre
se incendia en la caldera de la brama,
sufre un insólito cambio de talante,
le pone pies alados a su olfato,
sus ojillos, nerviosos, se sienten prisioneros
de sus órbitas,
busca desesperadamente a una elefanta
y se encarama, todo urgencias, a sus ansias
soltando el aleluya del jadeo.
Si nos fijamos bien (y no fingimos
que “aquí no pasa nada” al advertir
el punto escandaloso
que se instala, flameante, en plena jungla),
vemos que el paquidermo desvergüenza
una porción del cuerpo endurecida,
como vara de tronco que, en moviéndose,
desordena el universo.
¿Dónde quedó su porte majestuoso?
¿Dónde su dignidad
de palacio sagrado en movimiento?
El elefante se arroja sin escrúpulos
y rasgando los velos de la estética
castidad cotidiana,
al mundo de lo extraño, lo asombroso,
en las inmediaciones, sí,
de lo ridículo.
Ay el sexo, el sexo,
siempre trae consigo el viejo escándalo,
los dulces, persistentes, excitantes
desfiguros de la naturaleza.
Tomado de:
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