(Estados Unidos, 1947)
CAMUFLANDO LA QUIMERA
Nos atamos ramas a los cascos.
Nos pintamos las caras, y los fusiles,
con el fango de la orilla del río,
colgamos manojos de hierba de los bolsillos
de nuestros uniformes de camuflaje. Nos
fundimos con la selva
contentos de que los colibríes se fijaran en nosotros.
Nos ceñimos a los bambúes y luchamos
contra el viento que venía del río
arrastrando nuestros fantasmas
desde Saigón a Bangkok,
acordándonos de las mujeres
que habíamos dejado en América.
Apuntábamos a los pájaros de cantos ominosos.
En nuestras paradas sombrías
los simios de las rocas intentaban delatarnos
lanzando piedras al anochecer. Los camaleones
trepaban por nuestras espaldas, cambiaban
del día a la noche: del verde al dorado,
del dorado al negro. Pero esperamos
hasta que la luna se convirtió en metal,
hasta que algo se rompió
dentro de nosotros. Los Vietcong
se movían por la ladera, con sus vestidos de seda negra,
transportando equipos pesados por la hierba.
Allí estábamos escondidos. El río fluía
por nuestros huesos. Los animales pequeños se escondían
al notar nuestra presencia; contuvimos la respiración,
listos para llevar a cabo la emboscada
en L, mientras que el mundo daba vueltas
debajo de nuestros párpados.
LOS MUERTOS DE QUANG TRI
Esto es peor que contar piedras
en caminos que no llevan a ninguna parte,
como cuando un tigre intenta cazar y retrocede
al oler su propia sangre en el suelo.
El que se arrodillaba junto a la pagoda,
¿te acuerdas? Capitán, no vamos
a hablar de eso. El niño budista
que se ponía en la puerta y a quien le frotábamos
la cabeza afeitada para que nos trajera suerte
brilla ahora como una luna blanca.
¡Está muerto para siempre, maldita sea!
La hierba que pisamos se levanta;
cuchillos amenazando
nuestras partes más preciadas.
HANOI HANNAH
¡Ray Charles! Su voz
nos llama desde la alta hierba,
y nosotros nos agachamos tras los sacos de arena.
“Hola, hermanos negros. Holaaa,
Georgia también está en mi mente”.
Las bengalas florecen sobre los árboles.
“Ahí está Hannah de nuevo.
A ver si le podemos
encender la puta mecha
esta vez.” Los proyectiles
dibujan un arco pálido
en el crepúsculo. Su voz sale
de un seto a mano izquierda.
“Es sábado por la noche en los Estados Unidos.
Imaginaos qué estarán haciendo vuestras mujeres.
Creo que voy a dejar que os lo cuente
Tina Turner, soldaditos nostálgicos.”
Los obuses corcovean como una manada
de caballos detrás de la alambrada.
“Sabéis que sois hombres muertos,
¿verdad? Estáis muertos
igual que King hoy en Menphis.
Muchachos, estáis rodeados
por la división del General Tran Do.”
Sus palabras hieren
como las balas de un francotirador.
“Hermanos negros ¿por quiénes estáis muriendo?”
Lanzamos una ráfaga
de balas trazadoras. Los Phantom jets
se despliegan en abanico sobre los árboles.
La artillería dispara al objetivo.
Su voz resucita
y la sentimos hablar
de nuevo, una flor sangrante
de la que nadie sabe su nombre verdadero.
“Sois una mierda de tiradores, GIs”.
Se oyen sus carcajadas salir del suelo
como si los altavoces estuvieran
enterrados debajo de nuestros pies.
Ota Benga en Edankraal
Tal vez
era momento para la matanza del cerdo
Cuando
llegó a Lynchburg,
Virginia,
en su espalda cargaba toda una vida,
El viejo
olor de la Casa de los monos
En los
jardines del zoológico de Nueva York
Retrocediendo,
un recuerdo roto y abandonado.
No estoy
seguro de los caminos y vueltas
Tomados,
mareado en enjambre de matices
Se instaló
en el jardín de Anne Spencer
Que rodea
su casa,
Pero
cuando ella le habló él volvió
A él
mismo. La poeta tenía juba
En su voz
y nunca lo llamó
Artiba,
Bengal, Autobank u
Otto
Bingo. Su cama de lirios
Tigre,
guisantes de olor, bocas de dragón
Lo
desarmó. El fino acento de ella
Convocó
ríos, árboles y barcos
En una
tierra lejana y él podía escuchar
Un tambor
debajo de estas voces
Cerca del
bosque. Él jamás habló
De la
Exposición Universal de St. Louis
O del
zoológico del Bronx. Lo chicos
Se reunían
a su alrededor para escuchar historias
Acerca del
Congo y él les contaba
Sobre
cazar “enormes, enormes” elefantes
Y después
les mostraba el secreto
De robar
miel a las abejas
Con las
manos descubiertas, cómo perforar peces
Y atrapar
tórtolas cafés.
Una noche
estaba él sentado en el pajar
Cantando:
“Creo que iré a casa.
Señor, ¿no
me ayudarás?”
Un búho
ulula llamando a la luna
Atrapado
en una enmarañada morera
Y él se
inclinó ante el brillo de la pistola.
Nunca sabemos
Se
tambaleó por un momento
entre la
hierba alta, como si estuviese bailando
con una
mujer. Nuestros cañones
se
pusieron al rojo vivo.
Cuando me
acerqué,
un halo
azul de moscas volaba sobre él.
Cogí de
sus dedos
la foto
deteriorada.
No hay
otra manera
de
decirlo. Me enamoré.
La mañana
empezaba a clarear,
menos para
un mortero lejano
y para
algunos helicópteros que despegaban
en alguna parte.
Le metí la
cartera en el bolsillo
y le di la
vuelta para que no siguiera
besando el
suelo.
Viendo en la oscuridad
Cada vez
nos llega más hondo el sonido
con
fritura de la película porno,
mientras
que los disparos de los morteros tiñen
la noche
del color de la carne. El cabo que está
en la
puerta
sonríe,
sus dientes brillan como perlas en bruto,
está de
pie con un puñado de dinero,
contento
de ver que los soldados de infantería
llegados
del campo saben
más de
sortear alambres
y ver en
la oscuridad
que de
mujeres. Están en Shangri-La
mirando
embobados las imágenes desvaídas
proyectadas
sobre unas sábanas.
Somos
hombres capaces de hacer
el amor
con fantasmas,
intentando
no confundir
las caras
de las mujeres que amamos
con las
que vemos en la pantalla.
¿Es el
saxo de Hawk
El que
acompaña la siguiente escena?
Tres
mujeres en una cama redonda
seducen a
un pastor alemán.
Todo se
torna blanco como el alabastro.
La
película centellea; el proyector
se apaga y
maldecimos la oscuridad
y el
gemido de las cigarras.
No puedo sacar los ojos del desnudo
en la
ventana de un tercer piso a las 3 de la mañana.
Donde
ella está ya es de día
en
Copenhague y la Atlántida,
y
apostaría el misterio contra mi vida
que está
escuchando Bouncing with Bud.
Contoneándose
con el ir y venir de los dedos por las teclas,
ella está
al borde de algo grandioso
caído
ahora en decadencia y confusión.
No creo
que sea un anuncio visto por la ventana
de una
fachada, podría ser la modelo de un pintor
tomándose
una pausa luego de estar horas
sentada
en la misma pose, en diálogo con tonos de rojo
rogando
que la sombra de Bud no se aleje rengueando
golpeada
por bastones policiales. Me pregunto si sabe
que la
floración llenó el cuarto y la dejó sola
como estoy yo esta noche bajo un puñado de polvo cósmico,
una
puerta cerrada con tablas y guardada por dos leones
El Diablo Viene a Caballo
Aunque la arenosa tierra ya esté roja,
el diablo aún viene a caballo
a medianoche, con viejas obscenidades
en su cabeza, galopando junto al oleoducto
que transporta petróleo hasta los negros tanqueros
que van hacia Shanghai. Viajando
a través del folklore & las canciones, plegarias
& maldiciones, él es un molino de viento y antorchas
& plomo caliente, ira & saqueo, sed de sangre
& odio de sí mismo, levantándose desde las Siete Odas,
Cuervo de los Árabes. Que alzen el vuelo
& vuelen, que se alejen tropezando sobre pies rotos,
que rueguen con palabras de los no nacidos,
que rasgueen un polvoriento oud de entraña & arbusto,
hasta que el diablo cabalgue una sombra al amanecer.
Lástima de aquel que no conozca que su linaje
es la violación. Él cabalga con un corazón de niño
en sus manos, una cabeza en un báculo,
& no puede dejar de embestir el cielo nocturno
hasta que su propio rostro oscuro se convierte en cenizas
cabalgando un espejismo de desértico viento.
Traducción de Omar Pérez
Creer en el acero
Las
colinas que mis hermanos y yo creamos
nunca encontraron su balance, y les tomó años
descubrir cómo funcionaba el mundo.
Podemos mirar un árbol de mirlos
y decir cuántos de ellos habitaron sus ramas,
pero con el chatarrero
nuestras cuentas nunca resultaron.
Semanas de levantarse y gruñir
nunca aportaron demasiado,
pero no podíamos dejar
de creer en el acero.
Camiones y carros abandonados
yacen sujetos al suelo
por sólidos y nostálgicos racimos de uvas,
fuertes como una docena de agricultores
que comparten su cosecha.
Retornamos con nuestro carretillo
que se quejaba bajo una nueva carga,
aunque los lirios vivieran mejor
en su lánguida tierra de Agosto.
Entre papales y botellas,
el humo de la fundición borró los atardeceres,
y no podíamos creer que el acero
permitiera que hubiese hombres
que se inclinaran tan cerca de la tierra,
como si el bronce bajo su aliento
colocara en una pesa el cielo gris.
A veces sueño cómo nuestras colinas
se hunden en un océano de metal,
como si todo se convirtiera en un ancla
de un barco de guerra o de un bombardero,
afuera, sobre los árboles en flor,
demasiado rojos para mirarlos.
Traducción de Gustavo Solórzano Alfaro
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