La soledad lleva tu nombre. Tu sexo. La hierba. Mi persona. Rumorea luces perdidas. Delira y al soñar camina en llamas. Alto destino arder sin cese. Pero la soledad, tu soledad, la mía, la de siempre. Toda. Pero la soledad describe limbos y memorias. Aturde ecos. Ondula. Repite voces dilatadas arpegiándote, modelando mano de instantánea aparición y parte. Eco ondulatorio como agua ciega; esperanza de llegar a tierra, mi soledad. La tuya, Mar dormido. Su sensitivo diástole amoroso. Más allá, en tierra. Soledad sitiada por el cielo bajo, en sueños. Se violentan ondas terrenales, peticiones a la carne, el ruego, como si ardieran, como si barca o barro de ecos despertaran. Palabra dormida, al fin; soledad la miniatura pendiente, muros en diástole a mitad del fuego con saturados corazones polvorientos. Como hierba, tu nombre. Olvido volviendo el rostro hacia la sombra. Tú y yo sobre el mundo. Dándonos, huyendo hacia el claror arbóreo. Su destreza signando ramas navegantes. Y tú, nuevamente, como el mundo y yo. Devotos ambos de fetiches azules, mitad peces, mitad perros de hastío, doblemente tristes al amarnos y poblarnos con transparencias: llagada soledad cautiva al aire donde trazas soles y altas nubes. Tu nombre va conmigo y me ensueñas, pienso, asimilándome a surco llameante. Detienes el reflejo entre dos pieles, destilas mi frente sobre vasos que fueron un día laborioso júbilo. Me abandonas en tus costureros mientras disecas cosas tristes como soledad fugaz de la estación. Me reiteras, dícesme nombres aún países puntuales, tantas luces, calles anegadas de pasos, aquellos parques sensitivos. Laicos, como nuestros corazones devorados por ángeles oprimidos bajo una rosa. Inquirido fantasma la flor celeste, radiante hacia tu sien. Crepusculares presencias sólo entrevistas en soledad. a la hora del gemido nocturnal. La soledad lleva tu nombre. Y tú has olvidado el mío.
Disidente flor
Junta labio con labio. Disidente flor que alcanzando el aire desparrama el firme corazón que la somete al ondulante junco de las aguas: es la intacta promesa de la nieve. Defiende tu minuto que me abrasa, la ribera y los huertos destinados a ser refugio abierto de mi paso.
Desposa la esmeralda de tu cielo si luto impones a mi roja senda, huidiza soledad que sabe a tiempo y en nubes solitarias se envenena; confinando las raíces de su abeto las ramas altas en tu torno vuelan. Ordena el desposorio de la poma y une después tu labio con mi boca.
El espejo
En la heredad del fruto la dulzura es nombre con que ríe su corteza y en luz callada el fuego se improvisa.
Una voz se levanta del regazo del mundo hasta la tácita quietud, como si habiendo muerto caminara de pronto bajo el árbol de la sangre. Visible caracol baja la espuma.
Abre la herida la doncella del desvarío, ausente el rostro bello; su seno triunfa pero la sombra de la luz que miente, calla. Vuelve su soledad la dura infinitud de sombra y ramas que un nítido asfodelo es la axila gloriosa.
Vano equilibrio el de sus hombros. Descubro en ella el fruto gozoso, su palabra y el impuro deseo de morir bajo otro cielo; a media voz de alcoba. Frente al espejo.
Ella es la yerba
Amiga, ya no tienes quince años. Puerta sellada. Ahí tus labios penetran esta raíz a flor de tierra. Como una copa muerta a la mitad del día, sollozando, yo te miro despertar en todos mis sueños: apenas fantasma o manchada arpa de litigante suspiro. Ruede tu espejo y si a pedazos se reduce sobre el lecho, reconstrúyeme sobre la redondez de un mundo mágico, pero nunca digas aquellas palabras de otros días, ni repitas las caricias que tanto gozaron nuestras manos. Libres vuelan los árboles sobre la memoria de la noche, cónicos labradores en nuestros jardines amorosos. Escondiste en mi corazón un tigre de piedra rutilante, las monedas que tu estricta doncellez robara a la avaricia y al celo y al júbilo de una inocente pornografía. Dulce látigo embelesado en tus ingles como un dios de aquietados potros o memoria rota por los pétalos, pero nunca sumisión del nombre dado a las cosas y al amor. Aquietada juventud del agua apenas fuente para el cisne. Daga en tus manos a tanta herida resuelta en pura humanidad. Entonces deparaba el sitio a tus cabellos como diciendo: "Hoy la veré. Sus senos son redondos. Ella es la yerba". Aprendíamos a nacer, entonces. Labrábamos la copa y el agua, el restallar de la llama a la mitad de la tarde y la risa. Hojas caídas de un zodíaco genital sin sucios temores, como dos rodillas juntas, amiga con amigo. Belleza que penetra el momento hasta la palabra: "Yo te amo". Pobre dádiva a tanta muerte escrita en el espejo redondo, en la sombra del fonógrafo puesto a girar hasta la vida. Rota la cinta del corpiño elegías el mérito del suspiro, así llameando toda el alma junto al árbol menos secreto: tantos bosques y tantas manos, carrera impuesta al delirio. Entonces eran los días del dulce morir para la vida, de la lluvia sedante, casi cuerda locura y amor sediento. Lucidez del leopardo y su piel llena de flores en movimiento. Hojas aquietadas que entran en el cuarto y nos buscan con todos los besos de sus filos hasta hacernos árboles. Ya no tienes quince años. Puerta sellada. Mano cruel.
Fábula
Flor que sumerge en acuosos daños visiones funerarias como espejos -límite del cuerpo entre las sogas arrebatadas al piélago de almendras y si memoria del cáliz es la fluente admiración de pájaros honderos -dádiva serás del junco bajo un labio. Trazo de la nube de inflamado estío como la rueda sola en la mejilla por la opaca lucidez se desvivía. Tacto de la arena, sujeción al paso, ardientes muérdagos y copa de veneno. Sordo es el mirlo mas el trébol tañe su rojo polen como un puño y la llama torna forma lo que fuera noche. Días del agua, manzanas atrevidas por la sola voluntad de los corderos, abiertas manos del limón y el lino; rompen las sienes su silencio ansiado pero enfadan su laúd y sus rodillas mientras expiran los mármoles sonoros y tus ojos me miran amorosos.
Serenidad
Los ríos hermanan una palabra humilde si esperar en su ribera es imagen para el alma. Dardo de dulzura finita a despejada frente de su linfa como un pequeño caracol abierto en trébol. Preguntan por nosotros y su voz menos húmeda para en el aspa de la hierba que nos besa. Su ventana tañe las sirenas del tiempo: mínima espesura su caudal de cuerdas amables si duda el remanso bajo el puente del día o la fuente afables álamos desata. Desplomados ruiseñores labran su sueño en pequeñas planchas de oro sonámbulo. Ahí la pátina del otoño levanta su estandarte y al final siempre besa a la doncella de la grava hasta la quieta alcoba del fondo alcanza el undoso brazo, apretado por el frío, la favorable flor que trae hasta su pie desnudo.
De "Los cuadernos de Marsias" 1973
A plena luz...
A plena luz. A hurto y sombra ensayo a escribir tu nombre. No acierto con las letras. Vacilo en el aroma. Me iluminas, su rosa trascendiendo. ¿Cuántas auroras morirán antes, amor, de que termine, ya ciego y loco, de escribir tu amante amor o amor, acaso, amor, a cambio de tu nombre, amor, que olvido sin saber si lo recuerdo?
Ama la flor al sol que le recrea...
Ama la flor al sol que le recrea en claro estilo su perfume; envío el pájaro en espumas recatado si por cercano arpegio de la nube oros culmina sobre el árbol. Pluma, ceniza, amor. Cenit hacia el oriente del remirado sándalo encendido, mas fuego en llama entreverado, amor, la dulce poma de tu lengua al lápiz sobre el temblor del cuerpo en donde trazan un nuevo espasmo para el sol tus senos.
Amorosa trepaste hasta mi pecho...
Amorosa trepaste hasta mi pecho después de confesarme cómo un niño tejía ya la vida en tus entrañas. Allí indolente como en blanda cuna, con ronca voz de sueño me pedías el vetusto relato de la viuda. Sin omitir detalle dije al nardo de tus oídos, dispuesto a las delicias de la fábula, cómo engulle a grácil, la divina, uno a uno sus ágiles hijuelos, después de que los tontos pretenden escapar en vano de los blancos, redondos huevecillos, recién cascados con ternura por su pilosa madrecita.
Intentaré trazar las letras...
Intentaré trazar las letras que leídas al revés recojan por lo menos el testamento de quien muere porque sí muere.
Lego la saliva por mi lanzada a hurto en menoscabo del topo azul del cielo, al mudo corazón donde eternizo la caníbal disputa wagneriana del viejo ruiseñor de Teócrito, con los novísimos cuplés ideados por tus muslos sin cese ni reposo.
Para siempre.
Pasó vistiendo la hermosura sola...
Pasó vistiendo la hermosura sola. Su clara desnudez del día era. Al grito intemperante de los eunucos fariseos, por toda piedra le arrojé el ojo sano de mi cara. ¡Por el amor de Dios, paseantes, no queréis describírmela de nuevo?
Mi amor Mi amor es pústula por el unto del odio apenas encubierta.
Permíteme mugir tu nombre...
Permíteme mugir tu nombre. No te merece al esplendor de un sol euclidiano, Marsias. Mas déjame morir si el alba pone por fin desvencijado, el huevo de avestruz en cuyo centro amor han dicho que el dado de tu nombre axial su furia agita en las herbosas sienes de Pitágoras, bajo un terrible mil y un cero.
¿Lo ves, amor? -los números rodantes en manos del fullero Apolo igual a ti, trabajan en mi contra.
LXXVPoética
Poesía, es conveniente vomitar una, dos, mil veces de seguida, a fin de no dejar en el estómago residuos indeseables de alimento. Y propiciar después quién sabe qué imaginarios paraísos; si intáctiles, concretos: si precisos, comidos por el sueño en tanto llama inteligente incursa en los sentidos, orbes -digo- de permanente combustión hasta lograr de nuevo, poesía, la catarata impetuosa de otro vómito de sílabas montadas en estrofas gratas al alma y al oído.
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