20 de octubre de 1940 (edad 77), Long Branch, Nueva Jersey, Estados Unidos
el tarro de los bolígrafos
Algunas
veces simplemente el verlos
apiñados
en su cilíndrica formación
me
repele: humildes, erectos,
mudos y
expectantes en su
enjuagada
jarra de miel: mi carcaj
de
desprendidos aguijones. (O un ramillete
de
mentiras y de intenciones sin usar).
Pilotos,
zánganos, obreros. La Reina está
molesta.
La logia vertical
de los
que trabajan duro, reunidos
en
posición de firmes como si creyeran
que toda
la tinta del mundo sería suficiente
para
cubrir la primera sílaba
de toda
la confusión de un corazón.
Esta
gruesa estilográfica desearía
con todo
su elástico corazón
que yo
fuera un chico de granja
cuyo
padre analfabeto
la
rescata del retrete
tras
haberse caído del pantalón del chico:
el hombre
escarbando con sus botas
a la luz
de un farol, ahí abajo en la fosa.
Otra
pluma se esfuerza en recobrar
los
caracteres de las miles
de
lenguas del mundo que han muerto desde 1900,
florituras,
espirales, salpicaduras
de pincel
y arabescos:
las
huellas de unas especies extinguidas.
El padre
le da un manguerazo a las botas
y tras
dejarlas en el granero
junto al
pantalón y la camisa
entra en
la cocina,
sosteniendo
el pequeño y recuperado
símbolo
de la confección de símbolos.
Oh,
camada de rascadores de líneas,
vainas de
plástico para el alma, habéis
durado
más que las espadas—vosotras,
las garras y las alas de las
manos.
.
.
//
teclado
Un piano
incorpóreo. Los auriculares otorgan
al que
toca las teclas una cierta soledad
en el
interior de su música; grítale y no se volverá:
la imagen
de un alma que piensa dar la espalda al mundo.
Apolo en
su piel de serpiente despelleja vivo al músico
ingenuo:
Marsias adquirió entonces sensibilidad suficiente
para
sentir en cada roce el mundo entero. En África
los
invasores llevan machetes para amputar las manos
y tal vez
hagan elegir a la víctima, «mangas largas o cortas».
Shahid
Ali dice que les ocurrió a los tejedores de Cachemira:
acabar
con el arte. Solo hay un cierto número de historias.
La
Pérdida. El Elegido. E incluso antes El Viaje,
La
Transformación: la fruta de cualquier árbol, la puerta
de
cualquier aposento, menos este—y el alma codiciosa,
la
cuchilla del torno. El Ejército Rojo destrozaba pianos,
pero una
vez capturaron a alguien de las SS que sabía tocar.
Le
sentaron al piano y se llevaron los dedos
a la
garganta para explicarle que iban a matarle
cuando
dejara de tocar, y así durante dieciséis horas
bebieron
y lo destrozaron todo mientras el nazi tocaba las teclas.
La gran
Canción del Mundo. Cuando se desplomó
sollozando
frente al instrumento le golpearon la cabeza
y le
reventaron los sesos. Orfeo despiadado regresa
de nuevo
a su teclado para improvisar un planto:
los
pequeños gemidos de placer de ella, bla bla, la zona
tras su
oreja, lilas bajo la lluvia, un acorde suspendido,
una frase
igual que una polilla volando indecisa a la luz de la luna,
Oh,
perdida Eurídice, bla bla. Su arcaica cabeza
continuó
cantando tras arrancarla del cuerpo:
el
cuerpo, viejo y largo compañero, sostén—la esencia
de las
naranjas, la-la-la, el aroma de los almendros,
el sabor
de las aceitunas, su falda de paño. El grandísimo
anciano
poeta dijo, ¿Qué deberíamos ponernos para el recital—corbata?
¿O mejor
sin corbata, cuello alto? La cabeza
a flote
se gira hacia Apolo para cantar y Apolo,
el
lagarto de fuego de ojos gélidos, recorre las teclas.
[De Música del golfo, Farrar, Straus and Giroux, New York, 2007]
Traducción
de Andrés Catalán
LA CIUDAD
Vivo en la pequeña aldea del presente
pero últimamente ya no sé cómo se llaman mis vecinos.
Más y más a menudo paso mis días en la Ciudad:
la gran metrópolis en la que puedo tener la esperanza
de vislumbrar imponentes espíritus cruzando la calle,
almas resistentes como la cucaracha y el pez pulmonado.
Cuando era joven, vivía en una aldea diferente.
Teníamos desfiles: el circo, el fuerte cercano.
Y el rabino Gewirtz inventó un juego llamado «Béisbol».
Para alcanzar primera base tenías que cantar correctamente
dos versos en hebreo. Los errores eran eliminaciones.
Un strike por cada tartamudeo o titubeo.
Los chicos dábamos gracias a la benevolencia del rabí,
cómo lograba equilibrar la inmensidad de las palabras
escritas en letras de fuego por el mismísimo Dios
con nuestro simple béisbol, con las cosillas que sabíamos...
O quizás recuerde yo mal, quizás los chicos pensábamos
(no había chicas) que el béisbol era la Ciudad
y que el lenguaje que aprendíamos a base de repetir
–con un poco de atención al significado, de vez en cuando–
era algo pequeño y local. Las Grandes Ligas, la Ciudad.
A uno de los chicos lo mataron pocos años después,
vistiendo el uniforme, a miles de millas de distancia.
Era un muchacho estúpido: las veces que yo hacía de capitán,
si se las arreglaba para llegar hasta primera base,
nunca lo dejaba avanzar dos líneas
para forzar un doble. Hace tantísimo tiempo...
A veces creo que nunca he visto la Ciudad,
que el lugar donde he estado es solo un barrio infame
en el que me convenzo de que estoy en el centro.
O: salvajadas, decapitaciones, ejecuciones en masa,
tropas con órdenes de violar y humillar –las noticias,
los Salmos, las epopeyas–, ¿y si la Ciudad es eso?
Gewirtz, nos contó, significa mercader de especias.
Anís y mejorana para el embalsamamiento de cadáveres,
para conservar o mejorar la comida y la bebida:
la materia de la civilización, como los juegos o los versos.
La otra noche soñé con aquel muchacho,
aquel insensato que murió en la guerra:
acercaba la silla para mirar hacia la pared.
Yo pretendía que leyera del libro de oraciones.
Él no contestaba, no iba a jugar a ese juego.
(Robert Pinsky, Ginza Samba: Poemas escogidos, Vaso Roto, 2014)
(Traducción, A. Catalán)
CANCIÓN DEL SAMURÁI
Cuando
no tuve techo
hice de la Osadía mi tejado.
hice de la Osadía mi tejado.
Cuando
no tuve cena
cenaron mis dos ojos.
cenaron mis dos ojos.
Cuando
no tuve ojos, escuché.
Cuando no tuve oídos, medité.
Cuando no tuve ideas, esperé.
Cuando no tuve oídos, medité.
Cuando no tuve ideas, esperé.
Cuando
no tuve padre hice
del servicio mi padre. Cuando
no tuve madre abracé el orden.
del servicio mi padre. Cuando
no tuve madre abracé el orden.
Cuando
no tuve amigos hice
de la Quietud mi amigo. Cuando
no un enemigo me enfrenté a mi cuerpo.
de la Quietud mi amigo. Cuando
no un enemigo me enfrenté a mi cuerpo.
Cuando
no tuve templo hice
un templo de mi voz. No tengo
sacerdotes, mi lengua es, pues, mi coro.
un templo de mi voz. No tengo
sacerdotes, mi lengua es, pues, mi coro.
Cuando
no tengo medios
mi medio es la fortuna. Cuando no
tenga nada, mi fortuna la muerte.
mi medio es la fortuna. Cuando no
tenga nada, mi fortuna la muerte.
La
pobreza es mi táctica,
el desapego mi estrategia. Cuando
no tuve amante cortejé el descanso.
el desapego mi estrategia. Cuando
no tuve amante cortejé el descanso.
EN COMPAÑÍA DE FIDEOS
El Tomatl, traído desde México, fue en su día
tomado por venenoso hasta que un clérigo destapó
el error al comerse uno en la iglesia.
Pero esa historia es en sí misma engañosa, una leyenda
como la de Washington echando abajo un cerezo.
Emparentado con la belladona. No tóxico. Exótico.
Cristóbal Colón llevó hasta Italia el pomo d'oro
al tiempo que Marco Polo traía los fideos desde Asia.
En las viejas películas americanas algunas veces dicen
"tomate" refiriéndose a una mujer, algo así como "pastelito":
un menosprecio ocasional que ahora abucheamos.
Por aquel entonces mi abuela llamaba a los italianos "fideos".
Los espaguetis con salsa de tomate son aztecas y chinos.
Fideos del Este. Manzanas de oro del Oeste.
Invenciones criollas que el tiempo depura. Tipico
italiano. Por eso Nana podía advertirme en yiddish
sobre Joe Cittadino, "No te juntes con luckshens".
"Doro" debe implicar que los primeros fueron amarillos,
y al cultivarlos se volvieron rojos. O quizá el nombre
es otro malentendido; solamente la Sibila
lo sabe, la que lo escribió en una hoja que se perdió en el viento.
(Robert Pinsky, en el nº 140, invierno 2015, de la estupenda revista The Threepenny Review)
(De la traducción, Andrés Catalán)
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