domingo, 20 de marzo de 2022

POEMAS DE MANUEL JOSÉ QUINTANA



A la invención de la imprenta

¿Será que siempre la ambición sangrienta

o del solio el poder pronuncie sólo,

cuando la trompa de la fama alienta

vuestro divino labio, hijos de Apolo?

¿No os da rubor? El don de la alabanza,

la hermosa luz de la brillante gloria,

¿serán tal vez del nombre a quien daría

eterno oprobio o maldición la historia?

¡Oh! despertad: el humillado acento

con majestad no usada

suba a las nubes penetrando el viento

y si queréis que el universo os crea

dignos del lauro en que ceñís la frente,

que vuestro canto enérgico y valiente

digno también del universo sea.

 

No los aromas del loor se vieron

vilmente degradados

así en la Antigüedad: siempre las aras

de la invención sublime.

del Genio bienhechor los recibieron.

Nace Saturno, y de la madre tierra

el seno abriendo con el fuerte arado,

el precioso tesoro

de vivífica mies descubre al suelo,

y grato el canto le remonta al cielo,

y Dios le nombra de los siglos de oro.

¿Dios no fuiste también tú, que allá un día

cuerpo a la voz y al pensamiento diste,

y trazándola en letras detuviste

la palabra veloz que antes huía?

 

Sin ti se devoraban

los siglos a los siglos, y a la tumba

de un olvido eternal yertos bajaban.

Tú fuiste: el pensamiento

miró ensanchar la limitada esfera

que en su infancia fatal le contenía.

Tendió las alas, y arribó a la altura

de do escuchar la edad que antes viviera,

y hablar ya pudo con la edad futura.

¡Oh, gloriosa ventura!

Goza, Genio inmortal, goza tú solo

del himno de alabanza y los honores

que a tu invención magnífica se deben:

contémplala brillar; y cual si sola

a ostentar su poder ella bastara,

por tanto tiempo reposar Natura

de igual prodigio al universo avara.

 

Pero al fin sacudiéndose, otra prueba

la plugo, hacer de sí, y el Rin helado

nacer vio a Guttemberg. «¿Conque es en vano

que el hombre al pensamiento

alcanzase escribiéndole a dar vida,

si desnudo de curso y movimiento

en letargosa oscuridad se olvida?

No basta un vaso a contener las olas

del férvido Oceano,

ni en sólo un libro dilatarse pueden

los grandes dones del ingenio humano.

¿Qué les falta? ¿Volar? Pues si a Natura

un tipo basta a producir sin cuento

seres iguales, mi invención la siga:

que en ecos mil y mil sienta doblarse

una misma verdad, y que consiga

las alas de la luz al desplegarse».

 

Dijo, y la imprenta fue; y en un momento

vieras la Europa atónita, agitada

con el estruendo sordo y formidable

que hace sañudo el viento

soplando el fuego asolador que encierra

en sus cavernas lóbregas la tierra.

¡Ay del alcázar que al error fundaron

la estúpida ignorancia y tiranía!

El volcán reventó, y a su porfía

los soberbios cimientos vacilaron.

¿Qué es del monstruo, decid, inmundo y feo

que abortó el dios del mal, y que insolente

sobre el despedazado Capitolio

a devorar el mundo impunemente

osó fundar su abominable solio?

 

Dura, sí; mas su inmenso poderío

desplomándose va; pero su ruina

mostrará largamente sus estragos.

Así torre fortísima domina

la altiva cima de fragosa sierra;

su albergue en ella y su defensa hicieron

los hijos de la guerra,

y en ella su pujanza arrebatada

rugiendo los ejércitos rompieron.

Después abandonada,

y del silencio y soledad sitiada,

conserva, aunque ruinosa, todavía

la aterradora faz que antes tenía.

Mas llega el tiempo, y la estremece, y cae;

cae, los campos gimen

con los rotos escombros, y entretanto

es escarnio y baldón de la comarca

la que antes fue su escándalo y espanto.

 

Tal fue el lauro primero que las sienes

ornó de la razón, mientras osada,

sedienta de saber la inteligencia,

abarca el universo en su gran vuelo.

Levántase Copérnico hasta el cielo,

que un velo impenetrable antes cubría,

y allí contempla el eternal reposo

del astro luminoso

que da a torrentes su esplendor al día.

Siente bajo su planta Galileo

nuestro globo rodar; la Italia ciega

le da por premio un calabozo impío,

y el globo en tanto sin cesar navega

por el piélago inmenso del vacío.

Y navegan con él impetüosos,

a modo de relámpagos huyendo,

los astros rutilantes; más lanzado

veloz el genio de Newton tras ellos,

los sigue, los alcanza,

y a regular se atreve

el grande impulso que sus orbes mueve.

 

«¡Ah! ¿Qué te sirve conquistar los cielos,

hallar la ley en que sin fin se agitan

la atmósfera y el mar, partir los rayos

de la impalpable luz, y hasta en la tierra

cavar y hundirte, y sorprender la cuna

del oro y del cristal? Mente ambiciosa,

vuélvete al hombre». Ella volvió, y furiosa

lanzó su indignación en sus clamores.

«¡Conque el mundo moral todo es horrores!

¡Conque la atroz cadena

que forjó en su furor la tiranía,

de polo a polo inexorable suena,

y los hombres condena

de la vil servidumbre a la agonía!

¡Oh!, no sea tal». Los déspotas lo oyeron,

y el cuchillo y el fuego a la defensa

en su diestra nefaria apercibieron.

 

¡Oh, insensatos! ¿Qué hacéis? Esas hogueras

que a devorarme horribles se presentan

y en arrancarme a la verdad porfían,

fanales son que a su esplendor me guían,

antorchas son que su victoria ostentan.

En su amor anhelante

mi corazón extático la adora,

mi espíritu la ve, mis pies la siguen.

No: ni el hierro ni el fuego amenazante

posible es ya que a vacilar me obliguen.

¿Soy dueño, por ventura,

de volver el pie atrás? Nunca las ondas

tornan del Tajo a su primera fuente

si una vez hacia el mar se arrebataron:

las sierras, los peñascos su camino

se cruzan a atajar; pero es en vano,

que el vencedor destino

las impele bramando al Oceano.

 

Llegó, pues, el gran día

en que un mortal divino, sacudiendo

de entre la mengua universal la frente,

con voz omnipotente

dijo a la faz del mundo: «El hombre es libre».

Y esta sagrada aclamación saliendo,

no en los estrechos límites hundida

se vio de una región: el eco grande

que inventó Guttemberg la alza en sus alas;

y en ellas conducida

se mira en un momento

salvar los montes, recorrer los mares,

ocupar la extensión del vago viento,

y sin que el trono o su furor la asombre,

por todas partes el valiente grito

sonar de la razón: «Libre es el hombre».

 

Libre, sí, libre: ¡oh dulce voz! Mi pecho

se dilata escuchándote y palpita,

y el numen que me agita,

de tu sagrada inspiración henchido,

a la región olímpica se eleva,

y en sus alas flamígeras me lleva.

¿Dónde quedáis, mortales

que mi canto escucháis? Desde esta cima

miro al destino las ferradas puertas

de su alcázar abrir, el denso velo

de los siglos romperse, y descubrirse

cuanto será. ¡Oh placer! No es ya la tierra

ese planeta mísero en que ardieron

la implacable ambición, la horrible guerra.

 

Ambas gimiendo para siempre huyeron

como la peste y las borrascas huyen

de la afligida zona que destruyen,

si los vientos del polo aparecieron.

Los hombres todos su igualdad sintieron,

y a recobrarla las valientes manos

al fin con fuerza indómita movieron.

No hay ya, ¡qué gloria!, esclavos ni tiranos;

que amor y paz el universo llenan,

amor y paz por dondequier respiran,

amor y paz sus ámbitos resuenan.

Y el Dios del bien sobre su trono de oro

el cetro eterno por los aires tiende;

y la serenidad y la alegría

al orbe que defiende

en raudales benéficos envía.

 

¿No la veis? ¿No la veis? ¿La gran coluna,

el magnífico y bello monumento

que a mi atónita vista centellea?

No son, no, las pirámides que al viento

levanta la miseria en la fortuna

del que renombre entre opresión granjea.

Ante él por siempre humea

el perdurable incienso

que grato el orbe a Guttemberg tributa,

breve homenaje a su favor inmenso.

¡Gloria a aquél que la estúpida violencia

de la fuerza aterró, sobre ella alzando

a la alma inteligencia!

¡Gloria al que, en triunfo la verdad llevando,

su influjo eternizó libre y fecundo!

¡Himnos sin fin al bienhechor del mundo!

 

La danza

a Cintia

 

¿Oyes, Cintia, los plácidos acentos

del sonoro violín? Pues él convida

tu planta gentilísima y ligera;

ya la vista te llama,

ya en la dulzura del placer que espera

el corazón de cuantos ves se inflama.

¿Quién, ¡ay!, cuando ostentando

el rosado semblante

que en pureza y candor vence a la aurora,

y el cuello desviando

blandamente hacia atrás, das gentileza

a la hermosa cabeza

reposada sobre él; quién no suspira,

quién al ardor se niega

que bello entonces tu ademán respira?

 

¡Con qué pudor despliega

de su cuerpo fugaz los ricos dones,

la alegre pompa de sus formas bellas!

Vaga la vista embelesada en ellas;

ya del contorno admira

la blanca morbidez, ya se distrae

al delicado talle do abrazadas

las gracias se rieron,

y su divino ceñidor vistieron.

Ya, en fin, se vuelve a los hermosos brazos

que en amable abandono,

como el arco de amor, dulces se tienden;

¡ay!, que ellos son irresistibles lazos

donde el reposo y libertad se prende.

¡Oh imagen sin igual! Nunca la rosa,

la rosa que primera

se pinta en primavera,

de Favonio al ardor fue tan hermosa;

ni así eleva su frente la azucena,

cuando, de esencias llena,

con gentileza y brío

se mece a los ambientes del estío.

 

Suena, empero, la música, y sonando,

ella salta, ella vuela: a cada acento

responde un movimiento, una mudanza

vuelve siempre a un compás; su ligereza

de belleza en belleza

vaga voluble, el suelo no la siente.

Bella Cintia, detente;

mi vista, que te sigue,

¿no te podrá alcanzar? ¿Nunca podría

señalar de tus pasos

la undulación hermosa,

la sutil graduación? Cuando suspiro

al fenecer de un bello movimiento,

otro más bello desplegarse miro.

así del iris, serenando el cielo

con su gayado velo,

en su plácida unión son los colores;

así de amable juventud las llores,

do, si un placer espira,

comienza otro placer. Ved los amores

sus mudanzas siguiendo

y las alas batiendo,

dulcemente reír: ved cuán festivo

el céfiro, en su túnica jugando,

con los ligeros pliegues

graciosamente ondea,

y él desnudo mostrando,

suena y canta su gloria y se recrea;

y ella en tanto, cruzando

con presto movimiento,

se arrebata veloz: ora risueña,

en laberintos mil de eterno agrado

enreda y juega la elegante planta;

altiva ora levanta

su cuerpo gentilísimo del suelo,

batiendo el aire en delicado vuelo.

Huye ora, y ora vuelve, ora reposa,

en cada instante de actitud cambiando,

y en cada instante, ¡oh Dios!, es más hermosa

 

Atónita mi mente es conmovida

con mil dulces afectos, y es bastante

un silencio elocuente a darles vida.

Mas ¿qué valen las voces,

a par del fuego y la pasión que inspiran,

en expresión callada,

los negros ojos que abrasando miran?

¿A par de la cadena

que, o bien me da de la amorosa pena

el tímido afanar, o en ella veo

la presta fuga del desdén que teme,

o el duelo ardiente del audaz deseo?

¡Salud, danza gentil! Tú, que naciste

de la amable alegría

y pintaste el placer; tú, que supiste

conmover dulcemente el alma mía,

de cuadro en cuadro la atención llevando,

y dando el movimiento en armonía.

 

Así tal vez de la vivaz pintura

vi de la antigua fábula animados

los fastos respirar. Aquí Diana,

de sus ninfas seguida,

al ciervo en raudo curso fatigaba,

y el dardo volador tras él lanzaba;

allí Citeres presidiendo el coro

de las gracias rientes,

y a amor con ellas en festivo anhelo,

y en su risa inmortal gozoso el cielo:

el trono más allá cercar las horas

del sol miraba en su veloz carrera,

y asidas deslizándose en la esfera,

vertiendo lumbre, iluminar los días.

 

¡Oh, Cintia! Tú serías

una de ellas también; tú, la más bella;

tú en la que brilla la rosada aurora;

tú la agradable hora

que vuelve en su carrera

la vida y el verdor de primavera;

tú la primera los celestes dones

dieras al hombre de la edad florida;

volando tú, rendida

la belleza inocente,

palpitara de amor; y tú serías

la que, bañada en celestial contento,

del deleite el momento anunciarías.

 

¡Oh, hija de la beldad, Cintia divina!

La magia que te sigue

me lleva el corazón; cesas en vano,

Y en vano despareces, si aun en sueños

mi mente embelesada

tu imagen bella retratar consigue.

La magia que te sigue

me lleva el corazón: ya por las flores

mire veloz vagando

la mariposa, o que la fuente ría,

de piedra en piedra dando,

o que bullan las auras en las hojas;

doquier que gracia y gentileza veo,

«Allí está Cintia», en mi delirio digo,

y ver a Cintia en mi delirio creo.

 

Así vive, así crece

por ti mi admiración, y arrebatada

no te puede olvidar. Ahora mi vida

florece en juventud. ¿Cómo pudieran

no suspenderla en inefable agrado

tanta y tanta belleza que ya un día

soñaba yo en idea,

y en ti vivas se ven? Vendrán las horas

de hielo y luto, y la vejez amarga

vendrá encorvada a marchitar mis días;

entonces ¡ay! entre las penas mías,

tal vez en ti pensando,

diré: «Vi a Cintia»; y en aquel momento

las gracias, la elegancia,

las risas, la inocencia y los amores

a halagarme vendrán; vendrá tu hermosa

imagen placentera,

y un momento siquiera

mi triste ancianidad será dichosa.

Tomado de:

https://www.poeticous.com/manuel-jose-quintana?locale=es

 

A LA EXPEDICIÓN ESPAÑOLA PARA PROPAGAR LA VACUNA EN AMÉRICA BAJO LA DIRECCIÓN DE DON FRANCISCO BALMIS

 

¡Virgen del mundo, América inocente!

Tú, que el preciado seno

al cielo ostentas de abundancia lleno,

y de apacible juventud la frente;

tú, que a fuer de más tierna y más hermosa

entre las zonas de la madre tierra,

debiste ser del hado,

ya contra ti tan inclemente y fiero,

delicia dulce y el amor primero,

óyeme: si hubo vez en que mis ojos,

los fastos de tu historia recorriendo,

no se hinchesen de lágrimas; si pudo

mi corazón sin compasión, sin ira

tus lástimas oír, ¡ah!, que negado

eternamente a la virtud me vea,

y bárbaro y malvado,

cual los que así te destrozaron, sea.

 

Con sangre están escritos

en el eterno libro de la vida

esos dolientes gritos

que tu labio afligido al cielo envía.

Claman allí contra la patria mía,

y vedan estampar gloria y ventura

en el campo fatal donde hay delitos.

¿No cesarán jamás? ¿No son bastantes

tres siglos infelices

de amarga expiación? Ya en estos días

no somos, no, los que a la faz del mundo

las alas de la audacia se vistieron

y por el ponto Atlántico volaron;

aquéllos que al silencio en que yacías,

sangrienta, encadenada, te arrancaron.

 

«Los mismos ya no sois; pero ¿mi llanto

por eso ha de cesar? Yo olvidaría

el rigor de mis duros vencedores:

su atroz codicia, su inclemente saña

crimen fueron del tiempo, y no de España.

Mas ¿cuándo ¡ay Dios! los dolorosos males

podré olvidar que aun mísera me ahogan?

Y entre ellos... ¡Ah!, venid a contemplarme,

si el horror no os lo veda, emponzoñada

con la peste fatal que a desolarme

de sus funestas naves fue lanzada.

Como en árida mies hierro enemigo,

como sierpe que infesta y que devora,

tal su ala abrasadora

desde aquel tiempo se ensañó conmigo.

Miradla abravecerse, y cuál sepulta

allá en la estancia oculta

de la muerte mis hijos, mis amores.

Tened, ¡ay!, compasión de mi agonía,

los que os llamáis de América señores;

ved que no basta a su furor insano

una generación; ciento se traga;

y yo, expirante, yerma, a tanta plaga

demando auxilio, y le demando en vano».

 

Con tales quejas el Olimpo hería,

cuando en los campos de Albión natura

de la viruela hidrópica al estrago

el venturoso antídoto oponía.

La esposa dócil del celoso toro

de este precioso don fue enriquecida,

y en las copiosas fuentes le guardaba

donde su leche cándida a raudales

dispensa a tantos alimento y vida.

Jenner lo revelaba a los mortales;

las madres desde entonces

sus hijos a su seno

sin susto de perderlos estrecharon,

y desde entonces la doncella hermosa

no tembló que estragase este veneno

su tez de nieve y su color de rosa.

A tan inmenso don agradecida

la Europa toda en ecos de alabanza

con el nombre de Jenner se recrea;

y ya en su exaltación eleva altares

donde, a par de sus genios tutelares,

siglos y siglos adorar le vea.

 

De tanta gloria a la radiante lumbre,

en noble emulación llenando el pecho,

alzó la frente un español: «No sea»,

clamó, «que su magnánima costumbre

en tan grande ocasión mi patria olvide.

El don de la invención es de Fortuna,

gócele allá un inglés; España ostente

su corazón espléndido y sublime,

y dé a su majestad mayor decoro,

llevando este tesoro

donde con más violencia el mal oprime.

Yo volaré; que un Numen me lo manda,

yo volaré: del férvido Oceano

arrostraré la furia embravecida,

y en medio de la América infestada

sabré plantar el árbol de la vida».

 

Dijo; y apenas de su labio ardiente

estos ecos benéficos salieron,

cuando, tendiendo al aire el blando lino,

ya en el puerto la nave se agitaba

por dar principio a tan feliz camino.

Lánzase el argonauta a su destino.

Ondas del mar, en plácida bonanza

llevad ese depósito sagrado

por vuestro campo líquido y sereno;

de mil generaciones la esperanza

va allí, no la aneguéis, guardad el trueno,

guardad el rayo y la fatal tormenta

al tiempo en que, dejando

aquellas playas fértiles, remotas,

de vicios y oro y maldición preñadas,

vengan triunfando las soberbias flotas.

 

A Balmis respetad. ¡Oh heroico pecho,

que en tan bello afanar tu aliento empleas!

Ve impávido a tu fin. La horrenda saña

de un ponto siempre ronco y borrascoso,

del vértigo espantoso

la devorante boca,

la negra faz de cavernosa roca

donde el viento quebranta los bajeles,

de los rudos peligros que te aguardan

los más grandes no son ni más crueles.

Espéralos del hombre: el hombre impío,

encallado en error, ciego, envidioso,

será quien sople el huracán violento

que combata bramando el noble intento.

Mas sigue, insiste en él firme y seguro;

y cuando llegue de la lucha el día,

ten fijo en la memoria

que nadie sin tesón y ardua porfía

pudo arrancar las palmas de la gloria.

 

Llegas en fin. La América saluda

a su gran bienhechor, y al punto siente

purificar sus venas

el destinado bálsamo: tú entonces

de ardor más generoso el pecho llenas;

y obedeciendo al Numen que te guía,

mandas volver la resonante prora

a los reinos del Ganges y a la Aurora.

El mar del Mediodía

te vio asombrado sus inmensos senos

incansable surcar; Luzón te admira,

siempre sembrando el bien en tu camino,

y al acercarte al industrioso chino,

es fama que en su tumba respetada

por verte alzó la venerable frente

Confucio, y que exclamaba en su sorpresa:

«¡Digna de mi virtud era esta empresa».

 

¡Digna, hombre grande, era de ti! ¡Bien digna

de aquella luz altísima y divina,

que en días más felices

la razón, la virtud aquí encendieron!

Luz que se extingue ya: Balmis, no tornes;

no crece ya en Europa

el sagrado laurel con que te adornes.

Quédate allá, donde sagrado asilo

tendrán la paz, la independencia hermosa;

quédate allá, donde por fin recibas

el premio augusto de tu acción gloriosa.

Un pueblo, por ti inmenso, en dulces himnos,

con fervoroso celo

levantará tu nombre al alto cielo;

y aunque en los sordos senos

tú ya durmiendo de la tumba fría

no los oirás, escúchalos al menos

en los acentos de la musa mía.

 

ARIADNA

 

¡Nadie me escucha!... ¡Nadie!... El eco sólo,

eterno compañero

de este silencio lóbrego, responde

a mi agudo clamor, y mudamente

mi mal aumenta y mi dolor presente.

 

¿Y es aquesto verdad? ¿Pudo Teseo

sin mí partir, y pudo

desampararme así? ¡Pecho de bronce,

de todo amor y de piedad desnudo!

¿Qué te hice yo para tan vil huida?

Le vi, le amé; mi corazón, mi vida,

toda yo suya fui, toda... El ingrato,

¿Qué no me debe? Encadenado llega

a la cretense playa,

destinado a morir: su sangre odiosa

al monstruo horrible apacentar debía,

que en la prisión del laberinto erraba.

¿Qué hubiera él sido sin la industria mía?

Entra, combate, vence, y coronado

de nueva gloria se presenta al mundo.

Esto era poco: enfurecida y ciega,

frenética después, mi hogar, mi padre,

todo lo olvido a un tiempo, y me confío

al amable impostor enajenado

con su halago y su amor mi tierno pecho;

¡Falso amor, falso halago! ¿Qué se han hecho

pasión tan viva y perdición tan loca?

Yo lloro aquí desesperada en tanto

que el pérfido se ríe

de mi amor lamentable y de mi llanto.

 

      Pero no, no es posible

      que tan amantes lazos

      los haga así pedazos

      una argra ingratitud.

 

                (Levántase exaltada hacia la tienda).

 

Dame lecho a mi bien. Ahí tú que fuiste

de mi gloria testigo mira ahora

el triste afán que mi interior devora.

 

¡Así mientras sus labios me halagaban,

y en tanto que sus brazos me ceñían,

ya allá en su pecho las traiciones viles

este lazo fatal me preparaban!

¡Oh unión inconcebible

de perfidia y placer! ¡conque engañoso

puede ser el halago, y la ternura

lleva tras sí maldad y alevosía!

Yo triste, envuelta en la inocencia mía,

al delirio de amor me abandonaba;

tú sabes cuál mi seno palpitaba,

tú viste cuál mi sangre se encendía,

y cómo de su boca engañadora

deleite, amor y perdición bebía.

 

      Dos ayer éramos,

      y hoy sola y mísera

      me ves llorando

      a par de ti.

      Mira estas lágrimas,

      mírame trémula,

      donde gozando

      me estremecí.

      ¿Qué se hizo el pérfido?

      mi angustia muévate,

      y haz que volando

      torne hacia mí.

 

Vuelve, adorado fugitivo, vuelve,

yo te perdono. El ardoroso llanto

que ora inunda mi rostro y me le abraza,

enjugarás; reclinaré en tu pecho

mi atormentada frente, y aplicando

tu mano al corazón, verás cuál bate

de anhelo palpitante y de alegría.

Mas ¡oh! mísero y ciego devaneo;

mientras imploro al execrable amigo,

lleva el viento consigo

mi gritar, mi esperanza y mi deseo.

 

Y esto, ¡oh! dioses, sufrís y va seguro

y contento el perjuro

por medio de la mar, que le consiente

sin abrirse y tragarle. ¡Oh! tú, divino

astro del claro día, sol luciente,

sagrado autor de la familia mía.

Mira el trance terrible a que he venido,

mírame junto al mar volver llorando

la vista a todas partes, y en ninguna

asilo hallar a mi fatal fortuna,

mírame perecer sin un amigo

que dé a mi suerte lamentable lloro.

¿Donde, dónde volverme? ¿A quién imploro?

 

Muerte, no hay medio, muerte; este es el grito

que por do quiera escucho; ésta la senda

que encuentro abierta a mi infelice suerte.

Brama el mar, silba el viento, y dicen: «Muerte»

 

Y muerte hallaré yo... Las ondas fieras

que senda amiga al seductor abrieron,

me la darán... ¡Qué horror! Un sudor frío

baña mi triste frente, y el cabello

se eriza... Sí... Las veo;

Las furias del averno me arrebatan

tras de sí a fenecer... Voy desgraciada

víctima del amor... ¡Ah! Si el ingrato

presente ahora a mi dolor se hallara,

quizá al verme llorar también llorara.

¡Más no, mísera! Muere; el mar te espera,

el universo te olvidó, los dioses

airados te miraron

y sobre ti, cuitada, en un momento

el peso de su cólera lanzaron.

 

  ¡Oh qué triunfo tan bárbaro y fiero!

  avergüénzate, cielo tirano,

  avergüénzate, o dobla inhumano

  mi tormento y tu odioso rencor.

 

  ¿Dudo? ¿Temo? ¿A qué atiendo? ¿Qué espero?.

  dame ¡oh! mar, en tu seno un abrigo,

  y las ondas escondan conmigo

  mi infortunio, mi oprobio y mi amor.

 

                                            (Arrójase al mar).

Tomado de:

https://www.poesi.as/Manuel_Jose_Quintana.htm

 

 

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