(30 de mayo de 1931, Oviedo, España)
Incandescencia y ruinas
I
Yo invoco la
cabeza
más sagrada
que exista
debajo de la
nieve.
Mi corazón
azul
canta
purificado por el silencio.
II
Vándalo de
pureza,
hostígame.
Si hablas,
yo bajaré
mis labios
hasta el
agua salvaje.
De aquella
gruta donde
abrasa la
frescura,
ha de surgir
un rey
sucio de
profecías.
Oh corazón
que ves
en toda
oscuridad,
cuándo
estaremos ciegos
en luz,
cuándo hablarás,
habitante
del fuego.
III
Un perro
milagroso
come en mi
corazón.
Ceremonia
salvaje:
mi dolor se
incorpora
al perro
enamorado.
IV
En la
cavidad que sabes,
suena una
voz. Lengua fría,
tú, que
silbas en la noche,
metal vivo
de palabras,
dime, loco ruiseñor
del
invierno, dime, tú,
que quizá
participas
de una
materia luminosa,
a quién
anuncias ya
además de a
la muerte.
V
Anticanto de
amor,
quién te
beberá, quién
pondrá la
boca en esta
espuma
prohibida.
Quién, qué
dios, qué
enloquecidas
alas
podrán venir,
amar
aquí.
Donde no hay
nada.
Propongo mi cabeza atormentada...
Propongo mi
cabeza atormentada
por la sed y
la tumba. Yo quería
despedir un
sonido de alegría;
quizá sueno
a materia desollada.
Me justifico
en el dolor. No hay nada;
yo no encuentro
en mis huesos cobardía.
En mi canto
se invierte la agonía;
es un caso
de luz incorporada.
Propongo mi
cabeza por si hubiera
necesidad de
soportar un rayo.
No hablo por
mí solo. Digo, juro
que la
belleza es necesaria. Muera
lo que deba
morir; lo que me callo.
No toques,
Dios, mi corazón impuro.
Música de cámara
I
Si pudiera
tener su nacimiento
en los ojos
la música, sería
en los
tuyos. El tiempo sonaría
a tensa
oscuridad, a mundo lento.
Mezclas la
luz en el cristal sediento
a intensidad
y amor y sombra fría.
Todavía
silencio, todavía
el sonido no
tiene movimiento.
Pero llega
un relámpago; se anudan
en los ojos
lo bello y lo potente.
La fría
sombra se convierte en fuego.
La belleza y
el ansia se desnudan.
La música se
eleva transparente.
Oh, sonido
de amor, déjame ciego.
II
Yo, sin
ojos, te miro transparente.
En la música
estás, de ella has nacido;
de este
grito de luz, de este sonido
a mundo
amado luminosamente.
Y yo escucho
después —agua creciente—
a la música
en ti: todo el latido,
todo el
pulso del aire convertido
a tu
belleza, a tu perfil viviente.
Tumba y
madre recíproca, del canto
orientas a
tus venas la agonía,
y tus ojos
asumen su potencia.
Oh prisión
de la luz, después de tanto,
ya veo en el
silencio: la armonía
es tu
cuerpo, tu amada consistencia.
(De Sublevación inmóvil, 1960).
I
Después de veinte años
Cuando yo
tenía catorce años,
me hacían
trabajar hasta muy tarde.
Cuando
llegaba a casa, me cogía
la cabeza mi
madre entre sus manos.
Yo era un
muchacho que amaba el sol y la tierra
y los gritos
de mis camaradas en el soto
y las
hogueras en la noche
y todas las
cosas que dan salud y amistad
y hacen
crecer el corazón.
A las cinco
del día, en el invierno,
mi madre iba
hasta el borde de mi cama
y me llamaba
por mi nombre
y acariciaba
mi rostro hasta despertarme.
Yo salía a
la calle y aún no amanecía
y mis ojos
parecían endurecerse con el frío.
Esto no es
justo, aunque era hermoso
ir por las
calles y escuchar mis pasos
y sentir la
noche de los que dormían
y
comprenderlos como a un solo ser,
como si
descansaran de la misma existencia,
todos en el
mismo sueño.
Entraba en
el trabajo.
La oficina
olía mal y
daba pena.
Luego,
llegaban las
mujeres.
Se ponían
a fregar en
silencio.
Veinte años.
He
sido
escarnecido
y olvidado.
Ya no
comprendo la noche
ni el canto
de los muchachos sobre las praderas.
Y, sin
embargo, sé
que algo más
grande y más real que yo
hay en mí,
va en mis huesos:
Tierra
incansable,
firma
la paz que
sabes.
Danos
nuestra
existencia a
nosotros
mismos.
Caigo sobre unas manos
Cuando no
sabía
aún que yo
vivía en unas manos,
ellas
pasaban sobre mi rostro y mi corazón.
Yo sentía
que la noche era dulce
como una
leche silenciosa. Y grande.
Mucho más
grande que mi vida.
Madre:
era tus
manos y la noche juntas.
Por eso
aquella oscuridad me amaba.
No lo
recuerdo pero está conmigo.
Donde yo
existo más, en lo olvidado,
están las
manos y la noche.
A veces,
cuando mi
cabeza cuelga sobre la tierra
y ya no
puedo más y está vacío
el mundo,
alguna vez, sube el olvido
aún al
corazón.
Y me arrodillo
a respirar
sobre tus manos.
Bajo
y tú
escondes mi rostro; y soy pequeño;
y tus manos
son grandes; y la noche
viene otra
vez, viene otra vez.
Descanso
de ser
hombre, descanso de ser hombre.
Geología
Algunas
veces salgo hacia las montañas
a mirar a lo
lejos.
Piso unas
lomas donde tierra vieja
se pone
hermosa con el sol y veo
subir la
sombra por los cuestos.
Ando
mucho tiempo
en silencio.
Pero hay
días que ando por estas lomas,
y miro hacia
las montañas,
y ni allí
hay libertad.
Y me vuelvo.
Yo sé bien que es inútil
buscarla
como a una llave perdida,
y que
también es inútil
mirar al
fondo de mi corazón.
Agricultura
Qué valdría sin pisadas humanas
esta pobreza
que hace crujir la luz.
Qué sería la
belleza violenta
del secano
sin el corazón cansado
que piensa
en él: tierra comida
y mala
soledad frente al acero
mural de las
montañas.
Mirad, es
bello y es verdad: arriba,
el cardo
blanco y el centeno, ciegos,
vibran junto
a los pájaros, y luego
baja la
tierra sobre sombras rojas
hasta el
poco de agua y los negrillos.
Baja roída
por el sol, quemada
por el hielo
como el rostro humano
quieto y
tajado de dolor, que pasa,
mil veces
pasa por la tierra, duro,
con la
herramienta y el caballo viejo,
seco como su
amor, mil veces pasa,
toda la vida
mientras dura el día.
II
Blues del cementerio
Conozco un
pueblo –no lo olvidaré–
que tiene un
cementerio demasiado grande.
Hay en mi
tierra un pueblo sin ventura
porque el
cementerio es demasiado grande.
Sólo hay
cuarenta almas en el pueblo.
No sé para
qué tanto cementerio.
Cierto año
la gente empezó a irse
y en muchas
casas no quedaba nadie.
El año que
la gente empezó a irse
en muchas
casas no quedaba nadie.
Se llevaban
los hijos y las camas.
Tenían que
matar los animales.
El
cementerio ya no tiene puertas
y allí
entran y salen las gallinas.
El
cementerio ya no tiene puertas
y salen al
camino las ortigas.
Parece que
saliera el cementerio
a los
huertos y a las calles vacías.
Conozco un
pueblo. No lo olvidaré.
Ay, en mi
tierra sin ventura,
no olvidaré
a mi pueblo.
¡Qué mala
cosa es haber hecho
un
cementerio demasiado grande!
III
Invierno
La nieve
cruje como pan caliente
y la luz es
limpia como la mirada de algunos seres humanos,
y yo pienso
en el pan y en las miradas
mientras
camino sobre la nieve.
Hoy es
domingo y me parece
que la
mañana no está únicamente sobre la tierra
sino que ha
entrado suavemente en mi vida.
Yo veo el
río como acero oscuro
bajar entre
la nieve.
Veo el
espino: llamear el rojo,
agrio fruto
de enero.
Y el
robledal, sobre tierra quemada,
resistir en
silencio.
Hoy,
domingo, la tierra es semejante
a la belleza
y la necesidad
de lo que yo
más amo.
Amor
Mi manera de
amarte es sencilla:
te aprieto a
mí
como si
hubiera un poco de justicia en mi corazón
y yo te la
pudiese dar con el cuerpo.
Cuando
revuelvo tus cabellos
algo hermoso
se forma entre mis manos.
Y casi no sé
más. Yo sólo aspiro
a estar
contigo en paz y a estar en paz
con un deber
desconocido
que a veces
pesa también en mi corazón.
(De Blues castellano, 1961-966).
En el más resistente, más velado
lugar del
corazón, mete sus manos
el silencio
del mundo, mas despierta
al pájaro
mortal, al destinado.
Habla en
dura quietud; habla en la nieve.
La geografía
del final es blanca.
Pero
desciende, corazón, repasa
yerba
secreta y el hayedo oscuro
como la
planta antigua del pastor.
Baja a
escrutar la transparencia fría,
entra en el
bosque de las venas, siente
los arroyos
pacíficos, el ruido
denso y
materno de la leche, escucha
el paso
prodigioso de las bestias.
Cruza la
sombra con tu cuerpo, pasa
sobre las
huellas comunales, duerme
en el
silencio como un dios cansado
y, luego,
acude al sobresalto puro,
a la fresca,
gloriosa desbandada
de las aguas
en júbilo, discierne,
repartida en
la luz, pálida espuma.
Pero vuelve
a la paz por el camino
prieto y
oscuro de Corona; vete
despacio por
el Pando; te rodean
las
floraciones de la soledad,
los árboles
salvajes, los helechos,
los
cautelosos manantiales. Piensa
dulcemente
en el mundo, pero calla,
exprésate
con sola tu existencia,
como el
bosque secreto, que se dice
en la ciega
madera con el liquen
y la
profundidad y la quietud.
Lívida,
verde, añil, precipitante
golpea el
agua en la afilada estirpe
de la roca
fluvial. Su entalladura
come la paz
en ti; ya no recuerdas
ningún canto
ni el manso y solitario
campanil del
ganado. Sólo sientes
un único
latido: el tormentoso
del Cares en
su caz, y una corona
de piadosa
humedad en tu cabeza.
Todo se pierde
en el espacio puro,
en el
combate de las aguas y
las láminas
terribles. Se apodera
la física,
orquestal naturaleza
del espacio
interior; ya no recuerdas.
Ya no
recuerdas en el quicio raudo,
en la
inmóvil, hirviente cabellera,
en el abismo
azul, en el espanto.
En el
espanto y la hermosura como,
al fin de la
batalla, un rey envuelto
en la
sangre, o la invisible túnica
del huracán,
o la feroz escala
del que
canta en el rostro de la muerte.
Está tejida con azul la noche
aún
crepuscular. La lengua roja
enciende su
perfil.
Salgo al silencio
y penetro la
vida de las cosas
y no sé si
el centeno es la hermosura
o es la sed
la verdad.
En este ahora
de secreta
extensión, cuando no ciega
mis sentidos
la furia luminosa
del resol
cereal, y están creciendo
el zureo
nupcial de las palomas,
los pájaros
ocultos, la paciencia
de los
robles, aún, salgo a los huertos
y me busco
en las aguas y las sombras.
La tarde entra de pronto en la cocina,
enloquece en
el cobre, hace gloriosa
la herrumbre
de las madres. Como un lienzo
se imparte
en las estancias. Cruza, dora
el rostro
del varón. Da en las tarimas,
atraviesa el
laurel, tiembla en sus hojas.
Ahora
volverán por los caminos
las mulas
canas y las yuntas rojas
y, cansados,
los hombres, sus cabellos
con tamo de
trigal.
Cunden las sombras
al borde del
tapial. Lenguas de acero
se sumergen
en aguas silenciosas.
El volumen rescata de la tierra
las oleadas interiores,
riza
áspera,
dulce, cereal, corpórea
la masa
solitaria, la pastura
de los
alcores y las navas; pone
la majestad
hendida, aterruñada
en compacta
hermosura y deposita
agua y
semillas en el corazón.
Un bosque inmóvil, sin espacio, pero
alimentado
en la profundidad
envolvente
del mundo. Su espesura,
de vientos y
de pájaros no acoge
sobresalto
ni sombra; se despliega
en llano
vertical: azul pacífico,
oro pluvial,
litúrgicos se traban
con púrpura
feroz. Mas nada turba
aquella
majestad.
Si das tus ojos
a la
dominación, sientes cuajarse
un vértigo,
un pueblo entreverado:
urdimbre de
varones, instrumentos,
bestias,
coronas, comunicaciones,
desperdicios
de luz. Vértigo, pueblo
establecido
donde nunca humana
respiración apagará
el chasquido
de una hebra
solar sobre la dura
conversión
laminar, pueblo aplastado.
Callada
tempestad. La vibratoria
existencia
del sol, la que tortura
lívidas
lomas, parameras turbias
en la tierra
exterior, aquí sostiene
un lienzo
musical: nervios de sombra,
como un
árbol delante del crepúsculo,
no imponen
pausa sino negro impulso
en la
arbolada vidriería.
Es
un mundo. No
músculos, cabellos;
no túnicas
redondas, accidentes;
sólo
estaturas, transparencias, fuegos.
No libros,
atributos, gestos, lomos
hirvientes
de corcel, águilas, cetros,
ballesteros
y muerte; sólo una
cegadora,
bruñida altanería.
En esta
soledad, en esta altura
de la
materia, la estructura adiestra
los gritos
del color como, entre hombres,
una esbelta
garganta dispondría
las
cantidades de sonido. Canta
pero
extiende silencio. No es el canto
que recorre
la tierra penetrando
en
corazones, multitudes, bóvedas
y sepulcros;
no es sino palabra
que se
adentra en los ojos: alta fiesta
que despliega
los rojos, enardece
el espacio
interior, filtra más oro
en densidad
azul, hunde los verdes
en sí
mismos, agosta el amarillo
hasta
hacerlo crujir.
Oh pueblo frío,
oh bosque,
oh vidrio, oh lienzo frío:
sólo tú puedes
soportar, vivir
siempre en
belleza, nunca en libertad.
Espacio siempre frente al tiempo. No
hay mayor
lentitud que esta paciencia
que eterniza
los labios, endurece
las túnicas,
habita en la mirada
de la
desolación.
Roja, la estepa,
afuera,
lejos, en la mansa gleba,
come su
viejo sol.
Gira la tierra
sobre sí
misma, musical, y el agua
desciende azul, eternidad herida.
(De Pasión
de la mirada, 1963-1970)
[...]
Las
hortensias extendidas en otro tiempo decoran la estancia más
arriba de mi
cuerpo.
He sentido
el grito de los faisanes acorralados en las ramas de
agosto.
Un animal
invisible roe las maderas que también están más allá
de mis ojos
y así se
aumenta la serenidad y prevalece el olor de la mostaza
que fue
derramada por mi madre.
Yo
convalezco en sábanas limpias que me preservan de los insectos
y los
cristales de mi infancia permiten la imposición de una
luz que les
antecede en muchos días desde que existió la
solemnidad y
la pureza.
En este
espacio me he reunido con tu dulzura, la que traicionaste
delante de
mis ojos.
Ahora eres
obsequioso y pacífico como el aceite que se reserva
para los
agonizantes;
ahora me
contienes con tus manos y me descubres todos los gestos
de tu rostro
menos los que deben ocultarse:
tantas veces
pusiste la boca sobre las heridas, tantas te
desdijiste
como una liebre tenebrosa...
Asediado por
un azufre que no podías soportar en los alimentos,
¡tantas me
recibiste en tu mirada y me participaste una escritura
de carmines
abrasados, tantas te desplomaste en mi
existencia...!
Fue una época damnificada.
Tú invocabas
al chamariz y hacías que los árboles se inclinasen
sobre
nosotros en tardes inmóviles mientras la policía
escribía
nuestros nombres.
Otros días cantabas
poseído por el alcohol y lo que rebosaba era
azul sobre
las mesas desgastadas por la lejía.
Una senda de
aulagas conducía hasta tu casa donde siempre era
invierno.
¡Ah cómo sentía tus dientes y cuanto tiempo te
escuchaba,
cómo
esperaba tu desaparición amándote!
No me
dejaste otra señal que tu rostro celebrado por el llanto
de las
mujeres.
A tu belleza
se inclinaba la serenidad, viuda tuya desde hace
mucho
tiempo, viuda desposeída de tus sábanas.
Esto fue
cuando, atraído por el acónito, penetraste en sus
cámaras;
esto fue
cuando comenzó el silencio.
Tú
distribuías la nostalgia de cuanto es honorable y concertado
con la
pulsación de los pueblos.
No quisiste
ser alabado por ello sino por el horror, tu
ciudadanía
en aquel tiempo.
La ceniza de
tus uñas se refugiaba en las escrituras y en
aquellos
templos cuyas maderas están señaladas a cuchillo y
con la grasa
de los animales torturados.
Tú, más
veraz que yo porque me excedías en vigilancia,
me conducías
a los lugares en que es posible saborear el
cardenillo y
el acero.
Durante un
instante me visitó un crepúsculo cuya profundidad no
me
pertenece.
Regresé.
Regresé hasta donde los padres son cautos y perseguidos
en sus
huesos,
pero no es
éste el armisticio que yo compré sobreviviéndote.
Repito que
ahora eres obsequioso y que me acompañas al espacio en
que las
hortensias son persistentes.
Más allá, en
los desvanes, siento un bramido de palomas: es un
país
nupcial. ¿Conoces tú la virtud de las palomas en sus
excrementos?
En aquél y
en éste te recibo y sólo así, mirándome en tu rostro,
el que se
manifiesta a través de una membrana incorruptible,
no en el
furor que predicaban tus dientes aunque me amases dentro
de mi madre.
En aquél y
en éste te recibo y mi deseo es alimentarme con tu
bondad, pero
también con los aromas que te sobreviven.
Siéntate en
medio de las ruinas, siéntate con dulzura en el medio
o al borde
de las ruinas.
Son nuestra
única propiedad y yo comienzo a distinguir algunas
semillas y
láudano y ciertos coágulos obedientes al
ejercicio de
la luz.
De esta
pasión, de los proverbios posteriores a tu vértigo, del
animal que
llora y su piedad está sobre nosotros,
tú
deducirías lacre y lo pondrías en mis ojos, o quizá limaduras
de níquel y
otras materias aborrecibles.
Sin embargo
tú amabas la suntuosidad de las banderas en el azul,
encima de
las bodegas.
¿Sabes qué
es el olvido? ¿Qué has encontrado tú en la reserva del
olvido?
Todas las
enseñanzas se extinguieron como carburo en el fondo de
galerías
inacabadas;
todas las
enseñanzas menos la palpitación del bosque y algunas
huellas
sobre mi carne.
El río
desciende aún y yo no siento ahora sino el olor del agua.
Tus hijos y
mis hijas se sumergen en el río y los que no
olvidaron no
se acercan nunca porque serían recibidos y
quizá
entrasen en nuestros cuerpos y morirían.
¿Has pensado
en la paciencia, has pensado en la paciencia
semejante a
ónice, en la paciencia excavando tumbas en el
sonido,
abandonando telas inicuas a los vientos que
llegarán,
que llegarán como cada vez después de las
expulsiones?
La ciudad no
está limpia, pero en los ejidos hay irritación y el
cornezuelo y
el centeno cohabitan y crece un alimento que
será comido
por nuestros hijos.
Yo no tengo
esperanza sino una pasión cuyo nombre tú no vas a
decirme.
Yo no tengo
esperanza sino una pasión cuyo nombre no va a tocar
tus labios.
He cruzado
mi infancia y países de morfina y largos bosques en
los que
descansé y grandes alas pasaron sobre mis ojos.
En los
lugares a los que yo acudo al atardecer hay frutos muy
espesos de
los que hago recolección y mis dedos son
abrasados
por las luciérnagas, pero yo hago recolección y
me demoro en
acudir a otros lugares, a las alcobas donde mi
madre
envejece más allá de mi vejez.
Y las
palabras, fiebre bajo las tégulas, grumos retrocediendo,
hieles que
enloquecían bajo el disfraz del sueño,
¿qué son,
qué hacen en mí cuando se ha extinguido la verdad?
De la verdad
no ha quedado más que una fetidez de notarios,
una liendre
lasciva, lágrima, orinales
y la
liturgia de la traición.
Las
hortensias extendidas en otro tiempo decoran la estancia más
arriba de mi
cuerpo.
¿Qué lugar
es éste, qué lugar es éste? ¿Cómo estás aún en mi
corazón?
[...]
(De Descripción de la mentira, 1977).
I
Tras asistir a la ejecución de las alondras has
descendido aún hasta encontrar tu rostro dividido
entre el agua y la profundidad.
Te has
inclinado sobre tu propia belleza y con tus dedos
ágiles acaricias la piel de la mentira:
ah tempestad
de oro en tus oídos, mástiles en tu alma,
profecías...
Mas las
hormigas se dirigen hacia tus llagas y allí
procrean sin descanso
y hay azufre
en las tazas donde debiera hervir la
misericordia.
Es esbelta
la sombra, es hermoso el abismo:
ten cuidado,
hijo mío, con ciertas alas que rozan tu
corazón.
Oigo hervir el acero. La exactitud es el vértigo. Ah
libertad inmóvil, ejecución del día en la materia
nocturna.
Es tu madre
el clamor, pero tus manos abren los párpados
del abismo.
De
resistencias invisibles surge un rumor de límites:
ah exactitud
de mar, exactitud sin nombre.
II
Un silencio de hormigas, un frenesí de esparto. Ah
corazón
clamando ante los almacenes. Ya no hay sábados;
bajas a las
iglesias, a los departamentos de la muerte y
ves la luz
de la infelicidad; yaces y las serpientes
pasan sobre
las murias derruidas.
Veo la
juventud ciega en los atrios, la grasa negra de
las
negaciones. Fulge tu lengua entre sarmientos, tu
palabra
sobre los mástiles. Mas la pureza no se extiende,
no diluye en
las aguas el acero, no deshabita las
comisarías.
Ah corazón clamando por una tierra sin
olvido, por
un país donde los pájaros se suicidan al
amanecer
(como aquel camarada entre la pobreza y el
relámpago),
viejo tenaz ante las rastrojeras, viejo que
aún lloras
sobre llagas fértiles: dame tu látigo y tus
lágrimas, no
me abandones todavía.
Agonizabas
sobre los espejos y no arrancaste de tu
rostro el
rostro de tu madre. No te pierdas aún,
préstame
algo, dame tu incendio, tu piedad estéril, tus
zapatos, tus
hernias, tus alondras, el huracán de tu
melancolía y
el gran aviso de tu dedo negro, para que
no muera más
de mala muerte la criatura del dolor:
España.
III
Aquel aire entre el resplandor y la muerte se hace
sustancia
que no alcanzan a borrar los días y los
vientos. El
contenido de la edad son estos lienzos
transparentes.
Signos
exactos e incomprensibles. Están en mí con el
valor de una
llaga; algunas cifras arden en mis ojos.
Eran días
atravesados por los símbolos. Tuve un
cordero
negro. He olvidado su mirada y su nombre.
Al confluir
cerca de mi casa, las sebes definían sendas
que,
entrecruzándose sin conducir a ninguna parte,
cerraban
minúsculos praderíos a los que yo acudía con
mi cordero.
Jugaba a extraviarme en el pequeño
laberinto,
pero sólo hasta que el silencio hacía brotar
el temor
como una gusanera dentro de mi vientre.
Sucedía una
y otra vez; yo sabía que el miedo iba a
entrar en
mí, pero yo iba a las praderas.
Finalmente,
el cordero fue enviado a la carnicería, y yo
aprendí que
quienes me amaban también podían decidir
sobre la
administración de la muerte.
En la calle que sube hacia la catedral, bajo rúbricas y
veneras
modernistas, bajo otras bóvedas invisibles
creadas cada
mañana por la voz otoñal de Pedro el Ciego,
acontecían
maravillas frágiles y encarnadas en las manos
del vendedor
de serpentinas y flautas de cañabrava:
sobrevenían
don Nicanor y su sonido a infancia; cerca,
sobre la
opacidad del hambre civil, el olor de las
almendras
calientes, y, más arriba, el abanico de
peines, las
estilográficas de las que fluye el líquido
de los
sueños.
Pedro
descansa en la profundidad del otoño y su rostro
se enciende
en ramos de sol. La luz baja a su corazón y
allí
permanece desleída en aceites y sombras, en aguas
purificadas
por recuerdos.
Suavidad de
los días, paz del mundo en el corazón de
Pedro: pasan
las portadoras de hortalizas, pasan los
sacerdotes
en sus túnicas, y Pedro canta ronca y
dulcemente
la construcción de las obras públicas, las
profecías
traicionadas, la graduación de los muertos.
Canta bajo
las ménsulas y en los soportales. Son
noticias de
invierno.
Álamos. El fulgor excede y las distancias son
traspasadas
por gritos vecinales. Los rebaños
desprendidos
de la mesta cardan ácidas hierbas bajo un
friso de
azufre. Oigo las campanas de Villabalter como
mastines
electrizados por la inminencia.
La osamenta
furiosa se abatió sobre los malecones y
los huertos.
El otoño se alhajaba fosforescente y aquel
rebaño tuvo
miedo bajo las bóvedas de plomo.
La ciudad mira el sílice de las montañas como una
gárgola
inmóvil ante los círculos de la eternidad y se
rodea de
colinas cárdenas en las que el tomillo es
abrasado por
el invierno.
Siento la
espesura fluvial; se manifiesta en sílabas
lentísimas.
Aún las palomas se pronuncian clamorosas y
los ancianos
descansan en la cercanía de las acacias
coronadas de
temblor. Hablan y acrecientan la
serenidad de
la tarde. A veces, sonríen con un golpe
de sol en el
rostro y se encienden bajo los
encanecidos
cabellos. Sus ojos se entrecierran y
apenas es
visible un filamento de acero y lágrimas.
La vejez es
blanca.
Un anciano
tiene el hombro abatido y dispar; el otro
ofrece al
sol unas manos grandes cuya piel transparenta
largas venas.
Hablan con la imprecisión temblorosa de
quien es más
débil que sus recuerdos; restablecen una
paz y un
espacio: las eras de la ciudad, los labradores
de Renueva,
el espesor de los curtientes, la sombra
roja de las
herrerías.
IV
Aquellos cálices
¿Quién habla
aún al corazón abrasado cuando la cobardía
ha puesto nombre a todas las cosas?
Silba el
adverbio del pasado. El cobre silba en huesos
juveniles, pero es el día del invierno. Alguien
prepara grandes sábanas
y restablece
la oquedad. Sólo hay sustancia en ti,
sustancia azul de desaparecidos.
Aquellos
gritos. Y las banderas sobre nosotros.
Ah las
banderas. Y los balcones incesantes: hierros
entre la
luz, hierros más altos que la melancolía,
nuestro alimento.
Cae
la máscara
de Dios: no había rostro.
¿Quién habla
aún al corazón amarillo?
Soy el que ya comienza a no existir
y el que
solloza todavía.
Es horrible
ser dos inútilmente.
Edad, edad, tus venenosos líquidos.
Edad, edad,
tus animales blancos.
(De Lápidas, 1986).
1
Geórgicas
Tengo frío junto a los manantiales. He subido hasta
cansar mi corazón.
Hay yerba
negra en las laderas y azucenas cárdenas entre sombras,
pero, ¿qué
hago yo delante del abismo?
Bajo las
águilas silenciosas, la inmensidad carece de significado.
Un bosque se abre en la memoria y el olor a resina es
útil al corazón.
Vi las
esferas del sudor y los insectos en la dulzura;
luego, el
crepúsculo en sus ojos;
después, el
cardo hirviendo ante el centeno y la fatiga de los
pájaros
perseguidos por la luz.
2
El vigilante de la nieve
Vigilaba la serenidad adherida a las sombras, los
círculos donde se
depositan
flores abrasadas, la inclinación de los sarmientos.
Algunas tardes,
su mano incomprensible nos conducía al lugar sin
nombre, a la
melancolía de las herramientas abandonadas.
Cada mañana ponía en los arroyos acero y lágrimas y
adiestraba a los
pájaros en
la canción de la ira: el arroyo claro para la hija
dulcemente
imbécil; el agua azul para la mujer sin esperanza, la que
olía a
vértigo y a luz, sola en el albañal entre banderas blancas,
fría bajo la
sarga y los párpados ya amarillos de amor.
Era incesante en la pasión vacía. Los perros olfateaban
su pureza y
sus manos
heridas por los ácidos. En el amanecer, oculto entre las
sebes
blancas, agonizaba ante las carreteras, veía entrar las sombras
en la nieve,
hervir la niebla en la ciudad profunda.
3
Aún
Recuerdo el frío del amanecer, los círculos de los insectos
sobre las
tazas
inmóviles, la posibilidad de un abismo lleno de luz bajo las
ventanas
abiertas para la ventilación de la enfermedad, el olor triste
de la sosa
cáustica.
Pájaros. Atraviesan lluvias y países en el error de los
imanes y los
vientos,
pájaros que volaban entre la ira y la luz.
Vuelven
incomprensibles bajo leyes de vértigo y olvido.
No tengo miedo ni esperanza. Desde un hotel exterior al
destino, veo
una playa
negra y, lejanos, los grandes párpados de una ciudad cuyo
dolor no me
concierne.
Vengo del
metileno y el amor; tuve frío bajo los tubos de la muerte.
Ahora
contemplo el mar. No tengo miedo ni esperanza.
Eres sabio y cobarde, estás herido en las mujeres
húmedas, tu
pensamiento
es sólo recuerdo de la ira.
Ves la rosas
temibles.
Ah
caminante, ah confusión de párpados.
Hay una hierba cuyo nombre no se sabe; así ha sido mi
vida.
Vuelvo a
casa atravesando el invierno: olvido y luz sobre las ropas
húmedas. Los
espejos están vacíos y en los platos ciega la soledad.
Ah la pureza
de los cuchillos abandonados.
Amé todas las pérdidas.
Aún retumba
el ruiseñor en el jardín invisible.
4
Pavana impura
La inexistencia es hueca como las máscaras y su visión
es lívida,
pero tú oyes
el grito de las madres del agua y acaricias los ojos que
vieron la
inexistencia.
Llegan los animales del silencio, pero debajo de tu
piel arde la
amapola
amarilla, la flor del mar ante los muros calcinados por el
viento y el
llanto.
Es la
impureza y la piedad, el alimento de los cuerpos abandonados
por la
esperanza.
5
Sábado
Mi rostro hierve en las manos del escultor ciego.
En la pureza
de los patios inmóviles él piensa dulcemente en los
suicidas;
está creando la vejez:
ayer y hoy
son ya el mismo día en mi corazón.
6
Frío de límites
Huyen heridas por el amanecer, laten sobre las aguas y
su blancura se
abre en ti:
avefrías.
Viajan de lo
visible a lo invisible. Ya
sólo hay
invierno en las ramas inmóviles.
¿Es la luz esta sustancia que atraviesan los pájaros?
En el
temblor del sílice se depositan cuarzo y espinas pulimentadas
por el
vértigo. Sientes
el gemido
del mar. Después,
frío de
límites.
7
Amé las desapariciones y ahora el último rostro ha
salido de mí.
He
atravesado las cortinas blancas:
ya sólo hay
luz dentro de mis ojos.
(De Libro del frío, 1992)
Hierven bajo las túnicas de la ira;
hierven los
números y los ácidos
depositados
en su espíritu.
Veo el
mercurio en las pupilas, líquidos
negros, la
fertilidad
de los
cuchillos y las sombras; veo
los agujeros
y los párpados.
Siento la
herida musical, el llanto
multiplicado
por el viento, el sol
en la pared
de los agonizantes.
Ésta es la
soledad de mil cabezas,
la gárgola
que aúlla, la gallina
desesperada.
Al
fin, surten las fuentes
sangre,
vértigo, luz, acero, lágrimas.
El miedo entra en la blancura; aún
sus alas
hienden la serenidad
y disciernen
la sal y la ceniza.
Lívidas
hélices y, en el espesor,
lentitud de
los pájaros, augurios
en las venas
azules de las aguas.
Ah pétalos
temibles, semejantes
a las
escamas puras de la cólera.
Ah pena
corporal, amor herido,
animal de la
luz, pueblo abrasado.
Salen los cuerpos del abismo, ascienden
como azufre
solar; su resplandor
atraviesa
las aguas.
Hay
profecías incesantes. Ved
la
transparencia de los signos
y las
palomas torturadas.
Éste es el
día en que los caballos aprendieron a llorar,
el día
horrible y natural de España.
El animal de
sombra
enloquece en
las pértigas del alba.
(De Mortal 1936, 1994).
Viene el olvido
La luz hierve debajo de mis párpados.
De un
ruiseñor absorto en la ceniza, de sus negras entrañas musicales, surge una
tempestad. Desciende el llanto a las antiguas celdas, advierto látigos
vivientes
y la mirada
inmóvil de las bestias, su aguja fría en mi corazón.
Todo es
presagio. La luz es médula de sombra: van a morir los insectos en las bujías
del amanecer. Así
arden en mí
los significados.
Hay una astilla de luz en la apariencia de la
eternidad, hemos lamido, casi amándolas, membranas invisibles, no hay más que
invierno en las ramas inmóviles y todos los signos están vacíos.
Estamos
solos entre dos negaciones como huesos abandonados a los perros que nunca
llegarán.
Va a entrar
el día en su habitación calcinada. Ha sido inútil la sutura negra.
Queda un
placer: ardemos
en palabras
incomprensibles.
He tirado al abismo el hueso de la misericordia; no es
necesario cuando el dolor es parte de la serenidad, pero la lucidez trabaja en
mí como un alcohol enloquecido.
Sé que las uñas
crecen en la muerte. No
baja nadie
al corazón. Nos despojamos de nosotros mismos al expulsar la falsedad, nos
desollamos y no viene nadie. No
hay sombras
ni agonía. Bien:
no haya más
que luz. Así es
la última
ebriedad: partes iguales
de vértigo y
olvido.
Vi las bestias expulsadas del corazón de mi madre. No
hay distinción entre mi carne y su tristeza.
Y esto es la
vida? No lo sé. Sé que se extingue como los círculos del agua. ¿Qué hacer
entonces, indecisos entre la agonía y la serenidad? No sé. Descanso en la
ignorancia fría.
Hay una
música en mí, esto es cierto, y todavía me pregunto qué significa este placer
sin esperanza. Hay música ante el abismo, sí, y , más lejos, otra vez la
campana de la nieve y, aún, mi oído ávido sobre el caldero de las penas, pero
¿qué
significa finalmente
este placer
sin esperanza?
Ya he
hablado del que vigila en mí cuando yo duermo, del desconocido oculto en la
memoria. ¿También él va a morir?
No sé.
Carece
desesperadamente
de importancia.
Siento el crepúsculo en mis manos. Llega a través del
laurel enfermo. Yo no quiero pensar ni ser amado ni ser feliz ni recordar.
Sólo quiero
sentir esta luz en mis manos
y desconocer
todos los rostros y que las canciones dejen de pesar en mi corazón
y que los
pájaros pasen ante mis ojos y yo no advierta que se han ido
Hay
grietas y
sombras en paredes blancas y pronto habrá más grietas y más sombras y
finalmente no habrá paredes blancas.
Es la vejez.
Fluye en mis venas como agua atravesada por gemidos. Van
a cesar
todas las preguntas. Un sol tardío pesa en mis manos inmóviles y a mi quietud
vienen a la vez suavemente, como una sola sustancia, el pensamiento y su
desaparición.
Es la agonía
y la serenidad.
Quizá soy
transparente y ya estoy solo sin saberlo. En cualquier caso, ya
la única
sabiduría es el olvido.
Palomas. Atraviesan la inexistencia.
Hay huellas
de pastor frente al abismo. Cóncavas.
Todo se
explica en la imposibilidad.
Hay úlceras
en la pureza, vamos
de lo
visible a lo invisible.
En este
error descansa nuestro corazón.
He atravesado las creencias. Durante mucho tiempo
nevó sin
esperanza.
Había madres
que enloquecían al amanecer: oigo sus gritos amarillos.
Aún nieva. Creo en la desaparición.
Creo en la
ira.
Ira
¿Quién viene
dando
gritos, anuncia
aquel
verano, enciende
lámparas
negras, silba
en la pureza
azul de los cuchillos?
Gritan ante los muros calcinados.
Ven el
perfil de los cuchillos, ven
el círculo
del sol, la cirugía
del animal
lleno de sombra.
Silban
en las
fístulas blancas.
Vi
cuerpos al
borde de
las acequias
frías.
Amortajados
en la luz.
Más allá de la sombra
Veo la sombra en la sustancia roja del crepúsculo.
Cierro los ojos
y
arden los
límites.
Puse agua y cinabrio en mi corazón y en mis venas
y vi la
muerte más allá de la púrpura.
Ahora mis
ojos ven en el pasado: grandes flores inmóviles, madres
atormentadas
en sus hijos, líquenes fertilizados por la tristeza.
Quizá el silencio dura más allá de sí mismo y la
existencia es sólo
un grito
negro, un alarido ante la eternidad.
El error
pesa en nuestros párpados.
Claridad sin descanso
Quizá me sucedo en mí mismo. No sé quién pero alguien
ha muerto en mí.
También ayer
olía la desaparición y estaba amenazado por la luz, pero
hoy es otro
el cuchillo delante de mis ojos.
No quiero
ser mi propio extraño, estoy entorpecido por las visiones.
Es difícil
poner luz
todos los días en las venas y trabajar en la retracción
de rostros
desconocidos hasta que se convierten en rostros amados
y después
llorar porque voy a abandonarlos o porque ellos van a
abandonarme.
Qué
estupidez
tener miedo al borde de la falsedad, qué cansancio
abandonar la
inexistencia y
morir
después todos los días.
Sobre la calcificación de las semillas, ante las flores
abrasadas,
en la
desaparición del pensamiento,
tejen la
yerba manos invisibles. Temo su pureza. Veo
lana
sangrienta y, en los alimentos, grasa mortal, cánulas negras y,
bajo ramas
inmóviles, cuerdas y sombras y preservativos.
¿Soy yo
quien mira con mis ojos?
Arden los
huesos, oigo la fermentación del rocío: alguien llora bajo
los árboles
torturados. Veo las llagas de la luz, altos patíbulos
y serpientes
y aceites industriales bajo los lóbulos de las amapolas.
¿Estoy yo en
mí y peso sobre la tierra? Es extraño.
En cualquier
caso, tengo miedo: los insectos vienen a mi corazón.
(De Arden
las pérdidas, 2003).
La prisión transparente (frag.)
Estoy
cansado.
Cansado de
mí mismo; de mi enemistad conmigo mismo.
O de vivir,
o de no
vivir,
no
sé.
Hoy,
esta mañana,
he
considerado
lo que queda de mí:
apenas
una fatigada
conciencia
y algunos
inservibles
bártulos
carnales.
Hoy,
algo más
tarde, viendo,
desconociendo
mi rostro en
el espejo: mis ojos inmóviles,
mi piel
oxidada y la turbia
tempestad
de
mis
cabellos,
he
pronunciado una
sola sílaba:
No.
Una
sílaba sola.
¿Qué es de mí?
¿Soy yo monosílabo, únicamente
negación?
No
sé.
(De La prisión transparente, 2016).
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