(19 de octubre de 1938, Caracas, Venezuela - 5 de junio de 2008, Valencia, Venezuela)
Adiós al siglo XX
a
Alvaro Mutis
Cruzo la calle
Marx, la calle Freud;
ando por una
orilla de este siglo,
despacio,
insomne, caviloso,
espía ad
honorem de algún reino gótico,
recogiendo
vocales caídas, pequeños guijarros
tatuados de
rumor infinito.
La línea de
Mondrian frente a mis ojos
va cortando la
noche en sombras rectas
ahora que ya no
cabe más soledad
en las paredes
de vidrio.
Cruzo la calle
Mao, la calle Stalin;
miro el instante
donde muere un milenio
y otro despunta
su terrestre dominio.
Mi siglo
vertical y lleno de teorías...
Mi siglo con
sus guerras, sus posguerras
y su tambor de
Hitler allá lejos,
entre sangre y
abismo.
Prosigo entre
las piedras de los viejos suburbios
por un trago,
por un poco de jazz,
contemplando
los dioses que duermen disueltos
en el serrín de
los bares,
mientras
descifro sus nombres al paso
y sigo mi
camino.
Amantes
Se amaban. No
estaban solos en la tierra;
tenían la
noche, sus vísperas azules,
sus celajes.
Vivían uno en
el otro, se palpaban
como dos
pétalos no abiertos en el fondo
de alguna flor
del aire.
Se amaban. No
estaban solos a la orilla
de su primera
noche.
Y era la tierra
la que se amaba en ellos,
el oro nocturno
de sus vueltas,
la galaxia.
Ya no tendrían
dos muertes. No iban a separarse.
Desnudos,
asombrados, sus cuerpos se tendían
como hileras de
luces en un largo aeropuerto
donde algo iba
a llegar desde muy lejos,
no demasiado
tarde.
Canción
Cada cuerpo con
su deseo
y el mar al
frente.
Cada lecho con
su naufragio
y los barcos al
horizonte.
Estoy cantando
la vieja canción
que no tiene
palabras.
Cada cuerpo
junto a otro cuerpo,
cada espejo
temblando en la sombra
y las nubes
errantes.
Estoy tocando
la antigua guitarra
con que los
amantes se duermen.
Cada ventana en
sus helechos,
cada cuerpo
desnudo en su noche
y el mar al
fondo, inalcanzable.
Cementerio de Vaugirard
Los muertos que
conmigo se fueron a Paris
vivían en el
cementerio Vaugirard.
En el recodo de
los fríos castaños
donde la nieve
recoge las cartas
que el invierno
ha lacrado,
recto lugar,
gélidas tumbas, nadie, nadie
sabrá nunca
leer sus epitafios.
Un alba en
escarchas de mármol
y el helado
aguaviento
soplando sobre
amargas ráfagas,
Alba de
Vaugirard, rincón donde la muerte
es una
explosión interminable. Piedras, huesos, retama.
¿Quién oía el
tintinear de sus pailas
a la sagrada
hora del café
cuando son
interminables sus chácharas?
¿Qué silencio
tan hondo allí suplía
el cantar de
uno solo de sus gallos?
Muertos de sol,
de espacios, de sábanas,
muertos de
estrellas, de pastos, de vacadas,
muertos bajo
tierra a caballo.
Los muertos que
conmigo se fueron a París
vivían en el
cementerio Vaugirard,
estéril
pabellón de graníticas tapias.
¿Qué queda allí
de esa memoria
ahora que la
última luz se ha embalsamado?
¿Qué recordarán
sus camaradas
de sus voces,
de sus humildes hábitos?
Alba de
Vaugirard, niebla compacta,
amistad con que
la luna clavetea las lápidas,
¿qué quedó allí
de aquellos huéspedes
agradecidos de
tanta posada?
¿Qué noticias
envían ahora lejanos
a los caídos, a
los vencidos, a los suicidas olvidados?
Un alba en
escarchas de mármol
y el helado
aguaviento
soplando sobre
amargas ráfagas.
Oscuro lugar
donde la muerte
es una
explosión interminable
sobre
recuerdos, átomos, retama.
¿Qué permanece
de tanta memoria?
¿Quién llega
ahora a oír sus chácharas
cuando la nieve
recoge las cartas
que el invierno
ha lacrado? Nadie, nadie
sabrá nunca
leer sus epitafios.
Dos Rembrandt
Con grumos
ocres pudo el viejo Rembrandt
pintar su
último rostro. Es un autorretrato
en su final.
hecho de encargo
para un joven
pintor de 34.
(El mismo
Rembrandt visto en otra cara.)
Puestos cerca
esos cuadros
muestran en
igual pose las dos bocas,
unos ojos
intensos o vagos,
las manos
juntas en el aire
y el tacto de
colores
con hondas
luces que se rompen
en sordos
sollozos apagados...
Rembrandt en la
vejez, al dibujarse
supo ser
objetivo. No interfiere
en los estragos
de su vida,
ve lo que fue,
no afiade, no lamenta.
Su alma sólo
nos busca por espejo
y sin pedirnos
saldo
se acerca en
sus dos rostros,
pero quién al
mirarlos no se quema?
Dura menos un hombre que una vela...
Dura menos un
hombre que una vela
pero la tierra
prefiere su lumbre
para seguir el
paso de los astros.
Dura menos que
un árbol,
que una piedra,
se anochece
ante el viento más leve,
con un soplo se
apaga.
Dura menos un
pájaro,
que un pez
fuera del agua,
casi no tiene
tiempo de nacer,
da unas vueltas
al sol y se borra
entre las
sombras de las horas
hasta que sus
huesos en el polvo
se mezclan con
el viento,
y sin embargo,
cuando parte
siempre deja la
tierra más clara.
El esclavo
Ser el esclavo
que perdió su cuerpo
para que lo
habiten las palabras.
Llevar por
huesos flautas inocentes
que alguien
toca de lejos
o tal vez
nadie. (Sólo es real el soplo
y la ansiedad
por descifrarlo.)
Ser el esclavo
cuando todos duermen
y lo hostiga el
claror incisivo
de su hermana,
la lámpara.
Siempre en
terror de estar en vela
frente a los
astros
sin que pueda
mentir cuando despierten,
aunque diluvie
el mundo
y la noche
ensombrezca la página.
Ser el esclavo,
el paria, el alquimista
de malditos
metales
y trasmutar su tedio
en ágatas.
en oro el barro
humano.
para que no lo
arrojen a los perros
al entregar el
parte.
En el norte
Esta noche
dimito de las sombras,
el Támesis
regresa al mar del norte
con celajes de
tren bajo la lluvia
y en sus raudos
vagones
los viajeros
sacan crucigramas.
Es la noche,
resguárdate,
grita el reloj
cerca del polo,
pero a esta
hora mi país de ultramar
cruza el arco
del sol
y se baten
azules las palmas.
En cada muro en
que me acodo
siento el
vaivén errante de los barcos.
Entre estas
islas y mi casa
caben todas las
aguas por siglos de este río,
el gris
invierno de paredes rectas,
los vientos que
nos tornan monosilábicos
y quedan leguas
que llenar para acercarse.
Mi corazón da
tumbos en medio de la niebla,
no se ajusta a
los polos,
busca el lugar
donde la tierra gira más despacio.
Esta noche soy
diurno frente al Támesis,
no voy a bordo
en sus vagones,
sigo de pie con
el silencio de una palma.
mi país de
ultramar resplandece a lo lejos
y yo cuento sus
horas
en relojes
perdidos más allá del Atlántico.
Su ausencia es
mi único equipaje.
Escritura
Alguna vez
escribiré con piedras,
midiendo cada
una de mis frases
por su peso,
volumen, movimiento.
Estoy cansado
de palabras.
No más lápiz:
andamios, teodolitos,
la desnudez
solar del sentimiento
tatuando en lo
profundo de las rocas
su música
secreta.
Dibujaré con
líneas de guijarros
mi nombre, la
historia de mi casa
y la memoria de
aquel río
que va pasando
siempre y se demora
entre mis venas
como sabio arquitecto.
Con piedra viva
escribiré mi canto
en arcos,
puentes, dólmenes, columnas,
frente a la
soledad del horizonte,
como un mapa
que se abra ante los ojos
de los viajeros
que no regresan nunca.
Hotel antiguo
Una mujer a
solas se desnuda,
pared por
medio, en el hotel antiguo
de esta ciudad
remota donde duermo.
Abren las sedas
un rumor disperso
que se mezcla
al follaje
de los helechos
en el aire.
Se oyen llaves
que giran en un cofre,
jadeos
ahogados, prendas,
la inocencia de
gestos solitarios
que beben los
espejos.
A su tiempo la
noche se desnuda
y las calles
apiladas se doblan
en un vasto
ropaje
con la fatiga
de un final de fiesta.
Una mujer a solas
tras los muros,
unos pasos, un
oscuro deseo,
hasta mí llega
de otro mundo
como alguien
que he amado y que me habla
desde un ataúd
lleno de piedras.
La hora de Hamlet
Esta mañana me
sorprende
con mi olvidada
calavera entre las manos.
Hago de Hamlet.
Es la hora
reductiva del monólogo
en que
interrogo a mi Hacedor
sobre esta
máscara que ha de volverse polvo,
sobre este
polvo que sigue hablando todavía
aquí y acaso en
otra parte.
A la distancia
que me encuentre de la muerte,
hago de Hamlet.
Hamlet y pájaro
con vértigo de alturas,
tras las
almenas del íngrimo castillo
que cada quien
erige piedra a piedra
para ser o no
ser según la suerte,
el destino, la
sombra, los pasos del fantasma.
La poesía
La poesía cruza
la tierra sola,
apoya su voz en
el dolor del mundo
y nada pide
ni siquiera
palabras.
Llega de lejos
y sin hora, nunca avisa;
tiene la llave
de la puerta.
Al entrar
siempre se detiene a mirarnos.
Después abre su
mano y nos entrega
una flor o un
guijarro, algo secreto,
pero tan
intenso que el corazón palpita
demasiado
veloz. Y despertamos.
La terredad de un pájaro es su canto...
La terredad de
un pájaro es su canto,
lo que en su
pecho vuelve al mundo
con los ecos de
un coro invisible
desde un bosque
ya muerto.
Su terredad es
el sueño de encontrarse
en los
ausentes,
de repetir
hasta el final la melodía
mientras crucen
abiertas los aires
sus alas
pasajeras,
aunque no sepa
a quién le canta
ni por qué,
ni si podrá
escucharse en otros algún día
como cada
minuto quiso ser:
más inocente.
Desde que nace
nada ya lo aparta
de su deber
terrestre,
trabaja al sol,
procrea, busca sus migas
y es sólo su
voz lo que defiende
porque en el
tiempo no es un pájaro
sino un rayo en
la noche de su especie,
una persecución
sin tregua de la vida
para que el
canto permanezca.
Letra profunda
Lo que escribí
en el vientre de mi madre
ante la luz
desaparece.
El sueño de mi
letra antigua
tatuado en
espera del mundo
se borró a la
crecida del tiempo.
Colores,
tactos, huellas
cayeron bajo
túmulos de nieve.
Sólo murmullos
a deshora
afloran hoy del
fondo,
visiones en
eclipse, indescifrables
que envuelve el
vaho de los espejos.
Los ojos buscan
en el aire
el espacio
donde el alma flotaba
y se pierden
detrás de su senda.
Lo que escribí
en el vientre de mi madre
quizás no fue
sino una flor
porque más
hiere cuando desvanece.
Una flor viva
que no tiene recuerdo.
Manoa
No vi a Manoa,
no hallé sus torres en el aire,
ningún indicio
de sus piedras.
Seguí el
cortejo de sombras ilusorias
que dibujan sus
mapas.
Crucé el río de
los tigres
y el hervor del
silencio en los pantanos.
Nada vi
parecido a Manoa
ni a su
leyenda.
Anduve absorto
detrás del arco iris
que se curva
hacia el sur y no se alcanza.
Manoa no estaba
allí, quedaba a leguas de esos mundos,
-siempre más
lejos.
Ya fatigado de
buscarla me detengo,
¿qué me importa
el hallazgo de sus torres?
Manoa no fue
cantada como Troya
ni cayó en
sitio
ni grabó sus
paredes con hexámetros.
Manoa no es un
lugar
sino un
sentimiento.
A veces en un
rostro, un paisaje, una calle
su sol de
pronto resplandece.
Toda mujer que
amamos se vuelve Manoa
sin darnos
cuenta.
Manoa es la
otra luz del horizonte,
quien sueña
puede divisarla, va en camino,
pero quien ama
ya llegó, ya vive en ella.
Orfeo
Orfeo, lo que
de él queda (si queda),
lo que aún
puede cantar en la tierra,
¿a qué piedra,
a cuál animal enternece?
Orfeo en la
noche, en esta noche
(su lira, su
grabador, su cassette),
¿para quién
mira, ausculta las estrellas?
Orfeo, lo que
en él sueña (si sueña),
la palabra de
tanto destino,
¿quién la
recibe ahora de rodillas?
Solo, con su
perfil en mármol, pasa
por entre
siglos tronchado y derruido
bajo la estatua
rota de una fábula.
Viene a cantar
(si canta) a nuestra puerta,
a todas las
puertas. Aquí se queda,
aquí planta su
casa y paga su condena
porque nosotros
somos el Infierno.
Pájaros
Oigo los
pájaros afuera,
otros, no los
de ayer que ya perdimos,
los nuevos
silbos inocentes.
Y no sé si son
pájaros,
si alguien que
ya no soy los sigue oyendo
a media vida
bajo el sol de la tierra.
Quizás es el
deseo de retener su voz salvaje
en la mitad de
la estación
antes que de
los árboles se alejen.
Alguien que he
sido o soy, no sé,
oye o recuerda,
si hay algo
real dentro de mí son ellos,
más que yo
mismo, más que el sol afuera,
si es musical
la fuerza que hace girar el mundo,
no ha habido
nunca sino pájaros,
el canto de los
pájaros
que nos trae y
nos lleva.
Regreso
Un instante la
silla ha regresado
a su lejano
árbol
con sus verdes
tatuajes ya secos.
Sus pájaros
están dispersos, muertos,
y la manada del
rugoso cuero
yace plegada
bajo las tachuelas.
Ya no hay más
que silencio nivelado
bajo la sombra
de un follaje extinto
donde se curte
todo su misterio.
Fiel a sus
tablas, sólo da reposo,
cuando en
tardes la hemos recostado
a la pared,
ahogando una memoria
de días que
crecieron como un árbol
y la vida
tronchó por cosa muerta,
claveteada con
viejos pensamientos.
Ser esclavo
Ser el esclavo
que perdió su cuerpo
para que lo
habiten las palabras.
Llevar por
huesos flautas inocentes
que alguien
toca de lejos
o tal vez
nadie. (Sólo es real el soplo
y la ansiedad
por descifrarlo.)
Ser el esclavo
cuando todos duermen
y lo hostiga el
claror incisivo
de su hermana,
la lámpara.
Siempre en
terror de estar en vela
frente a los
astros
sin que pueda
mentir cuando despierten
aunque diluvie
el mundo
y la noche
ensombrezca la página.
Ser el esclavo,
el paria, el alquimista
de malditos
metales
y trasmutar su
tedio en ágatas,
en oro el barro
humano,
para que no lo
arrojen a los perros
al entregar el
parte.
Setiembre
Mira setiembre
nada se ha perdido
con fiarnos de
las hojas.
La juventud
vino y se fue, los árboles no se movieron
El hermano al
morir te quemó en llanto
pero el sol
continúa.
La casa fue
derrumbada, no su recuerdo.
Mira setiembre
con su pala al hombro
cómo arrastra
hojas secas.
La vida vale
más que la vida, sólo eso cuenta.
Nadie nos
preguntó para nacer,
¿qué sabían nuestros
padres? ¿Los suyos qué supieron?
Ningún dolor
les ahorró sombra y sin embargo
se mezclaron al
tiempo terrestre.
Los árboles
saben menos que nosotros
y aún no se
vuelven.
La tierra va
más sola ahora sin dioses
pero nunca
blasfema.
Mira setiembre
cómo te abre el bosque
y sobrepasa tu
deseo.
Abre tus manos,
llénalas con estas lentas hojas,
no dejes que
una sola se te pierda.
Sólo la tierra
A Reynaldo Pérez-So
Por todos los
astros lleva el sueño
pero sólo en la
tierra despertamos.
Dormidos
flotamos en el éter,
nos arrastran
las naves invisibles
hacia mundos
remotos
pero sólo en la
tierra abren los párpados.
La tierra amada
día tras día,
maravillosa,
errante,
que trae el sol
al hombre de tan lejos
y lo prodiga en
nuestras casas.
Siempre seré
fiel a la noche
y al fuego de
todas sus estrellas
pero miradas
desde aquí,
no podría irme,
no sé habitar otro paisaje.
Ni con la
muerte dejaría
que mis cenizas
salgan de sus campos.
La tierra es el
único planeta
que prefiere
los hombres a los ángeles.
Más que el
silencio de la tumba
temo la hora de
resurrección:
demasiado
terrible
es despertar
mañana en otra parte.
Uccello, hoy 6 de agosto
En el cuadro de
Uccello hay un caballo
que estuvo en
Hiroshima.
Nadie lo ve
cuando se ausenta,
cuando sus ojos
beben sombra
sobre los
cascos que se pulverizan.
Uccello dejó un
mapa de la guerra
arcaico, con
armas inocentes.
No dibujaba
aviones ni torpedos,
desconocía los
submarinos,
su muerte iba
del gris al rojo, al verde.
Sólo el caballo
en este 6 de agosto
está herrado
con viejas cicatrices,
sólo sus patas
llevan en la noche
a la desolación
del extenninio.
Es un caballo
torvo, atado a un árbol,
siempre listo
en su silla,
Uccello lo
cubrió con capas de pintura,
lo borró de su
siglo,
y hoy aguarda
en el fondo de la cuadra
con los jinetes
del Apocalipsis.
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