I. LA GRANDEZA DE DIOS
El mundo de la grandeza de Dios está cargado.
Se expandirá en llamaradas, deslumbrante, como panel de
oro sacudido;
Se cosecha en abundancia y cunde, como el rezumar del
aceite exprimido.
¿Por qué el hombre, pues, ya su poder no acata?
Generaciones lo han hollado, lo han hollado, lo han
hollado,
Y todo está con su tráfago marchito, enturbiado y con su
afán manchado;
Y lleva el tizne del hombre y aquel su olor comparte;
Ya el suelo está desnudo y el pie no puede sentirlo al
ir calzado.
Y la naturaleza, aun así, nunca se agota;
Y vive la más rica frescura, en lo interior y más
profundo de las cosas;
Y aunque las últimas luces de la tarde por el oscuro
Oeste se hayan ido,
Oh, la aurora en el dorado horizonte del Oriente brota,
Porque el Espíritu Santo, sobre el curvado mundo
reclinado,
En su cálido seno y con sus, ¡ay!, brillantes alas le da
abrigo.
II. LA NOCHE ESTRELLADA
¡Mira a las estrellas! ¡Eleva tu mirada hacia los
cielos!
¡Contempla toda la ardiente multitud en los aires
asentada!
¡Oh villas refulgentes, redondas ciudadelas!
De oscuros bosques en la más honda umbría, veneros de
diamantes, ¡los ojos de los elfos!
¡Y aquellas grises praderas, frías, donde el oro, el oro
vivo yace!
¡Argénteo serbal que se cimbrea al viento! ¡Aéreos
álamos en llamas encendidos!
¡Copos de palomas, flotantes, huidas al susto del corral
en desbandada!
¡Ah, pero este cielo se compra, todo él es premio!
¡Compradlo, pues! ¡Pujad! ¿Con qué?: oración, paciencia,
limosnas, votos
¡Mira, mira: una invasión de mayo del huerto en la
enramada!
¡Fíjate! ¡Un florecer de marzo en los sauzales con polvo
de oro tapizados!
Estos son en verdad los graneros, más allá de los
umbrales, las gavillas.
El relumbrante recinto al esposo oculta tras sus vallas;
Es la morada de Cristo, de Cristo, de su madre y de sus
santos.
III. EL FAROL A LA PUERTA DE LA CASA
A veces un farol vaga en medio de la noche
Y llama la atención de nuestros ojos. Y ¿quién va ahí?
VI. ABIGARRADA BELLEZA
Gloria a Dios por las cosas moteadas.
Por los cielos jaspeados, bicolores cual si berrenda
vaca fueran;
Por los ocelos rosados que salpican a la trucha que en
torrente nada;
Por las castañas, que en sazón como candentes ascuas
caen; y por las alas
[del pinzón ribeteadas;
Por el parcelado y dividido paisaje: majada, barbecho y
sementera;
Y todos los oficios, con sus pertrechos, utillaje y
vestimenta.
Por toda criatura distinta, original, extraña, escasa;
Y aquella que es variable y variopinta (¿quién sabe la
manera?)
Y la que es a la vez clara y oscura, agria y dulce,
rauda y lenta;
A él, que todo lo crea y sustenta y cuya belleza
invariable nunca pasa: Alabadle.
VII. LA ALONDRA ENJAULADA
Como una alondra, a desafiar el vendaval acostumbrada,
viviendo en triste jaula
prisionera,
El encumbrado espíritu del hombre tiene en su carcasa de
huesos su morada;
Aquella, de sus libres campiñas la nostalgia ya
olvidada,
Este, gastando en diario y laborioso afán su vida
entera.
Ya en percha encaramada o en césped recostada, o en
humilde cabaña aposentado,
Ambos cantan a veces los más dulces, dulcísimos
cantares,
Pero a veces a ambos en sus celdas mortalmente los
abaten los pesares,
O sus barrotes retuercen, en explosión de miedo o rabia
exasperados.
VIII. EN EL VALLE DEL ELWY
Recuerdo un hogar donde todos eran buenos
Conmigo, aunque, Dios lo sabe, tal cosa yo no merecía.
Reconfortante aroma al entrar se respiraba,
Recién traído, supongo, de algún bosque perfumado.
Aquel aire cordial por completo aquella gente protegía,
Como las maternales alas los huevos de su nido,
O, como en primavera, las tibias noches los renuevos;
Y parecía, por supuesto, parecía muy justo que así
fuera.
Bellos los bosques, las aguas, las praderas, las
gargantas y los valles,
Con ese aire que allí tienen las cosas y que este mundo
de Gales configura;
Tan solo los habitantes no responden.
¡Oh Dios, amante de las almas, equilibradas balanzas
inclinando,
¡Completa a tus queridas criaturas allí donde haga
falta!
Tú, que eres poderoso maestro; Tú, que eres padre y
amante.
IX. LOS ÁLAMOS DE BINSEY – talados en 1879
Mis queridos álamos, cuyas aéreas prisiones atenuaban,
Atenuaban o apagaban en su fronda el sol danzante,
Todos talados, talados, talados estáis todos;
De una flamante, continua y ondulante hilera,
No se salvó siquiera uno
Que meciera su sombra asandaliada,
Que nadaba o se hundía en el prado y en el río
O en el enmarañado herbazal de la ribera,
Que el vagabundo viento recorría.
¡Oh, si al menos supiésemos qué hacemos
Cuando cavamos o tajamos,
X. PAZ
¿Cuándo querrás tú, Paz, torcaz paloma, tus inquietas
alas plegar
¿Y dejarás de rondarme vagabunda, para posarte al fin
bajo mis ramas?
¿Cuándo, cuándo, ¿Paz, querrás tú, Paz? No haré el
hipócrita
Con mi propio corazón, y admito que algunas veces
vienes; pero
Esta paz a ratos es pobre paz ¿Qué plena paz consiente
¿Alarmas de guerras, intimidantes guerras, su propia
muerte?
¡Oh ciertamente, ¡esquiva Paz, mi señor ha dejar algún
bien en tu lugar!
Por eso deja exquisita Paciencia, para que de Paz se
emplume en adelante.
Y cuando la Paz aquí a anidar viene,
Viene a hacer su labor y no a arrullar,
A criar y a incubar viene.
XI. FÉLIX RANDAL
Félix Randal, el herrador, ¿ha muerto entonces? ¿Ya toda
la tarea ha terminado
Para mí, que vi cómo su hechura de hombre huesudo,
fornido y bien formado,
Se iba consumiendo y consumiendo, hasta que su razón
desvarió
¿Y cuatro fatales dolencias en él compitiendo se
encarnaron?
La enfermedad lo quebró. Impaciente al principio
maldecía, pero se enmendó,
Y más todavía al ser ungido; aunque ya un más celestial
corazón le había brotado
Tomado de:
https://www.nuevarevista.net/gerard-manley-hopkins-veinte-poemas/
El alquimista en la ciudad
Mi ventana muestra las nubes viajeras,
Hojas gastadas, nueva estación, cielo alterado,
Multitudes que se forman y se funden:
El mundo entero pasa; yo a la vera.
Sin dispendiar sus horas asignadas,
Los hombres y los amos planean y edifican:
Miro el coronamiento de sus torres
Y felices promesas realizadas.
Y yo –tal vez si mi intención
Contara con edad prediluviana,
Los trabajos que así habría gastado
Pudieran acceder a su heredad.
Pero antes que ahora brille en el caldero
El oro que no está por descubrirse,
A la larga el fuelle no soplará más,
La estufa habrá por fin de enfriarse.
Y con todo es ya muy tarde para sanar
La vergüenza incapaz y estorbosa
Que me hace cuando con hombres trato
Más inerme que el ciego o el lisiado.
No, debería amar la ciudad menos
Aún que ésta mi ciencia ingrata;
Pero yo deseo el desierto
O las lenguas herbosas de la costa.
Camino por mi airoso mirador
Para observar el sol bajo o levante,
Veo virar a las palomas citadinas,
Contemplo a las golondrinas correr
Entre la cima de la torre y el suelo
A mis pies en el aire que sustenta;
Luego hallar en el ruedo de horizonte
Un sitio y el hambre de estar allí.
Y entonces odio como nunca aquella ciencia
Que ninguna promesa otorga de éxito;
Es dulce como nunca la costa despoblada,
Libre y ameno el desierto.
O antiguos túmulos que cubren huesos,
O rocas donde acuden palomas de las rocas,
Y árboles de terebinto y piedras
Y silencio y un golfo de aire.
Allí en una larga altura escuadrada
Tras el crepúsculo me tendería
A penetrar la amarilla luz cerúlea
Con largo y libre mirar antes que muera.
1865
Henry Purcell
El poeta desea ventura al divino genio de Purcell
y lo alaba porque, mientras otros músicos han
dado expresión a los estados del alma humana,
él fue más allá para enunciar en notas la
hechura y especie misma del hombre tal como se
creó en él y en todos los hombres en general.
Dulce bien haya, oh dulce, dulce bien haya, tan amado
De mí, tan especial espíritu como alienta en Henry
Purcell,
Una edad hace ya cuya partida; con la revocación
De la sentencia externa que lo abaja, enlistado en
herejía,
aquí.
No es en él sentimiento ni intención, soberbio fuego
o pavor
sagrado,
O amor, o piedad, o todo lo que melodías no suyas
pudieran
nutrir:
Es la facción forjada que me encuentra; es el ejercicio
Del propio, el abrupto ser ahí que así arremete, así
abarrota
el oído.
¡Venga pues y con su aire de ángeles me eleve, me derribe!
pero yo
Detendré la mirada en sus mores, prístinas marcas
lunares,
en su plumaje
moteado bajo
Las alas: así alguna gran ave de tormenta, cuando ha
caminado a su
gusto
La tonante púrpura ribera, plumada púrpura-de-trueno,
Si en clamor sus níveas alas triunfales desparraman
una sonrisa
colosal,
Mas la intención de movimiento abanica de asombro
los sentidos.
Oxford, abril 1879
Descifrado en hojas de sibila
Ferviente, ultraterreno, igual, armonizable,
bovedizo,
voluminoso, estupendo
Crepúsculo pugna por ser del tiempo la vasta
vientre-de-todo, casa-de-todo, ataúd-de-todo
noche.
Su córnea tierna luz amarilla devanada al oeste, su
loca hueca luz
blanca colgada en la altura
Yerma; sus primeras estrellas, estrellas príncipes,
principales,
se nos ciernen,
Cielo en facciones de fuego. Pues la tierra desata
su ser, su
entrevero toca fin, divergente
o ebullente,
todo a traviesa, en tumulto; ser en ser
macerado y
molido — por entero
Desacordando, desmembrando todo ya. Bien me traes,
corazón, a
cuenta
Con: Nuestro crepúsculo nos cubre; nuestra noche
se hinche, se
hinche, y nos acaba.
Sólo las ramas y dentadas hojas dragontinas incrustan
la pálida luz
con lisura de herramienta; negras,
Tan negras en ella. ¡Nuestro cuento, oh nuestro oráculo!
Que la vida,
menguante, ah que la vida devane
Su otrora tejida teñida venada variedad toda en dos
husos; separa,
encierra, guarda
Ahora su todo en dos rebaños, dos rediles —
negro, blanco;
bueno, malo; cuenta sólo, atiende
sólo, mira
Sólo estos dos; cuidado con el mundo en que los dos sólo
encontrados se
revelan; con el potro
Donde por sí atadas, por sí torcidas, sin abrigo y sin
asilo,
ideas contra
ideas en queja se quebrantan.
1885
Cielo/asilo
Una monja toma el velo
Yo he
deseado ir
Donde el
manantial no cesa,
Donde no arrasa el campo el granizo cortante
Y algunos
lirios florecen.
Y he pedido
estar
Donde no llega
la tormenta,
Donde el verde oleaje calla al asilo del abra
Y libre del
vaivén del mar.
1864-65
Tomado de:
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