martes, 6 de octubre de 2015

POEMAS DE EDMON JABES



Preguntas a la luz


Exterior es el límite. Interior, lo ilimitado.

Para preparar mejor al hombre a morir del hombre, ¿creó Dios el tiempo?
Para dejar a Dios el tiempo de morir de Dios, ¿concibió la eternidad el hombre?

El instante muerde en la duración, nunca sobre la eternidad, que es duración incontrolable.

¿Y si el ayer –oh noche clavada, todo mi pasado- se rehusara a abdicar?
No hay palabra que no esté, desde ya, envuelta de porvenir.
El dolor, la desgracia, acceden, ellos también, a la mañana.

Uno se pregunta en la noche; pero movida por una comprensible necesidad de mirar y, para nosotros, de mirarnos en ella, la pregunta está siempre vuelta hacia la luz.

La luz de la pregunta nunca es sino la pregunta a la luz.

Hay que haber llorado mucho para apreciar una sonrisa: arco-labios. Arco-iris.

-No puedo conocer a otro sino a través de mí. ¿Pero quién soy?
-¿El fuego conoce el fuego?
-¿El bosque conoce el bosque?
Es a la madera que consume que el fuego le debe el ser fuego; como el bosque, al fuego que lo reduce a las cenizas, le debe el haber dejado de ser un bosque.


Dedicatoria


En el cementerio de Bagneux, departamento del Sena,
descansa mi madre. En el viejo Cairo, en el cementerio
de las arenas, descansa mi padre. En Milán, en la muerta
ciudad de mármol, está sepultada mi hermana.
En Roma, donde, para acogerle, la sombra cavó la tierra,
está enterrado mi hermano. Cuatro tumbas.
Tres países. ¿Conoces las fronteras de la muerte?
Una familia. Dos continentes. Cuatro ciudades.
Tres banderas. Una lengua, la de la nada. Un dolor.
Cuatro miradas en una. Cuatro existencias. Un grito.
Cuatro veces, cien veces, diez mil veces, un grito.
 -¿ Y los que no tienen sepultura? , preguntó Reb Azel.
 -Todas las sombras del universo, respondió Yukel, son gritos.
 (Madre, respondo a la primera llamada de la vida,
 a la primera palabra de amor pronunciada
y el mundo tiene tu voz.)


Dedicatoria 1

A las fuentes profundas de la vida y de la muerte reveladas,
Al polvo de los pozos,
A los rabinos-poetas a quienes he prestado mis palabras y cuyo
nombre, a través de los siglos, fue mi nombre,
A Sara y a Yukel,
A todos aquellos, por último, cuyos caminos de tinta y de sangre
pasan por los vocablos y por los hombres
Y, más cerca, a ti, a nosotros, a ti.

1. A ti, que crees que existo...

(«A ti, que crees que existo,
¿cómo decir lo que sé
con palabras cuyo significado
es múltiple;
palabras, como yo, que cambian
cuando se las mira,
cuya voz es ajena?
¿Cómo decir
que no soy
pero que, en cada palabra,
me veo,
me oigo,
me comprendo,
a ti, cuya realidad
renovada
es la de la luz
a través de la cual
el mundo cobra conciencia del mundo
perdiéndote
pero que respondes
a un nombre
prestado?
¿Cómo mostrar lo que he creado
fuera de mí,
hoja tras hoja,
donde todo rastro de mi paso
está borrado
por la duda?
¿A quién se le han aparecido esas imágenes
que ofrezco?
Reivindico, en último extremo, lo que me es debido.
Cómo demostrar mi inocencia
cuando el águila ha volado de mis manos
para conquistar el cielo
que me atenaza?
Muero de orgullo en el límite
de mis fuerzas.
Lo que espero está siempre más lejos.(...)

2. Y Yukel habla...

Y Yukel habla:
Te busco.
El mundo donde te busco es un mundo sin árboles.
Sólo calles vacías,
calles desnudas,
el mundo donde te busco es un mundo abierto a otros mundos sin nombre,
un mundo donde no estás, donde te busco.
Están tus pasos,
tus pasos que sigo, que espero.
He seguido el lento caminar de tus pasos sin sombra,
sin saber quién era yo,
sin saber a dónde me dirigía.
Un día estarás.
Será aquí, en otro lugar,
un día como todos los días en que estás.
Será, tal vez, mañana.
He seguido, para llegar hasta ti, otros caminos amargos
donde la sal quebraba la sal.
He seguido, para llegar hasta ti, otras horas, otras riberas.
La noche es una mano para quien sigue la noche.
De noche, todos los caminos caen.
Era necesaria esa noche en que tomé tu mano, en que estábamos solos.
Era necesaria esa noche como era necesario ese camino.
En el mundo donde te busco eres la hierba y el deshielo.
Eres el grito perdido en que me extravío.
Pero también eres, ahí donde nada vela, el olvido hecho de cenizas de espejo.

3. He dado la vuelta...

He dado la vuelta.

He dado la vuelta sobre mí mismo sin encontrar descanso.
Dirigiéndose a mí, mis hermanos de raza han dicho:
«Tú no eres judío. No frecuentas la sinagoga».

Dirigiéndome a mis hermanos de raza, he contestado:
«Llevo la sinagoga en mi interior».

Dirigiéndose a mí, mis hermanos de raza han dicho:
«Tú no eres judío. Ya no rezas».

Dirigiéndome a mis hermanos de raza, he contestado
«La oración es mi columna vertebral y mi sangre».

Dirigiéndose a mí, mis hermanos de raza han dicho:
«Los rabinos cuyas palabras citas son unos charlatanes. ¿Han
acaso existido? y tú te has alimentado con sus palabras impías».

Dirigiéndome a mis hermanos de raza, he contestado:
«Los rabinos cuyas palabras cito son los faros de mi memoria
-uno sólo se acuerda de sí- y vosotros sabéis
que el alma tiene por pétalo una palabra». (...)

4. He aprendido a amar a los hombres...

     He aprendido a amar a los hombres en el momento en que aspiraba,
con todas mis fuerzas, a ser amado.
     Así aman los judíos a los judíos .
     He aprendido a ser un hombre.
     He aprendido a hablar pomposamente del hombre.
     Así hablan los judíos de los judíos.
     Mis palabras, un día, se me hicieron extrañas, y me callé.
     (« La historia de mi alma es la de las letras del alfabeto cuya forma ha hecho sensible a mis sentidos el camino
a través del espacio y el tiempo, hasta su unión en la palabra, a la hora y en el lugar previstos de mi nacimiento.
     Nunca estamos colocados, en relación con los demás , a igual distancia del lenguaje, porque nos movemos de forma diferente
en esas regiones del corazón y del espíritu que abarcan los vocablos. Estamos cerca o lejos de la verdad de la palabra según la hayamos seguido al pasar o hayamos abandonado todo para sorprenderla.
     La palabra es virgen. He asistido a su despertar.
     La historia de mi alma es la historia apasionada de mi búsqueda del verbo, donde el universo es el premio de mi pensamiento.»
                                                                                                                                                                             Reb Gaon
 

5. El diálogo de las dos rosas


-Así pues, audaz amiga, me desafías en el alma.

-Soy fiel al amor

-El amor sólo se ama a sí mismo.

-Yo soy la vida. Él me pertenece.

-No siempre. Los amantes me ofrecen su vida.

-Los amantes desgraciados. No el amor.

-El amor es la trampa que tiendes a los hombres para vestirte con sus escalofríos,
para alimentarte con sus lágrimas.

-Luz en los ojos, eso es el amor.

-El amor devora los ojos que ven.

-Fría amiga.

-Mi cómplice. -Aquí, señala el discípulo de Reb Simoni,
hubo un largo silencio, luego la voz se hizo suplicante. Entrégame a Sara y a Yukrl.

-No puedo perderles.

-Un día, acabarás cediendo.
-Quizás, una mañana en que esté contenta; en cuanto se me hayan hecho insoportables.
-Aquí, creí oirla reír, observa el discípulo de Reb Simoni. -Tendrás algunas horas o algunas semanas, eso dependerá,
para arrancármelos.

-Cruel, sabes que sufren.

-El amor es mi juventud,

-Tú eres la vida.

-El amor es el dueño de mi vida.
-¿Por qué esas prisas? ¿Tanto te gustan? Te arrastras como una esclava. ¿Estás enamorada?

-El amor no me interesa.
-Entonces, ¿por qué quieres arrebatarme a mis amantes?
-Porque está en el orden establecido y también porque es mi oficio.

-Quemas etapas. ¿Ya no te importa mi placer? Me decepcionas.

-A veces soy tierna con los humanos.

-Por qué?

-Un poco por piedad. Me gusta que me crean buena.

-Estás celosa. Te mueres de amor.
-Mato todo lo que toco.

-Tu cuerpo está ebrio de caricias, tus pétalos están húmedos de besos esperados. Pero yo soy fuerte. Soy tozuda.
Me divierte hacerte esperar.

-Te obstinas en hacerme daño. Pero ten cuidado. Puedo vengarme.

         Aquí, me pareció, señala el discípulo de Reb Simoni, que se aproximaron la una a la otra y
        que su actitud era desafiante.

-Confiesa que te gusto; que a través de las parejas que me exaltan, es a mí a quien deseas.

        Se daban la espalda para enfrentarse poco después con su odio desatado, señala el
        discípulo de Reb Simoni.
-Hija.

-Qué amable confesión.

-No me faltan recursos. Me haces daño. Tú lo sabes. Mi deseo me desgarra por completo. Tanto peor. Tanto peor.
Tanto peor. Eso sólo me importa a mí.
-Te desprecio.

-Te amo con un amor imposible. Elimino a los que me impiden abrazarte. Con sus ojos, hago dos tragaluces,
con su cuerpo, un navío perdido. Los más voluptuosos son los más vulnerables.

              Debieron transcurrir unos cuantos minutos, observa aquí el discípulo de Reb Simoni,
              de los que apenas me acuerdo. Hasta mí llegaban fragmentos de palabras cuyo
              sentido no alcanzaba a comprender; luego oí muy claramente:

-Cállate. Me dejas helada.

-Eres la nieve que se funde en abril.

-Soy la fiebre. Soy el sol. Odio el agua, las mortajas.

-Mueres por cada nacimiento. Preparas con talento a los seres, al mundo, para su fin anunciado. Loca que les hablas de mí.
Eres la antecámara. Yo soy el lecho. Tus víctimas me piden socorro. Sus gritos forman un gran collar alrededor de mi cuello. Entonces, surjo entre ellos en mi esplendor inaccesible. Me apodero para siempre de su mirada. Con ella, hago un camino,
hago un arco iris.
-Déjame vivir. Déjame alimentarme con mi vida.

-Déjame, mi rosa pródiga, saborear mi muerte.

                  Cuando me acerqué a ellas para asegurarme de que eran reales, señala el discípulo de
                  Reb Simoni, me encontré ante dos rosas abiertas a la avidez de una abeja que habían recuperado su existencia vegetal.

«Yukel, escribía Sara, ¿es verdad que la muerte nos parece hoy preferible al mejor momento que hayamos conocido
en nuestra corta vida?»


DE LA SOLEDAD COMO ESPACIO DE ESCRITURA


“El amanecer
quema de libros, espectáculo del supremo
saber destronado.
“Virgen es, entonces, la mañana. “



El acto de escribir es un acto solitario.
¿La escritura es la expresión de esta soledad?
¿Puede haber escritura sin soledad o aún soledad sin escritura?
¿Habrá grados de soledad –así como hay tantas playas, diferentes niveles de soledad – como intensidades de la sombra o de la luz?
¿Se podrá, en este caso, afirmar que hay ciertas soledades dedicadas a la noche y otras al día?
¿Habrá en fin diversas formas de soledad: soledad resplandeciente, redonda –la del sol –  o soledad plana, tenebrosa –la de las lápidas funerarias; soledad de la fiesta y soledad del duelo?
La soledad no se puede decir sin que inmediatamente deje de existir.
La soledad no se puede escribir si no en la distancia que la proteja del ojo que la lee.
El decir será para el texto lo que la palabra oral es para la palabra escrita: el fin de una soledad asumida para la una y el preludio de una aventura solitaria para la otra.
El que habla en voz alta jamás está solo.
El que escribe reúne, por intermediación del vocablo, su soledad.
¿Quién se atreve en medio de las arenas, a hacer uso de la palabra? El desierto sólo responde al grito, al último, ya envuelto del silencio de donde surgirá el signo; porque jamás escribe sino a los imprecisos confines del ser.
Tomar conciencia de este límite es, al mismo tiempo, reconocer como punto de partida de lo escrito, la irregular línea de demarcación de nuestra propia soledad.
Habrá entonces, así, por la soledad y por lo escrito, fronteras fluctuantes que sigamos, pluma en mano; fronteras por nosotros y gracias a nosotros, reconocidas.
En cada libro sus antros de soledad.
Siete cielos se reclaman del cielo. El vacío y sus etapas. Así la soledad que es vacío del cielo y de la tierra, vacío del hombre dentro del cual se agita o respira.
Ligada a todo origen, la soledad en su poder excepcional de romper el tiempo, de despejar la unidad primera; de hacer, en todos los casos, del múltiple indeterminado, el uno innombrable.
Intentar escribir, desde estas condiciones, considerando incluso, al margen de lo escrito, rehacer por vez primera, pero en sentido inverso, el camino seguido por el pensamiento; llevar nuevamente el pensamiento al objeto mismo de su reflexión; lo escrito, al vocablo que lo contenga; volver, en suma, a salir de su propia soledad para adherirse a la inicial soledad del libro en la ignorancia aún de su comienzo y en la cual el libro buscará su nombre; porque es sobre las ruinas de un libro, de las cuales se aparta, que el libro se contruye; sobre la aterradora soledad de sus escombros.
El escritor jamás abandona el libro. El crece y se derrumba a su lado. Escribir, en una primera instancia, no será más que recoger las piedras del libro desplomado con el fin de levantar con ellas una nueva obra –la misma sin duda-; edificio donde el escritor será el infatigable maestro de obra, arquitecto, albañil; menos atento, sin embargo, al progreso de su construcción, que al movimiento interno, natural que preside su conclusión; atento, sobre todo, a la escritura de esta doble soledad –la del vocablo y la del libro- que se quisiera progresivamente legible.
En ningún lado como no sea en este rectángulo de papel destinado a lo indecible, es que palabras y morada han sido jamás así tan fuertemente liadas las unas a la otra y, al mismo tiempo –oh paradoja- tan remotas; porque ninguna alianza está permitida a la soledad, ninguna unión o asociación; ninguna esperanza de liberación común.
Sola, se construye; sola, con la complicidad de la escritura, organiza la lección de los orgullosos carteles de las épocas de su esplendor o de sus largas y profundas heridas, en el momento en que la obra que ella contribuye a poner en pie, es tumba polvorienta; donde el libro se quiebra en la infinita fractura de sus palabras.
 Soledad a la cual se somete el escritor; otorgando, a veces, más de lo que puede ofrecer, sin poder sustraerse al compromiso adquirido hacia ella.
¿Pero por qué? ¿La soledad no es una elección deliberada del hombre? Entonces, ¿cuáles son sus cadenas que nadie forjó? ¿Habrá una soledad que escape a su voluntad, que no pueda, impotente, superarla?
La exigencia de esta soledad donde el escritor no será liberado es, precisamente, por aquella palabra que la denomina y le ha sido impuesta; soledad del subsuelo de su soledad, como si hubiera una soledad más sola, enterrada dentro de la soledad, donde la palabra se modela a la imagen captada de sí misma, del mismo modo que un infante en el vientre materno.
En lo sucesivo, todo se elaborará según un orden premeditado; porque el proyecto de libro es, de principio, temerario proyecto del vocablo. No se puede escribir el libro sin haber participado indirectamente en el plan que no será, quizá, más que la intuición que tuvimos del libro a partir de aquello que se había escrito.
Soledad de una palabra entonces, soledad de la palabra frente a la palabra, de la noche frente a la noche donde, astro sumergido, el vocablo no brilla más que por ella.
Pero, te objetaran, ¿cómo pueden, a partir del libro, ir hacia la palabra? – Como el día va hacia el sol, responderé. ¿El libro no es una palabra? Será siempre a la palabra “libro” a la que volveremos. El espacio del libro es el interior de la palabra que lo designa. Escribir el libro no será más que invertir este espacio oculto, escribir dentro de esta palabra.
Pero esta palabra que reúne todas las palabras de la lengua –como el astro de la mañana toda la luz del mundo- no es, más que el lugar de su soledad; el lugar donde ella se confronta con la nulidad; donde ella deja de significar, donde no designa más que a la Nada.
“Tú no puedes leer aquello que vives, pero puedes vivir aquello que lees”, decía.
–        ¿Cúantas páginas tiene tu libro?
–        Exactamente noventa y seis superficies planas de soledad. Una al lado de la otra. La primera arriba y la última en la base. Tal es la ruta de la escritura – respondió.
Y agrega: “Lo que me intriga es ¿cómo en este punto de haber descendido hoja por hoja, por cada uno de los pasajes del libro, ha sido sólo para poder saber, cómo le hice para encontrarme, de entrada, en la más alta, la primera?
El fondo del agua está lleno de estrellas.
La escritura es una apuesta de la soledad; flujo y reflujo de inquietud. Ella siempre es el reflejo de una realidad manifestada en su nuevo origen y donde, al corazón de nuestros deseos y de nuestras dudas, nos hacemos su imagen.

Edmond Jabès, Le petit livre de la subversion hors de soupçon, en Anthologie de la poésie francaise du XXe siécle, Editions Gallimard, 2000.Traducción del francés, Mario Bojórquez

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