jueves, 26 de mayo de 2022

POEMAS DE OLGA OROZCO


Con esta boca, en este mundo...

 

No te pronunciaré jamás, verbo sagrado,

aunque me tiña las encías de color azul,

aunque ponga debajo de mi lengua una pepita de oro,

aunque derrame sobre mi corazón un caldero de estrellas

y pase por mi frente la corriente secreta de los grandes ríos.

 

Tal vez hayas huido hacia el costado de la noche del alma,

ese al que no es posible llegar desde ninguna lámpara,

y no hay sombra que guíe mi vuelo en el umbral,

ni memoria que venga de otro cielo para encarnar en esta  dura nieve

donde sólo se inscribe el roce de la rama y el quejido del viento.

 

Y ni un solo temblor que haga sobresaltar las mudas piedras.

Hemos hablado demasiado del silencio,

lo hemos condecorado lo mismo que a un vigía en el arco final,

como si en él yaciera el esplendor después de la caída,

el triunfo del vocablo con la lengua cortada.

 

¡Ah, no se trata de la canción, tampoco del sollozo!

He dicho ya lo amado y lo perdido,

trabé con cada sílaba los bienes que más temí perder.

A lo largo del corredor suena, resuena la tenaz melodía,

retumban, se propagan como el trueno

unas pocas monedas caídas de visiones o arrebatadas a la oscuridad.

Nuestro largo combate fue también un combate a muerte con la muerte, poesía.

Hemos ganado. Hemos perdido, porque ¿cómo nombrar con esa boca,

cómo nombrar en este mundo con esta sola boca en este mundo con esta sola boca?

 

 

Cuando alguien se nos muere

 

                                                                                          Poema a Eduardo Bosco

 

Fue necesario el grave, solitario lamento del viento entre los árboles,

para que tú supieras más que nadie ese desesperado resonar,

ese rumor sombrío con que pueden decirse las palabras

cuando de nada vale su fugaz melodía,

cuando en la soledad -la única apariencia verdadera -,

contemplamos, callando, los seres y los tiempos que fueron en nosotros

irrevocables muertes cuyos nombres no sabremos jamás.

 

Fue necesario el ocio de aquellas largas noches

que minuciosamente ordenaste en recuerdos, memorioso,

para que tú pasaras sosteniendo la sombra con tu sombra,

apenas presentida por los días,

con tu misma pausada palidez demorándose aún después de haberte ido,

porque era tu adiós la despedida última,

la última señal que acercaba los sueños desde el incontenible amanecer.

 

Fue necesario el lento trabajo de los años,

su rápido fulgor, su mustio decaer entre pesados muros

que sólo levantaron respuestas de ceniza a tu llamado

para que tú miraras largamente tus despojadas manos

como una llanura donde los vientos dejan polvaredas mortales,

mientras disponen, lejos,

la tempestad que arrase desmedida su sediento destino.

 

Fue necesario todo lo que fuimos contigo,

lo que somos contigo del lado de los llantos,

para saber, viviendo, cuánta sorda tiniebla te asediaba

y encontrarnos, después,

Con el transido resplandor del aire que dejaste muriendo.

 

Porque todo este tiempo

es el innumerable testigo que nos trae las mismas evidencias,

aquello en lo que fuiste cuanto eras, de una vez para siempre:

acostumbrados gestos,

ciertos ritos que cumpliera tu sangre sumisa a la memoria,

esos nocturnos pasos acercando los campos

donde la luz es sólo un repetido comienzo de penumbras,

las remotas paredes, las efímeras cosas a las que retornabas

con la triste paciencia de quien guarda afanoso, en la mirada,

paisajes habituales que más tarde

aliviarán el peso de las horas en sabido destierro.

 

Tú pedías tan poco.

Apenas si anhelas un tranquilo vivir que prolongara la duración de tu alma

en idéntico amor,

en radiante amistad, en devoción sagrada

por gentes que existieron con la simple nobleza de la tierra,

sin glorias ni ambiciones.

Tú amabas lo inmortal, lo grandioso terrestre.

 

Mas no pudo el débil llamado de tu vida contra pesadas puertas

aposentos malditos, épocas miserables

donde la dicha duerme sordamente su legendario olvido-,

nada tu lejanía contra las invencibles mareas de lo inútil,

nada tu juventud contra ese rostro

que entre desalentadas rebeldías, nostalgias y furiosas pesadumbres,

infatigablemente se asomó a tus desvelos;

y unas noche sentimos dentro del corazón un ronco oleaje,

amargamente vivo,

en el preciso sitio donde ardía en nosotros,

como nosotros mismos duradera,

tu callada grandeza.

 

Ahora estamos más solos por imperio de muerte,

por un cuerpo ganado como un palmo de tierra por la tierra baldía,

recobrando al conjuro del más lejano soplo

realidades perdidas en lo más olvidado de los antiguos días,

imágenes que juntos traspasamos, que juntos nos esperan;

porque no es el recuerdo del pasado dispersos ademanes

-hojarascas y ramas que encendemos

para llorar al humo de una lánguida hoguera-,

sino fieles señales de una región dormida que aguarda nuestro paso

con las huellas de antaño suspendidas como eternos ropajes.

 

No es por decir, Eduardo, cuando alguien se nos muere,

no hay un lugar vacío, no hay un tiempo vacío,

hay ráfagas inmensas que se buscan a solas, sin consuelo,

pues aquí, y más allá,

tanto de lo que él fue respira con nosotros la fatiga del polvo pasajero,

tanto de lo que somos reposa irrecobrable entre su muerte

que así sobrevivimos

llevando cada uno una sombra del otro por los distantes cielos.

Alguna vez se acercarán,

Entonces, cuando estemos contigo para siempre,

Últimos como tú, como tú verdaderos.

 

 

Densos velos te cubren, poesía

 

No es en este volcán que hay debajo de mi lengua falaz donde te busco,

ni es esta espuma azul que hierve y cristaliza en mi cabeza,

sino en esas regiones que cambian de lugar cuando se nombran,

como el secreto yo y las indescifrables colonias de otro mundo.

Noches y días con los ojos abiertos bajo el insoportable parpadeo del sol,

atisbando en el cielo una señal,

la sombra de un eclipse fulgurante sobre el rostro del tiempo,

una fisura blanca como un tajo de Dios en la muralla del planeta.

Algo con que alumbrar las sílabas dispersas de un código perdido

Para poder leer en estas piedras mi costado invisible.

 

Pero ningún pentecostés de alas ardientes desciende sobre mí.

¡Variaciones del humo, retazos de tinieblas con máscaras de plomo,

meteoros innominados que me sustraen la visión entre un batir de puertas!

Noches y días fortificada en la clausura de esta piel,

escarbando en la sangre como un topo,

removiendo en los huesos las fundaciones y las lápidas,

en busca de un indicio como de un talismán que me revierta la división y la caída.

¿Dónde fue sepultada la semilla de mi pequeño verbo aún sin formular?

¿En que Delfos perdido en la corriente

suben como el vapor las voces desasidas que reclaman mi voz para manifestarse?

¿Y cómo asir el signo a la deriva -ese y no cualquier otro-

en que debe encarnar cada fragmento de este inmenso silencio?

No hay respuesta que estalle como una constelación entre harapos nocturnos,

¡Apenas si fantasmas insondables de las profundidades,

territorios que comunican con pantanos,

astillas de palabras y guijarros que se disuelven en la insoluble nada!

 

Sin embargo

ahora mismo

o alguna vez

no sé

quién sabe

puede ser

a través de las dobles espesuras que cierran la salida

o acaso suspendida por un error de siglos en la red del instante

creí verte surgir como una isla

quizás como una barca entre las nubes o un castillo en el que alguien canta

o una gruta que avanza tormentosa con todos los sobrenaturales fuegos encendidos.

 

¡Ah las manos cortadas,

los ojos que encandilan y el oído que atruena!

¡Un puñado de polvo, mis vocablos!

 

 

El adiós

 

La sentencia era como esos calcos en que el relieve del amor

                                                                      deja un vacío semejante a sus culpas.

Me arrojaron al mundo en mi ataúd de hielo.

Una tierra sin nombre todavía corrió sobre este rostro

                                                                      con que habito en la desconocida:

era la tierra del castigo.

Era la hora en que comienzo a despertar entre los muertos

                                                                      con la evidencia de un anillo roto,

un vestido de momia desprendido de las vendas del cielo

y un espejo de sal donde puede leerse mi destino.

El porvenir no es nada más que mirar hacia atrás.

 

Debajo de esas nubes desgarradas

hay una casa en llamas

en donde los amantes trasmutaban en oro de eternidad el resplandor de un día,

o tomaban las apariencias de ladrones de pájaros

aprisionando entre los hilos del ocio las metamorfosis de sus propias imágenes.

Hay una luz dorada que hiere hasta las lágrimas;

hay un lecho también

como una barca invadida por el follaje del deseo

-unas hojas carnosas que exhalan el perfume de los más largos viajes-.

 

Y había siempre y nunca

como ahora vueltos de pronto boca abajo.

Corazón repudiado,

animal aterido en uno de los dos costados de tu sangre,

ignorabas entonces que tendrías la forma de un retablo de la creación hecho pedazos,

que alguna vez la noche del adiós te nombraría en voz muy baja

como nombra la soledad a sus testigos,

o como llaman aquellos que se van a los que nunca vuelven.

 

Ahora, de espaldas contra el muro que custodia el guardián de todo nacimiento,

sólo te quedan las apariciones,

el fantasma de un tiempo que gritará contigo en el estanque muerto de algún sueño,

cuando él duerme, tan lejos en su adiós.

Un soborno de plumas para una ley de fuego.

 

 

El jardín de las delicias

 

         ¿Acaso es nada más que una zona de abismos y volcanes en

plena ebullición, predestinada a ciegas para las ceremonias de la

especie en esta inexplicable travesía hacia abajo? ¿O tal vez un

atajo, una emboscada oscura donde el demonio aspira la inocencia

y sella a sangre y fuego su condena en la estirpe del alma? ¿O tan

sólo quizás una región marcada como un cruce de encuentro

y desencuentro entre dos cuerpos sumisos como soles?

No. Ni vivero de la Perpetuación, ni fragua del pecado original,

ni trampa del instinto, por más que un solo viento exasperado

propague a la vez el humo, la combustión y la ceniza. Ni siquiera

un lugar, aunque se precipite el firmamento y haya un cielo que

huye, innumerable, como todo instantáneo paraíso.

         

           A solas, sólo un número insensato, un pliegue en las membranas

de la ausencia, un relámpago sepultado en un jardín.

 

           Pero basta el deseo, el sobresalto del amor, la sirena del

viaje, y entonces es más bien un nudo tenso en torno al haz de

todos los sentidos y sus múltiples ramas ramificadas hasta el

árbol de la primera tentación, hasta el jardín de las delicias y

sus secretas ciencias de extravío que se expanden de pronto

de la cabeza hasta los pies igual que una sonrisa, lo mismo

que una red de ansiosos filamentos arrancados al rayo, la

corriente erizada reptando en busca del exterminio 0 la salida,

escurriéndose adentro, arrastrada por esos sortilegios que son

como tentáculos de mar y arrebatan con vértigo indecible

hasta el fondo del tacto, hasta el centro sin fin que se desfonda

cayendo hacia lo alto, mientras pasa y traspasa esa orgánica

noche interrogante de crestas y de hocicos y bocinas, con

jadeo de bestia fugitiva, con su flanco azuzado por el látigo

del horizonte inalcanzable, con sus ojos abiertos al misterio

de la doble tiniebla, derribando con cada sacudida la nebulosa

maquinaria del planeta, poniendo en suspensión corolas como

labios, esferas como frutos palpitantes, burbujas donde late la

espuma de otro mundo, constelaciones extraídas vivas de su

prado natal, un éxodo de galaxias semejantes a plumas girando

locamente en el gran aluvión, en ese torbellino atronador que

ya se precipita por el embudo de la muerte con todo el universo

en expansión, con todo el universo en contracción para el parto

del cielo, y hace estallar de pronto la redoma y dispersa en la

sangre la creación.

 

                     El sexo, sí,

                     más bien una medida:

                     la mitad del deseo, que es apenas la mitad del amor.

 

 

 El retoque final

 

Es este aquel que amabas.

A este rostro falaz que burla su modelo en la leyenda,

a estos ojos innobles que miden la ventaja de haber volcado a ciegas tu destino,

a estas manos mezquinas que apuestan a pura tierra su ganancia,

consagraste los años del pesar y de la espera.

Ésta es la imagen real que provocó los bellos espejismos de la ausencia:

corredores sedosos encandilados por la repetición del eco,

por las sucesivas efigies del error;

desvanes hasta el cielo, subsuelos hacia el recuperado paraíso,

cuartos a la deriva, cuartos como de plumas y diamante

en los que te probabas cada noche los soles y las lluvias de tu siempre jamás,

mientras él sonreía, extrañamente inmóvil, absorto en el abrazo de la perduración.

Él estaba en lo alto de cualquier escalera,

él salía por todas las ventanas para el vuelo nupcial,

él te llamaba por tu verdadero nombre.

Construcciones en vilo,

sostenidas apenas por el temblor de un beso en la memoria,

por esas vibraciones con que vuelve un adiós;

cárceles de la dicha, cárceles insensatas que el mismo Piranesi envidiaría.

Basta un soplo de arena, un encuentro de lazos desatados,

una palabra fría como la lija y la sospecha,

y esa urdimbre de lámpara y vapor se desmorona con un crujido de alas,

se disuelve como templo de miel, como pirámide de nieve.

Dulzuras para moscas, ruinas para el enjambre de la profanación.

Querrías incendiar los fantasiosos depósitos de ayer,

romper las maquinarias con que fraguó el recuerdo las trampas para hoy,

el inútil y pérfido disfraz para mañana.

O querrías más bien no haber mirado nunca el alevoso rostro,

no haber visto jamás al que no fue.

Porque sabes que al final de los últimos fulgores, de las últimas nieblas,

habrá de desplegarse, voraz como una plaga, otra vez todavía,

la inevitable cinta de toda tu existencia.

Él pasará otra vez en esa ráfaga de veloces visiones, de días migratorios;

él, con su rostro de antaño, con tu historia inconclusa,

con el amor saqueado bajo la insoportable piel de la mentira, bajo esta quemadura.

 

 

En el final era el verbo

 

Como si fueran sombras de sombras que se alejan las palabras,

humaredas errantes exhaladas por la boca del viento,

así se me dispersan, se me pierden de vista contra las puertas del silencio.

Son menos que las últimas borras de un color, que un suspiro en la hierba;

fantasmas que ni siquiera se asemejan al reflejo que fueron.

Entonces ¿no habrá nada que se mantenga en su lugar,

nada que se confunda con su nombre desde la piel hasta los huesos?

Y yo que me cobijaba en las palabras como en los pliegues de la revelación

o que fundaba mundos de visiones sin fondo

para sustituir los jardines del edén sobre las piedras del vocablo.

¿Y no he intentado acaso pronunciar hacia atrás todos los alfabetos de la muerte?

¿No era ese tu triunfo en las tinieblas, poesía?

Cada palabra a imagen de otra luz, a semejanza de otro abismo,

cada una con su cortejo de constelaciones, con su nido de víboras,

pero dispuesta a tejer ya destejer desde su propio costado el universo

y a prescindir de mí hasta el último nudo.

Extensiones sin límites plegadas bajo el signo de un ala,

urdimbres como andrajos para dejar pasar el soplo alucinante de los dioses,

reversos donde el misterio se desnuda,

donde arroja uno a uno los sucesivos velos, los sucesivos nombres,

sin alcanzar jamás el corazón cerrado de la rosa.

Yo velaba incrustada en el ardiente hielo, en la hoguera escarchada,

traduciendo relámpagos, desenhebrando dinastías de voces,

bajo un código tan indescifrable como el de las estrellas o el de las hormigas.

Miraba las palabras al trasluz.

Veía desfilar sus oscuras progenies hasta el final del verbo.

Quería descubrir a Dios por transparencia.

 

 

En la brisa, un momento

 

                                                                                                            a Valerio

 

                                     Que pueda el camino subir hasta alcanzarte.

                             Que pueda el viento soplar siempre a tu espalda.

                      Que pueda el sol brillar cálidamente sobre tu rostro

                              y las lluvias caer con dulzura sobre tus campos,

                                                   y hasta que volvamos a encontramos

                                    que Dios te sostenga en la palma de su mano.

                                                                                         (Oración irlandesa)

 

¡Ya se fue! ¡Ya se fue! -se queja la torcaza.

el lamento se expande de hoja en hoja,

de temblor en temblor, de transparencia en transparencia,

hasta envolver en negra desolación el plumaje del mundo.

-¡Ya se fue! ¡Ya se fue! -como si yo no viera.

Y me pregunto ahora cómo hacer para mirar de nuevo una torcaza,

para volver a ver una bahía, una columna, el fuego, el humo de la sopa,

sin que tus ojos me aseguren la consistencia de su aparición,

sin que tu mano me confirme la mía.

Será como mirar apenas los reflejos de un espejo ladrón,

imágenes saqueadas desde las maquinarias del abismo,

opacas, andrajosas, miserables.

¿Y qué será tu almohada, y qué será tu silla,

y qué serán tus ropas, y hasta mi lecho a solas, si me animo?

Posesiones de arena,

sólo silencio y llagas sobre la majestad de la distancia.

Ah, si pudiera encontrar en las paredes blancas de la hora más cruel

esa larga fisura por donde te fuiste,

ese tajo que atravesó el pasado y cortó el porvenir,

acaso nos veríamos más desnudos que nunca, como después de nunca,

como después del paraíso que perdimos,

y hasta quizás podríamos nombrarnos con los últimos nombres,

esos que solamente Dios conoce,

y descubrir los pliegues ignorados de nuestra propia historia

cubriendo las respuestas que callamos,

incrustadas tal vez como piedras preciosas en el fondo del alma.

Todo lo que ya es patrimonio de sombras o de nadie.

Pero acá sólo encuentro en mitad de mi pecho

esta desgarradura insoportable cuyos bordes se entreabren

y muestran arrasados todos los escenarios donde tú eres el rey

-un instantáneo calco del que fuiste, un relámpago apenas-

bajo la rotación del infinito derrumbe de los cielos.

Fuera de mí la nube dice "No", el viento dice "No", las ramas dicen "No",

y hasta la tierra entera que te alberga,

esa tierra dispersa que ahora es sólo una alrededor de ti,

se aleja cuando llamo.

¿Cómo saber entonces d0nde estás en este desmedido, insaciable universo,

donde la historia se confunde y los tiempos se mezclan y los lugares se deslizan,

donde los ríos nacen y mueren las estrellas,

y las rosas que me miran en Paestum no son las que nos vieron

                                                                                          sino tal vez las que miró Virgilio?

¿Cómo acertar contigo,

si aun en medio del día instalabas a veces tu silencio nocturno,

inabordable como un dios, ensimismado como un árbol,

y tu delgado cuerpo ya te sustraía?

Aléjate, memoria de pared, memoria de cuchara, memoria de zapato.

No me sirves, memoria, aunque simules este día.

No quiero que me asistas con mosaicos, ni con palacios, ni con catedrales.

Húndete, piedra de la Navicella, junto al cisne de Brujas,

bajo las noches susurradoras de Venecia.

Sopla, viento de Holanda, sobre los campos de temblorosas amapolas,

deshoja los recuerdos, barre los ecos y la lejanía.

No quiero que sea nunca para siempre ni siempre para nunca.

Juguemos a que estamos perdidos otra vez entre los laberintos de un jardín.

Encuéntrame, amor mío, en tu tiempo presente.

Mírame para hoy con tus ojos de miel, de chispas y de claro tabaco.

Sé que a veces de pronto me presencias desde todas partes.

Tal vez poses tu mano lentamente como esta lluvia sobre mi cabeza

o detengas tus pasos junto a mí en pálida visitación conteniendo el aliento.

He conseguido ver el resplandor con que te llevan cuando te persigo;

he aspirado también, señor de las plantaciones y las flores,

el aroma narcótico con que me abrazas desde un rincón vacío de la casa,

y he oído en el pan que cruje a solas el pequeño rumor con que me nombras,

tiernamente, en secreto, con tu nuevo lenguaje.

Lo aprenderé, por más que todo sea un desvarío de lugares hambrientos,

una forma inconclusa del deseo, una alucinación de la nostalgia.

Pero aun así, ¿qué muro es insoluble entre nosotros?

¡Hemos huido juntos tantos años entre las ciénagas y los tembladerales

                                                                                                        delante de las fieras de tu mal

cubriendo la retirada con el sol, con la piel, con trozos de la fiesta,

con pedazos inmensos del esplendor que fuimos, hasta que te atraparon!

Anudaron tu cuerpo, ya tan leve, al miedo y al azar,

y escarbó en tus tejidos la tiniebla monarca con uñas y con dientes,

mientras dábamos vueltas en la trampa, sin hallar la salida.

La encontraste hacia arriba, y lograste escapar a pura pérdida, de caída en caída.

Aún nos queda el amor:

esa doble moneda para poder pasar a uno y otro lado.

Haz que gire la piedra, que te traiga de nuevo la marea,

aunque sea un instante, nada más que un instante.

Ahora, cuando podrás mirar tan "fijamente el sol como la muerte" ,

no querrás apagarlo para mí ni querrás extraviarme detrás de los escombros,

por pequeña que sea mirada desde allá,

aun menos que una nuez, que una brizna de hierba que unos granos de arena.

Y porque a veces me decías: "Tú hiciste que la luz fuera visible",

y otra vez descubrimos que la muerte se parece al amor

en que ambos multiplican cada hora y lugar por una misma ausencia,

yo te reclamo ahora en nombre de tu sol y de tu muerte una sola señal,

precisa, inconfundible, fulminante, como el golpe de gracia que parte en dos el muro

y descubre un jardín donde somos posibles todavía,

apenas un instante, nada más que un instante,

tú y yo juntos, debajo de aquel árbol

copiados por la brisa de un momento cualquiera de la eternidad.

 

 

Entre perro y lobo

 

Me clausuran en mí.

Me dividen en dos.

Me engendran cada día en la paciencia

y en un negro organismo que ruge como el mar.

Me recortan después con las tijeras de la pesadilla

y caigo en este mundo con media sangre vuelta a cada lado:

una cara labrada desde el fondo por los colmillos de la

     furia a solas,

y otra que se disuelve entre la niebla de las grandes manadas.

 

No consigo saber quién es el amo aquí.

Cambio bajo mi piel de perro a lobo.

Yo decreto la peste y atravieso con mis flancos en llamas

las planicies del porvenir y del pasado;

yo me tiendo a roer los huesecitos de tantos sueños

     muertos entre celestes pastizales.

Mi reino está en mi sombra y va conmigo dondequiera que vaya,

o se desploma en ruinas con las puertas abiertas a la

     invasión del enemigo.

 

Cada noche desgarro a dentelladas todo lazo ceñido al corazón,

y cada amanecer me encuentra con mi jaula de obediencia en el lomo.

Si devoro a mi dios uso su rostro debajo de mi máscara,

y sin embargo sólo bebo en el abrevadero de los hombres

un aterciopelado veneno de piedad que raspa en las entrañas.

He labrado el torneo en las dos tramas de la tapicería:

he ganado mi cetro de bestia en la intemperie,

y he otorgado también jirones de mansedumbre por trofeo.

Pero ¿quién vence en mí?

¿Quién defiende de mi bastión solitario en el desierto, la sábana del sueño?

¿Y quién roe mis labios, despacito y a oscuras, desde mis propios dientes?

 

 

En tu inmensa pupila

 

Me reconoces, noche,

me palpas, me recuentas,

no como avara sino como una falsa ciega,

o como alguien que no sabe jamás quién es la náufraga y quién la endechadora.

Me has escogido a tientas para estatua de tus alegorías,

sólo por la costumbre de sumergirme hasta donde se acaba el mundo

y perder la cabeza en cada nube y a cada paso el suelo debajo de los pies.

¿Y acaso no fui siempre tu hijastra preferida,

esa que se adelanta sin vacilaciones hacia la trampa urdida por tu mano,

la que muerde el veneno en la manzana o copia tu belleza del espejo traidor?

Olvidaron atarme al mástil de la casa cuando tú pasabas

para que no me fuera cada vez tras tu flauta encantada de ladrona de niños,

y fue a expensas del día que confundí en tu bolsa la blancura y la nieve,

                                                                                                                 los lobos y las sombras.

Ahora es tarde para volver atrás y corregir las horas de acuerdo con el sol.

Ahora me has marcado con tu alfabeto negro.

Pertenezco a la tribu de los que se hospedan en radiantes tinieblas,

de los que ven mejor con los ojos cerrados y se acuestan del lado del abismo

                                                                                                         y alzan vuelo y no vuelven

cuando Tomás abre de par en par las puertas del evidente mediodía.

Tú fundas tu Tebaida en lo invisible. Tú no concedes pruebas.

Tú aconteces, secreta, innumerable, sin formular,

como una contemplación vuelta hacia adentro,

donde cada señal es el temblor de un pájaro perdido en un recinto inmenso

y cada subida un salto en el vacío contra gradas y ausencias.

Tú me vigilas desde todas partes,

descorriendo telones, horadando los muros, atisbando entre fardos de penumbra;

me encuentras y me miras con la mirada del cazador y del testigo,

mientras descubro en medio de tus altas malezas el esplendor de una ciudad perdida,

o busco en vano el rastro del porvenir en tus encrucijadas.

Tú vas quién sabe adónde siguiendo las variaciones de la tentación inalcanzable,

probándote los rostros extremos del horror, de la extrema belleza,

la imposible distancia de los otros, el tacto del infierno,

visiones que se agolpan hasta donde te alcanza la oscuridad que tengo,

hasta donde comienzas a rodar muerte abajo con carruajes, con piedras y con perros.

Pero yo no te pido lámparas exhumadas ni velos entreabiertos.

No te reclamo una lección de luz,

como no le reclamo al agua por la llama ni a la vigilia por el sueño.

¿O habría de confiar menos en ti que en las duras, recelosas estrellas?

¡Hemos visto tantos misterios insolubles con sus blancos reflejos, aún a pleno sol!

Basta con que me lleves de la mano como a través de un bosque,

noche alfombrada, noche sigilosa, que aprenda yo lo que quieres decir,

                                                                                                              lo que susurra el viento,

y pueda al fin leer hasta el fondo de mi pequeña noche en tu pupila inmensa.

 

 

Esa es tu pena...

 

Esa es tu pena.

Tiene la forma de un cristal de nieve que no podría existir si no existieras

y el perfume del viento que acarició el plumaje de los amaneceres que no vuelven.

Colócala a la altura de tus ojos

y mira cómo irradia con un fulgor azul de fondo de leyenda,

o rojizo, como vitral de insomnio ensangrentado por el adiós de los amantes,

o dorado, semejante a un letárgico brebaje que sorbieron los ángeles.

Si observas al trasluz verás pasar el mundo rodando en una lágrima.

Al respirar exhala la preciosa nostalgia que te envuelve,

un vaho entretejido de perdón y lamentos que te convierte en reina del reverso del cielo.

Cuando la soplas crece como si devorara la íntima sustancia de una llama

y se retrae como ciertas flores si la roza cualquier sombra extranjera.

No la dejes caer ni la sometas al hambre y al veneno;

sólo conseguirías la multiplicación, un erial, la bastarda maleza en vez de olvido.

Porque tu pena es única, indeleble y tiñe de imposible cuanto miras.

No hallarás otra igual, aunque te internes bajo un sol cruel entre columnas rotas,

aunque te asuma el mármol a las puertas de un nuevo paraíso prometido.

No permitas entonces que a solas la disuelva la costumbre, no la gastes con nadie.

Apriétala contra tu corazón igual que a una reliquia salvada del naufragio:

sepúltala en tu pecho hasta el final, hasta la empuñadura.

 

 

Espejo en lo alto

 

                                                                                                                         A Alberto Girri

 

No sé si habrás logrado componer tu escritura

con aquel minucioso tapiz de hojas errantes que organizaba huecos y relieves,

prolijos ideogramas en este desmantelado atardecer;

tampoco sé si alguna vez me hablaste en los últimos meses

con ese congelado tintineo del vidrio, con el rumor del mimbre,

o el apremiante latido del corazón a oscuras;

y quizás tu mirada fuera entonces esa mirada circular del ágata,

que se abre, que se expande, que se amplía de agua en aire

más allá de la piedra y el fulgor y más allá del mundo.

Imposible saber. No consigo abarcar lo que me sobrepasa y te contiene;

no puedo descifrar de pronto las señales que no fueron costumbre.

Porque ahora traspasaste del todo la zona de los delirios y las emanaciones,

donde la selva y las acechanzas de la selva se confunden,

y los días se tiñen con el color de lo que ya no es, de lo que no será,

y entre un cuerpo y su sombra vuelca el viento veinte siglos de historia

y en una y otra mano se multiplican las semillas de la incertidumbre

y a uno y otro pie se anudan las serpientes de la contradicción.

Porque tal es la prueba y tales las maquinaciones de la simuladora, inabordable realidad.

No en vano deshojaste la envoltura del sueño y la vigilia,

palabra por palabra y ausencia por presencia,

hasta el último pétalo, hasta el temblor inmóvil del silencio.

(No revisaste acaso, palpando, escarbando, horadando la trama del poema

el revés y el derecho del destino, los nudos del error, el bordado ilusorio,

sin encontrar la pura transparencia que permita mirar al otro lado?

Tu fuerza fue habitar en el Reino del No la casa de los innumerables laberintos,

probando las entradas, rondando las salidas,

acechando visiones contagiosas, insectos y peligros y ratones.

e una casa oscilante, en continuo equilibrio,

justo en el borde de la inmensidad;

y allí viviste alerta, ensayando la ausencia, desasido de ti

-tu primera persona del singular cada vez más allá,

siempre más cerca de algún otro tú-,

siendo a la vez el cazador que descubre la presa y abandona el asedio

y el pájaro que intenta desterrar con las alas su recuerdo en el suelo.

Ya eres parte de todo en otro reino, el Reino de la Perduración y la Unidad,

estás en el eterno presente que huye, que se consume y que no cesa,

y podrás ser por fin el nombre y lo nombrado.

Pero yo sé que casi medio siglo de amistad, permanencia, emociones y amparo,

no me basta para encontrar que una pequeña huella,

una chispa en suspenso, un flotante perfume

son, en medio del anónimo coro universal, de la corriente del acontecer,

tu modo de dictarme lo más justo, lo más bello y lo más verdadero,

como antes, como siempre, con un gesto, con un talismán, con una lágrima.

Y si así fuera, ¿cómo responder?

A partir de mi boca, de mi congoja y mi ignorancia sólo puedo rogar:

"Señor:

Haz que tu hijo sea como el más incontaminado de todos tus espejos

y muéstrale las cosas así como él quería, tales es como son.

 

 

Jugabas a esconderte entre los utensilios de cocina...

 

XIV

Jugabas a esconderte entre los utensilios de cocina

como un extraño objeto tormentoso entre indecibles faunas,

o a desaparecer en las complicidades del follaje

con un manto de dríada dormida bajo los velos de la tarde,

o eras sustancia yerta debajo de un papel que se levanta y anda.

Henchías los armarios con organismos palpitantes

o poblabas los vestidos vacíos con criaturas decapitadas y fantasmas.

Fuiste pájaro y grillo, musgo ciego y topacios errantes.

Ahora sé que tratabas de despistar a tu perseguidora con efímeras máscaras.

No era mentira el túnel con orejas de liebre

ni aquella cacería de invisibles mariposas nocturnas.

Te alcanzó tu enemiga poco a poco

y te envolvió en sus telas como con un disfraz de lluviosos andrajos.

Saliste victoriosa en el irreversible juego de no estar.

Sin embargo, aún ahora, cierta respiración desliza un vidrio frío por mi espalda.

Y entonces ese insecto radiante que tiembla entre las flores,

la fuga inexplicable de las pequeñas cosas,

un hocico de sombra pegado noche a noche a la ventana, no sé, podría ser,

¿quién me asegura acaso que no juegas a estar, a que te atrapen?

 

De "Cantos a Berenice" 1920

 

 

La corona final

 

Si puedes ver detrás de los escombros,

de tantas raspaduras y tantas telarañas como cubren el hormiguero de otra vida,

si puedes todavía destrozarte otro poco el corazón,

aunque no haya esperanza ni destino,

aparta las cortinas, la ignorancia o el espesor del mundo, lo que sea,

y mira con tus ojos de ahora bien adentro, hasta el fondo del caos.

¿Qué color tienes tú a través de los días y los años de aquel a quien amaste?

¿Qué imagen tuya asciende con el alba y hace la noche del enamorado?

¿Qué ha quedado de ti en esa memoria donde giran los vientos?

Quizás entre las hojas oxidadas que fueron una vez el esplendor y el viaje,

un tapiz a lo largo de toda la aventura,

surjas confusamente, casi irreconocible a través de otros cuerpos,

como si aparecieras reclamando un lugar en algún paraíso ajeno ya deshora.

O tal vez ya ni estés, ni polvo ni humareda;

tal vez ese recinto donde siempre creíste reinar inalterable,

sin tiempo y tan lejana como incrustada en ámbar,

sea menos aún que un albergue de paso:

una desnuda cámara de espejos donde nunca hubo nadie,

nadie más que un yo impío cubriendo la distancia entre una sombra y el deseo.

Y acaso sea peor que haber pasado en vano,

porque tú que pudiste resistir a la escarcha y a la profanación,

permanecer de pie bajo la cuchillada de insufribles traiciones,

es posible que al fin hayas sido inmolada,

descuartizada en nombre de una historia perversa,

tus trozos arrojados a la hoguera, a los perros, al remolino de los basurales,

y tu novela rota y pisoteada oculta en un cajón.

Es algo que no puedes soportar.

Hace falta más muerte. No bastarían furias ni sollozos.

Prefieres suponer que fuiste relegada por amores terrenos, por amores bastardos,

porque él te reservó para después de todos sus instantáneos cielos,

para después de nunca, más allá del final.

Estarás esperándolo hasta entonces con corona de reina

en el enmarañado fondo del jardín.

 

 

La mala suerte

 

Alguien marcó en mis manos,

tal vez hasta en la sombra de mis manos,

el signo avieso de los elegidos por los sicarios de la desventura.

Su tienda es mi morada.

Envuelta estoy en la sombría lona de unas alas que caen y que caen

llevando la distancia dondequiera que vaya,

sin acertar jamás con ningún paraíso a la medida de mis tentaciones,

con ningún episodio que se asemeje a mi aventura.

Nada. Antros donde no cabe ni siquiera el perfume de la perduración,

encierros atestados de mariposas negras, de cuervos y de anguilas,

agujeros por los que se evapora la luz del universo.

Faltan siempre peldaños para llegar y siempre sobran emboscadas y ausencias.

No, no es un guante de seda este destino.

No se adapta al relieve de mis huesos ni a la temperatura de mi piel,

y nada valen trampas ni exorcismos,

ni las maquinaciones del azar ni las jugadas del empeño.

No hay apuesta posible para mí.

Mi lugar está enfrente del sol que se desvía o de la isla que se aleja.

¿No huye acaso el piso con mis precarios bienes?

¿No se transforma en lobo cualquier puerta?

¿No vuelan en bandadas azules mis amigos y se trueca en carbón el oro que yo toco?

¿Qué más puedo esperar que estos prodigios?

Cuando arrojo mis redes no recojo más que vasijas rotas,

perros muertos, asombrosos desechos,

igual que el pobrecito pescador al comenzar la noche fantástica del cuento.

Pero no hay desenlace con aplausos y palmas para mí.

¿No era heroico perder? ¿No era intenso el peligro?

¿No era bella la arena?

Entre mi amado y yo siempre hubo una espada;

justo en medio de la pasión el filo helado, el fulgor venenoso

que anunciaba traiciones y alumbraba la herida en el final de la novela.

Arena, sólo arena, en el fondo de todos los ojos que me vieron.

¿Y ahora con qué lágrimas sazonaré mi sal,

con qué fuego de fiebres consteladas encenderé mi vino?

Si el bien perdido es lo ganado, mis posesiones son incalculables.

Pero cada posible desdicha es como un vértigo,

una provocación que la insaciable realidad acepta, más tarde o más temprano.

Más tarde o más temprano, estoy aquí para que mi temor se cumpla.

 

 

Las muertes

 

He aquí unos muertos cuyos huesos no blanqueará la lluvia,

lápidas donde nunca ha resonado el golpe tormentoso

de la piel del lagarto,

inscripciones que nadie recorrerá encendiendo la luz

de alguna lágrima;

arena sin pisadas en todas las memorias.

Son los muertos sin flores.

No nos legaron cartas, ni alianzas, ni retratos.

Ningún trofeo heroico atestigua la gloria o el oprobio.

Sus vidas se cumplieron sin honor en la tierra,

mas su destino fue fulmíneo como un tajo;

porque no conocieron ni el sueño ni la paz en los

infames lechos vendidos por la dicha,

porque sólo acataron una ley más ardiente que la ávida

gota de salmuera.

Esa y no cualquier otra.

Esa y ninguna otra.

Por eso es que sus muertes son los exasperados rostros

de nuestra vida.

 

 

Lejos, de corazón en corazón...

 

Lejos,

de corazón en corazón,

más allá de la copa de niebla que me aspira desde el fondo del vértigo,

siento el redoble con que me convocan a la tierra de nadie.

(¿Quién se levanta en mí?

¿Quién se alza del sitial de su agonía, de su estera de zarzas,

                                                                          y camina con la memoria de mi pie?)

Dejo mi cuerpo a solas igual que una armadura de intemperie hacia adentro

y depongo mi nombre como un arma que solamente hiere.

¿(Dónde salgo a mi encuentro con el arrobamiento de la luna contra

                                                                                        el cristal de todos los albergues?)

Abro con otras manos la entrada del sendero que no sé adónde da

y avanzo con la noche de los desconocidos.

 

(¿Dónde llevaba el día mi señal, pálida en su aislamiento,

la huella de una insignia que mi pobre victoria arrebataba al tiempo?)

 

Miro desde otros ojos esta pared de brumas

en donde cada uno ha marcado con sangre el jeroglífico de su soledad,

y suelta sus amarras y se va en un adiós de velero fantasma hacia el naufragio.

(¿No había en otra parte, lejos, en otro tiempo, una tierra extranjera,

una raza de todos menos uno, que se llamó la raza de los otros,

un lenguaje de ciegos que ascendía en zumbidos y en burbujas hasta la sorda noche?)

Desde adentro de todos no hay más que una morada bajo un friso de máscaras;

desde adentro de todos hay una sola efigie que fue inscripta en el revés del alma;

desde adentro de todos cada historia sucede en todas partes:

no hay muerte que no mate, no hay nacimiento ajeno ni amor deshabitado.

(¿No éramos el rehén de una caída, una lluvia de piedras desprendida del cielo,

un reguero de insectos tratando de cruzar la hoguera del castigo?)

Cualquier hombre es la versión en sombras de un Gran Rey herido en su costado.

 

Despierto en cada sueño con el sueño con que Alguien sueña el mundo.

Es víspera de Dios. Está uniendo en nosotros sus pedazos.

 

 

Lejos, desde mi colina

 

A veces sólo era un llamado de arena en las ventanas,

una hierba que de pronto temblaba en la pradera quieta,

un cuerpo transparente que cruzaba los muros con blandura

dejándome en los ojos un resplandor helado,

o el ruido de una piedra recorriendo la indecible tiniebla de la medianoche;

a veces, sólo el viento.

 

Reconocía en ellos distantes mensajeros

de un país abismado con el mundo bajo las altas sombras de mi frente.

 

Yo los había amado, quizás, bajo otro cielo,

pero la soledad, las ruinas y el silencio eran siempre los mismos.

 

Más tarde, en la creciente noche,

miraba desde arriba la cabeza inclinada de una mujer vestida de congoja

que marchaba a través de todas sus edades como por un jardín

antiguamente amado.

Al final del sendero, antes de comenzar la durmiente planicie,

un brillo memorable, apenas un color pálido y cruel, la despedía;

y más allá no conocía nada.

 

¿Quién eras tú, perdida entre el follaje como las anteriores primaveras,

como alguien que retorna desde el tiempo a repetir los llantos,

los deseos, los ademanes lentos con que antaño entreabría sus días?

 

Sólo tú, alma mía.

 

Asomada a mi vida lo mismo que a una música remota,

para siempre envolvente,

escuchabas, suspendida quién sabe de qué muro de tierno desamparo,

el rumor apagado de las hojas sobre la juventud adormecida,

y elegías lo triste, lo callado, lo que nace debajo del olvido.

 

¿En qué rincón de ti,

en qué desierto corredor resuenan los pasos clamorosos de una alegre estación,

el murmullo del agua sobre alguna pradera que prolongaba el cielo,

el canto esperanzado con que el amanecer corría a nuestro encuentro

y también las palabras, sin duda tan ajenas al sitio señalado,

en las que agonizaba lo imposible?

 

Tú no respondes nada, porque toda respuesta de ti ha sido dada.

 

Acaso hayas vivido solamente

aquello que al arder no deja más que polvo de tristeza inmortal,

lo que saluda en ti, a través del recuerdo,

una eterna morada que al recibirnos se despide.

 

Tú no preguntas nada, nunca, porque no hay nadie ya que te responda.

 

Pero allá, sobre las colinas,

tu hermana, la memoria, con una rama joven aún entre las manos,

relata una vez más la leyenda inconclusa de un brumoso país.

 

 

Les jeux sont faits

 

¡Tanto esplendor en este día!

¡Tanto esplendor inútil, vacío, traicionado!

¿Y quién te dijo acaso que vendrían por ti días dorados

en años venideros?

Días que dicen sí, como luces que zumban,

como lluvias sagradas.

¿Acaso bajó el ángel a prometerte un venturoso exilio?

Tal vez hasta pensaste que las aguas lavaban los guijarros

para que murmuraran tu nombre por las playas,

que a tu paso florecerían porque sí las retamas

y las frases ardientes velarían insomnes en tu honor.

Nada me trae el día.

No hay nada que me aguarde más allá del final de la alameda.

El tiempo se hizo muro y no puedo volver.

Aunque ahora supiera dónde perdí las llaves

y confundí las puertas

o si fue solamente que me distrajo el vuelo de algún pájaro,

por un instante, apenas, y tal vez ni siquiera,

puedo reclamar entre los muertos.

Todo lo que recuerda mi boca fue borrado de la memoria de otra boca

se alojó en nuestro abrazo la ceniza, se nos precipitó la lejanía,

y soy como la sobreviviente pompeyana

separada por siglos del amante sepultado en la piedra.

Y de pronto este día que fulgura

como un negro telón partido por un tajo, desde ayer, desde nunca.

¡Tanto esplendor y tanto desamparo!

Sé que la luz delata los territorios de la sombra y vigila en suspenso,

y que la oscuridad exalta el fuego y se arrodilla en los rincones.

Pero, ¿cuál de las dos labra el legítimo derecho de la trama?

Ah, no se trata de triunfo, de aceptación ni de sometimiento.

Yo me pregunto, entonces:

más tarde o más temprano, mirado desde arriba,

¿cuál es en el recuento final, el verdadero, intocable destino?

¿El que quise y no fue?, ¿el que no quise y fue?

 

Madre, madre,

vuelve a erigir la casa y bordemos la historia.

Vuelve a contar mi vida.

 

 

Los reflejos infieles

 

Me moldeó muchas caras esta sumisa piel,

adherida en secreto a la palpitación de lo invisible

lo mismo que una gasa que de pronto revela figuras

emboscadas en la vaga sustancia de los sueños.

Caras como resúmenes de nubes para expresar la intraducible travesía;

mapas insuficientes y confusos donde se hunden los cielos y emergen los abismos.

Unas fueron tan leves que se desgarraron entre los dientes de una sola noche.

Otras se abrieron paso a través de la escarcha, como proas de fuego.

Algunas perduraron talladas por el heroico amor en la memoria del espejo;

algunas se disolvieron entre rotos cristales con las primeras nieves.

Mis caras sucesivas en los escaparates veloces de una historia sin paz y sin costumbres:

un muestrario de nieblas, de terror, de intemperies.

Mis caras más inmóviles surgiendo entre las aguas de un ágata

                                                                                              sin fondo que presagia la muerte,

solamente la muerte, apenas el reverso de una sombra estampada en el hueco de la separación.

Ningún signo especial en estas caras que tapizan la ausencia.

Pero a través de todas, como la mancha de ácido que traspasa

                                                                                                             en el álbum los ambiguos retratos,

se inscribió la señal de una misma condena:

mi vana tentativa por reflejar la cara que se sustrae y que me excede.

El obstinado error frente al modelo.

 

 

Mujer en su ventana

 

Ella está sumergida en su ventana contemplando las brasas del anochecer, posible todavía.

Todo fue consumado en su destino, definitivamente inalterable desde ahora

como el mar en un cuadro, y sin embargo el cielo continúa pasando

                                                                                               con sus angelicales procesamientos.

Ningún pato salvaje interrumpió su vuelo hacia el oeste; allá lejos

seguirán floreciendo los ciruelos, blancos, como si nada,

y alguien en cualquier parte levantará su casa sobre el polvo y el humo de otra casa.

Inhóspito este mundo. Áspero este lugar de nunca más.

Por una fisura del corazón sale un pájaro negro y es la noche

–¿o acaso será un dios que cae agonizando sobre el mundo? -,

pero nadie lo ha visto, nadie sabe, ni el que se va creyendo

                                                                                        que los lazos rotos nacen preciosas alas,

los instantáneos nudos del azar, la inmortal aventura,

aunque cada pisada clausure con un sello todos los paraísos prometidos.

Ella oyó en cada paso la condena.

Y ahora ya no es más que una remota, inmóvil mujer en su ventana,

la simple arquitectura de la sombra asilada en su piel,

como si alguna vez una frontera, un muro, un silencio, un adiós,

hubieran sido el verdadero límite, el abismo final entre una mujer y un hombre.

 

 

No comiste del loto del olvido...

 

VI

No comiste del loto del olvido

-el homérico privilegio de los dioses-,

porque sabías ya que quien olvida se convierte en objeto

inanimado

-nada más que en resaca o en resto a la deriva-

al antojo del caprichoso mar de otras memorias.

Y así escarbaste un día en tu depósito de sombras

y volviste a anudar con tiernos ligamentos huesecitos dispersos,

tejidos enamorados del sabor de la lluvia,

vísceras dulces como colmenas sobrenaturales para la abeja reina,

dientes que fueron lobos en las estepas de la luna,

garras que fueron tigres en la profunda selva embalsamada.

Y lo envolviste todo en ese saco de carbón constelado

que arrojaste hacia aquí, como hacia un tren en marcha,

y que en algún lugar dejó un agujero por el que te aspiran

y al que debes volver.

 

De "Cantos a Berenice" 1920

 

 

No estabas en mi umbral...

 

No estabas en mi umbral

ni yo salí a buscarte para colmar los huecos que fragua la nostalgia

y que presagian niños o animales hechos con la sustancia de la frustración.

Viniste paso a paso por los aires,

pequeña equilibrista en el tablón flotante sobre un foso de lobos

enmascarado por los andrajos radiantes de febrero.

Venías condensándote desde la encandilada transparencia,

probándote otros cuerpos como fantasmas al revés,

como anticipaciones de tu eléctrica envoltura -el erizo de niebla,

el globo de lustrosos vilanos encendidos, la piedra imán que absorbe su fatal alimento,

la ráfaga emplumada que gira y se detiene alrededor de un ascua en torno de un temblor-.

Y ya habías aparecido en este mundo, intacta en tu negrura inmaculada desde la cara

                                                              hasta la cola, más prodigiosa aún que el gato de Cheshire,

con tu porción de vida como una perla roja brillando entre los dientes.

 

Tomado de:

http://amediavoz.com/orozco.htm

 

 

Para destruir a la enemiga

 

 

Mira a la que avanza desde el fondo del agua borrando el día con sus manos,

 

vaciando en piedra gris lo que tú destinabas a memoria de fuego,

 

cubriendo de cenizas las más bella estampas prometidas por las dos caras de los sueños.

 

Lleva sobre su rostro la señal:

 

ese color de invierno deslumbrante que nace donde mueres,

 

esas sombras como de grandes alas que barren desde siempre todos los juramentos del amor.

 

Cada noche, a lo lejos, en esa lejanía donde el amante duerme con los ojos abiertos a otro mundo adonde nunca llegas,

 

ella cambia tu nombre por el ruido más triste de la arena;

 

tu voz, por un sollozo sepultado en el fondo de la canción que nadie ya recuerda;

 

tu amor, por una estéril ceremonia donde se inmola el crimen y el perdón.

 

Cada noche, en el deshabitado lugar adonde vuelves,

 

ella pone a secar la cifra de tu edad al bajar la marea,

 

o cose con el hilo de tus días la noche del adiós,

 

o prepara con el sabor del tiempo más hermoso ese turbio brebaje que paladeas en la soledad,

 

ese ardiente veneno que otros llaman nostalgia y que tan lentamente transforma el corazón en un puñado de semillas amargas.

 

No la dejes pasar.

 

Apaga su camino con la hoguera del árbol partido por el rayo.

 

Arroja su reflejo donde corran las aguas para que nunca vuelva.

 

Sepulta la medida de su sombra debajo de tu casa para que por su boca la tierra la reclame.

 

Nómbrala con el nombre de lo deshabitado.

 

Nómbrala con el frío y el ardor,

 

con la cera fundida como una nieve sucia donde cae la forma de su vida,

 

con las tijeras y el puñal,

 

con el rastro de la alimaña herida sobre la piedra negra,

 

con el humo del ascua,

 

con la fosa del imposible amor abierta al rojo vivo en su costado,

 

con la palabra de poder

 

nómbrala y mátala.

 

Y no olvides sepultar la moneda.

 

Hacia arriba la noche bajo el pesado párpado del invierno más largo.

 

Hacia abajo la efigie y la inscripción:

 

“Reina de las espadas,

 

Dama de las desdichas,

 

Señora de las lágrimas:

 

en el sitio en que estés con dos ojos te miro,

 

con tres nudos te ato,

 

la sangre te bebo

 

y el corazón te parto”.

 

Si miras otra vez en el fondo del vaso,

 

sólo verás ahora una descolorida cicatriz cuyos bordes se cierran donde se unen las aguas,

 

pero pueden abrirse en otra herida, adonde nadie sabe.

 

Porque ella te fue anunciada en el séptimo día,

 

—en el día primero de tu culpa—,

 

y asumiste su nombre con el tuyo,

 

con los nombres vacíos, con el amor y con el número,

 

con el mismo collar de sal amarga que anuda la condena a tu garganta.

Tomado de:

https://www.clarin.com/cultura/escritora-doodle-hoy-poemas-olga-orozco_0_fCgs-TC1.html

 

Aun Menos Que Reliquias

Son apenas dos piedras.

Nada más que dos piedras sin inscripción alguna,

recogidas un día para ser sólo piedras en el altar de la memoria.

Aun menos que reliquias, que testigos inermes hasta el juicio final.

 

 

 

Rodaron hasta mí desde las dos vertientes de mi genealogía,

 

 

 

más remotas que lapas adheridas a ciegas a la prescindencia y al sopor.

Y de repente cierto matiz intencionado,

cierto recogimiento sospechoso entre los tensos bordes a punto de estallar,

el suspenso que vibra en una estría demasiado insidiosa,

demasiado evidente,

me anuncian que comienzan a oficiar desde los anfiteatros de los muertos.

 

¿A qué aluden ahora estas dos piedras fatales, milenarias,

con sus brillos cruzados como la sangre que se desliza por mis venas?

A fábulas y a historias, a estirpes y a regiones

entretejidas en un solo encaje desde los dos costados del destino

hasta la trama de mis huesos.

 

Exhalan otra vez ese tiempo ciclópeo en los dioses eran mis antepasados

-malhechores solemnes, ocultos en la ola, en el volcán y en las estrellas,

bajaron a la isla a trasplantar sus templos, sus represalias, sus infiernos-

y también esos siglos de las tierras hirsutas, emboscadas en el ojo del zorro,

hambrientas en el bostezo del jaguar, inmensas en el cambio de piel de la

(serpiente.

Pasan héroes de sandalias al viento y monstruos confabulados con la roca,

pueblos que traficaron con el sol y pueblos que sólo fueron dinastías de eclipses,

invasiones tenaces como regueros de hormigas sobre un mapa de

(coagulada miel;

y aquí pasan las nubes con su ilegible códice, excursiones salvajes,

y el brujo de la tribu domesticando a los grandes espíritus

(como un encantador de pájaros

para que hablen por el redoble de la lluvia, por el fuego o el grano,

por la boca colmada de la humilde vasija.

En un friso de nieblas se inscribe la mitad confusa de mi especie,

mientras cambian de vestiduras las ciudades o trepan las montañas o se

(arrojan al mar,

sus bellos rostros vueltos hacia el último rey, hacia el último éxodo.

Un cortejo de sombras viene del otro extremo de mi herencia,

llega con el conquistador y funda las colonias del odio, de la espada y la codicia,

para expropiar el aire, los venados, los matorrales y las almas.

Se aproxima una aldea encallada en lo alto del abismo igual que un arca rota,

una agreste corona que abandonó el normando y recogieron los vientos

(y las cabras,

mucho antes que el abuelo conociera la risa y los brebajes para expulsar

(los males

y la abuela, tan alta, enlutara su corazón con despedidas y desgastara

(los rosarios.

Ahora se ilumina un caserío alrededor del espinillo, el ciego y el milagroso

(santo;

es polvareda y humo detrás de los talones del malón,

(de los perros extraídos del diablo,

poco antes que el abuelo disfrazara de fantasmas las viñas, los miradores,

(los corrales,

y la abuela se internara por bosques embrujados a perseguir el ave de

( los siete colores

para bordar con plumas la flor que no se cierra.

Y allá viene mi padre, con el océano retrocediendo a sus espaldas.

Y allá viene mi madre flotando con caballos y volanta.

Yo estoy en una jaula donde comienza el mundo en un gemido

( y continúa en la ignorancia.

 

Pero detrás de mí no queda nadie para seguir hilando la trama de mi raza.

Estas piedras lo saben, cerradas como puños obstinados.

Estas piedras aluden nada más que a unos huesos cada vez más blancos.

Anuncian solamente el final de una crónica,

apenas una lápida.

Tomado de:

https://www.poemasde.net/aun-menos-que-reliquias-olga-orozco/

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