miércoles, 14 de febrero de 2018

POEMAS DE CLARICE LISPECTOR

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(10 de diciembre de 1920, Óblast de Vínnytsia, Ucrania - 9 de diciembre de 1977, Río de Janeiro, Estado de Río de Janeiro, Brasil)

DÁME TU MANO

Dame tu mano:
Voy a contarte ahora
cómo he entrado en lo inexpresivo
que siempre ha sido mi búsqueda ciega y secreta.
De cómo he entrado
en aquello que existe entre el número uno y el número dos,
de cómo he visto la línea de misterio y fuego,
y que es línea subrepticia.
Entre dos notas de música existe una nota,
entre dos hechos existe un hecho,
entre dos granos de arena por más juntos que estén
existe un intervalo de espacio,
existe un sentir que es entre el sentir
—en los intersticios de la materia primordial
está la línea de misterio y fuego
que es la respiración del mundo,
y la respiración continua del mundo
es aquello que oímos
y llamamos silencio.

amor

  
Una vez hace mucho tiempo me encontré en una cola con un amigo y estábamos conversando cuando él se espantó y me dijo: mira qué cosa rara.
Miré para atrás y vi —en diagonal a nosotros— a un hombre que venía llevando a su tranquilo perro con una correa. Sólo que no era un perro. Toda su actitud era de perro y la del hombre era la de un hombre con su perro. Pero éste no lo era. Tenía un hocico alargado de quien puede beber en una copa profunda, cola larga pero dura —es cierto que podría ser tan sólo una variante individual de la raza. Poco probable sin embargo.
Mi amigo sostuvo la hipótesis del coatí. Pero le vi al bicho mucho andar de perro para ser coatí. O se trataría del coatí más resignado y confundido que nunca vi.
Mientras tanto el hombre se iba acercando tranquilamente. Tranquilamente no. Había cierta tensión en él. Era la calma de quien aceptó la lucha: su aire era natural y desafiante. No era un excéntrico: era con valor que andaba en público con su extraño bicho. Mi amigo sugirió la hipótesis de otro animal del que en el momento no recordó el nombre. Pero nada me convencía. Sólo más tarde entendí que mi confusión no era solamente mía: venía de ese bicho que ya no sabía él mismo qué era, y no podía por lo tanto transmitirme una imagen nítida.
Hasta que el hombre pasó cerca. Sin una sonrisa, la espalda derecha, exponiéndose altivamente; no, nunca fue fácil ser juzgado por la fila humana que exige más y más. Fingía prescindir de admiración o piedad.
Pero cada uno de nosotros reconoce el martirio de quien está protegiendo un sueño.
—¿Qué bicho es ése? —le pregunté e intuitivamente mi tono fue suave para no herirlo con mi curiosidad.
Le pregunté qué bicho era aquél pero en la pregunta el tono tal vez implicara: ¿por qué hace usted esto? ¿Qué necesidad es la que le hace inventarse un perro? ¿Y por qué no un perro de verdad entonces? ¡Pues los perros existen! ¿O usted no tuvo otro modo de poseer la gracia de ese bicho más que con un collar? Pero usted tritura a una rosa si la aprieta con excesivo cariño. Sé que el tono es una unidad indivisible por palabras.
Pero astillar el silencio en palabras es una de mis torpes maneras de amar el silencio. Y es rompiendo el silencio como muchas veces he matado lo que comprendo. Aunque —gloria a Dios— sé más de silencio que de palabras. El hombre de corrido respondió con brevedad pero sin aspereza. 
Y era realmente un coatí. Nos quedamos mirándonos. Ni mi amigo ni yo sonreímos. Éste era el tono y ésta era la intuición. Nos quedamos mirando. Era un coatí que se creía perro. A veces con sus gestos de perro detenía la marcha para oler cosas —lo que tensaba la correa y detenía al dueño en la usual sincronización de hombre y perro. Me quedé mirando a aquel coatí que no sabía quién era.
Imagino: si el hombre lo lleva a jugar a la plaza, hay un momento en que el coatí se intimida todo: “Pero santo Dios, ¿por qué los perros me miran tanto y me ladran con tanta ferocidad?”
Imagino también que después de un perfecto día de perro el coatí se diga melancólico mirando las estrellas: “¿Qué me pasa al final? ¿Qué me falta? Soy tan feliz como cualquier perro, ¿por qué entonces este vacío y esta nostalgia? ¿Qué ansia es ésta, como si yo sólo amara lo que no conozco?”.
Y el hombre —el único que podría librarlo de la pregunta— ese hombre nunca le dirá quién es para no perderlo para siempre. Pienso también en la inminencia de odio que hay en el coatí. Él siente amor y gratitud por el hombre. Pero por dentro no hay manera de que la verdad deje de existir: y el coatí no percibe que lo odia sólo porque está vitalmente confundido.
¿Pero si al coatí le fuera súbitamente revelado el misterio de su verdadera naturaleza? Me estremezco al pensar en el fatal destino que hiciera que este coatí se encontrara con otro coatí, y en éste se reconociera, al pensar en ese instante en que sentiría el más feliz pudor que se nos concede: yo… nosotros… Bien sé que tendría derecho cuando deseara matar al hombre con su odio por lo peor que un ser le puede hacer a otro: adulterarle la esencia a fin de usarlo. Estoy con el bicho y tomo partido por las víctimas del mal amor.
Pero le imploro al coatí que perdone al hombre y que lo perdone con mucho amor. Antes de abandonarlo.


A media voz


la lentitud es belleza
copio estas líneas ajenas
respiro
acepto la luz
bajo el aire ralo de noviembre
bajo la hierba
sin color
bajo el cielo cascado
y gris
acepto el duelo y la fiesta
no he llegado
no llegaré jamás
en el centro de todo
esta el poema intacto
sol ineludible
noche sin volver la cabeza
merodeo su luz
su sombra animal
de palabras
husmeo su esplendor
su huella
sus restos
todo para decir
que alguna vez
estuve atenta
desarmada

sola casi
en la muerte
casi en el fuego

Poema

Mi vida no tiene más remedio
Estaré engañándome diciendo que
Todavía es posible el futuro que soñé
Tengo absoluta certeza que
Nada de lo que aprendí fue en vano
Siento dentro de mí que
Tener un sueño no significa nada
No podría decir jamás que
Mi futuro puede ser brillante
Siento cada vez más que
Ya no tengo esperanza
Y jamás volveré a mentir que
La vida es una gran fiesta
Hoy reconozco que es verdad que
Vivir es no dejarse llevar por la ilusión…



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