(27 de octubre de 1930 - 13 de abril de 2019 España)
Ítaca
¿Y
quién alguna vez no estuvo en Ítaca?
¿Quién no conoce su áspero panorama,
el
anillo de mar que la comprime,
la
austera intimidad que nos impone,
el
silencio de suma que nos traza?
Ítaca
nos resume como un libro,
nos
acompaña hacia nosotros mismos,
nos
descubre el sonido de la espera.
Porque
la espera suena:
mantiene
el eco de voces que se han ido.
Ítaca
nos denuncia el latido de la vida,
nos hace
cómplices de la distancia,
ciegos
vigías de una senda
que se
va haciendo sin nosotros,
que no
podremos olvidar porque
no
existe olvido para la ignorancia.
Es
doloroso despertar un día
y
contemplar el mar que nos abraza,
que nos
unge de sal y nos bautiza como nuevos hijos.
Recordamos
los días del vino compartido,
las
palabras, no el eco;
las
manos, no el diluido gesto.
Veo el
mar que me cerca,
el vago
azul por el que te has perdido,
compruebo
el horizonte con avidez extenuada,
dejo a
los ojos un momento
cumplir
su hermoso oficio;
luego,
vuelvo la espalda
y
encamino mis pasos hacia Ítaca.
Última
nieve
A Pedro
García Domínguez
Una
hermosa mentira te acompaña,
pero no
llega a acariciarte.
Sólo
sabes de ella lo que dicen,
lo que
te explican libros enigmáticos
que
narran una historia fabulosa
con las
palabras llenas de significación,
llenas
de claridad y peso exactos,
y que tú
no comprendes sin embargo.
Pero tu
fe te salva, te mantiene.
Una
hermosa mentira te vigila,
aunque
no puede verte, y tú lo sabes.
Lo sabes
de esa forma inexplicable
en que
sabemos lo que más nos hiere.
Llueve
desde los cielos tiempo y sombra,
llueve
inocencia y loco desconsuelo.
Un
incendio de sombras te ilumina,
mientras
la nieve apaga las estrellas
que una
vez fueron permanentes ascuas.
Una
hermosa mentira te acompaña;
a
infinitos millones de años
luz,
intacta
y compasiva, se extiende la nevada.
Testigo de excepción
A
Maribel y Ana
Un mar,
un mar es lo que necesito.
Un mar y
no otra cosa, no otra cosa.
Lo demás
es pequeño, insuficiente, pobre.
Un mar,
un mar es lo que necesito.
No una
montaña, un río, un cielo.
No.
Nada, nada,
únicamente
un mar.
Tampoco
quiero flores, manos,
ni un
corazón que me consuele.
No
quiero un corazón
a cambio
de otro corazón.
No
quiero que me hablen de amor
a cambio
del amor.
Yo sólo
quiero un mar:
yo sólo
necesito un mar.
Un agua
de distancia,
un agua
que no escape,
un agua
misericordiosa
en que
lavar mi corazón
y
dejarlo a su orilla
para que
sea empujado por sus olas,
lamido
por su lengua de sal
que
cicatriza heridas.
Un mar,
un mar del que ser cómplice.
Un mar
al que contarle todo.
Un mar,
creedme, necesito un mar,
un mar
donde llorar a mares
y que
nadie lo note.
Hace tiempo
A Nati y
Jorge Riechmann
Recuerdo
que una vez, cuando era niña,
me
pareció que el mundo era un desierto.
Los
pájaros nos habían abandonado para siempre:
las
estrellas no tenían sentido,
y el mar
no estaba ya en su sitio,
como si
todo hubiera sido un sueño
equivocado.
Sé que
una vez, cuando era niña,
el mundo
fue una tumba, un enorme agujero,
un
socavón que se tragó a la vida,
un
embudo por el que huyó el futuro.
Es
cierto que una vez, allá, en la infancia,
oí el
silencio como un grito de arena.
Se
callaron las almas, los ríos y mis sienes,
se me
calló la sangre, como si de improviso,
sin entender
por qué, me hubiesen apagado.
Y el
mundo ya no estaba, sólo quedaba yo:
un
asombro tan triste como la triste muerte,
una
extrañeza rara, húmeda, pegajosa.
Y un
odio lacerante, una rabia homicida
que,
paciente, ascendía hasta el pecho,
llegaba
hasta los dientes haciéndolos crujir.
Es
verdad, fue hace tiempo, cuando todo empezaba,
cuando
el mundo tenía la dimensión de un hombre,
y yo
estaba segura de que un día mi padre volvería
y
mientras él cantaba ante su caballete
se
quedarían quietos los barcos en el puerto
y la
luna saldría con su cara de nata.
Pero no
volvió nunca.
Sólo
quedan sus cuadros,
sus
paisajes, sus barcas,
la luz
mediterránea que había en sus pinceles
y una niña que espera en un muelle lejano
y una
mujer que sabe que los muertos no mueren.
El eterno retorno
Convendría
reinventarlo
de nuevo todo;
reinventar
la gramática y la historia,
reconstruir
la geografía,
cambiar
la Luna, conservar el Sol
para no
equivocarnos en los cambios
y porque
siempre es necesario
tener un
punto de partida.
Y desde
ahí,
desde la
desnudez que da la luz,
empezar
otra vez esta mentira.
Empezar
otra vez a ser los mismos,
inventarnos
palabras
para
tapar los gritos del silencio,
decir
amor
para que
el miedo no nos mate.
Y llamar
Luna a cualquier cosa que nos cuelguen del cielo
y dé una
luz escasa y mortecina.
Después:
contar la historia.
Y
empezar a pensar que convendría
reinventarlo
todo de nuevo.
Oficio de tinieblas
A Félix
Este
oficio, Dios mío, tan precario
de ir
conjuntando la mirada y el verbo,
este
oficio tan de tanteo, tan de sombras
que
persiguen la luz como un ahogado,
este
oficio de vísceras que ignoran
y sin
embargo sienten,
esta
revolución de trogloditas
en busca
de la unidad tribal,
Dios
mío, qué osadía tan irremediable,
qué
desatino necesario
éste de
transmitir la vida boca a boca,
de
defender al árbol como a un hombre
y
defender al hombre como a un planeta,
como a
un astro del que depende
el
equilibrio de la constelación,
Señor,
y
defenderlo con onomatopeyas,
con
sílabas, palabras.
Palabras
nada más, ayes, quejidos.
Qué
oficio, hermanos míos, qué tarea.
Qué
oficio tan humilde y ambicioso,
qué meta
inalcanzable,
qué
hermoso oficio
para
dejarse en él la vida entera.
Lágrima extendida
Ciertos
amaneceres me producen
la
sensación de un pálido naufragio.
El día
punta desnortado,
se
percibe en la luz que se insinúa
un paso
inválido y torpísimo.
Se eleva
el día como un mar apagado,
una
extensión de agua deprimida
que roza
las ventanas con una pobre espuma.
Parece
enorme esa húmeda extensión que me aguarda:
parece
peligroso
no sé
bien si el rumor de las olas
o el
viento con salitre que me quema la cara.
Qué día
submarino se avecina:
hay
algas, pero no brillan los corales.
¿En
dónde habré dejado el remo, la brújula?
¿Mi
ancla, dónde quedó?
Los
aparejos se han perdido.
No veo
ni una barca.
Y el día
aumenta como un gran océano;
busco el
faro que vive en el espejo:
emite
sus señales pacientes. Para verlas
sólo
tengo que abrir y cerrar los ojos.
Viejo
amigo, querido tartamudo del socorro,
aquí
estoy agarradita al hilo que me tiendes,
dispuesta
a utilizarlo como si se tratase del cordón de Ariadna.
Allá
afuera las olas lamen lentas los bordes de la prisa.
Miro las
caracolas que descansan sobre los libros,
¿dónde está el sol que las hizo brillar como
estrellas por tierra?
A ellas
y a mí nos llama el mar.
Ay, cómo
suena su voz de aliento sumergido,
de
catastrófico salitre en movimiento,
de eco
coral y solitario.
Allá
voy, marineros transeúntes, faltos de acordeón,
que
aunque parezca que no soy del mar,
que
aunque un día perdí los aparejos,
pertenezco
a la historia de las aguas.
Oh día
submarino, música acuática y salobre,
eres
como una lágrima extendida,
como un
naufragio que no se consuma,
como un
mar que llamara a mi ventana
dispuesto
a reducirse a niebla.
Oh día,
oh mar que inevitablemente y cada día
bates y
bates mi puerta.
Nada nos quedará para eso nada…
Dejaremos
atrás las telarañas,
los días
brillantes y las noches tibias.
Dejaremos
atrás los proyectos acosadores,
las tan
ardientes frustraciones,
los
actos y los días repetidos.
Dejaremos
atrás los nombres que nos habitaron,
las
furias que nos arrasaron,
las
ansias que nos agruparon,
el miedo
que nos desintegró.
Todo lo
dejamos atrás
y nada
olvidaremos nunca,
porque
no somos asesinos.
Nada nos
quedará, pero esa nada
tendrá
la imprecisión de lo que avanza y vive,
su
medida azarosa,
y será
suficiente para llenar esa otra nada
que
abarca el breve espacio de una vida.
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