lunes, 28 de diciembre de 2015

POEMAS DE JULIO FLÓREZ



                                           (Colombia 1867- 1909)


HUMANA

Hermosa y sana, en el pasado estío,
murmuraba, en mi oído, sin espanto:
-Yo quisiera morirme, amado mío;
más que el mundo me gusta el camposanto.

Y de fiebre voraz bajo el imperio,
moribunda, ayer tarde, me decía:
-No me dejes llevar al cementerio...
¡Yo no quiero morirme todavía!

¡Oh señor... y qué frágiles nacimos!
¡Y que variables somos y seremos!
¡Si la tumba está lejos... la pedimos!
¡Pero si cerca está... no la queremos!

RESURRECCIONES

Algo se muere en mí todos los días;
la hora que se aleja me arrebata,
del tiempo en la insonora catarata,
salud, amor, ensueños y alegrías.

Al evocar las ilusiones mías,
pienso: "¡yo, no soy yo!" ¿por qué, insensata,
la misma vida con su soplo mata
mi antiguo ser, tras lentas agonías?

Soy un extraño ante mis propios ojos,
un nuevo soñador, un peregrino
que ayer pisaba flores y hoy... abrojos.

Y en todo instante, es tal mi desconcierto,
que, ante mi muerte próxima, imagino
que muchas veces en la vida...he muerto.

RETO

Si porque a tus plantas ruedo
como un ilota rendido,
y una mirada te pido
con temor, casi con miedo;
si porque ante ti me quedo
extático de emoción,
piensas que mi corazón
se va en mi pecho a romper
y que por siempre he de ser
esclavo de mi pasión;
¡te equivocas, te equivocas!,
fresco y fragante capullo,
yo quebrantaré tu orgullo
como el minero las rocas.
Si a la lucha me provocas,
dispuesto estoy a luchar;
tú eres espuma, yo mar
que en sus cóleras confía;
me haces llorar; pero un día
yo también te haré llorar.

Y entonces, cuando rendida
ofrezcas toda tu vida
perdón pidiendo a mis pies,
como mi cólera es
infinita en sus excesos,
¿sabes tú lo que haré en esos
momentos de indignación?
¡Arrancarte el corazón
para comérmelo a besos!

DESHIELO

Nunca mayor quietud se vio en la muerte;
ni frío más glacial que el de esta mano
que tú alargaste al espirar, en vano
y que cayó en las sábanas, inerte.

¡Ah... yo no estaba allí! Mi aciaga suerte
no quiso que en el trance soberano,
cuando tú entrabas en el hondo arcano,
yo pudiera estrecharte... y retenerte.

Al llegar, me atrajeron tus despojos;
cogí esa mano espiritual y breve
y la junté a mis labios y a mis ojos...

Y en ella, al ver mi llanto que corría,
pensé que aquella mano hecha de nieve
en mi boca al calor... se derretía.



BODA NEGRA

Oye la historia que contóme un día el viejo enterrador de la comarca: era un amante a quien por suerte impía su dulce bien le arrebató la parca. Todas las noches iba al cementerio a visitar la tumba de la hermosa; la gente murmuraba con misterio: es un muerto escapado de la fosa. En una horrenda noche hizo pedazos el mármol de la tumba abandonada, cavó la tierra... y se llevó en los brazos el rígido esqueleto de la amada. Y allá en la oscura habitación sombría, de un cirio fúnebre a la llama incierta, dejó a su lado la osamenta fría y celebró sus bodas con la muerta. Ató con cintas los desnudos huesos, el yerto cráneo coronó de flores, la horrible boca le cubrió de besos y le contó sonriendo sus amores. Llevó a la novia al tálamo mullido, se acostó junto a ella enamorado, y para siempre se quedó dormido al esqueleto rígido abrazado.

IDILIO ETERNO

Ruge el mar, y se encrespa y se agiganta; la luna, ave de luz, prepara el vuelo y en el momento en que la faz levanta, da un beso al mar, y se remonta al cielo. Y aquel monstruo indomable, que respira tempestades, y sube y baja y crece, al sentir aquel ósculo, suspira... ¡y en su cárcel de rocas... se estremece! Hace siglos de siglos, que, de lejos, tiemblan de amor en noches estivales; ella le da sus límpidos reflejos, él le ofrece sus perlas y corales. Con orgullo se expresan sus amores estos viejos amantes afligidos: ella le dice "¡te amo!" en sus fulgores, y él prorrumpe "¡te adoro!" en sus rugidos. Ella lo duerme con su lumbre pura, y el mar la arrulla con su eterno grito y le cuenta su afán y su amargura con una voz que truena en lo infinito. Ella, pálida y triste, lo oye y sube, le habla de amor en su celeste idioma, y, velando la faz tras de la nube, le oculta el duelo que a su frente asoma. Comprende que su amor es imposible, que el mar la copia en su convulso seno, y se contempla en el cristal movible del monstruo azul, donde retumba el trueno. Y, al descender tras de la sierra fría, le grita el mar: "¡En tu fulgor me abraso! ¡no desciendas tan pronto, estrella mía! ¡estrella de mi amor, detén el paso! ¡Un instante mitiga mi amargura, ya que en tu lumbre sideral me bañas! ¡no te alejes!... ¿no ves tu imagen pura, brillar en el azul de mis entrañas?" Y ella exclama, en su loco desvarío: "¡Por doquiera la muerte me circunda! ¡Detenerme no puedo monstruo mío! ¡Compadece a tu pobre moribunda! Mi último beso de pasión te envío; ¡mi postrer lampo a tu semblante junto!..." y en las hondas tinieblas del vacío, hecha cadáver, se desploma al punto. Entonces, el mar, de un polo al otro polo, al encrespar sus olas plañideras, inmenso, triste, desvalido y solo, cubre con sus sollozos las riberas. Y al contemplar los luminosos rastros del alba luna en el obscuro velo, tiemblan, de envidia y de dolor, los astros en la profunda soledad del cielo. ¡Todo calla!... el mar duerme, y no importuna con sus gritos salvajes de reproche; y sueña que se besa con la luna ¡en el tálamo negro de la noche!.

LA ARAÑA 


Entre las hojas de laurel, marchitas,
de la corona vieja,
que en lo alto de mi lecho suspendida,
un triunfo no alcanzado me recuerda,
una araña ha formado
su lóbrega vivienda
con hilos tembladores
más blancos que la seda,
donde aguarda a las moscas
haciendo centinela
a las moscas incautas
que allí prisión encuentran,
y que la araña chupa
con ansiedad suprema.

He querido matarla:
Mas... ¡imposible! Al verla
con sus patas peludas
y su cabeza negra,
la compasión invade
mi corazón, y aquella
criatura vil, entonces,
como si comprendiera
mi pensamiento, avanza
sin temor, se me acerca
como queriendo darme
las gracias, y se aleja .
después, a su escondite
desde el cual me contempla.

Bien sabe que la odio
por lo horrible y perversa;
y que me alegraría
si la encontrara muerta;
mas ya de mí no huye,
ni ante mis ojos tiembla;
un leal enemigo
quizás me juzga, y piensa
al ver que la ventaja
es mía, por la fuerza,
¡que no extinguiré nunca
su mísera existencia!
En los días amargos
en que gimo, y las quejas
de mis labios se escapan
en forma de blasfemias,
alzo los tristes ojos .
a mi corona Vieja,
y encuentro allí la araña,
la misma araña fea
con sus patas peludas
Y su cabeza negra,
¡como oyendo las frases
que en mi boca aletean!

En las noches sombrías
cuando todas mis penas
como negros vampiros
sobre mi lecho vuelan,
cuando el insomnio pinta
las moradas ojeras,
y las rojizas manchas
en mi faz macilenta,
me parece que baja
la araña de su celda,
y camina y camina...
y camina sin tregua
por mi semblante mustio
hasta que el alba llega.
¿Es compasiva? ¿Es mala?
¿Indiferente? Vela
mi sueño, y, cuando escribo,
silenciosa me observa.
¿Me compadece acaso?
¿De mi dolor se alegra?
¡Dime quién eres, monstruo!
¿En tu cuerpo se alberga
un espíritu? Dime:
¿Es el alma de aquella
mujer que me persigue,
todavía, aunque muerta?
¿La que mató mi dicha
y me inundó en tristeza?

Dime: ¿Acaso dejaste
la vibradora selva,
donde enredar solías,
tus plateadas hebras,
en las obscuras ramas
de las frondosas ceibas,
por venir a mi alcoba,
en el misterio envuelta,
como una envidia muda,
como una viva mueca?
¡Te hablo y tú nada dices,
te hablo y no me contestas!
¡Aparta, monstruo, huye
otra vez, a tu celda!

Quizás mañana mismo,
cuando en mi lecho muera,
cuando la ardiente sangre
se cuaje entre mis venas
y mis ojos se enturbien,
tú, alimaña siniestra,
bajarás silenciosa
y en mi obscura melena
formarás otro asilo,
formarás otra tela,
sólo por perseguirme
¡hasta en la misma huesa!

¡Qué importa!... nos odiamos,
pero escucha: no temas,
no temas por tu vida,
¡es toda tuya, entera!
¡Jamás romperé el hilo
de tu muda existencia!
Sigue viviendo, sigue,
pero... ¡oculta en tu cueva!
¡No salgas! ¡No me mires!
No escuches más mis quejas,
ni me muestres tus patas,
¡ni tu cabeza negra!...
Sigue viviendo sigue,
inmunda compañera,
entre las hojas de laurel marchitas
de la corona vieja,
que en lo alto de mi lecho suspendida
¡un triunfo, no alcanzado, me recuerda!



APOCALÍPTICA 


Y me senté en el carro de la sombra,
presa del más horrendo paroxismo,
y comencé a rodar sobre una alfombra,
formada por el cosmos del abismo.

y abarqué el infinito en una sola
mirada, llena de fulgor intenso...
y vi del tiempo la gigante ola
rodar al precipicio de lo inmenso.

Y vi la eterna procesión de mundos,
a través de mi loco desvarío,
rodar por dos ignotos y profundos
senos inescrutables del vacío.

y llamé a Dios, con penetrante acento,
con un acento penetrante y hondo,
que atravesó, rasgando el firmamento,
sin encontrar del firmamento el fondo.

Mas, nadie respondióme. En mi agonía,
-¿En dónde estás...? -grité de nuevo- ¿En dónde...?
Pasó la pesadilla. Hoy todavía
lo llamo y todo inútil: no responde.


LA BALADA INÉDITA


Sentado en una piedra del camino,
y como presa de pesar tremendo,
una tarde cantaba un peregrino
una canción que me quedó doliendo.
 
Una canción que el alma me penetra
como un escalofrío, una balada
rebosante de hiel: triste es su letra,
pero es mucho más triste su tonada.
El sol iba a morir. Un rojo lampo
de su luz, como un luengo hilo de seda,
se enredaba en los árboles del campo
y sangraba en la frente de Aeda.
Lleguéme al trovador desconocido,
y emocionado preguntéle: ¿en dónde
aprendiste ese canto tan sentido
que a mi clamor parece que responde?
y él contestóme con acento blando,
con un acento musical: Os digo
que lo aprendí no sé dónde ni cuándo
porque, a decir verdad, nació conmigo.
Ese canto en mi ruta es mi alegría:
refresca mi fatiga y mi quebranto;
cuando a hablar comencé... ya lo sabía,
y desde entonces sin cesar lo canto.
De mi orquesta interior él es un eco
que hago sonar en la tardina calma,
y que al salir por el oscuro hueco
de mi boca glacial, me alivia el alma. 
Con él recorro el mundo paso a paso,
y siempre en los parajes campesinos,
me gusta, cuando el sol baja a su ocaso,
cantarlo en la quietud de los caminos.
¿Quién eres?, pregunté. Y él dijo:
-El viejo camarada mejor del Desengaño,
nunca a los hombres de acercarme dejo,
y aunque ellos no me ven... los acompaño.
Yo soy el acicate, soy el grito
que se escapa del labio moribundo,
el ay! que repercute en lo infinito,
el verdadero emperador del mundo.
Yo elevo los espíritus, yo arranco
del humano fangal los corazones,
y purifico en el incienso blanco
que arde en mi pecho, todas las pasiones.

Gloria soy de los mártires; sus nombres
viven por mí; yo pongo los cilicios,
yo atormento la carne de los hombres
soy el padre de todos los suplicios.
Yo doy alas al genio, fuerza al justo,
esperanzas a todos los anhelos;
por mí, solo por mí, subió el Augusto
Redentor desde el Gólgota a los cielos.-
El rapsoda calló. Yo lo miraba.
Entre una nube de melancolía;
su corazón como bullente lava
a través de su pecho se encendía.
Su frente era muy blanca, su mejilla
honda, muy honda, sus cabellos canos;
de ébano y oro -excelsa maravilla-
columpiaba una cítara en sus manos.
Como dos claros pozos de tranquilas aguas
en cuencos de marmórea roca,
se remansaba el llanto en sus pupilas
sobre el rictus amargo de su boca.
Aquel hombre... ¿quién era? ¿Acaso un loco?
-¿Te llamas?, pregunté, y el peregrino:
-Soy el dolor-, me dijo, y poco a poco
se alejó en las revueltas del camino. 
Marchó de cara al moribundo día,
hacia el lejano resplandor postrero,
y a manera de sol que se moría,
su planta iba sangrando en el sendero. 
Abrió la noche su portal; los astros
comenzaron a hervir y un gran lucero
lloró su luz sobre los tibios rastros
del muerto sol y del senil viajero. 
Pronto la luna apareció, serena,
sobre un picacho de la curva andina,
y una lechuza desgranó su pena
desde el roto esqueleto de una encina. 
¡Allí quedéme estático y suspenso,
sin saber de mí nada; al otro día
pensé en el peregrino, y en él pienso
a través de los años todavía!


A MIS CRÍTICOS


Si supiérais con qué piedad os miro
y cómo os compadezco en esta hora.        
En medio de la paz de mi retiro
mi lira es más fecunda y más sonora.

Si con ello un pesar mayor os causo
y el dedo pongo en vuestra llaga viva,
sabed que nunca me importó el aplauso
ni nunca me ha importado la diatriba.

¿A qué dar tanto pábulo a la pena
que os produce una lírica victoria?
Ya la posteridad, grave y serena, 

al separar el oro de la escoria
dirá cuando termine la faena,
quien mereció el olvido y quien la gloria.


MARTA 


I
En el islote de la azul laguna
(hoy extinta) del parque abandonado
de una antigua ciudad, solo y callado,
hallé un mancebo (un loco acaso) en una

noche glacial en que la blanca luna
subía por un cielo encresponado,
tras un airón de niebla, inmaculado,
como el velo sutil de regia cuna.

Con la frente en la mano, y con el codo
apoyado en un árbol, contemplaba
el parque lleno de hojarasca y lodo.

De pronto irguióse, y, sin temor ni traba,
les habló á las estrellas de este modo,
alzando al cielo su cabeza brava:

II

«¡Estrellas que radiáis en las tranquilas
soledades caóticas y eternas
del vasto azul! -¡Fantásticas lucernas
del gran negro!- ¡quiméricas pupilas

de la noche sin fin! -¡Rubias sibilas
del destino del orbe! ¡Albas linternas
que alumbráis de la sombra las cavernas,
en grupos áureos y en errantes filas!­

¡Vosotras, que escuchasteis mi postrera
despedida... mi adiós á la hechicera niña
que os usurpó vuestros fulgores!

¡Decidme, en dónde está la candorosa
flor de mis sueños! ¡La celeste rosa
que perfumó el altar de mis amores!

III

Cuanto mi vista en derredor abarca,
mudo y deshecho está; y, en mi supremo
dolor, oír, entre las sombras, temo
su reproche... ¡y la risa de la Parca!

Muerte y Olvido, su indeleble marca
dejaron al pasar: en un extremo
del islote, se pudre el largo remo;
y, cerca de él, ¡disgrégase la barca!

¡La linda barca en que los dos, a solas,
cruzábamos alegres, y sin miedo,
el agua mansa sin espumas ni olas!

y en que, al oído, le cantaba, quedo,
aquellas gemebundas barcaroles
que quisiera olvidar... ¡y que no puedo!

IV

¡El agua existe del estanque apenas!
sécase el manantial! ¡El rudo banco
de hierro, yace allí, sobre el barranco
del islote, volcado en las arenas!

¡Oh, cuán lejos estáis, tardes serenas!
¡Auroras que la luz vistió de blanco!
¡Con qué dolor del ánima os arranco,
dulces memorias de nostalgias llenas!

¡Como no tengo lágrimas y ansío
llorarla siempre más (porque la rota
fuente del llanto se extinguió), Dios mío!

Al sentir que mi llanto ya no brota,
me abrazo al banco aquel... y río, y río,
como un loco de atar... ¡como un idiota!

V

A mañana y a tarde la veía
en ese banco; y pura y temblorosa,
el fragante capullo de una rosa
blanca, recién tronchado, parecía.

Al sentarme a su lado, sonreía
con su sonrisa casta y misteriosa,
mientras que su mirada, luminosa,
los ámbitos azules recorría.

¡Ojos no he visto como aquellos ojos!
Ni he visto nunca labios como aquellos,
tan dulces, tan vibrantes y tan rojos!

¡Ni perfiles más pulcros ni más bellos!
¡Ni manojos de luz... cual los manojos
rubios de sus undívagos cabellos!

VI

Los redondos capullos de su seno,
-brotes de grana y de nevado armiño-
violentaban el raso del corpiño
que sujetaba su contorno heleno.

¡Con su triste mirar de Nazareno
y su sonrisa cándida de niño,
tras de sí se llevaba mi cariño:
todo este corazón... que ella hizo bueno!

Cuando hablaba, su voz era murmullo
de onda lustral, embriagador arrullo
jamás oído en el mundano suelo;

¡Yo, sus frases, a veces, no atendía,
sólo por escuchar la melodía
de su voz -canto que bajó del cielo!­

VII

¡Ah, sus manos!... ¡Sus manos transparentes,
hechas como de tibia porcelana,
lotos vivos que, a tarde y a mañana,
rociaba con mis lágrimas ardientes!

¡Manos alabastrinas, indolentes
a fuerza de ser gráciles; de arcana
modelación que al Hacedor ufana,
porque otras no hizo iguales!...

¡Manos de virgen pudorosa, manos
cuyos dóciles dedos como seda,
filtraban luz de pensamientos sanos!

¡Ya mi mano a sus manos no se enreda!
¡Lirios que consumieron los gusanos
y deshojó la Muerte... Nada queda!

VIII

Sus pies... Una mañana en que la aurora
en el cielo -sus oros derretía,
la encontré en el estanque; sumergía
sus pies bajo del agua tembladora.

Al sentirme llegar, más seductora
que nunca, irguiése la adorada mía;
y, llena de rubor, -yo no sabía...
me dijo- ¡vete!... ¡de llegar no es hora!­

Entonces pude ver sus pies desnudos,
como ningunos otros adorables,
por lo blancos y tersos y menudos.

Caí de hinojos y exclamé: -¡no me hables!­
y con mis labios, trémulos y mudos,
¡cubrí sus pies de besos inefables!

IX

Una tarde, una tarde sorprendíla
meditabunda, absorta y sonrojada;
fija en un árbol, de estos, la mirada;
al verla., preguntéme: -¿en qué cavila?­

Húmeda por el llanto su pupila
inmóvil, reluciente y dilatada;
parecía una estrella aprisionada
en un rincón de cielo -color lila.­

Poco a poco, acerquéme, sin rüido,
ansiando descifrar de sus anhelos
la misteriosa clave... y, -confundido

quedé, al alzar los ojos a los cielos;
porque... ¿sabéis lo que miraba?,- ¡un nido,
en el cual se besaban dos polluelos!

X

Era toda inocencia; ¡qué de asombro
me causaban sus raras candideces!
No esquivaba mis labios... ¡Cuántas veces
me adormecí sobre su frágil hombro!

Entonces como flor bajo un escombro,
entregábase a ignotas languideces,
y a Dios alzaba sus sentidas preces,
como las alzo yo... ¡cuando la nombro!

Una vez, bajo una alba esplendorosa
en que los horizontes dilatados
se impregnaban de azul, de oro y de rosa,

con ojos muy abiertos y admirados,
de repente exclamó: -dime una cosa...
¿por qué se ocultan los recién casados...?

XI

Ante aquella pregunta tan extraña,
me sonrojé... porque encontrar, al punto,
no pude una respuesta; y, cejijunto,
pensé: esta niña singular... ¿me engaña?

Sonreí solamente, y, con gran maña,
hablé de algo distinto... de otro asunto;
mas ella -¡dime ya lo que pregunto!­
murmuró medio triste y medio huraña.

Entonces se aumentó mi desconcierto;
y sus mejillas cándidas e ilesas,
y su labio, jugoso y entreabierto,

besé... y ella, agregó: -¿no me confiesas
la verdad? ¿no será... (¡dime si acierto!)
para besarse... así... como me besas?­

XII

Catorce años tenía, Una vez vino
muy pálida y muy seria, y -¡yo me muero!­
sollozando, me dijo: -¡Sólo quiero
que no me dejes sola en el camino!

Sé que te vas... ¡lo manda tu destino!
¡Pero...no! ¡Tú serás mi prisionero!
¡Oh, no te vayas!... ¡Corazón de acero
no tienes tú... ni corazón mezquino!

Estoy enferma... sufro ... algo me ahoga
aquí... (me dijo, señalando el cuello)
siento como el abrazo de una soga!...

Y yo quiero vivir... ¡todo es tan bello!...
¡Todo!... y ya ves: ¡hacia la muerte boga
mi pobre barca! -¡Y se mesó el cabello!

XIII

¡El gran manto de oro, el dúctil manto
onduloso y fragante de su pelo,
rodó, a manera de dorado velo,
sobre la pedrería de su llanto!

-¿Por qué hablas de morir?... ¡no es para tanto!
que, si voy a ausentarme de este suelo,
yo volveré... ¡lo juro por el cielo!
- le dije, presa de mortal quebranto.-

De su boca en el cáliz encendido,
mi boca, siempre de la suya esclava,
posóse, entonces, como en rojo nido.

En tanto que una lágrima rodaba
por el encaje azul de su vestido,
¡como una gota de candente lava!

XIV

Era imposible detenerme; grave
misión iba a apartarme, de improviso,
de aquella flor del cielo; era preciso
partir al punto, y regresar.... ¡quién sabe!

En el lejano puerto ya la nave
me esperaba. ¡Tremendo compromiso!
¡Por cumplir un deber, el paraíso
dejar, y huir como del nido el ave!

Lento caía el gran crespón nocturno.
Marta gemía; de su llanto el fuego
¡me quemaba la boca!.... El taciturno

cielo, callaba; entonces, poco a poco,
fuíme apartando de sus brazos.... Luego,
¡huí, despavorido, como un loco!

XV

¡Aún escucho el lastimero grito
que se arrancó de su garganta! El hondo
¡ay! de dolor, que resonó en el fondo
de mi ser.... ¡y perdióse en lo infinito!

¿Por qué no regresé? ¿Por qué, ¡maldito
de mí!... triunfante, como ayer, no escondo
mi ardiente; faz entro su pelo blondo?
¡Yo la maté!... ¡Qué infame mi delito!

La noche se espesaba. Mi cabeza
ardía como un horno; ¡mis pupilas
goteaban!... Un soplo de tristeza

¡me congelaba el corazón! Desierto
estaba todo: negras y tranquilas
las calles... ¡Subí al tren que iba hacia el puerto!

XVI

Hundí la yerta faz en mi pañuelo,
y, embozado en su trágica negrura,
me acompañó a llorar mi desventura,
¡con sus frígidas lágrimas, el cielo!

De tal modo, invadióme el desconsuelo,
que me sentí morir... y, en mi amargura,
pensé que era una errante sepultura
el tren, que hacía retemblar el suelo.

Cerré entonces los ojos para verla
mejor aún en mi interior. El día,
¡llegó anegado en su fulgor de perla!

y, el radiar de mi llanto en los raudales,
pude ver que, conmigo, el alba fría,
¡lloraba del vagón en los cristales!

XVII

Después... ni el mar, ni el horizonte nuevo,
ni la atmósfera azul, ni la espumante
onda con su rumor, ni el ave errante,
ni las puestas purpúreas del rey Febo,

la dulce imagen que en el alma llevo,
lograron alejar un solo instante.
¡Cuán tardo el tiempo! En mi impaciencia amante,
¡una hora, era un siglo! ¡Un día, un evo!

Cuando alguna piadosa golondrina,
cruzaba, alegre, la extensión marina,
quizás en busca de su antiguo alero,

yo la decía: -¡escucha, ave sagrada!...
si, al volver a tu hogar, ves a mi amada,
¡dile que sufro... y que por ella muero!

XVIII

Llegué... Una noche recibí una carta
que decía: “Ven pronto, ¡te lo mando!
¡No me dejes sufrir!... Me está matando
tu ausencia... ¡ven a consolarme! -Marta”.

Otra decía: «¡Ingrato! no se aparta
tu imagen de mi ser; de cuando en cuando,
voy al islote y... ¡vuelvo sollozando!...
¡Sola!... ¡No hay nadie que mi mal comparta!

¡Todo está triste, todo!... ¡si supieras!
¡El estanque se agota! De los nidos
huyeron ya las aves vocingleras!

Dime, ¿hasta ti no llegan los latidos
de mi doliente corazón?... ¿qué esperas?
¡Ven!.... Soy una mujer... ¡toda gemidos!»

XIX

Y he vuelto, ¡sí! La ola de la suerte
me empujó, sin cesar, de una a otra parte;
he vuelto... pero ¿a qué? -¡Sólo á llorarte,
rosa de amor que deshojó la muerte!­

El pesar te mató: cobarde y fuerte,
hirió tu corazón -débil baluarte
que al fin rindióse- Vine por salvarte,
¡y sólo encuentro tu despojo inerte!

¡Y no pude llorar! y yo que ansío
llorar hasta morir... (como la rota
fuente del llanto se extinguió) ¡Dios mío!

Al sentir que mi llanto ya no brota,
me abrazo al banco aquél... ¡y río, y río,
como un loco de atar... como un idiota!

XX

¡Estrellas que me oís desde la obscura
profundidad del infinito cielo!
Respondédme: era un ángel... ¿y alzó el vuelo?
o era una estrella... ¿y regresó a la altura?

¿En dónde está la mística criatura
que un instante detúvose en el suelo,
por derramar amor, paz y consuelo,
en esta alma repleta de amargura?

¿En dónde está?... Si me la habéis robado
para hacerla lucir en vuestro coro,
¡devolvédmela ya! ¡Ved mi agonía!

O, al menos, destrenzad vuestro peinado,
que yo sabré, por el caudal de oro,
cual de vosotras es... ¡la estrella mía!

XXI

La estrella que alumbró, como en un sueño,
el dormido remanso de mis horas;
¡Oh, mis tardes de amor! ¡Oh, mis auroras!
¡Oh, mi radiante porvenir risueño!

¿En dónde estáis?... ¡Si mi amoroso empeño
no basta a reviviros! ¡Si traidoras
garras te hieren, corazón... y lloras!
¡Si ya no soy de sus encantos dueño...!

¡Venga la Muerte y corte su guadaña,
a un tiempo, mi existencia maldecida
y este inmenso dolor que me acompaña!

¡Con su beso glacial... cierre mi herida
honda y sangrienta, la que nunca engaña!
Ven, ¡oh Muerte... y arráncame la vida!

XXII

Calló el mancebo; y, con la faz helada
por la brisa nocturna, tristemente,
llegóse al banco, mudo confidente
que gozó el dulce peso de la amada.

Absorto le seguí con la mirada
a través de las hojas; de repente,
postróse de rodillas, y, doliente,
de su boca brotó una carcajada.

Yo, respetar queriendo sus querellas,
por las calles del parque medio oscuras,
torné, siguiendo mis recientes huellas.

¡Alcé los ojos! y, ¡radiantes, puras,
me pareció que toda las estrellas
¡lloraban de dolor en las alturas!



Abstracción


A veces melancólico me hundo
en mi noche de escombros y miserias,
y caigo en un silencio tan profundo
que escucho hasta el latir de mis arterias.

Más aún: oigo el paso de la vida
por la sorda caverna de mi cráneo
como un rumor de arroyo sin salida,
como un rumor de río subterráneo.

Entonces presa de pavor y yerto
como un cadáver, mudo y pensativo,
en mi abstracción a descifrar no acierto

Si es que dormido estoy o estoy despierto,
si un muerto soy que sueña que está vivo
o un vivo soy que sueña que está muerto.




Aún

Mil veces me engañó; más de mil veces
abrió en mi corazón sangrienta herida;
de los celos la copa desabrida
me hizo beber hasta agotar las heces.

Fue en mi vida, con todas sus dobleces,
la causa de mi angustia -no extinguida-
aunque, ¡pobre de mí! toda la vida
su mentiroso amor... pagué con creces.

Los tiempos han pasado; ya su boca
no me da sus caricias, ni me abrasa
el fuego de sus ósculos de loca;

¡y sin embargo mi pasión persiste...
pues, cuando a veces por mi senda pasa,
me alejo mudo... y cabizbajo... y triste!



 


Candor


Azul... azul... azul estaba el cielo.
El hálito quemaste del estío
comenzaba a dorar el terciopelo
del prado, en donde se remansa el río.

A lo lejos, el humo de un bohío,
tal de una novia el intocado velo,
se alza hasta perderse en el vacío
con un ondulante y silencioso vuelo.

De pronto me dijiste: -El amor mío
es puro y blando, así como ese río
que rueda allá sobre el lejano suelo-

y me miraste al terminar, tranquila,
con el alma asomada a tu pupila.
Y estaba azul tu alma como el cielo.




Cuando lejos muy lejos, en hondos mares...


Cuando lejos muy lejos, en hondos mares,
en lo mucho que sufro pienses a solas,
si exhalas un suspiro por mis pesares,
mándame ese suspiro sobre las olas.

Cuando el sol con sus rayos desde el oriente
rasgue las blondas gasas de las neblinas,
si una oración murmuras por el ausente,
deja que me la traigan las golondrinas.

Cuando la tarde pierda sus tristes galas,
y en cenizas se tornen las nubes rojas,
mándame un beso ardiente sobre las alas
de las brisas que juegan entre las hojas.

Que yo, cuando la noche tienda su manto,
yo, que llevo en el alma sus mudas huellas,
te enviaré, con mis quejas, un dulce canto
en la luz temblorosa de las estrellas!




En el salón


En tu melena, do la noche habita,
temblaba una opulenta margarita
como un astro fragante entre la sombra;
de pronto, con tristeza,
doblaste la cabeza
y rodó la la alta flor sobre la alfombra.
Sin verla, diste un paso
y la flor destrozaste blandamente
con tu escarpín de refulgente raso.

Yo, que aquello miraba, de repente
con angustia infinita,
al ver que la tortura deliciosa
se alargaba de aquella flor hermosa,
con voz que estrangulaba mi garganta
dije a la flor ya exánime y marchita:
"¡Quién fuera tú... dichosa margarita,
para morir así... bajo su planta!"




En la agonía

                                                                       (Últimos versos del poeta)
Nó, retira esa droga, que no luche
por más tiempo del doctor... ¡Es muy tenaz!
Ven, que el latido de tu pecho escuche.

             ¡Ven, acércate más!
Dime, ¿quieres curarme? ¿Sí? Pues eso
fácil es y un remedio hay eficaz:
¡pon tu boca en mi boca y dame un beso
             que no acabe jamás!




 

¿En qué piensas?


Dime: cuando en la noche taciturna,
la frente escondes en tu mano blanca,
y oyes la triste voz de la nocturna
brisa que el polen de la flor arranca;

cuando se fijan tus brillantes ojos
en la plomiza clámide del cielo...
y mustia asoma entre tus labios rojos
una sonrisa fría como el hielo;

cuando en el marco gris de tu ventana
lánguida apoyas tu cabeza rubia...
y miras con tristeza en la cercana
calle, rodar las gotas de la lluvia;

dime: cuando en la noche te despiertas
y hundes el codo en la almohada y lloras...
y abres entre las sombras las inciertas
pupilas como el sol abrasadoras;

¿en qué piensas? ¿en qué? ¡pobre ángel mío!
Piensas en nuestro amor despedazado
ya, como el junco al ímpetu bravío
del torrente que salta desbordado?

¿Piensas tal vez en las azules tardes
en que a la luz de tu mirada ardiente,
mis ojos indecisos y cobardes
posáronse en el mármol de tu frente?

¿O piensas en la hojosa enredadera
bajo la cual un tiempo te veía
peinar tu ensortijada cabellera,
al abrirse los párpados del día?

¡Quién sabe!... no lo sé, pero imagino
que en esas horas de aparente calma,
percibes mucha sombra en tu camino,
¡sientes muchas tristezas en el alma!

Mas... otro amante extinguirá tu frío,
yo sé que tu pesar no será eterno;
mañana vivirás en pleno estío...
y yo, con mi dolor... ¡en pleno invierno!




Flores negras


Oye: bajo las ruinas de mis pasiones,
y en el fondo de esta alma que ya no alegras,
entre polvos de ensueños y de ilusiones
yacen entumecidas mis flores negras.

Ellas son el recuerdo de aquellas horas
en que presa en mis brazos te adormecías,
mientras yo suspiraba por las auroras
de tus ojos, auroras que no eran mías.

Ellas son mis dolores, capullos hechos;
los intensos dolores que en mis entrañas
sepultan sus raíces, cual los helechos
en las húmedas grietas de las montañas.

Ellas son tus desdenes y tus reproches
ocultos en esta alma que ya no alegras;
son, por eso, tan negras como las noches
de los gélidos polos, mis flores negras.

Guarda, pues, este triste, débil manojo,
que te ofrezco de aquellas flores sombrías;
guárdalo, nada temas, es un despojo
del jardín de mis hondas melancolías.




Huyeron las golondrinas...

Huyeron las golondrinas
de tus alegres balcones;
ya en la selva no hay canciones
sino lluvias y neblinas.

Me dan pesar sus espinas
sólo porque a otras regiones
huyeron las golondrinas
de tus alegres balcones.

Insondables aflicciones
se posan entre las ruinas
de mis ya muertas pasiones.
¡Ay, que con las golondrinas
huyeron mis ilusiones!

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