(16 de febrero de 1890, San Juan - 1 de marzo de 1976, San Juan, Puerto Rico)
LA DÉCIMA CRIOLLA
La décima criolla -jalón del continente,
puntal de lo indohispano- de espíritu se llena.
De autoctonía vasta, de espíritu potente,
corre por nuestras zonas de planta, mar y arena.
Propio es su contenido, propio es su continente.
La décima es caliente, la décima es morena;
y uña de gato y diente de perro juntamente
brinda cuando, con rústicos instrumentos, resuena.
Al cuerpo, que es flexible, la gracia se le anuda.
Pica si se sazona, quema si se desnuda.
Pegando o requiriendo, la décima es de bríos.
Son ácidos y dulces los jugos de su entraña;
y en mi país, vestida de sol y miel, huraña
y amante, se da en sombra de tierras y bohíos.
Suma de eternidades, tus legados
ofrecen, por las gracias enhebrados,
los más nobles decires en su estilo.
LA PALABRA
Palabra que te niegas a mi empeño;
palabra esquiva, más ardiente y pura,
cede al milagro de mi antiguo sueño
y entrégame tu amor y tu hermosura.
Yo sé que eres resumen y diseño.
Yo sé que eres espíritu y figura,
y que, si al dios de tu metal desdeño,
nunca podré tener tu arquitectura.
Sé para mí columna y también arco.
Sé para mí la flecha que del arco
hacia la luz del infinito parte.
Sé, por dominio creador, la cima
en la que, por empuje de la rima,
he de gozar la excelsitud del arte.
DEFINICIÓN
La frente, el ojo, el cuello y el cabello.
Fúlgidos oros el cabello exuda.
En luz desnuda el cuello se desnuda.
En luz desnuda se desnuda el cuello.
No sé que gracias a su gracia anuda
el semblante elegido, que no hay sello
que no sea de gracia en cuanto es bello
en la belleza sin posible muda.
No hay muda en la belleza. La mirada
-claror del ojo-, en honda y desvelada
dulzura, ciñe mundos de pureza.
No hay muda en la belleza. Consecuente
con sus tantas virtudes. Ojo y frente,
cabello y cuello en perennal belleza.
ESPUMA
De lo ligero de la madrugada;
de lo sutil en lo fugaz -neblina,
vapor o nube- queda en el mar fina,
fluyente y tremulante pincelada.
De lo que el mar en su extensión afina
-perla en matización, concha irisada-,
queda un halo brillante en la oleada.
Halo que en pulcra irradiación culmina.
Los pétalos del lirio da la tierra
al mar, y el mar los tiene. El mar encierra
gracias, y gracias a sus gracias suma.
Y va mostrando, cuando la aureola
de la belleza ciñe en mar y ola,
el blanco indecible de la espuma.
SAN JUAN
El sol cubre los muelles alongados y hundidos
en el mar, que salpican cáscaras y tablones.
En los muelles, azúcar, carbón, mulatos, ruidos;
y en el mar, buques, yates, bergantines, ancones.
La onda es azul, es verde; fulge, en lumbradas
plenas,
desde el pétreo castillo que se yergue a la
entrada
de la rada; en la orilla del mar, cocos, arenas.
La luz y los colores anclados en la rada.
Pintados caseríos; cortos y férreos puentes;
muros de España sobre la cambiadiza onda;
jardines polvorosos, quemantes y crujientes;
y el alcatraz, de agudo pico, que hace su ronda.
San Juan junta sus piedras, tal como el cielo
junta
sus nubes; y su mole se abrillanta, se afina.
EL trópico sus pastas de ardor y sueño unta
al Morro, a San Cristóbal y a Santa Catalina.
EL PATIO
EL patio, en su trinchera de alambres y cordeles,
goza la paz, templada de sol, del mediodía.
Advierto en sus rincones arrugados papeles,
montones de botellas, tirada trapería.
Soleados, orondos, maduros, dilatados,
irrumpen los tomates, irrumpen los pimientos.
Junto a los acentuados verdes, los encarnados
apuntan, con vigores sumos, sus ardimientos.
El aire se satura del olor de las tinas;
y, adueñados del simple, doméstico recinto,
su copula efectúan el gallo y las gallinas
en los desbordamientos vitales del instinto.
En detalles que indican simplicidad, abunda
el patio. Muy gozosa de su vida ligera,
de su vida que es vida llameante y fecunda,
descubre allí sus frutos colosales la higuera.
BAILA MANUEL
Un farol y dos velas. Baila Manuel. La bomba.
Se voltea en el fondo su tostada figura;
y, a los golpes del cuero primitivo, se comba.
Ardor de animal joven descubre su cintura.
Resalta su finura de estilo en el conjunto
de ágiles bailadores. Vigor el de su traza.
Su piel oscura y lisa tiene brillos de unto.
Cuanto hay en él, denuncia su calidad de raza.
Surge canto de niñas tras el brusco sonido
de la bomba. Hervorean de etíopes los senderos.
El cielo, de azul puro, fieramente mordido
de soles. En los campos, cocales, limoneros.
El aire está cargado dcl aroma caliente
de la tierra y los hombres. Baila Manuel. Sus
manos,
sus pies dicen todo lo que es él. Raudamente,
cruzan en la noche sombras de cuadrumanos.
VALLE DE YABUCOA
Valle que al clima tórrido, basto y vital
conformas
tus anchurosidades y tus renacimientos.
Valle que al clima ofreces tus multiformes formas;
formas de exuberancias y de desbordamientos.
Azul de radiaciones, cargado de crudezas,
de acentuación robusta, cubre tus extensiones.
Los picos que te ciñen, guardas de tus bellezas,
enarbolan su verde sobre el verde que expones.
En tu amplitud, con trazos calientes, encendidos,
con trazos decididos, brillan las palmas reales;
y, en tu silencio, impónense sinfonías y ruidos;
sinfonías de insectos y ruidos de cañales.
Anégome en tu aire de trópico, compacto,
en el que las guajanas aligeras enfilas;
y tu insondable esencia concentradora capto
en los bueyes de enormes y solares pupilas.
NOCHE DE SAN JUAN
Esta noche coruscan soles despavoridos
entre nubes monstruosas y en amontonamiento.
En la ciudad, cortada de voces y de ruidos,
vense irradiar los focos con enardecimiento.
Los buques aparecen negruzcos, irreales,
febriles, sonambólicas sus iluminaciones,
en el fuliginoso betún de los canales.
Las luces en el agua con finas reflexiones.
Su amplio fanal proyecta la farola del fuerte
sobre el mar, donde cárvase la endemoniada ola.
De orillas a horizontes, hervor blanco se
advierte.
Alumbra las espumas la luz de la farola.
Música de otro tiempo desparrama la orquesta.
Ebulle el populacho, vivaz la fantasía.
Irrumpen en la noche de bullaje y de fiesta
los fuegos de artificio -fuego y policromía.
ELLOS
La tierra de las cumbres en su barro los cuaja.
Esplenden por el sobrio valor de sus figuras.
Muestran líneas del río, del matojo y la laja.
Ajustan sus espíritus a sus musculaturas.
Huelen a hierbas propias del solar. ¿Quién los
guía?
¿Quién los defiende? Nadie. Pero, ¡qué
resistencias
las de estos hombres! Tienen intacta la energía.
Sanas, como sus cuerpos, mantienen sus
conciencias.
Como en la altura moran, de altura es su legado.
Dan lo que recibieran de los mejores cielos.
La precisión gozosa del día soleado
se capta en sus pupilas, que excluyen los recelos.
Suavizan su asperezas las sabias mansedumbres.
Bajo la piel quemada la sangre es generosa,
como es de generosa la vida de las cumbres,
donde la luz alcanza tonos de blanco y rosa.
EL JÍBARO
En su casa de campo, que es sencilla y pequeña,
veo al jíbaro nuestro. Triste es, como su casa.
Gris, cae sobre su frente, que es rugosa, la
greña.
Su cuerpo es amarillo, de escasísima grasa.
Enfrente de la casa brilla un fuego de leña;
y, al calor de la brasa, plátano verde asa.
Mísero y dolorido, con lo más puro él sueña.
El es una gran forma de la más pobre masa.
Amante del terruño, con el terruño muere.
A un bienestar sin honra, pobreza honrosa quiere.
Su hierro, que es templado, dice de su bravura.
Su lengua es rural, pero muy abundante en tinos.
Barro dan a sus plantas los peores caminos.
Y es su deleite único la amarga mascadura.
EL TAMARINDO
EL verde tamarindo bríndale al patio estrecho,
sin hierbas y arenoso, sombra ceñida y mansa;
y, dulce de amistades y años, en el techo
de zinc de la vivienda su ramaje descansa.
De los soles blancuzcos, rígidos, no se cansa
el árbol oleoso, tremador y derecho;
junto a él, el extático rumiador se remansa,
distante del propósito, del afán y del hecho.
El patio reducido goza su compañía
en la uniforme y lenta seguridad del día,
persistente en un ritmo despejado de lutos.
Me exalto cuando el árbol, en su mejor momento,
esparce por el patio caliente y polvoriento,
donde el lagarto inflámase, sus agridulces frutos.
NOCHES DE PUERTO RICO
I
Esta noche de agosto, cuando la luna esplende
clorótica y pesada, yo noto la dureza
de la estación. Mi sangre, trastornada, se
extiende
por mi cuerpo, apretándome corazón y cabeza.
Bajo el calor y el polvo curva el árbol las ramas,
aflojándose. El aire, durísimo y violento,
tal como traspasado por las salvajes llamas
de primitiva hoguera, dificulta el aliento.
Substancias corrompidas por la temperatura,
unen su olor maligno con el de fango y flores;
y multitud de insectos, de obstinación oscura,
en húmedos recintos roncan sus estridores.
En mitad de la cósmica tragedia, verdes, rojos
y azules, resplandecen los soles. Irritados,
hacia el brillante cielo levántanse mis ojos.
Los perros vigilantes ladran en los cercados.
2
La noche, larga en soles amarillos y azules,
desciende sobre el patio, dándole vaguedades;
y la tuna, ya altísima, relumbra en los gandules.
Profundas, en la noche, se sienten las edades.
El amor, el que nunca concluye, porque es puro,
trascendental y eterno, me envuelve y me acaricia.
La tuna da, con golpes de luz blanca, en el muro.
El sueño en su compleja virtualidad me inicia.
Y yo sueño, yo sueño. Me embriaga el cucubano,
que en el aire translúcido se enciende y se apaga;
y me embriaga la luna con su luz. Lo lejano,
lo que es inalcanzable, totalmente me embriaga.
La entonación del Cosmos a delirar me lleva.
En sus diversos pianos la noche se me ofrece;
y, al poseer la noche, que es fulgurante y nueva,
siento cómo mi carne palpita y se estremece.
3
En el pequeño parque, que al mar se aproxima,
oigo brotar el agua de la moderna fuente;
y en la fuente, tal como la onda que la mima,
irrumpe el loto místico, la excelsa flor de
Oriente.
La fina luna deja caer su luz plateada
sobre la negra fuente, que en la noche rumora.
Golpeando los muelles, sube la marejada.
En los muelles respira, con lentitud, la hora.
Un gigantesco buque, todo él iluminado,
en mitad de la rada vivamente destella.
Yo veo cómo contra su parduzco costado
la sombra, de azulina diafanidad, se estrella.
Y me sacude el ansia vibradora del viaje.
Desde los toscos bancos de este parque pequeño
-parque de loto y tuna-, yo contemplo
el celaje que se entinta de tuna. Yo, capitán del
sueño...
4
La luna da en el agua. Los muelles, soñolientos,
apuntan sus contornos. Y los barcos, unidos
a los muelles, vigilan. El mar, con ondeamientos
de agilidad, se muestra. Se enmohecen los ruidos.
Las firmes y elegantes construcciones de España
se imponen con orgullo. San Juan, de luces
fuertes,
en las ondas pulidas por la luna, se baña.
Realzados de luna, también lucen los fuertes.
En el cielo, franjado de blancas nubecillas
e invadido de estrellas de pulcras radiaciones,
La luna sugestiona. Roñoso, en las orillas
del mar, se agrupa el barrio, de hostiles
callejones.
Mientras la luna llena, por superabundante,
en el pomposo cielo, que le sirve de marco,
obsesiona, en el agua llena de luna, y ante
una boya de púrpura, se arrumba viejo barco.
5
En la ligera noche, la luna, pura y fría,
discurre por el patio, donde, hondamente
inquietos,
los grillos confeccionan su agria sinfonía,
y donde se dibujan, blanqueados, los objetos.
Concéntrase en el patio la reflexión lechosa,
de tonalidad suave, de la delgada luna;
el chayote reluce; reluce la lechosa.
Reluce, entre las hierbas ordinarias, la luna.
Ubérrima, se brinda maravillosa planta;
planta que, en la riqueza de sus tantas bondades,
vertiendo sus sagrados olores, se adelanta.
La planta se adelanta, llena de claridades.
El coco, iluminado, fulge. El almendro mueve sus
hojas.
El murciélago, veloz y fosco, vuela,
en tanto que, en la noche, la luciérnaga leve
fascina con el mágico verdor de su candela.
6
Una luna de cuernos punza la madrugada.
Yo contemplo su enorme carátula amarilla;
y su luz, que es luz mórbida, que es luz
atormentada,
en mi carne se hunde, tal como una cuchilla.
Yo advierto la temible, la infernal influencia
de su luz en mi carne. Largamente me inquieto.
Esplende, apretujando, aporreando mi conciencia,
la luna, tercamente velada en su secreto.
Se alza en la luz, cargada de rítmica dulzura,
respiración de seres dormidos a mi lado.
La noche es una noche calientemente dura;
y arde, en pesada atmósfera sensual, el poblado.
Y mientras que la luna difunde en el ambiente
La magia venenosa de su vapor lucido,
mastín encandilado, La pupila candente,
aúllale a la luna con pertinaz aullido.
Tomado de: