jueves, 26 de agosto de 2021

POEMAS DE FRANCISCO BRINES

 (Oliva, Valencia, 22 de enero de 1932 - Gandía, Valencia, 20 de mayo de 2021)

 

Alocución pagana

 

¿Es que, acaso, estimáis que por creer

en la inmortalidad,

os tendrá que ser dada?

Es obra de la fe, del egoísmo

o la desolación.

Y si existe, no importa no haber creído en ella:

respuestas ignorantes son todas las humanas

si a la muerte interroga.

 

Seguid con vuestros ritos fastuosos, ofrendas a los dioses,

o grandes monumentos funerarios,

las cálidas plegarias, vuestra esperanza ciega.

O aceptad el vacío que vendrá,

en donde ni siquiera soplará un viento estéril.

Lo que habrá de venir será de todos,

pues no hay merecimiento en el nacer

y nada justifica nuestra muerte.

 

"Aún no" 1971

 

 

Amor en Agriento

 

                                                              (Empedócles en Akragas)

 

Es la hora del regreso de las cosas,

cuando el campo y el mar se cubren de una sombra lenta

y los templos se desvanecen, foscos, en el espacio;

tiemblan mis pasos en esta isla misteriosa.

 

Yo te recuerdo, con más hermosura tú

que las divinidades que aquí fueron adoradas;

con más espíritu tú, pues que vives.

Hay una angustia en el corazón

porque te ama,

y estas viejas columnas nada explican:

 

Unos ardientes ojos, cierta vez, miraron esta tierra

y descubrieron orígenes diversos en las cosas,

y advirtieron que espíritus opuestos los enlazaban

para que hubiese cambio, y así explicar la vida.

Esta tarde, con los ojos profundos, he descubierto la intimidad

                                                                       del mundo:

Con sólo aquel principio, el que albergaba el pecho,

extendí la mirada sobre el valle;

mas pide el universo para existir el odio y el dolor,

pues al mirar el movimiento creado de las cosas

las vi que, en un momento, se extinguían,

y en las cosas el hombre.

 

La ciudad, elevada, se ha encendido,

y oyen los vivos largos ladridos por el campo:

éste es el tránsito de la muerte, confundiéndose con la vida.

Estas piedras más nobles, que sólo el tiempo las tocara,

no han alcanzado aún el esplendor de tu cabello

y ellas, más lentas, sufren también el paso inexorable.

Yo sé por ti que vivo en desmesura,

y este fuerte dolor de la existencia

humilla al pensamiento.

Hoy repugna al espíritu

tanta belleza misteriosa, tanto reposo dulce, tanto engaño.

 

Esta ciudad será un bello lugar para esperar la nada

si el corazón alienta ya con frío,

contemplar la caída de los días,

desvanecer la carne.

Mas hoy, junto a los templos de los dioses,

miro caer en tierra el negro cielo

y siento que es mi vida quien aturde a la muerte.

 

 

Aquel verano de mi juventud

 

Y qué es lo que quedó de aquel viejo verano

en las costas de Grecia?

¿Qué resta en mí del único verano de mi vida?

Si pudiera elegir de todo lo vivido

algún lugar, y el tiempo que lo ata,

su milagrosa compañía me arrastra allí,

en donde ser feliz era la natural razón de estar con vida.

 

Perdura la experiencia, como un cuarto cerrado de la infancia;

no queda ya el recuerdo de días sucesivos

en esta sucesión mediocre de los años.

Hoy vivo esta carencia,

y apuro del engaño algún rescate

que me permita aún mirar el mundo

con amor necesario;

y así saberme digno del sueño de la vida.

 

De cuanto fue ventura, de aquel sitio de dicha,

saqueo avaramente

siempre una misma imagen:

sus cabellos movidos por el aire,

y la mirada fija dentro del mar.

Tan sólo ese momento indiferente.

Sellada en él, la vida.

 

 

Ardimos en el bosque

 

¿Pero cómo saber, sin la mirada,

la hermosura del bosque, la grandeza del mar?

 

El bosque estaba tras de mí; lo conocían

mis oídos: el rumor de sus hojas,

la confusión del canto de sus pájaros.

Sonidos que venían de un remoto lugar.

Y el mar del otro lado, golpeando

la frente, sin rozarla,

cubriéndola de gotas. Era mi piel

quien descubría su frescura,

mi soñoliento olfato quien entraba en el pecho

su duro olor.

¿Pero cómo saber, sin la mirada,

la hermosura del bosque, la grandeza del mar?

Porque no había más, en el lugar del pecho,

que una extendida sombra.

 

(¿Mas qué frío candente mis párpados abrasa,

qué luz me desvanece, qué prolongado beso

llega hasta el mismo centro de la sombra?)

 

Joven el rostro era,

sus labios sonreían,

y el retenido fuego de su cuerpo

era quemada luz.

Entramos en el mar, rompíamos

el cielo con la frente,

y envueltos en las aguas contemplamos

las orillas del bosque,

su extensa fosquedad.

Miré, tendidos en la playa, el rostro:

contemplaba las nubes;

y el retenido fuego de su cuerpo

era un sombrío resplandor.

Penetramos el bosque, y en las lindes

detuvimos los pasos;

perdido, tras los troncos, miramos cómo el mar

oscurecía.

Tenía triste el rostro,

y antes que para siempre envejeciera

puse mis labios en los suyos.

 

 

Causa del amor

 

Cuando me han preguntado la causa de mi amor

yo nunca he respondido: Ya conocéis su gran belleza.

(Y aún es posible que existan rostros más hermosos.)

Ni tampoco he descrito las cualidades ciertas de su espíritu

que siempre me mostraba en sus costumbres,

o en la disposición para el silencio o la sonrisa

según lo demandara mi secreto.

Eran cosas del alma, y nada dije de ella.

(Y aún debiera añadir que he conocido almas superiores.)

 

La verdad de mi amor ahora la sé:

vencía su presencia la imperfección del hombre,

pues es atroz pensar

que no se corresponden en nosotros los cuerpos con las almas,

y así ciegan los cuerpos la gracia del espíritu,

su claridad, la dolorida flor de la experiencia,

la bondad misma.

Importantes sucesos que nunca descubrimos,

o descubrimos tarde.

Mienten los cuerpos, otras veces, un airoso calor,

movida luz, honda frescura;

y el daño nos descubre su seca falsedad.

 

La verdad de mi amor sabedla ahora:

la materia y el soplo se unieron en su vida

como la luz que posa en el espejo

(era pequeña luz, espejo diminuto);

era azarosa creación perfecta.

Un ser en orden crecía junto a mí,

y mi desorden serenaba.

Amé su limitada perfección.

 

 

Con los ojos serenos

 

En esta hora lívida de la primavera, al caer la tarde,

después de una reciente lluvia, las flores

brotan en el jardín

claras y misteriosas,

y oigo carreras en la calle, después silencio, siento la

                                                           soledad herirme,

y ahora pasos y voces. Cesan. Canta un muchacho,

y adivino en sus ojos la despedida de esta luz cansada,

                                                      de este día terrible

para tantos, mientras su voz se aleja por la noche.

 

Ahora que no hay felicidad, quiero encontrar un rostro

que refleje su luz, mirar caer la noche

sobre el campo dormido, oír cantar un pájaro

con dulzura inocente.

Y ahora que de ella nada queda en mí,

yo quiero contemplarla

en lo que existe y la retiene,

y con ojos serenos me asomo a la ventana para ver

un hombre con un perro, conversando unos niños, un

                                                              balcón encendido.

 

Hay un sordo dolor ante este frío oscuro que se agolpa

más allá de las horas de la vida,

y busco un rostro que refleje luz,

alguien que, como yo, teniendo muerte sólo,

tenga también, como tuviera yo,

venciéndola, la vida.

 

Los niños se dispersan, el balcón se ha apagado, se

hunde en la noche el hombre con su perro.

 

 

Con quién haré el amor

 

En este vaso de ginebra bebo

los tapiados minutos de la noche,

la aridez de la música, y el ácido

deseo de la carne. Sólo existe,

donde el hielo se ausenta, cristalino

licor y miedo de la soledad.

Esta noche no habrá la mercenaria

compañía, ni gestos de aparente

calor en un tibio deseo. Lejos

está mi casa hoy, llegaré a ella

en la desierta luz de madrugada,

desnudaré mi cuerpo, y en las sombras

he de yacer con el estéril tiempo.

 

Vuelve la hora feliz. Y es que no hay nada

sino la luz que cae en la ciudad

antes de irse la tarde,

el silencio en la casa y, sin pasado

ni tampoco futuro, yo.

Mi carne, que ha vivido en el tiempo

y lo sabe en cenizas, no ha ardido aún

hasta la consunción de la propia ceniza,

y estoy en paz con todo lo que olvido

y agradezco olvidar.

En paz también con todo lo que amé

y que quiero olvidado.

 

Volvió la hora feliz.

Que arribe al menos

al puerto iluminado de la noche.

 

 

Conversación con un amigo

 

Se me ha quemado el pecho, como un horno

Por el dolor de tus palabras

Y también de las mías.

Hablamos del mundo, y desde el cielo

Descendía su paz a nuestros ojos.

Hay momentos del hombre en que le duele

Amar, pensar, mirar, sentirse vivo,

Y se sabe en la tierra por azar

Solo, inútilmente en ella.

Como si se tratase de algo ajeno

Hablamos de nosotros

Y nos vimos inciertos, unas sombras.

 

Con poca fe, con las creencias rotas

Con un madero en la marea,

Con toda la esperanza naufragando

Porque no es la que llega a nuestra barca,

Sólo la caridad nos redimía

Del mal nuestro de ser.

Mirábamos la calle, rodeados

De luz, de tiempo, de palabras, de hombres.

 

De Palabras a la oscuridad, 1966 

 

 

Cuando yo aún soy la vida

 

La vida me rodea, como en aquellos años

ya perdidos, con el mismo esplendor

de un mundo eterno. La rosa cuchillada

de la mar, las derribadas luces

de los huertos, fragor de las palomas

en el aire, la vida en torno a mí,

cuando yo aún soy la vida.

Con el mismo esplendor, y envejecidos ojos,

y un amor fatigado.

 

¿Cuál será la esperanza? Vivir aún;

y amar, mientras se agota el corazón,

un mundo fiel, aunque perecedero.

Amar el sueño roto de la vida

y, aunque no pudo ser, no maldecir

aquel antiguo engaño de lo eterno.

Y el pecho se consuela, porque sabe

que el mundo pudo ser una bella verdad. 

 

 

 

Despedida al pie de un rosal

 

Si no hay conocimientos en las cenizas

dejémoslas caer en la belleza frágil

de este rosal que tiembla en el otoño.

 

¿Amar, qué significa, si nada significa?

Huésped del tiempo esquivo, desnudo ya de mí,

retener el raído esplendor de la existencia

que una vez creí mía,

antes que, apresurado,

me ciegue en el reverso de esta luz.

Y aguardar esta espera sin alguna esperanza,

sentir la fe de nada, pues soplé en las cenizas

y nada hay fuera de ellas:

tan sólo amar, sin pensamiento alguno,

el declinar pausado del Engaño.

 

Arde extraña la vida, como si contemplase

en mi extinción la ajena,

y no puedo apartar los ojos de su fuego.

 

Canta en el aire un pájaro,

el pájaro invisible de mi infancia,

el que entonces cantaba ya sin vida.

 

Arde una brasa aún al pie de este rosal

y no quema mi mano.

Cuánto olor en el aire, y el aire se lo lleva.

 

 

 

Epitafio romano

 

«No fui nada, y ahora nada soy.

Pero tú, que aún existes, bebe, goza

de la vida..., y luego ven.»

                                                     Eres un buen amigo.

Ya sé que hablas en serio, porque la amable piedra

la dictaste con vida: no es tuyo el privilegio,

ni de nadie,

poder decir si es bueno o malo

llegar ahí.

                     Quien lea, debe saber que el tuyo

también es mi epitafio. Valgan tópicas frases

por tópicas cenizas.

 

 

 

El ángel del poema

 

                                                              A César Simón

 

Dentro de la mortaja de esta casa

en esta noche yerma con tanta soledad,

mirando sin nostalgia lo que en mi vida es ido,

lo que no pudo ser,

esta ruina extensa del pasado,

también sin esperanza

en lo que ha de venir aún a flagelarme,

sólo es posible un bien: la aparición del ángel,

sus ojos vivos, no sé de qué color, pero de fuego,

la paralización ante el rostro hermosísimo.

Después oír, saliendo del silencio y en tanta soledad,

su voz sin traducción, que es sólo un fiel entendimiento sin palabras.

Y el ángel hace, cerrándose en mis párpados y cobijado en ellos, su

                aparición postrera:

con su espada de fuego expulsa el mundo hostil, que gira afuera,

                a oscuras.

Y no hay Dios para él, ni para mí.

 

"La última costa" 1995

 

 

El curso de la luz

 

Trajo el aire la luz,

y nadie vigilaba, pues la robó en el sueño,

se originó en las sombras,

la luz que rodó negra debajo de los astros.

Casa desnuda, seno de la muerte,

rincón y vastedad, árida herencia,

vertedero sombrío, fértil hueco.

 

Tú estás donde las cosas lo parecen,

donde el hombre se finge,

ese que, a tus engaños, da en nombrarte

respiración, fidelidad.

Llegas hasta sus ojos,

y en ellos reconoces el nido en que nacieras,

piedra negra que está ignorando el mundo,

y ahondas tu furor, con belleza de rosas

o valle de palomos

o dormidos naranjos en la siesta del mar,

y agujeros callados se los tornas.

 

Débil es el sepulcro que así eliges,

no dura allí tu noche,

y vuelves a tu oficio, criatura inocente,

y esos que te aman lloran,

pues dejas de ser luz para llamarte tiempo.

nos tejiste con esa luz sombría

de tu origen, y en la carne que alienta

dejas el sordo soplo del olvido;

no es tu reino la humana oscuridad,

y en desventura existes.

Llega a ti el desconsuelo, la desdicha,

resignación del fuerte, y aun rencor,

y así nos acabamos:

extraño es el deseo de esa luz.

 

Extingue tu suplicio, ciega pronto;

si recobras la paz, no nos perturbes.

 

 

 

El dolor

 

La niña,

con los ojos dichosos,

iba -rodeada

de luz, su sombra por las viñas-

a la mar.

Le cantaban los labios,

su corazón pequeño le batía.

Los aires de las olas

volaban su cabello.

 

Un hombre, tras las dunas,

sentado estaba,

al acecho del mar.

Reconocía la miseria humana

en el gemido de las olas,

la condición reclusa de los vivos

aullando de dolor,

de soledad, ante un destino ciego.

Absorto las veía

llegar del horizonte, eran

el profundo cansancio del tiempo.

 

Oyó, sobre la arena,

el rumor de unos pies

detenidos.

Ladeó la cabeza, pesadamente

volvió los ojos:

la sombría visión que imaginara

viró con él, todavía prendida,

con esfuerzo.

y el joven vio que el rostro

de la niña

envejecía misteriosamente.

 

Con ojos abrasados

miró hacia el mar: las aguas

eran fragor, ruina.

Y humillado vio un cielo

que, sin aves, estallaba de luz.

Dentro le dolía una sombra

muy vasta y fría.

Sintió en la frente un fuego:

con tristeza se supo

de un linaje de esclavos.

 

 

El más hermoso territorio

 

El ciego deseoso recorre con los dedos

las líneas venturosas que hacen feliz su tacto,

y nada le apresura. El roce se hace lento

en el vigor curvado de unos muslos

que encuentran su unidad en un breve sotillo perfumado.

Allí en la luz oscura de los mirtos

se enreda, palpitante, el ala de un gorrión,

el feliz cuerpo vivo.

O intimidad de un tallo, y una rosa, en el seto,

en el posar cansado de un ocaso apagado.

 

Del estrecho lugar de la cintura,

reino de siesta y sueño,

o reducido prado

de labios delicados y de dedos ardientes,

por igual, separadas, se desperezan líneas

que ahondan. muy gentiles, el vigor mas dichoso de la edad,

y un pecho dejan alto, simétrico y oscuro.

Son dos sombras rosadas esas tetillas breves

en vasto campo liso,

aguas para beber, o estremecerlas.

y un canalillo cruza, para la sed amiga de la lengua,

este dormido campo, y llega a un breve pozo,

que es infantil sonrisa,

breve dedal del aire.

 

En esa rectitud de unos hombros potentes y sensibles

se yergue el cuello altivo que serena,

o el recogido cuello que ablanda las caricias,

el tronco del que brota un vivo fuego negro,

la cabeza: y en aire, y perfumada,

una enredada zarza de jazmines sonríe,

y el mundo se hace noche porque habitan aquélla

astros crecidos y anchos, felices y benéficos.

Y brillan, y nos miran, y queremos morir

ebrios de adolescencia.

Hay una brisa negra que aroma los cabellos.

 

He bajado esta espalda,

que es el más descansado de todos los descensos,

y siendo larga y dura, es de ligera marcha,

pues nos lleva al lugar de las delicias.

En la más suave y fresca de las sedas

se recrea la mano,

este espacio indecible, que se alza tan diáfano,

la hermosa calumniada, el sitio envilecido

por el soez lenguaje.

Inacabable lecho en donde reparamos

la sed de la belleza de la forma,

que es sólo sed de un dios que nos sosiegue.

Rozo con mis mejillas la misma piel del aire,

la dureza del agua, que es frescura,

la solidez del mundo que me tienta.

 

Y, muy secretas, las laderas llevan

al lugar encendido de la dicha.

Allí el profundo goce que repara el vivir,

la maga realidad que vence al sueño,

experiencia tan ebria

que un sabio dios la condena al olvido.

Conocemos entonces que sólo tiene muerte

la quemada hermosura de la vida.

 

Y porque estás ausente, eres hoy el deseo

de la tierra que falta al desterrado,

de la vida que el olvidado pierde,

y sólo por engaño la vida está en mi cuerpo,

pues yo sé que mi vida la sepulté en el tuyo.

 

"El otoño de las rosas" 1990

 

 

El porqué de las palabras

 

No tuve amor a las palabras;

si las usé con desnudez, si sufrí en esa busca,

fue por necesidad de no perder la vida,

y envejecer con algo de memoria

y alguna claridad.

 

Así uní las palabras para quemar la noche,

hacer un falso día hermoso,

y pude conocer que era la soledad el centro de este mundo.

Y sólo atesoré miseria,

suspendido el placer para experimentar una desdicha nueva,

besé en todos los labios posada la ceniza,

y fui capaz de amar la cobardía porque era fiel y era digna

                                                                           del hombre.

 

Hay en mi tosca taza un divino licor

que apuro y que renuevo;

desasosiega, y es

                          remordimiento;

tengo por concubina a la virtud.

No tuve amor a las palabras,

¿cómo tener amor a vagos signos

cuyo desvelamiento era tan sólo

despertar la piedad del hombre para consigo mismo?

 

En el aprendizaje del oficio se logran resultados:

llegué a saber que era idéntico el peso del acto que resulta de

                                                       lenta reflexión y el gratuito,

y es fácil desprenderse de la vida, o no estimarla,

pues es en la desdicha tan valiosa como en la misma dicha.

 

Debí amar las palabras;

por ellas comparé, con cualquier dimensión del mundo externo:

el mar, el firmamento,

un goce o un dolor que al instante morían;

y en ellas alcancé la raíz tenebrosa de la vida.

Cree el hombre que nada es superior al hombre mismo:

ni la mayor miseria, ni la mayor grandeza de los mundos,

pues todo lo contiene su deseo.

 

Las palabras separan de las cosas

la luz que cae en ellas y la cáscara extinta,

y recogen los velos de la sombra

en la noche y los huecos;

mas no supieron separar la lágrima y la risa,

pues eran una sola verdad,

y valieron igual sonrisa, indiferencia.

Todo son gestos, muertes, son residuos.

 

Mirad al sigiloso ladrón de las palabras,

repta en la noche fosca,

abre su boca seca, y está mudo. 

 

 

En el cansancio de la noche...

 

En el cansancio de la noche,

penetrando la más oscura música,

he recobrado tras mis ojos ciegos

el frágil testimonio de una escena remota.

 

Olía el mar, y el alba era ladrona

de los cielos; tornaba fantasmales

las luces de la casa.

Los comensales eran jóvenes, y ahítos

y sin sed, en el naufragio del banquete,

buscaban la ebriedad

y el pintado cortejo de alegría. El vino

desbordaba las copas, sonrosaba

la acalorada piel, enrojecía el suelo.

En generoso amor sus pechos desataron

a la furiosa luz, la carne, la palabra,

y no les importaba después no recordar.

Algún puñal fallido buscaba un corazón.

 

Yo alcé también mi copa, la más leve,

hasta los bordes llena de cenizas:

huesos conjuntos de halcón y ballestero,

y allí bebí, sin sed, dos experiencias muertas.

Mi corazón se serenó, y un inocente niño

me cubrió la cabeza con gorro de demente.

 

Fijé mis ojos lúcidos

en quien supo escoger con tino más certero:

aquel que en un rincón, dando a todo la espalda,

llevó a sus frescos labios

una taza de barro con veneno.

                                  Y brindando a la nada

se apresuró en las sombras.

 

 

Esplendor negro

 

Sólo una vez pudiste conocer aquel Esplendor negro

e intermitentemente recuerdas la experiencia con vaguedad,

aproximaciones difusas, inminencias,

y así, desde tu juventud, arrastras frío,

un invisible manto de ceniza escarlata.

Y no fue necesario cegar los ojos,

pues de las luces claras de los astros

llegó el delirio aquel, la posibilidad más exacta y sencilla:

en vez de Dios o el mundo

aquel negro Esplendor,

que ni siquiera es punto, pues no hay en él espacio,

ni se puede nombrar, porque no se dilata.

Valen igual Serenidad y Vértigo,

pues las palabras están dichas desde la noche de la tierra,

y las palabras son tan sólo expresión de un engaño.

Volver al centro aquel es ir por las afueras de la vida,

sin conocer la vida, un inmundo imposible,

pues sólo el no nacer te pudiera acercar a esa experiencia.

Crear la inexistencia, y su totalidad,

no te hizo poderoso,

ni derramó tu llanto, y nada redimiste.

La misma incomprensión que contemplar el mundo

te produjo el terror de aquel Esplendor negro,

y aquel desvalimiento al cubrirte las sábanas.

Insistencias en Luzbel 

 

 

Está en penumbra el cuarto, lo ha invadido...

 

Está en penumbra el cuarto, lo ha invadido

la inclinación del sol, las luces rojas

que en el cristal cambian el huerto, y alguien

que es un bulto de sombra está sentado.

Sobre la mesa los cartones muestran

retratos de ciudad, mojados bosques

de helechos, infinitas playas, rotas

columnas: cuántas cosas, como un muelle,

le estremecieron de muchacho. Antes

se tendía en la alfombra largo tiempo,

y conquistaba la aventura. Nada

queda de aquel fervor, y en el presente

no vive la esperanza. Va pasando

con lentitud las hojas. Este rito

de desmontar el tiempo cada día

le da sabia mirada, la costumbre

de señalar personas conocidas

para que le acompañen. y retornan

aquellas viejas vidas, los amigos

más jóvenes y amados, cierta muerta

mujer, y los parientes. No repite

los hechos como fueron, de otro modo

los piensa, más felices, y el paisaje

se puebla de una historia casi nueva

(y es doloroso ver que aún con engaño,

hay un mismo final de desaliento).

Recuerda una ciudad, de altas paredes,

donde millones de hombres viven juntos,

desconocidos, solitarios; sabe

que una mirada allí es como un beso.

Mas él ama una isla, la repasa

cada noche al dormir, y en ella sueña

mucho, sus fatigados miembros ceden

fuerte dolor cuando apaga los ojos.

Un día partirá del viejo pueblo

y en un extraño buque, sin pensar,

navegará. Sin emoción la casa

se abandona, ya los rincones húmedos

con la flor de verdín, mustias las vides,

los libros amarillos. Nunca nadie

sabrá cuándo murió, la cerradura

se irá cubriendo de un lejano polvo.

 

 

La cerradura del amor

 

Soluciona la noche con monedas:

pagas así la cama.

Mas aquello por lo que tanto dieras

(o quizás dieras poco):

la promesa del cielo (que es lo eterno)

o esta vida final (el desengaño),

por el amor lo dieras casi todo.

Mas si lo ves venir aguarda altivo

porque el don que te llega lo mereces.

No le opongas dureza, mas que llame

a la puerta cerrada. No te fíes

de la belleza de un semblante joven,

y escruta su mirada con la tuya;

ayude la experiencia de los años

para tocar el alma. Si algo sabes

debe servirte mucho en esas horas.

Puede que, a quien esperas, le despidas,

y te quedes más solo.

Mas el amor no pagues con monedas,

no mendigues aquello que mereces.

Tomado de:

http://www.amediavoz.com/brines.htm

 

«Donde muere la muerte»

Donde muere la muerte,

 

porque en la vida tiene tan sólo su existencia.

 

En ese punto oscuro de la nada

 

que nace en el cerebro,

 

cuando se acaba el aire que acariciaba el labio,

 

ahora que la ceniza, como un cielo llagado,

 

penetra en las costillas con silencio y dolor,

 

y un pañuelo mojado por las lágrimas se agita

 

hacia lo negro.

 

Beso tu carne aún tibia.

 

Fuera del hospital, como si fuera yo, recogido

 

en tus brazos,

 

un niño de pañales mira caer la luz,

 

sonríe, grita, y ya le hechiza el mundo,

 

que habrá de abandonarle.

 

Madre, devuélveme mi beso.

 

«El testigo»

La luz,

 

Aun no la sombra.

 

Y vivo en la penumbra oscurecida

 

(La luz es cálida,

 

cuando roza, besa.)

 

 

Es todo mi deseo; saberse ser,

 

aun existente.

 

Antes que todo sea

 

como antes de ser.

 

Nuestra esencia es ceguera,

 

y aquello que lo niega es un misterio

 

sin significación.

 

¿Quién pone en nuestra mente

 

la incógnita de Dios?

 

Él es Amigo y Enemigo.

 

Es el nombre otorgado a la ignorancia. Su aletazo nos borra

 

Nada he sido.

 

Mi testigo, lector, pongo en tus manos.

[Publicado por primera vez en la revista «Cuadernos Aispi», publicación semestral de la Associazione Ispanisti Italiani]

Tomado de:

https://www.abc.es/cultura/libros/abci-poema-inedito-francisco-brines-y-cuatro-propina-202011161954_noticia.html

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