jueves, 21 de noviembre de 2024

POEMAS DE LUIS FELIPE VIVANCO



Corona firme

 

I

¿En qué brisa ligera mis sueños arrebatados comulgan con

                    la sombra encendida de tus ojos?

¿En qué dolor de pozo solitario el agua me acaricia como la palma silenciosa

                   que se humilla a tu figura?

¿En qué monte de aromas juveniles oigo palpitar tu sinrazón

como una verdad ajena a la perseverancia de mi vida.

 

Yo sé que en la mañana de fuego excesivo,

y en la tarde tranquila de chopos soñadores,

y en la noche brillante que atraviesa mis dudas

como una cierva ligerísima,

tú eres una sola flor que conserva en sus pétalos

el nevado principio de la piel más suave y más profunda,

todas las cosas son tu exigencia sencilla

y tus manos transparentan la precisión gozosa del mundo verdadero.

Y a mí, que siento y canto tu blancura pequeña y tu excelencia breve,

no me es posible otro gozo sino seguir inclinado sobre tus huellas.

 

II

Las montañas se levantan dispuestas a unir nuestros dos corazones,

la mañana dichosa es como el ambiente inefable de nuestras dos almas unidas,

pero yo no me atrevo a pedirte que me mires,

y no quiero suplicarte que reposen tus ojos sobre mi locura.

 

Sólo tu luz inaccesible me recoge

con su ligera claridad que rinde los ecos de mi angustia,

la angustia del hombre de la tierra

y de sus huesos duros que sufren por el ágil destino de los pájaros.

 

Pero en el dulce asilo de tu vigilia luminosa

mi infancia crece como una aurora en fiesta de rocío,

mi deseo se siente oprimido por el agua sonriente

y mi sorpresa se eleva como brote divino.

 

Oh ensueño feliz que me obligas a suspirar en esta soledad conmovida!

Oh brillo de ausencia que me conservas puro entre tus brazos luminosos!

Tú eres la sombra tierna en el regazo de los valles

y la dorada lumbre que perfecciona el viento en las espigas.

 

Y yo me lanzo hacia las estrellas porque después del resplandor de tus ojos

Sólo la transparencia de la noche puede albergar mi sangre enamorada,

que prefiriendo siempre tu claridad alegre

hace eterna mi vida en su gozo más hondo.

 

 

III

Muchos versos he escrito desde que tenía quince años

pero éstos que se encienden con tanta ilusión de puros amores

son un risueño escorial apartado, un residuo de pureza

que ha resistido al fuego de mi anhelo más íntimo.

 

Tú has suprimido la tristeza que brotaba debajo de mis pies solitarios,

tú me mantienes en una pura intensidad de nubes y de montañas,

y mi corazón es como un ala marchita

que recoge el temprano morir de su esperanza

sobre el tiempo seguro de tu unidad resplandeciente.

 

Por eso persevera mi asombro, y es mi vida nueva ,

y es mi luna romántica en su cuarto creciente de miradas fieles

que envuelven tu figura con tus propios encantos.

¡Qué dolor más alto me humilla a sus visiones!

¡Qué purísimo edificio levanto en tu blancura,

cuando toda mi sangre enajenada

es el claro sonido de mi voz que pronuncia tu nombre.

 

De "Tiempo de dolor" 1940

 

 

El descampado

 

                                                                A Dámaso Alonso

 

Tú estás en ese taxi parado, sí, eres Tú

-un bulto en el crepúsculo- junto al bordillo blanco

donde se acaba el campo de enfrente o descampado.

Lo sé, aunque no te he visto (y aunque dentro del taxi

no hay nadie). Está lloviendo con fuerza. Está empezando

a oler en la ciudad a campo de muy lejos...

Y tú estás en el taxi como en una capilla

que fuera entre las hazas ermita solitaria.

(Lo sé, porque esos trigos que se iluminan, lejos...,

y ese río parado, con sus aguas crecidas

de pronto...) Llueve fuerte y estás dentro del taxi

(tal vez junto a ese chofer fatigado al volante).

Sé que dentro del taxi no hay nadie, pero huele

a lluvia de muy lejos. Suena esa lluvia. Y pienso

sin ganas: ser poeta, suspender en el aire

laborioso de un día y otro día unas pocas

palabras necesarias, y quitarse de en medio.

Porque uno -su difícil vivir- ya no hace falta

si quedan las palabras. Ser poeta: orientarse,

como esa luz dudosa cruzando el descampado

y en vez de una existencia brillante, tener alma.

Por eso, algo me quito de en medio: estoy viviendo

como un taxi parado junto al bordillo blanco

(y hay un cerco de alegres sonrisas y de manos

fieles a sus celestes contactos en la sombra).

Porque Tú, el más activo -y el más ocioso- estabas

aquí, junto al farol de luz verde en la noche.

Tú, sin libros; Tú, libre con brazos, con miradas,

estabas sin testigos y medías -ocioso-

mis pasos por mi cuarto (donde caben mis años).

Y los trigos en éxtasis de Castilla la Vieja,

los ríos llameantes con sus aguas crecidas,

seguían a lo lejos relevándote (mientras

detrás de mis cristales aparece el retraso

de ese barro, esos charcos del ancho descampado,

¡yo también descampado, desterrado del campo!)

 

De "El descampado” 1957

 

 

El otoño

 

1. No le nombramos nunca.

 

No hace falta nombrarle

cuando avanza el otoño:

sus grandes nubes bajas,

sus cielos y horizontes

húmedos, en tardanza

labradora, los plátanos

cobrizos de las calles,

los charcos en el suelo

y las mal trajeadas

mujeres del tranvía.

 

No hace falta nombrarle.

Aunque el campo esté lejos,

sus grandes nubes bajas

nos traen los paisajes

anchos, vividos, nuestros,

nuestra diaria vereda

de aislamiento amoroso.

Rocas de musgo y alba

junto al crecido arroyo.

Encinares quebrándose

mansamente hacia el río.

Los negrillos. Los finos

dibujos de los surcos.

La tapia y los frutales

del huerto, donde flota

matinal en la niebla

la oración de las monjas.

Los trenes y sus largos

silbidos.

                  No hace falta

nombrarle. Está en el mundo.

 

 

2. Sabemos que está aquí, dorando las distancias

mirando, caminando su cosecha, dejándola

bien crecida y andada: olas constantes

sobre un rumor de antiguas letanías.

 

Sabemos que está aquí, donde todas las fechas

tienen pausa de islotes

que escuchan, apagados, la espuma del naufragio,

donde todas las fechas tienen algo

de esa barca sin remos, tan lejos de la orilla...

 

Sabemos que está aquí, donde todos los rostros

mezclan lentas arrugas,

donde los brazos, sueltos, se apartan de sus cuerpos,

donde ya no hay miradas, ni mejillas, ni labios,

sino un rescoldo gris de noviembre, enfriándose.

 

 

3. Sabemos de aquel carro

que ha volcado en la noche,

de aquel monte y sus rojas

hogueras de pastores,

del color de la tierra

con disparos de otoño,

del frío y la humedad, cuando la tarde

moja su cuerpo herido entre los tallos

del mimbreral.

                              Sabemos

de las jaras ahumadas

y las manos del guarda

que, una vez destripados

los conejos, se ausentan

patriarcales y encienden,

ahuecadas, su negro

cigarro, sin nombrarle.)

 

 

4. Aunque el campo esté lejos,

amor es fuego. El fuego

se enciende por las tardes,

dura toda la noche.

El fuego son imágenes,

silenciosos viajes...

 

Desde la lluvia oblicua de la acera

miramos las estampas

y pasamos las páginas

del fuego solitario:

sus llamas interiores.

 

Prontos obedecerles:

las luces que se encienden

en las calles estrechas,

y en los pisos cerrados

las fugas en los juegos

de los niños que han vuelto del colegio.

 

 

5. Se alargan los crepúsculos,

los senderos, el viento.

No hace falta nombrarle.

Por un lado, aprendemos

a olvidar, y por otro

somos como los niños

aunque tanta experiencia

sin querer nos ha hecho

un poco menos tristes).

 

No estamos embriagados.

(Debiéramos estarlo?)

No decimos blasfemias.

(¿Debiéramos decirlas?)

¿Y la Muerte? Su heroica

figura nos convence,

nos lleva de la mano...

pero sabemos poco

de morir, y salimos

de las estrellas falsas.

 

Dentro, había una sombra

buena, había una esposa

y un hijo que se espera

tal vez, y se le espera

dibujando, cosiendo,

cuando avanza el otoño.

No hace falta nombrarle

tampoco.

                     Envejecemos,

somos como los niños:

los niños solitarios

viajando junto al fuego

tardes, noches enteras

de amor envejecido.

(Y morir es lo último

de todo.)

 

                   Estamos vivos

locamente abrazados

en la vida y el sueño

(aunque haya tanta muerte

contagiosa en el mundo.)

 

De "Continuación de la vida" 1949

 

 

El invierno

 

1. Día de nieve blanda.

Las cortinas echadas.

(Verdes, rojas, sus franjas.)

Una firma al brasero.

Un vaso con violetas.

Y tú, enfrente.

 

                              (Una copa

de coñac, ya vacía.)

Tú, enfrente.

                           El cenicero

de plata. Ángeles músicos.

¡Qué alegre Frá Angélico!

¡Qué agreste Zabaleta

y su clara acuarela

que es una puerta abierta

al campo, con lejanas

colinas soleadas,

nada más!

                     El retrato

de tu hermana que ha muerto.

(Su marco isabelino

que se ahonda. )

                                  Recuerdo

el camino, con lluvia,

del cementerio. Cruza

la negra carretera.

Y es más noble pisar

la tierra que el asfalto.)

La flor de la algarroba,

azulina. ¿Recuerdas

los brillos de la avena?

Está el pueblo encharcado

con bombillitas tristes,

ya en la noche.

                              Ha llegado

el auto. Los viajeros

que bajan; ropas húmedas

zapatos con barro.

 

 

2. Un vaso con violetas

sobre el mantel bordado

por ti cuando eras novia.

su canto gregoriano.

Sus músicos (sus pliegues

románicos), tañendo

vetustos instrumentos:

El laúd, la vihuela

de arco, los albogues

el órgano de mano.

Hay pájaros con arpas

y panderos, y un árbol

estilizado.

                      (Nieva,

y han pasado dos años.)

 

Recuerdo aquel proyecto

de Aduana para el puerto

de Vigo. (Entre la lluvia

los picos de las Cíes,

donde en verano incuban

las gaviotas.) Todo

muy reducido a ejes,

muy bien resuelto (pero,

puse amor a Galicia,

temblor suyo ignorante,

en patios y tejados).

 

 

3. Los libros.

                      Y la niña

que se impacienta, y quiere

cogerlos.

                   (Son autores

ingleses, italianos.)

 

La niña, en su cercado

de barrotes azules,

malhumorada.

                                 -Pronto,

ven, pajarito, y llévate

a esta niña!

                         La niña

se tira al suelo, esconde

la cabeza.

                      Y el pájaro

es el de nuestra lámpara

de artesanía.

                              (Libros

franceses, alemanes.)

 

Junto a La Galatea,

un Racine, un Verlaine,

un Antonio Machado.

Y Francis Jammes, desde

Le poete et sa femme

o Le poète rustique

su Almanaque, con

las flores, las legumbres,

los paisajes del año.

Y Mireya (o Mireio,

en provenzal), ¡qué diáfano

en sus quietas estrofas

todo lo no romántico!

 

 

4. Las cosas

                    Y la casa

cerrada. (Clavar clavos

para colgar los cuadros.)

Tener casa. Tener

para siempre una esposa.

Y quererla.

                        Mirarla

con ojos que recobran

la ignorancia, queriéndola

sin hablar, acercándome,

coincidiendo con ella

en la misma sonrisa.

 

Estar siempre tan cerca,

y sentir que se aleja!

y ser malo, a sabiendas-,

y ser bueno.

                          Y quererla.

 

Los días y las horas

frente al limpio, sensible,

matizado horizonte

y llanura manchega.

 

Vida nuestra. ¡Tan nuestra

y tan mía! (Mirarla

sin hablar, comprendiéndola.)

 

¡Señor, ya no hace falta

la muerte! (Antes, me hacía

mucha falta su inédita

mitad.)

 

                La nieve, fuera,

derritiéndose, blanda.

Los caminos, los chopos

de inverno...

                          Pero crecen

la niña y nuestra casa.

 

 

5. Recuerdos de esto mismo.

Ensueños verdaderos

de esto mismo.

 

                                Es el faro.

Pasan, blancas, sus ráfagas,

sobre las olas altas

del mar de Corrubedo.

 

Las oímos. Queremos

salir a verlas. Llueve

sobre el mar y la costa

de naufragios: los campos

de maíz y las dunas

solitarias (kilómetros

de arena golpeada

por el mar).

 

                            A la espalda

se han quedado los pueblos,

los prados, los cruceros

de piedra gris, los setos

de laureles, los muelles

del pescado.

 

                            El farero,

posa, grueso, su dedo

sobre el renglón cargado

tal vez de cervantinas

donosuras.

 

                         Y el faro

sigue, inmóvil, girando,

escrutando los lejos

brumosos del mar negro,

donde brota este viento

y estas gotas de lluvia

menudita en la cara

dejan de ser saladas.

 

 

6. Monte bajo. Carrascas.

las urracas. Las jaras.

Las colmenas. La curva

del camino -su débil

blancura- con el pino

grande. El guarda y su perro,

tan tiñoso, tan tierno!

 

Crepúsculo en el pino,

ya empieza a moverse

la luna entre las zarzas

de los escarpes, entre

los leños del vivero

junto al río.

 

                         Hace húmedo

pero sube el espacio

de la noche.

                         La casa

como una lucecita

celeste en la distancia.

 

(Luz de velas. Las sombras

tiemblan en las paredes,

se agrandan, se deforman...)

 

Los pájaros nocturnos

que silban lejos, cerca.

Los sapos, más sutiles

cantores que los pájaros.

 

Y Bach, desde el piano,

aislando aún más la casa

en el monte y la noche.

(Piso el verde relente

de la trocha, acercándome...)

 

 

7. Las horas. Sus pisadas

huecas. ¿En qué desierta

plazuela, o callejuela

sin ruidos, nuestra casa?

¿En qué fecha de un tiempo

no vivido?

                       (¿Y la niña

que empezaba a tener

dialecto propio, intrépidas,

venideras palabras?)

 

Nuestra casa -y la niña-

perdida.

                 Y yo buscándola

sobre el mapa.

                              Buscando

por el mar y sus playas,

por las faldas quebradas

de los montes, los pueblos

y las viejas ciudades,

(tan ceñidas de huertas,

de murallas, de árboles,

tan pausadas y anónimas

como los pueblos, aunque

un poquito más grandes).

 

Buscando, no alejados,

quiméricos oasis,

sino estas mismas aguas

regadoras y alegres

que tengo aquí: su pelo,

sus mejillas, su frente...

 

 

8. Un pueblo y su espigado

campanario entre pardos

camellones que empiezan

a verdear.

                     ¡Sus cuestas

hacia el río!: agua turbia,

terrosa, turbulenta.

Y un repecho florido

tan indefenso en esta

quietud).

                   Sol de las cinco

de la tarde. Collejas

con sus flores colgantes,

y espiguillas curvándose.

 

Sobre el color violento

de los cerros cercanos,

la suavidad violenta

de la sierra.

                          Cruzado

ya el puente, entre los cerros

y la sierra, que ahueca

sus faldas, y se hace

de bulto, ¿en qué apartada

cañada, nuestra casa?

 

¿En qué hocina furtiva,

creciendo, entre las coles

azules y los lirios

morados, nuestra niña?

O, todavía un poco

más lejos, ¿en qué valle

serrano sube un humo

tranquilo entre los troncos

rojizos de los pinos?

 

 

9. No hay prisa.

                           Y hace rato

que no hablamos.

                                       (Sabemos

que está bien. Sonreímos.)

 

Verdes, rojas las franjas

de la cortina. Invierno.

Ya no hay ninguna prisa.

Ya cantarán los pájaros.

Ya se abrirán las lilas

y las rosas. La niña

romperá a hablar.

                                       Despacio,

va pasando el invierno.

 

Estoy solo. (El cuadrado

corralillo, vacío.)

«Radio», floja, lejana:

A través de tabiques,

la voz de un hombre hablando,

dando noticias. (Siempre

noticias.)

                     La butaca

sin ella.

                Me han dejado

 

(Están los juguetes

todos por el suelo,

el libro abierto, sobre

la camilla.)

                       Hay violetas.

Y el locutor que sigue,

terco, dando noticias

que no escucho.

                                  Despacio,

con su nieve, el invierno,

con el sol de los viejos.

 

Y ser viejo: haber vivido

más acá de los hechos.)

 

 

10. Épica de los días

señalados, y lírica

de los días diarios.

Como en esos rincones

transparentes de esquilas,

apenas vislumbrados

y los últimos cantos

guerreros de la Eneida.)

 

Los trabajos secretos

en los días. Las obras

que brotan, diariamente,

de la actitud. (Los hechos

que son independientes

de nosotros.)

                             La niña

-su manecita- pega

en el tabique. Y sigue

desfilando el invierno.

 

Pasa y no pasa.

                                 Crece,

y no crece, la niña.

 

Y envejezco. Envejece

nuestro amor: labios húmedos,

empañadas miradas

de amor que se hace viejo

(más usado, más nuestro

por el tiempo).

                               ¡Qué largos

años! ¡Bendito seas,

Señor nuestro, en el tiempo

y por el tiempo!

                                   (Fuera,

la nieve de este invierno.)

 

 

11. Quererla así.

                           (Viviendo

lo que tengo.)

                              Y soñarla.

Soñar, así, su frente

clara, su pelo suelto,

sus pies que van descalzos

por los caminos...

                                     (Blancos,

apretados senderos

de un sueño, que nos llevan

¿adónde? ¿En qué recodo

brota un dolor más hondo

que la muerte?)

                                  Tres, cuatro,

diez, once, quince años

tendrá la niña.

                               Esbelta

de cuerpo, irá creciendo

por la casa.

                        Las monjas

la Madre Superiora! -

nos robarán sus horas

adictas de curiosa

colegiala.

                     ¡Ojos míos

viejos, corazón mí0

viejo, cargado de años,

de mis años, mis obras,

de mis trabajos secretos

frente a este mismo plato

de plátano mezclado

con jugo de naranja

frente a este mismo ensueño

partido en el mapa)!

Nosotros dos (y ella

chiquitina). Nosotros

tres. (Su risa dormida.)

 

 

12. Duerme.

                  (Y nosotros dos

nos hemos ido al estreno.)

 

Duerme.

                  (Y hemos estado

pisando juntos.)

                                 Duerme.

 

Nubes rápidas. Viento

que viene de los Gredos.

Cielo grande nocturno

y un gran lucero verde.

 

(Las fiestas, y su traje

de noche -y su belleza-,

mientras la niña duerme...)

 

De sobremesa, hablamos

tal vez. Poco. Y volvemos

a callar. Nos miramos

a los ojos.

                    Decimos

lo mismo.

                     Y nos queremos

hacia la primavera

y el verano, hacia el campo

y su olor despejado,

hacia el mar y sus barcos.

(Mientras la niña duerme.)

 

 

13. Duerme

                Dentro de poco

dormiremos nosotros,

también.

                   ¿Se habrá quedado

¿Dios en vela? ¿Sus ojos

seguirán recordando

-con el viento en los árboles

veraniegos- la estela

fugaz de nuestro barco?

 

En esta noche oscura

de cosas que se agrupan

sencillamente tuyas

en torno a nuestro abrazo,

no hace falta que veles,

 

Señor. (Y, sin embargo,

siempre será mejor

que te quedes despierto,

como un lucero grande

sobre el viento.)

                                   Se hunde

fatigada en el sueño

la casa.

                Nos acechan

peligros separados,

pero si estás Tú en vela

dormiremos más juntos

los tres, casi los cuatro.

 

De "Continuación de la vida" 1949

Tomado de:

http://amediavoz.com/vivanco.htm

 

 

LA MIRADA DEL PERRO

 

De pronto, trabajando, comiendo, paseando, me encuentro la mirada del perro.

Me interrumpe como dos hojas de árbol dentro de una herida,

como llanto infantil de alma que nunca ha sido pisada todavía

o esa vieja mujer que friega, en cambio, el suelo, de rodillas.

De no saber qué hacer resignada, y huidiza,

y suplicante —de no saber que permanece en su orilla—,

me deja interrumpido como pequeña iglesia románica en un pueblo

o esa peña y sus grietas a un lado del atajo, mientras sigo subiendo.

(Me deja entre mis libros de elemental e ingreso,

naturalmente, estudiosamente unido a Dios en el tiempo

de la imaginación que aún mezcla sus leyendas de Bécquer con insectos).

O me atraviesa con su temor de criatura confiada y su exceso

de alegría por mí (que soy un poco duro y no me la merezco).

La mirada del perro.

 

 

PENSAMIENTO DE OTOÑO

 

Aún quedan viejas tapias en el mundo.

(Sabemos que morir no es estar muertos).

Aún quedan en el alto acantilado

                flores de brezo.

 

Sabemos al morir que nuestros pasos

cansados no querían ir tan lejos.

(Aún queda esa colina bronceada

                de helechos secos).

 

La entraña del pinar es sombra pura.

Rayos de un sol de otoño velan, trémulos,

su orilla de vivientes florecillas

                y húmedo suelo.

 

Rayos de un sol de otoño, nuestros pasos

no nos quieren llevar fuera del tiempo.

Morir —o huido barco entre las olas—

                no es estar muertos.

Tomado de:

https://www.poesi.as/Luis_Felipe_Vivanco.htm