Con esta boca, en este mundo...
No te pronunciaré jamás, verbo sagrado,
aunque me tiña las encías de color azul,
aunque ponga debajo de mi lengua una pepita de oro,
aunque derrame sobre mi corazón un caldero de estrellas
y pase por mi frente la corriente secreta de los grandes
ríos.
Tal vez hayas huido hacia el costado de la noche del alma,
ese al que no es posible llegar desde ninguna lámpara,
y no hay sombra que guíe mi vuelo en el umbral,
ni memoria que venga de otro cielo para encarnar en
esta dura nieve
donde sólo se inscribe el roce de la rama y el quejido del
viento.
Y ni un solo temblor que haga sobresaltar las mudas
piedras.
Hemos hablado demasiado del silencio,
lo hemos condecorado lo mismo que a un vigía en el arco
final,
como si en él yaciera el esplendor después de la caída,
el triunfo del vocablo con la lengua cortada.
¡Ah, no se trata de la canción, tampoco del sollozo!
He dicho ya lo amado y lo perdido,
trabé con cada sílaba los bienes que más temí perder.
A lo largo del corredor suena, resuena la tenaz melodía,
retumban, se propagan como el trueno
unas pocas monedas caídas de visiones o arrebatadas a la
oscuridad.
Nuestro largo combate fue también un combate a muerte con
la muerte, poesía.
Hemos ganado. Hemos perdido, porque ¿cómo nombrar con esa
boca,
cómo nombrar en este mundo con esta sola boca en este
mundo con esta sola boca?
Cuando alguien se nos muere
Poema a Eduardo Bosco
Fue necesario el grave, solitario lamento del viento entre
los árboles,
para que tú supieras más que nadie ese desesperado
resonar,
ese rumor sombrío con que pueden decirse las palabras
cuando de nada vale su fugaz melodía,
cuando en la soledad -la única apariencia verdadera -,
contemplamos, callando, los seres y los tiempos que fueron
en nosotros
irrevocables muertes cuyos nombres no sabremos jamás.
Fue necesario el ocio de aquellas largas noches
que minuciosamente ordenaste en recuerdos, memorioso,
para que tú pasaras sosteniendo la sombra con tu sombra,
apenas presentida por los días,
con tu misma pausada palidez demorándose aún después de
haberte ido,
porque era tu adiós la despedida última,
la última señal que acercaba los sueños desde el
incontenible amanecer.
Fue necesario el lento trabajo de los años,
su rápido fulgor, su mustio decaer entre pesados muros
que sólo levantaron respuestas de ceniza a tu llamado
para que tú miraras largamente tus despojadas manos
como una llanura donde los vientos dejan polvaredas
mortales,
mientras disponen, lejos,
la tempestad que arrase desmedida su sediento destino.
Fue necesario todo lo que fuimos contigo,
lo que somos contigo del lado de los llantos,
para saber, viviendo, cuánta sorda tiniebla te asediaba
y encontrarnos, después,
Con el transido resplandor del aire que dejaste muriendo.
Porque todo este tiempo
es el innumerable testigo que nos trae las mismas
evidencias,
aquello en lo que fuiste cuanto eras, de una vez para
siempre:
acostumbrados gestos,
ciertos ritos que cumpliera tu sangre sumisa a la memoria,
esos nocturnos pasos acercando los campos
donde la luz es sólo un repetido comienzo de penumbras,
las remotas paredes, las efímeras cosas a las que
retornabas
con la triste paciencia de quien guarda afanoso, en la mirada,
paisajes habituales que más tarde
aliviarán el peso de las horas en sabido destierro.
Tú pedías tan poco.
Apenas si anhelas un tranquilo vivir que prolongara la
duración de tu alma
en idéntico amor,
en radiante amistad, en devoción sagrada
por gentes que existieron con la simple nobleza de la
tierra,
sin glorias ni ambiciones.
Tú amabas lo inmortal, lo grandioso terrestre.
Mas no pudo el débil llamado de tu vida contra pesadas
puertas
aposentos malditos, épocas miserables
donde la dicha duerme sordamente su legendario olvido-,
nada tu lejanía contra las invencibles mareas de lo
inútil,
nada tu juventud contra ese rostro
que entre desalentadas rebeldías, nostalgias y furiosas
pesadumbres,
infatigablemente se asomó a tus desvelos;
y unas noche sentimos dentro del corazón un ronco oleaje,
amargamente vivo,
en el preciso sitio donde ardía en nosotros,
como nosotros mismos duradera,
tu callada grandeza.
Ahora estamos más solos por imperio de muerte,
por un cuerpo ganado como un palmo de tierra por la tierra
baldía,
recobrando al conjuro del más lejano soplo
realidades perdidas en lo más olvidado de los antiguos
días,
imágenes que juntos traspasamos, que juntos nos esperan;
porque no es el recuerdo del pasado dispersos ademanes
-hojarascas y ramas que encendemos
para llorar al humo de una lánguida hoguera-,
sino fieles señales de una región dormida que aguarda
nuestro paso
con las huellas de antaño suspendidas como eternos
ropajes.
No es por decir, Eduardo, cuando alguien se nos muere,
no hay un lugar vacío, no hay un tiempo vacío,
hay ráfagas inmensas que se buscan a solas, sin consuelo,
pues aquí, y más allá,
tanto de lo que él fue respira con nosotros la fatiga del
polvo pasajero,
tanto de lo que somos reposa irrecobrable entre su muerte
que así sobrevivimos
llevando cada uno una sombra del otro por los distantes
cielos.
Alguna vez se acercarán,
Entonces, cuando estemos contigo para siempre,
Últimos como tú, como tú verdaderos.
Densos velos te cubren, poesía
No es en este volcán que hay debajo de mi lengua falaz
donde te busco,
ni es esta espuma azul que hierve y cristaliza en mi
cabeza,
sino en esas regiones que cambian de lugar cuando se
nombran,
como el secreto yo y las indescifrables colonias de otro
mundo.
Noches y días con los ojos abiertos bajo el insoportable
parpadeo del sol,
atisbando en el cielo una señal,
la sombra de un eclipse fulgurante sobre el rostro del
tiempo,
una fisura blanca como un tajo de Dios en la muralla del
planeta.
Algo con que alumbrar las sílabas dispersas de un código
perdido
Para poder leer en estas piedras mi costado invisible.
Pero ningún pentecostés de alas ardientes desciende sobre
mí.
¡Variaciones del humo, retazos de tinieblas con máscaras
de plomo,
meteoros innominados que me sustraen la visión entre un
batir de puertas!
Noches y días fortificada en la clausura de esta piel,
escarbando en la sangre como un topo,
removiendo en los huesos las fundaciones y las lápidas,
en busca de un indicio como de un talismán que me revierta
la división y la caída.
¿Dónde fue sepultada la semilla de mi pequeño verbo aún
sin formular?
¿En que Delfos perdido en la corriente
suben como el vapor las voces desasidas que reclaman mi
voz para manifestarse?
¿Y cómo asir el signo a la deriva -ese y no cualquier
otro-
en que debe encarnar cada fragmento de este inmenso
silencio?
No hay respuesta que estalle como una constelación entre
harapos nocturnos,
¡Apenas si fantasmas insondables de las profundidades,
territorios que comunican con pantanos,
astillas de palabras y guijarros que se disuelven en la
insoluble nada!
Sin embargo
ahora mismo
o alguna vez
no sé
quién sabe
puede ser
a través de las dobles espesuras que cierran la salida
o acaso suspendida por un error de siglos en la red del
instante
creí verte surgir como una isla
quizás como una barca entre las nubes o un castillo en el
que alguien canta
o una gruta que avanza tormentosa con todos los
sobrenaturales fuegos encendidos.
¡Ah las manos cortadas,
los ojos que encandilan y el oído que atruena!
¡Un puñado de polvo, mis vocablos!
El adiós
La sentencia era como esos calcos en que el relieve del
amor
deja un vacío
semejante a sus culpas.
Me arrojaron al mundo en mi ataúd de hielo.
Una tierra sin nombre todavía corrió sobre este rostro
con que habito en la desconocida:
era la tierra del castigo.
Era la hora en que comienzo a despertar entre los muertos
con la evidencia de un anillo roto,
un vestido de momia desprendido de las vendas del cielo
y un espejo de sal donde puede leerse mi destino.
El porvenir no es nada más que mirar hacia atrás.
Debajo de esas nubes desgarradas
hay una casa en llamas
en donde los amantes trasmutaban en oro de eternidad el
resplandor de un día,
o tomaban las apariencias de ladrones de pájaros
aprisionando entre los hilos del ocio las metamorfosis de
sus propias imágenes.
Hay una luz dorada que hiere hasta las lágrimas;
hay un lecho también
como una barca invadida por el follaje del deseo
-unas hojas carnosas que exhalan el perfume de los más
largos viajes-.
Y había siempre y nunca
como ahora vueltos de pronto boca abajo.
Corazón repudiado,
animal aterido en uno de los dos costados de tu sangre,
ignorabas entonces que tendrías la forma de un retablo de
la creación hecho pedazos,
que alguna vez la noche del adiós te nombraría en voz muy
baja
como nombra la soledad a sus testigos,
o como llaman aquellos que se van a los que nunca vuelven.
Ahora, de espaldas contra el muro que custodia el guardián
de todo nacimiento,
sólo te quedan las apariciones,
el fantasma de un tiempo que gritará contigo en el
estanque muerto de algún sueño,
cuando él duerme, tan lejos en su adiós.
Un soborno de plumas para una ley de fuego.
El jardín de las delicias
¿Acaso es
nada más que una zona de abismos y volcanes en
plena ebullición, predestinada a ciegas para las
ceremonias de la
especie en esta inexplicable travesía hacia abajo? ¿O tal
vez un
atajo, una emboscada oscura donde el demonio aspira la
inocencia
y sella a sangre y fuego su condena en la estirpe del
alma? ¿O tan
sólo quizás una región marcada como un cruce de encuentro
y desencuentro entre dos cuerpos sumisos como soles?
No. Ni vivero de la Perpetuación, ni fragua del pecado
original,
ni trampa del instinto, por más que un solo viento
exasperado
propague a la vez el humo, la combustión y la ceniza. Ni
siquiera
un lugar, aunque se precipite el firmamento y haya un
cielo que
huye, innumerable, como todo instantáneo paraíso.
A solas,
sólo un número insensato, un pliegue en las membranas
de la ausencia, un relámpago sepultado en un jardín.
Pero
basta el deseo, el sobresalto del amor, la sirena del
viaje, y entonces es más bien un nudo tenso en torno al
haz de
todos los sentidos y sus múltiples ramas ramificadas hasta
el
árbol de la primera tentación, hasta el jardín de las
delicias y
sus secretas ciencias de extravío que se expanden de
pronto
de la cabeza hasta los pies igual que una sonrisa, lo
mismo
que una red de ansiosos filamentos arrancados al rayo, la
corriente erizada reptando en busca del exterminio 0 la
salida,
escurriéndose adentro, arrastrada por esos sortilegios que
son
como tentáculos de mar y arrebatan con vértigo indecible
hasta el fondo del tacto, hasta el centro sin fin que se
desfonda
cayendo hacia lo alto, mientras pasa y traspasa esa
orgánica
noche interrogante de crestas y de hocicos y bocinas, con
jadeo de bestia fugitiva, con su flanco azuzado por el
látigo
del horizonte inalcanzable, con sus ojos abiertos al
misterio
de la doble tiniebla, derribando con cada sacudida la
nebulosa
maquinaria del planeta, poniendo en suspensión corolas
como
labios, esferas como frutos palpitantes, burbujas donde
late la
espuma de otro mundo, constelaciones extraídas vivas de su
prado natal, un éxodo de galaxias semejantes a plumas
girando
locamente en el gran aluvión, en ese torbellino atronador
que
ya se precipita por el embudo de la muerte con todo el
universo
en expansión, con todo el universo en contracción para el
parto
del cielo, y hace estallar de pronto la redoma y dispersa
en la
sangre la creación.
El sexo, sí,
más bien una medida:
la mitad del deseo, que es apenas la mitad del amor.
El retoque final
Es este aquel que amabas.
A este rostro falaz que burla su modelo en la leyenda,
a estos ojos innobles que miden la ventaja de haber
volcado a ciegas tu destino,
a estas manos mezquinas que apuestan a pura tierra su
ganancia,
consagraste los años del pesar y de la espera.
Ésta es la imagen real que provocó los bellos espejismos
de la ausencia:
corredores sedosos encandilados por la repetición del eco,
por las sucesivas efigies del error;
desvanes hasta el cielo, subsuelos hacia el recuperado
paraíso,
cuartos a la deriva, cuartos como de plumas y diamante
en los que te probabas cada noche los soles y las lluvias
de tu siempre jamás,
mientras él sonreía, extrañamente inmóvil, absorto en el
abrazo de la perduración.
Él estaba en lo alto de cualquier escalera,
él salía por todas las ventanas para el vuelo nupcial,
él te llamaba por tu verdadero nombre.
Construcciones en vilo,
sostenidas apenas por el temblor de un beso en la memoria,
por esas vibraciones con que vuelve un adiós;
cárceles de la dicha, cárceles insensatas que el mismo
Piranesi envidiaría.
Basta un soplo de arena, un encuentro de lazos desatados,
una palabra fría como la lija y la sospecha,
y esa urdimbre de lámpara y vapor se desmorona con un
crujido de alas,
se disuelve como templo de miel, como pirámide de nieve.
Dulzuras para moscas, ruinas para el enjambre de la
profanación.
Querrías incendiar los fantasiosos depósitos de ayer,
romper las maquinarias con que fraguó el recuerdo las
trampas para hoy,
el inútil y pérfido disfraz para mañana.
O querrías más bien no haber mirado nunca el alevoso
rostro,
no haber visto jamás al que no fue.
Porque sabes que al final de los últimos fulgores, de las
últimas nieblas,
habrá de desplegarse, voraz como una plaga, otra vez
todavía,
la inevitable cinta de toda tu existencia.
Él pasará otra vez en esa ráfaga de veloces visiones, de
días migratorios;
él, con su rostro de antaño, con tu historia inconclusa,
con el amor saqueado bajo la insoportable piel de la
mentira, bajo esta quemadura.
En el final era el verbo
Como si fueran sombras de sombras que se alejan las
palabras,
humaredas errantes exhaladas por la boca del viento,
así se me dispersan, se me pierden de vista contra las
puertas del silencio.
Son menos que las últimas borras de un color, que un
suspiro en la hierba;
fantasmas que ni siquiera se asemejan al reflejo que
fueron.
Entonces ¿no habrá nada que se mantenga en su lugar,
nada que se confunda con su nombre desde la piel hasta los
huesos?
Y yo que me cobijaba en las palabras como en los pliegues
de la revelación
o que fundaba mundos de visiones sin fondo
para sustituir los jardines del edén sobre las piedras del
vocablo.
¿Y no he intentado acaso pronunciar hacia atrás todos los
alfabetos de la muerte?
¿No era ese tu triunfo en las tinieblas, poesía?
Cada palabra a imagen de otra luz, a semejanza de otro
abismo,
cada una con su cortejo de constelaciones, con su nido de
víboras,
pero dispuesta a tejer ya destejer desde su propio costado
el universo
y a prescindir de mí hasta el último nudo.
Extensiones sin límites plegadas bajo el signo de un ala,
urdimbres como andrajos para dejar pasar el soplo
alucinante de los dioses,
reversos donde el misterio se desnuda,
donde arroja uno a uno los sucesivos velos, los sucesivos
nombres,
sin alcanzar jamás el corazón cerrado de la rosa.
Yo velaba incrustada en el ardiente hielo, en la hoguera
escarchada,
traduciendo relámpagos, desenhebrando dinastías de voces,
bajo un código tan indescifrable como el de las estrellas
o el de las hormigas.
Miraba las palabras al trasluz.
Veía desfilar sus oscuras progenies hasta el final del
verbo.
Quería descubrir a Dios por transparencia.
En la brisa, un momento
a Valerio
Que pueda el camino subir
hasta alcanzarte.
Que pueda el
viento soplar siempre a tu espalda.
Que pueda el sol brillar cálidamente sobre tu rostro
y las lluvias
caer con dulzura sobre tus campos,
y hasta que volvamos a encontramos
que Dios te
sostenga en la palma de su mano.
(Oración
irlandesa)
¡Ya se fue! ¡Ya se fue! -se queja la torcaza.
el lamento se expande de hoja en hoja,
de temblor en temblor, de transparencia en transparencia,
hasta envolver en negra desolación el plumaje del mundo.
-¡Ya se fue! ¡Ya se fue! -como si yo no viera.
Y me pregunto ahora cómo hacer para mirar de nuevo una
torcaza,
para volver a ver una bahía, una columna, el fuego, el
humo de la sopa,
sin que tus ojos me aseguren la consistencia de su
aparición,
sin que tu mano me confirme la mía.
Será como mirar apenas los reflejos de un espejo ladrón,
imágenes saqueadas desde las maquinarias del abismo,
opacas, andrajosas, miserables.
¿Y qué será tu almohada, y qué será tu silla,
y qué serán tus ropas, y hasta mi lecho a solas, si me
animo?
Posesiones de arena,
sólo silencio y llagas sobre la majestad de la distancia.
Ah, si pudiera encontrar en las paredes blancas de la hora
más cruel
esa larga fisura por donde te fuiste,
ese tajo que atravesó el pasado y cortó el porvenir,
acaso nos veríamos más desnudos que nunca, como después de
nunca,
como después del paraíso que perdimos,
y hasta quizás podríamos nombrarnos con los últimos
nombres,
esos que solamente Dios conoce,
y descubrir los pliegues ignorados de nuestra propia
historia
cubriendo las respuestas que callamos,
incrustadas tal vez como piedras preciosas en el fondo del
alma.
Todo lo que ya es patrimonio de sombras o de nadie.
Pero acá sólo encuentro en mitad de mi pecho
esta desgarradura insoportable cuyos bordes se entreabren
y muestran arrasados todos los escenarios donde tú eres el
rey
-un instantáneo calco del que fuiste, un relámpago apenas-
bajo la rotación del infinito derrumbe de los cielos.
Fuera de mí la nube dice "No", el viento dice
"No", las ramas dicen "No",
y hasta la tierra entera que te alberga,
esa tierra dispersa que ahora es sólo una alrededor de ti,
se aleja cuando llamo.
¿Cómo saber entonces d0nde estás en este desmedido,
insaciable universo,
donde la historia se confunde y los tiempos se mezclan y
los lugares se deslizan,
donde los ríos nacen y mueren las estrellas,
y las rosas que me miran en Paestum no son las que nos
vieron
sino tal vez las que miró Virgilio?
¿Cómo acertar contigo,
si aun en medio del día instalabas a veces tu silencio
nocturno,
inabordable como un dios, ensimismado como un árbol,
y tu delgado cuerpo ya te sustraía?
Aléjate, memoria de pared, memoria de cuchara, memoria de
zapato.
No me sirves, memoria, aunque simules este día.
No quiero que me asistas con mosaicos, ni con palacios, ni
con catedrales.
Húndete, piedra de la Navicella, junto al cisne de Brujas,
bajo las noches susurradoras de Venecia.
Sopla, viento de Holanda, sobre los campos de temblorosas
amapolas,
deshoja los recuerdos, barre los ecos y la lejanía.
No quiero que sea nunca para siempre ni siempre para
nunca.
Juguemos a que estamos perdidos otra vez entre los
laberintos de un jardín.
Encuéntrame, amor mío, en tu tiempo presente.
Mírame para hoy con tus ojos de miel, de chispas y de
claro tabaco.
Sé que a veces de pronto me presencias desde todas partes.
Tal vez poses tu mano lentamente como esta lluvia sobre mi
cabeza
o detengas tus pasos junto a mí en pálida visitación
conteniendo el aliento.
He conseguido ver el resplandor con que te llevan cuando
te persigo;
he aspirado también, señor de las plantaciones y las
flores,
el aroma narcótico con que me abrazas desde un rincón
vacío de la casa,
y he oído en el pan que cruje a solas el pequeño rumor con
que me nombras,
tiernamente, en secreto, con tu nuevo lenguaje.
Lo aprenderé, por más que todo sea un desvarío de lugares
hambrientos,
una forma inconclusa del deseo, una alucinación de la
nostalgia.
Pero aun así, ¿qué muro es insoluble entre nosotros?
¡Hemos huido juntos tantos años entre las ciénagas y los
tembladerales
delante de las fieras de tu mal
cubriendo la retirada con el sol, con la piel, con trozos
de la fiesta,
con pedazos inmensos del esplendor que fuimos, hasta que
te atraparon!
Anudaron tu cuerpo, ya tan leve, al miedo y al azar,
y escarbó en tus tejidos la tiniebla monarca con uñas y
con dientes,
mientras dábamos vueltas en la trampa, sin hallar la
salida.
La encontraste hacia arriba, y lograste escapar a pura
pérdida, de caída en caída.
Aún nos queda el amor:
esa doble moneda para poder pasar a uno y otro lado.
Haz que gire la piedra, que te traiga de nuevo la marea,
aunque sea un instante, nada más que un instante.
Ahora, cuando podrás mirar tan "fijamente el sol como
la muerte" ,
no querrás apagarlo para mí ni querrás extraviarme detrás
de los escombros,
por pequeña que sea mirada desde allá,
aun menos que una nuez, que una brizna de hierba que unos
granos de arena.
Y porque a veces me decías: "Tú hiciste que la luz
fuera visible",
y otra vez descubrimos que la muerte se parece al amor
en que ambos multiplican cada hora y lugar por una misma
ausencia,
yo te reclamo ahora en nombre de tu sol y de tu muerte una
sola señal,
precisa, inconfundible, fulminante, como el golpe de
gracia que parte en dos el muro
y descubre un jardín donde somos posibles todavía,
apenas un instante, nada más que un instante,
tú y yo juntos, debajo de aquel árbol
copiados por la brisa de un momento cualquiera de la
eternidad.
Entre perro y lobo
Me clausuran en mí.
Me dividen en dos.
Me engendran cada día en la paciencia
y en un negro organismo que ruge como el mar.
Me recortan después con las tijeras de la pesadilla
y caigo en este mundo con media sangre vuelta a cada lado:
una cara labrada desde el fondo por los colmillos de la
furia a solas,
y otra que se disuelve entre la niebla de las grandes
manadas.
No consigo saber quién es el amo aquí.
Cambio bajo mi piel de perro a lobo.
Yo decreto la peste y atravieso con mis flancos en llamas
las planicies del porvenir y del pasado;
yo me tiendo a roer los huesecitos de tantos sueños
muertos entre
celestes pastizales.
Mi reino está en mi sombra y va conmigo dondequiera que
vaya,
o se desploma en ruinas con las puertas abiertas a la
invasión del
enemigo.
Cada noche desgarro a dentelladas todo lazo ceñido al
corazón,
y cada amanecer me encuentra con mi jaula de obediencia en
el lomo.
Si devoro a mi dios uso su rostro debajo de mi máscara,
y sin embargo sólo bebo en el abrevadero de los hombres
un aterciopelado veneno de piedad que raspa en las
entrañas.
He labrado el torneo en las dos tramas de la tapicería:
he ganado mi cetro de bestia en la intemperie,
y he otorgado también jirones de mansedumbre por trofeo.
Pero ¿quién vence en mí?
¿Quién defiende de mi bastión solitario en el desierto, la
sábana del sueño?
¿Y quién roe mis labios, despacito y a oscuras, desde mis
propios dientes?
En tu inmensa pupila
Me reconoces, noche,
me palpas, me recuentas,
no como avara sino como una falsa ciega,
o como alguien que no sabe jamás quién es la náufraga y
quién la endechadora.
Me has escogido a tientas para estatua de tus alegorías,
sólo por la costumbre de sumergirme hasta donde se acaba
el mundo
y perder la cabeza en cada nube y a cada paso el suelo
debajo de los pies.
¿Y acaso no fui siempre tu hijastra preferida,
esa que se adelanta sin vacilaciones hacia la trampa
urdida por tu mano,
la que muerde el veneno en la manzana o copia tu belleza
del espejo traidor?
Olvidaron atarme al mástil de la casa cuando tú pasabas
para que no me fuera cada vez tras tu flauta encantada de
ladrona de niños,
y fue a expensas del día que confundí en tu bolsa la
blancura y la nieve,
los lobos y las sombras.
Ahora es tarde para volver atrás y corregir las horas de
acuerdo con el sol.
Ahora me has marcado con tu alfabeto negro.
Pertenezco a la tribu de los que se hospedan en radiantes
tinieblas,
de los que ven mejor con los ojos cerrados y se acuestan
del lado del abismo
y
alzan vuelo y no vuelven
cuando Tomás abre de par en par las puertas del evidente
mediodía.
Tú fundas tu Tebaida en lo invisible. Tú no concedes
pruebas.
Tú aconteces, secreta, innumerable, sin formular,
como una contemplación vuelta hacia adentro,
donde cada señal es el temblor de un pájaro perdido en un
recinto inmenso
y cada subida un salto en el vacío contra gradas y
ausencias.
Tú me vigilas desde todas partes,
descorriendo telones, horadando los muros, atisbando entre
fardos de penumbra;
me encuentras y me miras con la mirada del cazador y del
testigo,
mientras descubro en medio de tus altas malezas el
esplendor de una ciudad perdida,
o busco en vano el rastro del porvenir en tus
encrucijadas.
Tú vas quién sabe adónde siguiendo las variaciones de la
tentación inalcanzable,
probándote los rostros extremos del horror, de la extrema
belleza,
la imposible distancia de los otros, el tacto del
infierno,
visiones que se agolpan hasta donde te alcanza la oscuridad
que tengo,
hasta donde comienzas a rodar muerte abajo con carruajes,
con piedras y con perros.
Pero yo no te pido lámparas exhumadas ni velos
entreabiertos.
No te reclamo una lección de luz,
como no le reclamo al agua por la llama ni a la vigilia
por el sueño.
¿O habría de confiar menos en ti que en las duras,
recelosas estrellas?
¡Hemos visto tantos misterios insolubles con sus blancos
reflejos, aún a pleno sol!
Basta con que me lleves de la mano como a través de un
bosque,
noche alfombrada, noche sigilosa, que aprenda yo lo que
quieres decir,
lo que susurra el viento,
y pueda al fin leer hasta el fondo de mi pequeña noche en
tu pupila inmensa.
Esa es tu pena...
Esa es tu pena.
Tiene la forma de un cristal de nieve que no podría
existir si no existieras
y el perfume del viento que acarició el plumaje de los
amaneceres que no vuelven.
Colócala a la altura de tus ojos
y mira cómo irradia con un fulgor azul de fondo de
leyenda,
o rojizo, como vitral de insomnio ensangrentado por el
adiós de los amantes,
o dorado, semejante a un letárgico brebaje que sorbieron
los ángeles.
Si observas al trasluz verás pasar el mundo rodando en una
lágrima.
Al respirar exhala la preciosa nostalgia que te envuelve,
un vaho entretejido de perdón y lamentos que te convierte
en reina del reverso del cielo.
Cuando la soplas crece como si devorara la íntima
sustancia de una llama
y se retrae como ciertas flores si la roza cualquier
sombra extranjera.
No la dejes caer ni la sometas al hambre y al veneno;
sólo conseguirías la multiplicación, un erial, la bastarda
maleza en vez de olvido.
Porque tu pena es única, indeleble y tiñe de imposible
cuanto miras.
No hallarás otra igual, aunque te internes bajo un sol
cruel entre columnas rotas,
aunque te asuma el mármol a las puertas de un nuevo
paraíso prometido.
No permitas entonces que a solas la disuelva la costumbre,
no la gastes con nadie.
Apriétala contra tu corazón igual que a una reliquia
salvada del naufragio:
sepúltala en tu pecho hasta el final, hasta la empuñadura.
Espejo en lo alto
A Alberto Girri
No sé si habrás logrado componer tu escritura
con aquel minucioso tapiz de hojas errantes que organizaba
huecos y relieves,
prolijos ideogramas en este desmantelado atardecer;
tampoco sé si alguna vez me hablaste en los últimos meses
con ese congelado tintineo del vidrio, con el rumor del
mimbre,
o el apremiante latido del corazón a oscuras;
y quizás tu mirada fuera entonces esa mirada circular del
ágata,
que se abre, que se expande, que se amplía de agua en aire
más allá de la piedra y el fulgor y más allá del mundo.
Imposible saber. No consigo abarcar lo que me sobrepasa y
te contiene;
no puedo descifrar de pronto las señales que no fueron
costumbre.
Porque ahora traspasaste del todo la zona de los delirios
y las emanaciones,
donde la selva y las acechanzas de la selva se confunden,
y los días se tiñen con el color de lo que ya no es, de lo
que no será,
y entre un cuerpo y su sombra vuelca el viento veinte
siglos de historia
y en una y otra mano se multiplican las semillas de la
incertidumbre
y a uno y otro pie se anudan las serpientes de la
contradicción.
Porque tal es la prueba y tales las maquinaciones de la
simuladora, inabordable realidad.
No en vano deshojaste la envoltura del sueño y la vigilia,
palabra por palabra y ausencia por presencia,
hasta el último pétalo, hasta el temblor inmóvil del
silencio.
(No revisaste acaso, palpando, escarbando, horadando la
trama del poema
el revés y el derecho del destino, los nudos del error, el
bordado ilusorio,
sin encontrar la pura transparencia que permita mirar al
otro lado?
Tu fuerza fue habitar en el Reino del No la casa de los
innumerables laberintos,
probando las entradas, rondando las salidas,
acechando visiones contagiosas, insectos y peligros y
ratones.
e una casa oscilante, en continuo equilibrio,
justo en el borde de la inmensidad;
y allí viviste alerta, ensayando la ausencia, desasido de
ti
-tu primera persona del singular cada vez más allá,
siempre más cerca de algún otro tú-,
siendo a la vez el cazador que descubre la presa y
abandona el asedio
y el pájaro que intenta desterrar con las alas su recuerdo
en el suelo.
Ya eres parte de todo en otro reino, el Reino de la
Perduración y la Unidad,
estás en el eterno presente que huye, que se consume y que
no cesa,
y podrás ser por fin el nombre y lo nombrado.
Pero yo sé que casi medio siglo de amistad, permanencia,
emociones y amparo,
no me basta para encontrar que una pequeña huella,
una chispa en suspenso, un flotante perfume
son, en medio del anónimo coro universal, de la corriente
del acontecer,
tu modo de dictarme lo más justo, lo más bello y lo más
verdadero,
como antes, como siempre, con un gesto, con un talismán,
con una lágrima.
Y si así fuera, ¿cómo responder?
A partir de mi boca, de mi congoja y mi ignorancia sólo
puedo rogar:
"Señor:
Haz que tu hijo sea como el más incontaminado de todos tus
espejos
y muéstrale las cosas así como él quería, tales es como
son.
Jugabas a esconderte entre los utensilios de cocina...
XIV
Jugabas a esconderte entre los utensilios de cocina
como un extraño objeto tormentoso entre indecibles faunas,
o a desaparecer en las complicidades del follaje
con un manto de dríada dormida bajo los velos de la tarde,
o eras sustancia yerta debajo de un papel que se levanta y
anda.
Henchías los armarios con organismos palpitantes
o poblabas los vestidos vacíos con criaturas decapitadas y
fantasmas.
Fuiste pájaro y grillo, musgo ciego y topacios errantes.
Ahora sé que tratabas de despistar a tu perseguidora con
efímeras máscaras.
No era mentira el túnel con orejas de liebre
ni aquella cacería de invisibles mariposas nocturnas.
Te alcanzó tu enemiga poco a poco
y te envolvió en sus telas como con un disfraz de
lluviosos andrajos.
Saliste victoriosa en el irreversible juego de no estar.
Sin embargo, aún ahora, cierta respiración desliza un
vidrio frío por mi espalda.
Y entonces ese insecto radiante que tiembla entre las
flores,
la fuga inexplicable de las pequeñas cosas,
un hocico de sombra pegado noche a noche a la ventana, no
sé, podría ser,
¿quién me asegura acaso que no juegas a estar, a que te
atrapen?
De "Cantos a Berenice" 1920
La corona final
Si puedes ver detrás de los escombros,
de tantas raspaduras y tantas telarañas como cubren el
hormiguero de otra vida,
si puedes todavía destrozarte otro poco el corazón,
aunque no haya esperanza ni destino,
aparta las cortinas, la ignorancia o el espesor del mundo,
lo que sea,
y mira con tus ojos de ahora bien adentro, hasta el fondo
del caos.
¿Qué color tienes tú a través de los días y los años de
aquel a quien amaste?
¿Qué imagen tuya asciende con el alba y hace la noche del
enamorado?
¿Qué ha quedado de ti en esa memoria donde giran los
vientos?
Quizás entre las hojas oxidadas que fueron una vez el
esplendor y el viaje,
un tapiz a lo largo de toda la aventura,
surjas confusamente, casi irreconocible a través de otros
cuerpos,
como si aparecieras reclamando un lugar en algún paraíso
ajeno ya deshora.
O tal vez ya ni estés, ni polvo ni humareda;
tal vez ese recinto donde siempre creíste reinar
inalterable,
sin tiempo y tan lejana como incrustada en ámbar,
sea menos aún que un albergue de paso:
una desnuda cámara de espejos donde nunca hubo nadie,
nadie más que un yo impío cubriendo la distancia entre una
sombra y el deseo.
Y acaso sea peor que haber pasado en vano,
porque tú que pudiste resistir a la escarcha y a la
profanación,
permanecer de pie bajo la cuchillada de insufribles
traiciones,
es posible que al fin hayas sido inmolada,
descuartizada en nombre de una historia perversa,
tus trozos arrojados a la hoguera, a los perros, al
remolino de los basurales,
y tu novela rota y pisoteada oculta en un cajón.
Es algo que no puedes soportar.
Hace falta más muerte. No bastarían furias ni sollozos.
Prefieres suponer que fuiste relegada por amores terrenos,
por amores bastardos,
porque él te reservó para después de todos sus
instantáneos cielos,
para después de nunca, más allá del final.
Estarás esperándolo hasta entonces con corona de reina
en el enmarañado fondo del jardín.
La mala suerte
Alguien marcó en mis manos,
tal vez hasta en la sombra de mis manos,
el signo avieso de los elegidos por los sicarios de la
desventura.
Su tienda es mi morada.
Envuelta estoy en la sombría lona de unas alas que caen y
que caen
llevando la distancia dondequiera que vaya,
sin acertar jamás con ningún paraíso a la medida de mis
tentaciones,
con ningún episodio que se asemeje a mi aventura.
Nada. Antros donde no cabe ni siquiera el perfume de la
perduración,
encierros atestados de mariposas negras, de cuervos y de
anguilas,
agujeros por los que se evapora la luz del universo.
Faltan siempre peldaños para llegar y siempre sobran
emboscadas y ausencias.
No, no es un guante de seda este destino.
No se adapta al relieve de mis huesos ni a la temperatura
de mi piel,
y nada valen trampas ni exorcismos,
ni las maquinaciones del azar ni las jugadas del empeño.
No hay apuesta posible para mí.
Mi lugar está enfrente del sol que se desvía o de la isla
que se aleja.
¿No huye acaso el piso con mis precarios bienes?
¿No se transforma en lobo cualquier puerta?
¿No vuelan en bandadas azules mis amigos y se trueca en
carbón el oro que yo toco?
¿Qué más puedo esperar que estos prodigios?
Cuando arrojo mis redes no recojo más que vasijas rotas,
perros muertos, asombrosos desechos,
igual que el pobrecito pescador al comenzar la noche
fantástica del cuento.
Pero no hay desenlace con aplausos y palmas para mí.
¿No era heroico perder? ¿No era intenso el peligro?
¿No era bella la arena?
Entre mi amado y yo siempre hubo una espada;
justo en medio de la pasión el filo helado, el fulgor
venenoso
que anunciaba traiciones y alumbraba la herida en el final
de la novela.
Arena, sólo arena, en el fondo de todos los ojos que me
vieron.
¿Y ahora con qué lágrimas sazonaré mi sal,
con qué fuego de fiebres consteladas encenderé mi vino?
Si el bien perdido es lo ganado, mis posesiones son
incalculables.
Pero cada posible desdicha es como un vértigo,
una provocación que la insaciable realidad acepta, más
tarde o más temprano.
Más tarde o más temprano, estoy aquí para que mi temor se
cumpla.
Las muertes
He aquí unos muertos cuyos huesos no blanqueará la lluvia,
lápidas donde nunca ha resonado el golpe tormentoso
de la piel del lagarto,
inscripciones que nadie recorrerá encendiendo la luz
de alguna lágrima;
arena sin pisadas en todas las memorias.
Son los muertos sin flores.
No nos legaron cartas, ni alianzas, ni retratos.
Ningún trofeo heroico atestigua la gloria o el oprobio.
Sus vidas se cumplieron sin honor en la tierra,
mas su destino fue fulmíneo como un tajo;
porque no conocieron ni el sueño ni la paz en los
infames lechos vendidos por la dicha,
porque sólo acataron una ley más ardiente que la ávida
gota de salmuera.
Esa y no cualquier otra.
Esa y ninguna otra.
Por eso es que sus muertes son los exasperados rostros
de nuestra vida.
Lejos, de corazón en corazón...
Lejos,
de corazón en corazón,
más allá de la copa de niebla que me aspira desde el fondo
del vértigo,
siento el redoble con que me convocan a la tierra de
nadie.
(¿Quién se levanta en mí?
¿Quién se alza del sitial de su agonía, de su estera de
zarzas,
y camina con la memoria de mi pie?)
Dejo mi cuerpo a solas igual que una armadura de
intemperie hacia adentro
y depongo mi nombre como un arma que solamente hiere.
¿(Dónde salgo a mi encuentro con el arrobamiento de la
luna contra
el cristal de todos los albergues?)
Abro con otras manos la entrada del sendero que no sé
adónde da
y avanzo con la noche de los desconocidos.
(¿Dónde llevaba el día mi señal, pálida en su aislamiento,
la huella de una insignia que mi pobre victoria arrebataba
al tiempo?)
Miro desde otros ojos esta pared de brumas
en donde cada uno ha marcado con sangre el jeroglífico de
su soledad,
y suelta sus amarras y se va en un adiós de velero
fantasma hacia el naufragio.
(¿No había en otra parte, lejos, en otro tiempo, una
tierra extranjera,
una raza de todos menos uno, que se llamó la raza de los
otros,
un lenguaje de ciegos que ascendía en zumbidos y en
burbujas hasta la sorda noche?)
Desde adentro de todos no hay más que una morada bajo un
friso de máscaras;
desde adentro de todos hay una sola efigie que fue
inscripta en el revés del alma;
desde adentro de todos cada historia sucede en todas
partes:
no hay muerte que no mate, no hay nacimiento ajeno ni amor
deshabitado.
(¿No éramos el rehén de una caída, una lluvia de piedras
desprendida del cielo,
un reguero de insectos tratando de cruzar la hoguera del castigo?)
Cualquier hombre es la versión en sombras de un Gran Rey
herido en su costado.
Despierto en cada sueño con el sueño con que Alguien sueña
el mundo.
Es víspera de Dios. Está uniendo en nosotros sus pedazos.
Lejos, desde mi colina
A veces sólo era un llamado de arena en las ventanas,
una hierba que de pronto temblaba en la pradera quieta,
un cuerpo transparente que cruzaba los muros con blandura
dejándome en los ojos un resplandor helado,
o el ruido de una piedra recorriendo la indecible tiniebla
de la medianoche;
a veces, sólo el viento.
Reconocía en ellos distantes mensajeros
de un país abismado con el mundo bajo las altas sombras de
mi frente.
Yo los había amado, quizás, bajo otro cielo,
pero la soledad, las ruinas y el silencio eran siempre los
mismos.
Más tarde, en la creciente noche,
miraba desde arriba la cabeza inclinada de una mujer
vestida de congoja
que marchaba a través de todas sus edades como por un
jardín
antiguamente amado.
Al final del sendero, antes de comenzar la durmiente planicie,
un brillo memorable, apenas un color pálido y cruel, la
despedía;
y más allá no conocía nada.
¿Quién eras tú, perdida entre el follaje como las
anteriores primaveras,
como alguien que retorna desde el tiempo a repetir los
llantos,
los deseos, los ademanes lentos con que antaño entreabría
sus días?
Sólo tú, alma mía.
Asomada a mi vida lo mismo que a una música remota,
para siempre envolvente,
escuchabas, suspendida quién sabe de qué muro de tierno
desamparo,
el rumor apagado de las hojas sobre la juventud
adormecida,
y elegías lo triste, lo callado, lo que nace debajo del
olvido.
¿En qué rincón de ti,
en qué desierto corredor resuenan los pasos clamorosos de
una alegre estación,
el murmullo del agua sobre alguna pradera que prolongaba
el cielo,
el canto esperanzado con que el amanecer corría a nuestro
encuentro
y también las palabras, sin duda tan ajenas al sitio
señalado,
en las que agonizaba lo imposible?
Tú no respondes nada, porque toda respuesta de ti ha sido
dada.
Acaso hayas vivido solamente
aquello que al arder no deja más que polvo de tristeza
inmortal,
lo que saluda en ti, a través del recuerdo,
una eterna morada que al recibirnos se despide.
Tú no preguntas nada, nunca, porque no hay nadie ya que te
responda.
Pero allá, sobre las colinas,
tu hermana, la memoria, con una rama joven aún entre las
manos,
relata una vez más la leyenda inconclusa de un brumoso
país.
Les jeux sont faits
¡Tanto esplendor en este día!
¡Tanto esplendor inútil, vacío, traicionado!
¿Y quién te dijo acaso que vendrían por ti días dorados
en años venideros?
Días que dicen sí, como luces que zumban,
como lluvias sagradas.
¿Acaso bajó el ángel a prometerte un venturoso exilio?
Tal vez hasta pensaste que las aguas lavaban los guijarros
para que murmuraran tu nombre por las playas,
que a tu paso florecerían porque sí las retamas
y las frases ardientes velarían insomnes en tu honor.
Nada me trae el día.
No hay nada que me aguarde más allá del final de la
alameda.
El tiempo se hizo muro y no puedo volver.
Aunque ahora supiera dónde perdí las llaves
y confundí las puertas
o si fue solamente que me distrajo el vuelo de algún
pájaro,
por un instante, apenas, y tal vez ni siquiera,
puedo reclamar entre los muertos.
Todo lo que recuerda mi boca fue borrado de la memoria de
otra boca
se alojó en nuestro abrazo la ceniza, se nos precipitó la
lejanía,
y soy como la sobreviviente pompeyana
separada por siglos del amante sepultado en la piedra.
Y de pronto este día que fulgura
como un negro telón partido por un tajo, desde ayer, desde
nunca.
¡Tanto esplendor y tanto desamparo!
Sé que la luz delata los territorios de la sombra y vigila
en suspenso,
y que la oscuridad exalta el fuego y se arrodilla en los
rincones.
Pero, ¿cuál de las dos labra el legítimo derecho de la
trama?
Ah, no se trata de triunfo, de aceptación ni de
sometimiento.
Yo me pregunto, entonces:
más tarde o más temprano, mirado desde arriba,
¿cuál es en el recuento final, el verdadero, intocable
destino?
¿El que quise y no fue?, ¿el que no quise y fue?
Madre, madre,
vuelve a erigir la casa y bordemos la historia.
Vuelve a contar mi vida.
Los reflejos infieles
Me moldeó muchas caras esta sumisa piel,
adherida en secreto a la palpitación de lo invisible
lo mismo que una gasa que de pronto revela figuras
emboscadas en la vaga sustancia de los sueños.
Caras como resúmenes de nubes para expresar la
intraducible travesía;
mapas insuficientes y confusos donde se hunden los cielos
y emergen los abismos.
Unas fueron tan leves que se desgarraron entre los dientes
de una sola noche.
Otras se abrieron paso a través de la escarcha, como proas
de fuego.
Algunas perduraron talladas por el heroico amor en la
memoria del espejo;
algunas se disolvieron entre rotos cristales con las
primeras nieves.
Mis caras sucesivas en los escaparates veloces de una
historia sin paz y sin costumbres:
un muestrario de nieblas, de terror, de intemperies.
Mis caras más inmóviles surgiendo entre las aguas de un
ágata
sin
fondo que presagia la muerte,
solamente la muerte, apenas el reverso de una sombra
estampada en el hueco de la separación.
Ningún signo especial en estas caras que tapizan la
ausencia.
Pero a través de todas, como la mancha de ácido que
traspasa
en el álbum los ambiguos retratos,
se inscribió la señal de una misma condena:
mi vana tentativa por reflejar la cara que se sustrae y
que me excede.
El obstinado error frente al modelo.
Mujer en su ventana
Ella está sumergida en su ventana contemplando las brasas
del anochecer, posible todavía.
Todo fue consumado en su destino, definitivamente
inalterable desde ahora
como el mar en un cuadro, y sin embargo el cielo continúa
pasando
con sus angelicales procesamientos.
Ningún pato salvaje interrumpió su vuelo hacia el oeste;
allá lejos
seguirán floreciendo los ciruelos, blancos, como si nada,
y alguien en cualquier parte levantará su casa sobre el
polvo y el humo de otra casa.
Inhóspito este mundo. Áspero este lugar de nunca más.
Por una fisura del corazón sale un pájaro negro y es la
noche
–¿o acaso será un dios que cae agonizando sobre el mundo?
-,
pero nadie lo ha visto, nadie sabe, ni el que se va
creyendo
que los lazos rotos nacen preciosas alas,
los instantáneos nudos del azar, la inmortal aventura,
aunque cada pisada clausure con un sello todos los
paraísos prometidos.
Ella oyó en cada paso la condena.
Y ahora ya no es más que una remota, inmóvil mujer en su
ventana,
la simple arquitectura de la sombra asilada en su piel,
como si alguna vez una frontera, un muro, un silencio, un
adiós,
hubieran sido el verdadero límite, el abismo final entre
una mujer y un hombre.
No comiste del loto del olvido...
VI
No comiste del loto del olvido
-el homérico privilegio de los dioses-,
porque sabías ya que quien olvida se convierte en objeto
inanimado
-nada más que en resaca o en resto a la deriva-
al antojo del caprichoso mar de otras memorias.
Y así escarbaste un día en tu depósito de sombras
y volviste a anudar con tiernos ligamentos huesecitos
dispersos,
tejidos enamorados del sabor de la lluvia,
vísceras dulces como colmenas sobrenaturales para la abeja
reina,
dientes que fueron lobos en las estepas de la luna,
garras que fueron tigres en la profunda selva embalsamada.
Y lo envolviste todo en ese saco de carbón constelado
que arrojaste hacia aquí, como hacia un tren en marcha,
y que en algún lugar dejó un agujero por el que te aspiran
y al que debes volver.
De "Cantos a Berenice" 1920
No estabas en mi umbral...
No estabas en mi umbral
ni yo salí a buscarte para colmar los huecos que fragua la
nostalgia
y que presagian niños o animales hechos con la sustancia
de la frustración.
Viniste paso a paso por los aires,
pequeña equilibrista en el tablón flotante sobre un foso
de lobos
enmascarado por los andrajos radiantes de febrero.
Venías condensándote desde la encandilada transparencia,
probándote otros cuerpos como fantasmas al revés,
como anticipaciones de tu eléctrica envoltura -el erizo de
niebla,
el globo de lustrosos vilanos encendidos, la piedra imán
que absorbe su fatal alimento,
la ráfaga emplumada que gira y se detiene alrededor de un
ascua en torno de un temblor-.
Y ya habías aparecido en este mundo, intacta en tu negrura
inmaculada desde la cara
hasta la cola, más prodigiosa aún que el gato de Cheshire,
con tu porción de vida como una perla roja brillando entre
los dientes.
Tomado de:
http://amediavoz.com/orozco.htm
Para destruir a la enemiga
Mira a la que avanza desde el fondo del agua borrando el
día con sus manos,
vaciando en piedra gris lo que tú destinabas a memoria de
fuego,
cubriendo de cenizas las más bella estampas prometidas por
las dos caras de los sueños.
Lleva sobre su rostro la señal:
ese color de invierno deslumbrante que nace donde mueres,
esas sombras como de grandes alas que barren desde siempre
todos los juramentos del amor.
Cada noche, a lo lejos, en esa lejanía donde el amante
duerme con los ojos abiertos a otro mundo adonde nunca llegas,
ella cambia tu nombre por el ruido más triste de la arena;
tu voz, por un sollozo sepultado en el fondo de la canción
que nadie ya recuerda;
tu amor, por una estéril ceremonia donde se inmola el
crimen y el perdón.
Cada noche, en el deshabitado lugar adonde vuelves,
ella pone a secar la cifra de tu edad al bajar la marea,
o cose con el hilo de tus días la noche del adiós,
o prepara con el sabor del tiempo más hermoso ese turbio
brebaje que paladeas en la soledad,
ese ardiente veneno que otros llaman nostalgia y que tan
lentamente transforma el corazón en un puñado de semillas amargas.
No la dejes pasar.
Apaga su camino con la hoguera del árbol partido por el
rayo.
Arroja su reflejo donde corran las aguas para que nunca
vuelva.
Sepulta la medida de su sombra debajo de tu casa para que
por su boca la tierra la reclame.
Nómbrala con el nombre de lo deshabitado.
Nómbrala con el frío y el ardor,
con la cera fundida como una nieve sucia donde cae la
forma de su vida,
con las tijeras y el puñal,
con el rastro de la alimaña herida sobre la piedra negra,
con el humo del ascua,
con la fosa del imposible amor abierta al rojo vivo en su
costado,
con la palabra de poder
nómbrala y mátala.
Y no olvides sepultar la moneda.
Hacia arriba la noche bajo el pesado párpado del invierno
más largo.
Hacia abajo la efigie y la inscripción:
“Reina de las espadas,
Dama de las desdichas,
Señora de las lágrimas:
en el sitio en que estés con dos ojos te miro,
con tres nudos te ato,
la sangre te bebo
y el corazón te parto”.
Si miras otra vez en el fondo del vaso,
sólo verás ahora una descolorida cicatriz cuyos bordes se
cierran donde se unen las aguas,
pero pueden abrirse en otra herida, adonde nadie sabe.
Porque ella te fue anunciada en el séptimo día,
—en el día primero de tu culpa—,
y asumiste su nombre con el tuyo,
con los nombres vacíos, con el amor y con el número,
con el mismo collar de sal amarga que anuda la condena a
tu garganta.
Tomado de:
https://www.clarin.com/cultura/escritora-doodle-hoy-poemas-olga-orozco_0_fCgs-TC1.html
Aun Menos Que Reliquias
Son apenas dos piedras.
Nada más que dos piedras sin inscripción alguna,
recogidas un día para ser sólo piedras en el altar de la
memoria.
Aun menos que reliquias, que testigos inermes hasta el
juicio final.
Rodaron hasta mí desde las dos vertientes de mi
genealogía,
más remotas que lapas adheridas a ciegas a la
prescindencia y al sopor.
Y de repente cierto matiz intencionado,
cierto recogimiento sospechoso entre los tensos bordes a
punto de estallar,
el suspenso que vibra en una estría demasiado insidiosa,
demasiado evidente,
me anuncian que comienzan a oficiar desde los anfiteatros
de los muertos.
¿A qué aluden ahora estas dos piedras fatales, milenarias,
con sus brillos cruzados como la sangre que se desliza por
mis venas?
A fábulas y a historias, a estirpes y a regiones
entretejidas en un solo encaje desde los dos costados del
destino
hasta la trama de mis huesos.
Exhalan otra vez ese tiempo ciclópeo en los dioses eran
mis antepasados
-malhechores solemnes, ocultos en la ola, en el volcán y
en las estrellas,
bajaron a la isla a trasplantar sus templos, sus
represalias, sus infiernos-
y también esos siglos de las tierras hirsutas, emboscadas
en el ojo del zorro,
hambrientas en el bostezo del jaguar, inmensas en el
cambio de piel de la
(serpiente.
Pasan héroes de sandalias al viento y monstruos
confabulados con la roca,
pueblos que traficaron con el sol y pueblos que sólo
fueron dinastías de eclipses,
invasiones tenaces como regueros de hormigas sobre un mapa
de
(coagulada miel;
y aquí pasan las nubes con su ilegible códice, excursiones
salvajes,
y el brujo de la tribu domesticando a los grandes
espíritus
(como un encantador de pájaros
para que hablen por el redoble de la lluvia, por el fuego
o el grano,
por la boca colmada de la humilde vasija.
En un friso de nieblas se inscribe la mitad confusa de mi
especie,
mientras cambian de vestiduras las ciudades o trepan las
montañas o se
(arrojan al mar,
sus bellos rostros vueltos hacia el último rey, hacia el
último éxodo.
Un cortejo de sombras viene del otro extremo de mi
herencia,
llega con el conquistador y funda las colonias del odio,
de la espada y la codicia,
para expropiar el aire, los venados, los matorrales y las
almas.
Se aproxima una aldea encallada en lo alto del abismo
igual que un arca rota,
una agreste corona que abandonó el normando y recogieron
los vientos
(y las cabras,
mucho antes que el abuelo conociera la risa y los brebajes
para expulsar
(los males
y la abuela, tan alta, enlutara su corazón con despedidas
y desgastara
(los rosarios.
Ahora se ilumina un caserío alrededor del espinillo, el
ciego y el milagroso
(santo;
es polvareda y humo detrás de los talones del malón,
(de los perros extraídos del diablo,
poco antes que el abuelo disfrazara de fantasmas las
viñas, los miradores,
(los corrales,
y la abuela se internara por bosques embrujados a
perseguir el ave de
( los siete colores
para bordar con plumas la flor que no se cierra.
Y allá viene mi padre, con el océano retrocediendo a sus
espaldas.
Y allá viene mi madre flotando con caballos y volanta.
Yo estoy en una jaula donde comienza el mundo en un gemido
( y continúa en la ignorancia.
Pero detrás de mí no queda nadie para seguir hilando la
trama de mi raza.
Estas piedras lo saben, cerradas como puños obstinados.
Estas piedras aluden nada más que a unos huesos cada vez
más blancos.
Anuncian solamente el final de una crónica,
apenas una lápida.
Tomado de:
https://www.poemasde.net/aun-menos-que-reliquias-olga-orozco/
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