domingo, 27 de diciembre de 2015

POEMAS DE CARLOS ILLESCAS


(Guatemala 1918- México 1998)

Arder sin cese

 
La soledad lleva tu nombre.
Tu sexo. La hierba. Mi persona.
Rumorea luces perdidas. Delira
y al soñar camina en llamas.
Alto destino arder sin cese.
Pero la soledad, tu soledad,
la mía, la de siempre. Toda.
Pero la soledad describe limbos
y memorias. Aturde ecos. Ondula.
Repite voces dilatadas
arpegiándote, modelando mano
de instantánea aparición y parte.
Eco ondulatorio como agua ciega;
esperanza de llegar a tierra,
mi soledad. La tuya, Mar dormido.
Su sensitivo diástole amoroso.
Más allá, en tierra. Soledad
sitiada por el cielo bajo, en sueños.
Se violentan ondas terrenales,
peticiones a la carne, el ruego,
como si ardieran, como si barca
o barro de ecos despertaran.
Palabra dormida, al fin; soledad
la miniatura pendiente, muros
en diástole a mitad del fuego
con saturados corazones polvorientos.
Como hierba, tu nombre. Olvido
volviendo el rostro hacia la sombra.
Tú y yo sobre el mundo. Dándonos,
huyendo hacia el claror arbóreo.
Su destreza signando ramas navegantes.
Y tú, nuevamente, como el mundo y yo.
Devotos ambos de fetiches azules,
mitad peces, mitad perros de hastío,
doblemente tristes al amarnos
y poblarnos con transparencias:
llagada soledad cautiva al aire
donde trazas soles y altas nubes.
Tu nombre va conmigo y me ensueñas,
pienso, asimilándome a surco llameante.
Detienes el reflejo entre dos pieles,
destilas mi frente sobre vasos
que fueron un día laborioso júbilo.
Me abandonas en tus costureros
mientras disecas cosas tristes
como soledad fugaz de la estación.
Me reiteras, dícesme nombres
aún países puntuales, tantas luces,
calles anegadas de pasos,
aquellos parques sensitivos. Laicos,
como nuestros corazones devorados
por ángeles oprimidos bajo una rosa.
Inquirido fantasma la flor celeste,
radiante hacia tu sien. Crepusculares
presencias sólo entrevistas en soledad.
a la hora del gemido nocturnal.
La soledad lleva tu nombre.
Y tú has olvidado el mío.

Disidente flor


Junta labio con labio. Disidente
flor que alcanzando el aire desparrama
el firme corazón que la somete
al ondulante junco de las aguas:
es la intacta promesa de la nieve.
Defiende tu minuto que me abrasa,
la ribera y los huertos destinados
a ser refugio abierto de mi paso.

Desposa la esmeralda de tu cielo
si luto impones a mi roja senda,
huidiza soledad que sabe a tiempo
y en nubes solitarias se envenena;
confinando las raíces de su abeto
las ramas altas en tu torno vuelan.
Ordena el desposorio de la poma
y une después tu labio con mi boca.



El espejo


En la heredad del fruto la dulzura
es nombre con que ríe su corteza
y en luz callada el fuego se improvisa.

Una voz se levanta del regazo del mundo
hasta la tácita quietud,
como si habiendo muerto caminara
de pronto bajo el árbol de la sangre.
Visible caracol baja la espuma.

Abre la herida la doncella
del desvarío, ausente el rostro bello;
su seno triunfa
pero la sombra de la luz que miente,
calla. Vuelve su soledad la dura
infinitud de sombra y ramas
que un nítido asfodelo es la axila gloriosa.

Vano equilibrio el de sus hombros.
Descubro en ella el fruto
gozoso, su palabra y el impuro
deseo de morir bajo otro cielo;
a media voz de alcoba.
Frente al espejo.



Ella es la yerba


Amiga, ya no tienes quince años. Puerta sellada.
Ahí tus labios penetran esta raíz a flor de tierra.
Como una copa muerta a la mitad del día, sollozando,
yo te miro despertar en todos mis sueños:
apenas fantasma o manchada arpa de litigante suspiro.
Ruede tu espejo y si a pedazos se reduce sobre el lecho,
reconstrúyeme sobre la redondez de un mundo mágico,
pero nunca digas aquellas palabras de otros días,
ni repitas las caricias que tanto gozaron nuestras manos.
Libres vuelan los árboles sobre la memoria de la noche,
cónicos labradores en nuestros jardines amorosos.
Escondiste en mi corazón un tigre de piedra rutilante,
las monedas que tu estricta doncellez robara a la avaricia
y al celo y al júbilo de una inocente pornografía.
Dulce látigo embelesado en tus ingles como un dios
de aquietados potros o memoria rota por los pétalos,
pero nunca sumisión del nombre dado a las cosas y al amor.
Aquietada juventud del agua apenas fuente para el cisne.
Daga en tus manos a tanta herida resuelta en pura humanidad.
Entonces deparaba el sitio a tus cabellos como diciendo:
"Hoy la veré. Sus senos son redondos. Ella es la yerba".
Aprendíamos a nacer, entonces. Labrábamos la copa y el agua,
el restallar de la llama a la mitad de la tarde y la risa.
Hojas caídas de un zodíaco genital sin sucios temores,
como dos rodillas juntas, amiga con amigo. Belleza
que penetra el momento hasta la palabra: "Yo te amo".
Pobre dádiva a tanta muerte escrita en el espejo redondo,
en la sombra del fonógrafo puesto a girar hasta la vida.
Rota la cinta del corpiño elegías el mérito del suspiro,
así llameando toda el alma junto al árbol menos secreto:
tantos bosques y tantas manos, carrera impuesta al delirio.
Entonces eran los días del dulce morir para la vida,
de la lluvia sedante, casi cuerda locura y amor sediento.
Lucidez del leopardo y su piel llena de flores en movimiento.
Hojas aquietadas que entran en el cuarto y nos buscan
con todos los besos de sus filos hasta hacernos árboles.
Ya no tienes quince años. Puerta sellada. Mano cruel.



Fábula


Flor que sumerge en acuosos daños
visiones funerarias como espejos
-límite del cuerpo entre las sogas
arrebatadas al piélago de almendras
y si memoria del cáliz es la fluente
admiración de pájaros honderos
-dádiva serás del junco bajo un labio.
Trazo de la nube de inflamado estío
como la rueda sola en la mejilla
por la opaca lucidez se desvivía.
Tacto de la arena, sujeción al paso,
ardientes muérdagos y copa de veneno.
Sordo es el mirlo mas el trébol tañe
su rojo polen como un puño
y la llama torna forma lo que fuera noche.
Días del agua, manzanas atrevidas
por la sola voluntad de los corderos,
abiertas manos del limón y el lino;
rompen las sienes su silencio ansiado
pero enfadan su laúd y sus rodillas
mientras expiran los mármoles sonoros
y tus ojos me miran amorosos.



Serenidad


Los ríos hermanan una palabra humilde
si esperar en su ribera es imagen para el alma.
Dardo de dulzura finita a despejada frente de su linfa
como un pequeño caracol abierto en trébol.
Preguntan por nosotros y su voz menos húmeda
para en el aspa de la hierba que nos besa.
Su ventana tañe las sirenas del tiempo:
mínima espesura su caudal de cuerdas amables
si duda el remanso bajo el puente del día
o la fuente afables álamos desata.
Desplomados ruiseñores labran su sueño
en pequeñas planchas de oro sonámbulo.
Ahí la pátina del otoño levanta su estandarte
y al final siempre besa a la doncella de la grava
hasta la quieta alcoba del fondo alcanza
el undoso brazo, apretado por el frío,
la favorable flor que trae hasta su pie desnudo.


 

De "Los cuadernos de Marsias" 1973

A plena luz...


A plena luz. A hurto y sombra
ensayo a escribir tu nombre.
No acierto con las letras.
Vacilo en el aroma. Me iluminas,
su rosa trascendiendo.
¿Cuántas auroras morirán
antes, amor, de que termine,
ya ciego y loco, de escribir tu amante
amor o amor, acaso, amor,
a cambio de tu nombre, amor,
que olvido sin saber si lo recuerdo?



Ama la flor al sol que le recrea...


Ama la flor al sol que le recrea
en claro estilo su perfume; envío
el pájaro en espumas recatado
si por cercano arpegio de la nube
oros culmina sobre el árbol. Pluma,
ceniza, amor. Cenit hacia el oriente
del remirado sándalo encendido,
mas fuego en llama entreverado, amor,
la dulce poma de tu lengua al lápiz
sobre el temblor del cuerpo en donde trazan
un nuevo espasmo para el sol tus senos.


Amorosa trepaste hasta mi pecho...


Amorosa trepaste hasta mi pecho
después de confesarme cómo un niño
tejía ya la vida en tus entrañas.
Allí indolente como en blanda cuna,
con ronca voz de sueño me pedías
el vetusto relato de la viuda.
Sin omitir detalle dije
al nardo de tus oídos,
dispuesto a las delicias de la fábula,
cómo engulle a grácil, la divina,
uno a uno sus ágiles hijuelos,
después de que los tontos
pretenden escapar en vano
de los blancos, redondos huevecillos,
recién cascados con ternura
por su pilosa madrecita.



Intentaré trazar las letras...


                 Intentaré trazar las letras
que leídas al revés
recojan por lo menos
el testamento de quien muere
porque sí muere.

                 Lego la saliva
por mi lanzada a hurto en menoscabo
del topo azul del cielo,
al mudo corazón donde eternizo
la caníbal disputa wagneriana
del viejo ruiseñor de Teócrito,
con los novísimos cuplés
ideados por tus muslos
sin cese ni reposo.

                  Para siempre.


Pasó vistiendo la hermosura sola...


Pasó vistiendo la hermosura sola.
Su clara desnudez del día era.
Al grito intemperante
de los eunucos fariseos,
por toda piedra le arrojé
el ojo sano de mi cara.
¡Por el amor de Dios, paseantes,
no queréis describírmela de nuevo?

Mi amor
Mi amor es pústula
por el unto del odio
apenas encubierta.



Permíteme mugir tu nombre...


Permíteme mugir tu nombre.
No te merece al esplendor
de un sol euclidiano, Marsias.
Mas déjame morir si el alba pone
por fin desvencijado,
el huevo de avestruz
en cuyo centro amor han dicho
que el dado de tu nombre
axial su furia agita
en las herbosas sienes de Pitágoras,
bajo un terrible mil y un cero.

¿Lo ves, amor? -los números rodantes
en manos del fullero Apolo
igual a ti, trabajan en mi contra.





LXXVPoética


Poesía, es conveniente
vomitar una, dos, mil veces
                  de seguida,
a fin de no dejar en el estómago
residuos indeseables de alimento.
Y propiciar después quién sabe
qué imaginarios paraísos;
si intáctiles, concretos:
si precisos, comidos por el sueño
en tanto llama inteligente
incursa en los sentidos, orbes -digo-
de permanente combustión
hasta lograr de nuevo, poesía,
la catarata impetuosa de otro vómito
de sílabas montadas en estrofas
                   gratas al alma y al oído.

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