martes, 1 de noviembre de 2022

POEMAS DE JULIO FLÓREZ


CUANDO LEJOS, MUY LEJOS

Cuando lejos, muy lejos, en hondos mares,

en lo mucho que sufro pienses a solas,

si exhalas un suspiro por mis pesares,

mándame ese suspiro sobre las olas.

 

Cuando el sol con sus rayos desde el oriente

rasgue las blondas gasas de las neblinas,

si una oración murmuras por el ausente,

deja que me la traigan las golondrinas.

 

Cuando pierda la tarde sus tristes galas,

y en cenizas se tornen las nubes rojas,

mándame un beso ardiente sobre las alas

de las brisas que juegan entre las hojas.

 

Que yo, cuando la noche tienda su manto,

yo, que llevo en el alma sus mudas huellas,

te enviaré, con mis quejas, un dulce canto

en la luz temblorosa de las estrellas.

 

 

HUMANA

Hermosa y sana, en el pasado estío,

murmuraba, en mi oído, sin espanto:

-Yo quisiera morirme, amado mío;

más que el mundo me gusta el camposanto.

 

Y de fiebre voraz bajo el imperio,

moribunda, ayer tarde, me decía:

-No me dejes llevar al cementerio...

¡Yo no quiero morirme todavía!

 

¡Oh señor... y qué frágiles nacimos!

¡Y que variables somos y seremos!

¡Si la tumba está lejos... la pedimos!

¡Pero si cerca está... no la queremos!

 

 

RESURRECCIONES

Algo se muere en mí todos los días;

la hora que se aleja me arrebata,

del tiempo en la insonora catarata,

salud, amor, ensueños y alegrías.

 

Al evocar las ilusiones mías,

pienso: "¡yo, no soy yo!" ¿por qué, insensata,

la misma vida con su soplo mata

mi antiguo ser, tras lentas agonías?

 

Soy un extraño ante mis propios ojos,

un nuevo soñador, un peregrino

que ayer pisaba flores y hoy... abrojos.

 

Y en todo instante, es tal mi desconcierto,

que, ante mi muerte próxima, imagino

que muchas veces en la vida...he muerto.

 

 

RETO

Si porque a tus plantas ruedo

como un ilota rendido,

y una mirada te pido

con temor, casi con miedo;

si porque ante ti me quedo

extático de emoción,

piensas que mi corazón

se va en mi pecho a romper

y que por siempre he de ser

esclavo de mi pasión;

¡te equivocas, te equivocas!,

fresco y fragante capullo,

yo quebrantaré tu orgullo

como el minero las rocas.

Si a la lucha me provocas,

dispuesto estoy a luchar;

tú eres espuma, yo mar

que en sus cóleras confía;

me haces llorar; pero un día

yo también te haré llorar.

 

Y entonces, cuando rendida

ofrezcas toda tu vida

perdón pidiendo a mis pies,

como mi cólera es

infinita en sus excesos,

¿sabes tú lo que haré en esos

momentos de indignación?

¡Arrancarte el corazón

para comérmelo a besos!

 


DESHIELO

Nunca mayor quietud se vio en la muerte;

ni frío más glacial que el de esta mano

que tú alargaste al espirar, en vano

y que cayó en las sábanas, inerte.

 

¡Ah... yo no estaba allí! Mi aciaga suerte

no quiso que en el trance soberano,

cuando tú entrabas en el hondo arcano,

yo pudiera estrecharte... y retenerte.

 

Al llegar, me atrajeron tus despojos;

cogí esa mano espiritual y breve

y la junté a mis labios y a mis ojos...

 

Y en ella, al ver mi llanto que corría,

pensé que aquella mano hecha de nieve

en mi boca al calor... se derretía.

 

 

BODA NEGRA

 

 Oye la historia que contóme un día

el viejo enterrador de la comarca:

era un amante a quien por suerte impía

su dulce bien le arrebató la parca.

 

 Todas las noches iba al cementerio

a visitar la tumba de la hermosa;

la gente murmuraba con misterio:

es un muerto escapado de la fosa.

 

 En una horrenda noche hizo pedazos

el mármol de la tumba abandonada,

cavó la tierra... y se llevó en los brazos

el rígido esqueleto de la amada.

 

 Y allá en la oscura habitación sombría,

de un cirio fúnebre a la llama incierta,

dejó a su lado la osamenta fría

y celebró sus bodas con la muerta.

 

 Ató con cintas los desnudos huesos,

el yerto cráneo coronó de flores,

la horrible boca le cubrió de besos

y le contó sonriendo sus amores.

 

 Llevó a la novia al tálamo mullido,

se acostó junto a ella enamorado,

y para siempre se quedó dormido

al esqueleto rígido abrazado.

 

 

IDILIO ETERNO

 

Ruge el mar, y se encrespa y se agiganta;

la luna, ave de luz, prepara el vuelo

y en el momento en que la faz levanta,

da un beso al mar, y se remonta al cielo.

 

Y aquel monstruo indomable, que respira

tempestades, y sube y baja y crece,

al sentir aquel ósculo, suspira...

¡y en su cárcel de rocas... se estremece!

 

Hace siglos de siglos, que, de lejos,

tiemblan de amor en noches estivales;

ella le da sus límpidos reflejos,

él le ofrece sus perlas y corales.

 

Con orgullo se expresan sus amores

estos viejos amantes afligidos:

ella le dice "¡te amo!" en sus fulgores,

y él prorrumpe "¡te adoro!" en sus rugidos.

 

Ella lo duerme con su lumbre pura,

y el mar la arrulla con su eterno grito

y le cuenta su afán y su amargura

con una voz que truena en lo infinito.

 

Ella, pálida y triste, lo oye y sube,

le habla de amor en su celeste idioma,

y, velando la faz tras de la nube,

le oculta el duelo que a su frente asoma.

 

Comprende que su amor es imposible,

que el mar la copia en su convulso seno,

y se contempla en el cristal movible

del monstruo azul, donde retumba el trueno.

 

Y, al descender tras de la sierra fría,

le grita el mar: "¡En tu fulgor me abraso!

¡no desciendas tan pronto, estrella mía!

¡estrella de mi amor, detén el paso!

 

¡Un instante mitiga mi amargura,

ya que en tu lumbre sideral me bañas!

¡no te alejes!... ¿no ves tu imagen pura,

brillar en el azul de mis entrañas?"

 

Y ella exclama, en su loco desvarío:

"¡Por doquiera la muerte me circunda!

¡Detenerme no puedo monstruo mío!

¡Compadece a tu pobre moribunda!

 

Mi último beso de pasión te envío;

¡mi postrer lampo a tu semblante junto! ..."

y en las hondas tinieblas del vacío,

hecha cadáver, se desploma al punto.

 

Entonces, el mar, de un polo al otro polo,

al encrespar sus olas plañideras,

inmenso, triste, desvalido y solo,

cubre con sus sollozos las riberas.

 

Y al contemplar los luminosos rastros

del alba luna en el obscuro velo,

tiemblan, de envidia y de dolor, los astros

en la profunda soledad del cielo.

 

¡Todo calla!... el mar duerme, y no importuna

con sus gritos salvajes de reproche;

y sueña que se besa con la luna

¡en el tálamo negro de la noche!.

 

 

 

LA ARAÑA

 

Entre las hojas de laurel, marchitas,

de la corona vieja,

que en lo alto de mi lecho suspendida,

un triunfo no alcanzado me recuerda,

una araña ha formado

su lóbrega vivienda

con hilos tembladores

más blancos que la seda,

donde aguarda a las moscas

haciendo centinela

a las moscas incautas

que allí prisión encuentran,

y que la araña chupa

con ansiedad suprema.

 

He querido matarla:

Mas... ¡imposible! Al verla

con sus patas peludas

y su cabeza negra,

la compasión invade

mi corazón, y aquella

criatura vil, entonces,

como si comprendiera

mi pensamiento, avanza

sin temor, se me acerca

como queriendo darme

las gracias, y se aleja.

después, a su escondite

desde el cual me contempla.

 

Bien sabe que la odio

por lo horrible y perversa;

y que me alegraría

si la encontrara muerta;

mas ya de mí no huye,

ni ante mis ojos tiembla;

un leal enemigo

quizás me juzga, y piensa

al ver que la ventaja

es mía, por la fuerza,

¡que no extinguiré nunca

su mísera existencia!

En los días amargos

en que gimo, y las quejas

de mis labios se escapan

en forma de blasfemias,

alzo los tristes ojos.

a mi corona Vieja,

y encuentro allí la araña,

la misma araña fea

con sus patas peludas

Y su cabeza negra,

¡como oyendo las frases

que en mi boca aletean!

 

En las noches sombrías

cuando todas mis penas

como negros vampiros

sobre mi lecho vuelan,

cuando el insomnio pinta

las moradas ojeras,

y las rojizas manchas

en mi faz macilenta,

me parece que baja

la araña de su celda,

y camina y camina...

y camina sin tregua

por mi semblante mustio

hasta que el alba llega.

¿Es compasiva? ¿Es mala?

¿Indiferente? Vela

mi sueño, y, cuando escribo,

silenciosa me observa.

¿Me compadece acaso?

¿De mi dolor se alegra?

¡Dime quién eres, monstruo!

¿En tu cuerpo se alberga

un espíritu? Dime:

¿Es el alma de aquella

mujer que me persigue,

todavía, aunque muerta?

¿La que mató mi dicha

y me inundó en tristeza?

 

Dime: ¿Acaso dejaste

la vibradora selva,

donde enredar solías,

tus plateadas hebras,

en las obscuras ramas

de las frondosas ceibas,

por venir a mi alcoba,

en el misterio envuelta,

como una envidia muda,

como una viva mueca?

¡Te hablo y tú nada dices,

te hablo y no me contestas!

¡Aparta, monstruo, huye

otra vez, a tu celda!

 

Quizás mañana mismo,

cuando en mi lecho muera,

cuando la ardiente sangre

se cuaje entre mis venas

y mis ojos se enturbien,

tú, alimaña siniestra,

bajarás silenciosa

y en mi obscura melena

formarás otro asilo,

formarás otra tela,

sólo por perseguirme

¡hasta en la misma huesa!

 

¡Qué importa!... nos odiamos,

pero escucha: no temas,

no temas por tu vida,

¡es toda tuya, entera!

¡Jamás romperé el hilo

de tu muda existencia!

Sigue viviendo, sigue,

pero... ¡oculta en tu cueva!

¡No salgas! ¡No me mires!

No escuches más mis quejas,

ni me muestres tus patas,

¡ni tu cabeza negra!...

Sigue viviendo sigue,

inmunda compañera,

entre las hojas de laurel marchitas

de la corona vieja,

que en lo alto de mi lecho suspendida

¡un triunfo, no alcanzado, me recuerda!

 

 

APOCALÍPTICA

 

Y me senté en el carro de la sombra,

presa del más horrendo paroxismo,

y comencé a rodar sobre una alfombra,

formada por el cosmos del abismo.

 

y abarqué el infinito en una sola

mirada, llena de fulgor intenso...

y vi del tiempo la gigante ola

rodar al precipicio de lo inmenso.

 

Y vi la eterna procesión de mundos,

a través de mi loco desvarío,

rodar por dos ignotos y profundos

senos inescrutables del vacío.

 

y llamé a Dios, con penetrante acento,

con un acento penetrante y hondo,

que atravesó, rasgando el firmamento,

sin encontrar del firmamento el fondo.

 

Mas, nadie respondióme. En mi agonía,

- ¿En dónde estás...? -grité de nuevo- ¿En dónde...?

Pasó la pesadilla. Hoy todavía

lo llamo y todo inútil: no responde.

 

 

LA BALADA INÉDITA

 

 

 

Sentado en una piedra del camino,

 

y como presa de pesar tremendo,

 

una tarde cantaba un peregrino

 

una canción que me quedó doliendo.

 

 

Una canción que el alma me penetra

 

como un escalofrío, una balada

 

rebosante de hiel: triste es su letra,

 

pero es mucho más triste su tonada.

 

El sol iba a morir. Un rojo lampo

 

de su luz, como un luengo hilo de seda,

 

se enredaba en los árboles del campo

 

y sangraba en la frente de Aeda.

 

Lleguéme al trovador desconocido,

 

y emocionado preguntéle: ¿en dónde

 

aprendiste ese canto tan sentido

 

que a mi clamor parece que responde?

 

y él contestóme con acento blando,

 

con un acento musical: Os digo

 

que lo aprendí no sé dónde ni cuándo

 

porque, a decir verdad, nació conmigo.

 

Ese canto en mi ruta es mi alegría:

 

refresca mi fatiga y mi quebranto;

 

cuando a hablar comencé... ya lo sabía,

 

y desde entonces sin cesar lo canto.

 

De mi orquesta interior él es un eco

 

que hago sonar en la tardina calma,

 

y que al salir por el oscuro hueco

 

de mi boca glacial, me alivia el alma.

 

Con él recorro el mundo paso a paso,

 

y siempre en los parajes campesinos,

 

me gusta, cuando el sol baja a su ocaso,

 

cantarlo en la quietud de los caminos.

 

¿Quién eres?, pregunté. Y él dijo:

 

-El viejo camarada mejor del Desengaño,

 

nunca a los hombres de acercarme dejo,

 

y aunque ellos no me ven... los acompaño.

 

Yo soy el acicate, soy el grito

 

que se escapa del labio moribundo,

 

el ay! que repercute en lo infinito,

 

el verdadero emperador del mundo.

 

Yo elevo los espíritus, yo arranco

 

del humano fangal los corazones,

 

y purifico en el incienso blanco

 

que arde en mi pecho, todas las pasiones.

 

 

 

Gloria soy de los mártires; sus nombres

 

viven por mí; yo pongo los cilicios,

 

yo atormento la carne de los hombres

 

soy el padre de todos los suplicios.

 

Yo doy alas al genio, fuerza al justo,

 

esperanzas a todos los anhelos;

 

por mí, solo por mí, subió el Augusto

 

Redentor desde el Gólgota a los cielos. -

 

El rapsoda calló. Yo lo miraba.

 

Entre una nube de melancolía;

 

su corazón como bullente lava

 

a través de su pecho se encendía.

 

Su frente era muy blanca, su mejilla

 

honda, muy honda, sus cabellos canos;

 

de ébano y oro -excelsa maravilla-

 

columpiaba una cítara en sus manos.

 

Como dos claros pozos de tranquilas aguas

 

en cuencos de marmórea roca,

 

se remansaba el llanto en sus pupilas

 

sobre el rictus amargo de su boca.

 

Aquel hombre... ¿quién era? ¿Acaso un loco?

 

- ¿Te llamas?, pregunté, y el peregrino:

 

-Soy el dolor-, me dijo, y poco a poco

 

se alejó en las revueltas del camino.

 

 

Marchó de cara al moribundo día,

 

hacia el lejano resplandor postrero,

 

y a manera de sol que se moría,

 

su planta iba sangrando en el sendero.

 

 

Abrió la noche su portal; los astros

 

comenzaron a hervir y un gran lucero

 

lloró su luz sobre los tibios rastros

 

del muerto sol y del senil viajero.

 

 

Pronto la luna apareció, serena,

 

sobre un picacho de la curva andina,

 

y una lechuza desgranó su pena

 

desde el roto esqueleto de una encina.

 

 

¡Allí quedéme estático y suspenso,

 

sin saber de mí nada; al otro día

 

pensé en el peregrino, y en él pienso

 

a través de los años todavía!

 

 

A MIS CRÍTICOS

 

 

 

Si supiérais con qué piedad os miro

 

y cómo os compadezco en esta hora.       

 

En medio de la paz de mi retiro

 

mi lira es más fecunda y más sonora.

 

 

 

Si con ello un pesar mayor os causo

 

y el dedo pongo en vuestra llaga viva,

 

sabed que nunca me importó el aplauso

 

ni nunca me ha importado la diatriba.

 

 

 

¿A qué dar tanto pábulo a la pena

 

que os produce una lírica victoria?

 

Ya la posteridad, grave y serena,

 

 

 

al separar el oro de la escoria

 

dirá cuando termine la faena,

 

quien mereció el olvido y quien la gloria.

 

 

MARTA

 

I

En el islote de la azul laguna

(hoy extinta) del parque abandonado

de una antigua ciudad, solo y callado,

hallé un mancebo (un loco acaso) en una

 

noche glacial en que la blanca luna

subía por un cielo encresponado,

tras un airón de niebla, inmaculado,

como el velo sutil de regia cuna.

 

Con la frente en la mano, y con el codo

apoyado en un árbol, contemplaba

el parque lleno de hojarasca y lodo.

 

De pronto irguióse, y, sin temor ni traba,

les habló á las estrellas de este modo,

alzando al cielo su cabeza brava:

 

II

 

«¡Estrellas que radiáis en las tranquilas

soledades caóticas y eternas

del vasto azul! -¡Fantásticas lucernas

del gran negro! - ¡quiméricas pupilas

 

de la noche sin fin! - ¡Rubias sibilas

del destino del orbe! ¡Albas linternas

que alumbráis de la sombra las cavernas,

en grupos áureos y en errantes filas!­

 

¡Vosotras, que escuchasteis mi postrera

despedida... mi adiós á la hechicera niña

que os usurpó vuestros fulgores!

 

¡Decidme, en dónde está la candorosa

flor de mis sueños! ¡La celeste rosa

que perfumó el altar de mis amores!

 

III

 

Cuanto mi vista en derredor abarca,

mudo y deshecho está; y, en mi supremo

dolor, oír, entre las sombras, temo

su reproche... ¡y la risa de la Parca!

 

Muerte y Olvido, su indeleble marca

dejaron al pasar: en un extremo

del islote, se pudre el largo remo;

y, cerca de él, ¡disgrégase la barca!

 

¡La linda barca en que los dos, a solas,

cruzábamos alegres, y sin miedo,

el agua mansa sin espumas ni olas!

 

y en que, al oído, le cantaba, quedo,

aquellas gemebundas barcaroles

que quisiera olvidar... ¡y que no puedo!

 

IV

 

¡El agua existe del estanque apenas!

sécase el manantial! ¡El rudo banco

de hierro, yace allí, sobre el barranco

del islote, volcado en las arenas!

 

¡Oh, cuán lejos estáis, tardes serenas!

¡Auroras que la luz vistió de blanco!

¡Con qué dolor del ánima os arranco,

dulces memorias de nostalgias llenas!

 

¡Como no tengo lágrimas y ansío

llorarla siempre más (porque la rota

fuente del llanto se extinguió), Dios mío!

 

Al sentir que mi llanto ya no brota,

me abrazo al banco aquel... y río, y río,

como un loco de atar... ¡como un idiota!

 

V

 

A mañana y a tarde la veía

en ese banco; y pura y temblorosa,

el fragante capullo de una rosa

blanca, recién tronchado, parecía.

 

Al sentarme a su lado, sonreía

con su sonrisa casta y misteriosa,

mientras que su mirada, luminosa,

los ámbitos azules recorría.

 

¡Ojos no he visto como aquellos ojos!

Ni he visto nunca labios como aquellos,

tan dulces, tan vibrantes y tan rojos!

 

¡Ni perfiles más pulcros ni más bellos!

¡Ni manojos de luz... cual los manojos

rubios de sus undívagos cabellos!

 

VI

 

Los redondos capullos de su seno,

-brotes de grana y de nevado armiño-

violentaban el raso del corpiño

que sujetaba su contorno heleno.

 

¡Con su triste mirar de Nazareno

y su sonrisa cándida de niño,

tras de sí se llevaba mi cariño:

todo este corazón... que ella hizo bueno!

 

Cuando hablaba, su voz era murmullo

de onda lustral, embriagador arrullo

jamás oído en el mundano suelo;

 

¡Yo, sus frases, a veces, no atendía,

sólo por escuchar la melodía

de su voz -canto que bajó del cielo!­

 

VII

 

¡Ah, sus manos!... ¡Sus manos transparentes,

hechas como de tibia porcelana,

lotos vivos que, a tarde y a mañana,

rociaba con mis lágrimas ardientes!

 

¡Manos alabastrinas, indolentes

a fuerza de ser gráciles; de arcana

modelación que al Hacedor ufana,

porque otras no hizo iguales!...

 

¡Manos de virgen pudorosa, manos

cuyos dóciles dedos como seda,

filtraban luz de pensamientos sanos!

 

¡Ya mi mano a sus manos no se enreda!

¡Lirios que consumieron los gusanos

y deshojó la Muerte... Nada queda!

 

VIII

 

Sus pies... Una mañana en que la aurora

en el cielo -sus oros derretía,

la encontré en el estanque; sumergía

sus pies bajo del agua tembladora.

 

Al sentirme llegar, más seductora

que nunca, irguiése la adorada mía;

y, llena de rubor, -yo no sabía...

me dijo- ¡vete!... ¡de llegar no es hora!­

 

Entonces pude ver sus pies desnudos,

como ningunos otros adorables,

por lo blancos y tersos y menudos.

 

Caí de hinojos y exclamé: -¡no me hables!­

y con mis labios, trémulos y mudos,

¡cubrí sus pies de besos inefables!

 

IX

 

Una tarde, una tarde sorprendíla

meditabunda, absorta y sonrojada;

fija en un árbol, de estos, la mirada;

al verla., preguntéme: - ¿en qué cavila?­

 

Húmeda por el llanto su pupila

inmóvil, reluciente y dilatada;

parecía una estrella aprisionada

en un rincón de cielo -color lila.­

 

Poco a poco, acerquéme, sin rüido,

ansiando descifrar de sus anhelos

la misteriosa clave... y, -confundido

 

quedé, al alzar los ojos a los cielos;

porque... ¿sabéis lo que miraba?,- ¡un nido,

en el cual se besaban dos polluelos!

 

X

 

Era toda inocencia; ¡qué de asombro

me causaban sus raras candideces!

No esquivaba mis labios... ¡Cuántas veces

me adormecí sobre su frágil hombro!

 

Entonces como flor bajo un escombro,

entregábase a ignotas languideces,

y a Dios alzaba sus sentidas preces,

como las alzo yo... ¡cuando la nombro!

 

Una vez, bajo una alba esplendorosa

en que los horizontes dilatados

se impregnaban de azul, de oro y de rosa,

 

con ojos muy abiertos y admirados,

de repente exclamó: -dime una cosa...

¿por qué se ocultan los recién casados...?

 

XI

 

Ante aquella pregunta tan extraña,

me sonrojé... porque encontrar, al punto,

no pude una respuesta; y, cejijunto,

pensé: esta niña singular... ¿me engaña?

 

Sonreí solamente, y, con gran maña,

hablé de algo distinto... de otro asunto;

mas ella -¡dime ya lo que pregunto!­

murmuró medio triste y medio huraña.

 

Entonces se aumentó mi desconcierto;

y sus mejillas cándidas e ilesas,

y su labio, jugoso y entreabierto,

 

besé... y ella, agregó: - ¿no me confiesas

la verdad? ¿no será... (¡dime si acierto!)

para besarse... así... como me besas?­

 

XII

 

Catorce años tenía, Una vez vino

muy pálida y muy seria, y -¡yo me muero!­

sollozando, me dijo: -¡Sólo quiero

que no me dejes sola en el camino!

 

Sé que te vas... ¡lo manda tu destino!

¡Pero...no! ¡Tú serás mi prisionero!

¡Oh, no te vayas!... ¡Corazón de acero

no tienes tú... ni corazón mezquino!

 

Estoy enferma... sufro ... algo me ahoga

aquí... (me dijo, señalando el cuello)

siento como el abrazo de una soga!...

 

Y yo quiero vivir... ¡todo es tan bello!...

¡Todo!... y ya ves: ¡hacia la muerte boga

mi pobre barca! -¡Y se mesó el cabello!

 

XIII

 

¡El gran manto de oro, el dúctil manto

onduloso y fragante de su pelo,

rodó, a manera de dorado velo,

sobre la pedrería de su llanto!

 

-¿Por qué hablas de morir?... ¡no es para tanto!

que, si voy a ausentarme de este suelo,

yo volveré... ¡lo juro por el cielo!

- le dije, presa de mortal quebranto. -

 

De su boca en el cáliz encendido,

mi boca, siempre de la suya esclava,

posóse, entonces, como en rojo nido.

 

En tanto que una lágrima rodaba

por el encaje azul de su vestido,

¡como una gota de candente lava!

 

XIV

 

Era imposible detenerme; grave

misión iba a apartarme, de improviso,

de aquella flor del cielo; era preciso

partir al punto, y regresar.... ¡quién sabe!

 

En el lejano puerto ya la nave

me esperaba. ¡Tremendo compromiso!

¡Por cumplir un deber, el paraíso

dejar, y huir como del nido el ave!

 

Lento caía el gran crespón nocturno.

Marta gemía; de su llanto el fuego

¡me quemaba la boca!.... El taciturno

 

cielo, callaba; entonces, poco a poco,

fuíme apartando de sus brazos.... Luego,

¡huí, despavorido, como un loco!

 

XV

 

¡Aún escucho el lastimero grito

que se arrancó de su garganta! El hondo

¡ay! de dolor, que resonó en el fondo

de mi ser.... ¡y perdióse en lo infinito!

 

¿Por qué no regresé? ¿Por qué, ¡maldito

de mí!... triunfante, como ayer, no escondo

mi ardiente; faz entro su pelo blondo?

¡Yo la maté!... ¡Qué infame mi delito!

 

La noche se espesaba. Mi cabeza

ardía como un horno; ¡mis pupilas

goteaban!... Un soplo de tristeza

 

¡me congelaba el corazón! Desierto

estaba todo: negras y tranquilas

las calles... ¡Subí al tren que iba hacia el puerto!

 

XVI

 

Hundí la yerta faz en mi pañuelo,

y, embozado en su trágica negrura,

me acompañó a llorar mi desventura,

¡con sus frígidas lágrimas, el cielo!

 

De tal modo, invadióme el desconsuelo,

que me sentí morir... y, en mi amargura,

pensé que era una errante sepultura

el tren, que hacía retemblar el suelo.

 

Cerré entonces los ojos para verla

mejor aún en mi interior. El día,

¡llegó anegado en su fulgor de perla!

 

y, el radiar de mi llanto en los raudales,

pude ver que, conmigo, el alba fría,

¡lloraba del vagón en los cristales!

 

XVII

 

Después... ni el mar, ni el horizonte nuevo,

ni la atmósfera azul, ni la espumante

onda con su rumor, ni el ave errante,

ni las puestas purpúreas del rey Febo,

 

la dulce imagen que en el alma llevo,

lograron alejar un solo instante.

¡Cuán tardo el tiempo! En mi impaciencia amante,

¡una hora, era un siglo! ¡Un día, un evo!

 

Cuando alguna piadosa golondrina,

cruzaba, alegre, la extensión marina,

quizás en busca de su antiguo alero,

 

yo la decía: -¡escucha, ave sagrada!...

si, al volver a tu hogar, ves a mi amada,

¡dile que sufro... y que por ella muero!

 

XVIII

 

Llegué... Una noche recibí una carta

que decía: “Ven pronto, ¡te lo mando!

¡No me dejes sufrir!... Me está matando

tu ausencia... ¡ven a consolarme! -Marta”.

 

Otra decía: «¡Ingrato! no se aparta

tu imagen de mi ser; de cuando en cuando,

voy al islote y... ¡vuelvo sollozando!...

¡Sola!... ¡No hay nadie que mi mal comparta!

 

¡Todo está triste, todo!... ¡si supieras!

¡El estanque se agota! De los nidos

huyeron ya las aves vocingleras!

 

Dime, ¿hasta ti no llegan los latidos

de mi doliente corazón?... ¿qué esperas?

¡Ven!.... Soy una mujer... ¡toda gemidos!»

 

XIX

 

Y he vuelto, ¡sí! La ola de la suerte

me empujó, sin cesar, de una a otra parte;

he vuelto... pero ¿a qué? - ¡Sólo á llorarte,

rosa de amor que deshojó la muerte!­

 

El pesar te mató: cobarde y fuerte,

hirió tu corazón -débil baluarte

que al fin rindióse- Vine por salvarte,

¡y sólo encuentro tu despojo inerte!

 

¡Y no pude llorar! y yo que ansío

llorar hasta morir... (como la rota

fuente del llanto se extinguió) ¡Dios mío!

 

Al sentir que mi llanto ya no brota,

me abrazo al banco aquél... ¡y río, y río,

como un loco de atar... como un idiota!

 

XX

 

¡Estrellas que me oís desde la obscura

profundidad del infinito cielo!

Respondédme: era un ángel... ¿y alzó el vuelo?

o era una estrella... ¿y regresó a la altura?

 

¿En dónde está la mística criatura

que un instante detúvose en el suelo,

por derramar amor, paz y consuelo,

en esta alma repleta de amargura?

 

¿En dónde está?... Si me la habéis robado

para hacerla lucir en vuestro coro,

¡devolvédmela ya! ¡Ved mi agonía!

 

O, al menos, destrenzad vuestro peinado,

que yo sabré, por el caudal de oro,

cual de vosotras es... ¡la estrella mía!

 

XXI

 

La estrella que alumbró, como en un sueño,

el dormido remanso de mis horas;

¡Oh, mis tardes de amor! ¡Oh, mis auroras!

¡Oh, mi radiante porvenir risueño!

 

¿En dónde estáis?... ¡Si mi amoroso empeño

no basta a reviviros! ¡Si traidoras

garras te hieren, corazón... y lloras!

¡Si ya no soy de sus encantos dueño...!

 

¡Venga la Muerte y corte su guadaña,

a un tiempo, mi existencia maldecida

y este inmenso dolor que me acompaña!

 

¡Con su beso glacial... cierre mi herida

honda y sangrienta, la que nunca engaña!

Ven, ¡oh Muerte... y arráncame la vida!

 

XXII

 

Calló el mancebo; y, con la faz helada

por la brisa nocturna, tristemente,

llegóse al banco, mudo confidente

que gozó el dulce peso de la amada.

 

Absorto le seguí con la mirada

a través de las hojas; de repente,

postróse de rodillas, y, doliente,

de su boca brotó una carcajada.

 

Yo, respetar queriendo sus querellas,

por las calles del parque medio oscuras,

torné, siguiendo mis recientes huellas.

 

¡Alcé los ojos! y, ¡radiantes, puras,

me pareció que toda las estrellas

¡lloraban de dolor en las alturas!

 

 

FUEGO Y CENIZA

 

Y llegué a mi aposento. De la orgía,

vibraba aún, en mi cerebro ardiente,

la estruendosa y horrenda algarabía.

Y con el alma sorda y con la frente

en sudor copiosísimo empapada,

me desplomé en el lecho de repente.

Hundí, absorto, en mí mismo la mirada;

vi, en mi interior, al crimen en acecho...

y ansié la muerte; apetecí la nada.

y clavando las uñas en mi lecho,

sentí que resbalaban de mis ojos,

lágrimas de dolor sobre mi pecho.

Saciados y extinguidos mis antojos,

no veía, en la negra lontananza,

más que una senda pródiga en abrojos.

En donde ni un presagio de bonanza

se entreveía, ni una lisonjera

señal de luz, ni un iris de esperanza.

Deshojábame en plena primavera,

en demanda de un lampo de ventura,

de una sola ilusión... ¡de una siquiera!

¡Oh, que triste es gozar... y entre la obscura

caverna del fastidio rodar luego,

víctima del horror y la amargura!

Y ver que todo es vano: el grito, el ruego,

la blasfemia brutal y dolorida,

y hasta las mismas lágrimas de fuego.

El vértigo sentir de la caída,

y tener, en un rapto de demencia,

que odiar a Dios... y aborrecer la vida.

Mirar las propias flores sin esencia,

y, al pensar devolverlas sus olores,

todo el hielo sentir de la impotencia.

y al cabo, de la orgía en los horrores,

buscar un lenitivo a los pesares,

y ver... que allí más crecen los dolores.

Que de la pena los revueltos mares,

rugen más y se encrespan con más brío,

entre risas y gritos y cantares.

Y al fin la displicencia del hastío

entra en el corazón y en hora aciaga

el yerto corazón... muere de frío.

Viene el remordimiento -oculta llaga-

que corroe y corroe y corroyendo,

parece que el espíritu se traga.

Y en el trágico vórtice cayendo

de la desolación, el alma muda,

¡ay! sin querer morir, se va muriendo.

¿Qué fuerza poderosa hay que sacuda,

entonces, esta angustia horripilante,

que arraiga en nuestro ser pérfida y ruda?

¡Ninguna! El infortunio sale avante,

mientras la lividez y el desconsuelo,

muéstranse en nuestro lúgubre semblante.

Cubre nuestra pupila acuoso velo,

y, al levantar los ojos empañados,

nada se ve del prometido cielo.

Así pensaba (¡oh, tiempos ya pasados!)

A mi oído llegaban, desde lejos,

los últimos rumores acallados...

Entonces, olvidando los consejos

maternales, saqué una fina daga

que en el aire trazó vivos reflejos.

Como el postrer celaje que se apaga

en el ocaso, envuelta en una onda

de dulce claridad trémula y vaga,

penetró en mi aposento, blanca y blonda,

una mujer de celestiales ojos

y de mirada compasiva y honda.

Acercóse; y, postrándose de hinojos,

la más pura de todas las sonrisas,

abrió el capullo de sus labios rojos.

Nunca el ala vibrante de las brisas,

tuvo el perfume que su blando aliento

derramó entre las sombras indecisas

que empezaban a entrar en mi aposento:

¡Ay! me parece aún que su respiro

y que su soplo embalsamado siento.

Me parece que atónito la miro,

y que su seno, mórbido y convulso,.

brota el hálito amante de un suspiro.

No sé que noble y vigoroso impulso

me empujó hacia la hermosa; un fuego extraño,

devorador, aceleró mi pulso...

Tendí mis brazos... ¡Ay! ¿el desengaño,

en ese instante, como siempre iba

a dejarme en el alma un nuevo daño?

Contuve mi amorosa tentativa,

y mi ardor reprimí... pero ya estaba

ella, en mis brazos trémulos, cautiva

- ¡No, déjame dormir! -la dije- acaba

¡oh, visión tentadora! ¡Huye, quimera!

¡Aléjate de mí! -Mientras hablaba,

como el manto de un sol de primavera,

sobre mi frente pálida, caían

los bucles de su blonda cabellera.

Se cerraban sus ojos y se abrían

taciturnos, en tanto que sus manos

en mi boca las frases detenían.

- ¡Oye! -exclamó- tormentos soberanos

hoy subyugan tu ser... pero no importa,

los sueños de tu amor... no están lejanos.

Yo te daré la calma que conforta;

yo te daré la luz... La vida es buena

para aquél que la sufre y la soporta.

Yo que siempre la tuya he visto llena

de martirios, angustias y congojas,

con la playa de infecunda arena,

más dichas te daré, que verdes hojas

los árboles frondosos a los nidos,

y la tarde, al ocaso, nubes rojas.

Tuyos son mis encantos, mis sentidos,

y mi espíritu, terso como el lago

donde se ven los cielos escondidos.

y tú, tan sólo me darás en pago

de mi infinito amor, tu amor eterno.

(¡Amor! ¡única fuente en que me embriago!)

Yo rasgaré las brumas del invierno

que hay en tu corazón... y en paraíso

transformaré tu prematuro infierno.

Escúchame; no temas; es preciso

que aparte las espinas de tu senda

y te aliente en la lucha. ¡Dios lo quiso!

Yo romperé la tenebrosa venda

que tus párpados cubre; a donde vayas

iré contigo a levantar mi tienda.

Visitaremos cumbres, mares, playas,

y un refugio hallarás sobre mi seno,

si es que en el arduo batallar desmayas.

Suelta, suelta la copa de veneno

que te brinda en sus vértigos la orgía,

y ven conmigo a espacio tan sereno.

Calló un instante, y, pura como el día,

inundó el resplandor de su mirada,

el yermo campo de la frente mía.

y luego continuó: -Yo sé que cada

palabra dulce que mi labio brota,

tú no la escuchas... ¡oh, desventurada!

y al decir esto, no gota tras gota,

sino a raudales se escapó su llanto,

como la sangre de la arteria rota.

Mi mano ardía entre la suya, en tanto...

que sus miradas, de ternuras llenas,

reflejaban su amor y su quebranto.

- ¡No, déjame dormir! -la dije apenas;

y retiré su mano, más pulida

y blanca que las blancas azucenas.

Ella, ante mi reproche, confundida,

inclinó fatalmente la cabeza

sobre su pecho, como garza herida.

¡y en sus ojos -abismos de tristeza-

lágrima esquiva se quedó, como una

gota de luz de celestial pureza.

-Perdóname- exclamó - ¡Cuán importuna

he sido, infame suerte! Pero sabe

que yo te adoraré como ninguna.

Era su voz, dulcísima y suave,

como la triste queja vibradora

que alza en su nido destrozado, el ave.

y aquella última gota tembladora,

resbaló por su faz, como el rocío

por el cendal purpúreo de la aurora.

De pronto, con más ímpetu y más brío

se abalanzó sobre mi cuerpo, hermosa,

como el astro que fulge en el vacío.

y estrechando con fuerza poderosa

mis manos indolentes en las suyas

hechas como de pétalos de rosa,

exclamó tiernamente: -Si son tuyas,

mi alma y mi carne y mi belleza rara,

no es justo... no, ¡que de mis brazos huyas!

Si me siguieras tú, ¡cómo te amara!

Y, al hablarme, así, loca de entusiasmo,

era una flor de lágrimas su cara.

-Deja, deja ese sórdido marasmo;

-continuó- ya verás cómo haré trizas

de tu suerte el fatídico sarcasmo.

Dime, ¿por qué tus dedos no deslizas

por mis bucles copiosos... y me besas?

¿Por qué la hoguera de mi amor no atizas?

¿No te bastan mis múltiples promesas,

ni este ósculo quemante que te imprimo,

capaz de hacer tu corazón pavesas?

¡Ah, no me escuchas... y a tu lado gimo

Sin esperanza y Sin pensar acaso,

que con mis rudos besos te lastimo!

Y este fuego espantoso en que me abraso,

te hace mal... ¡mucho mal! -Irguióse altiva,

y dio, hacia atrás y hacia la puerta, un paso.

Después, como esperando una expresiva

frase amorosa de mi labio mudo,

anhelante, quedóse pensativa.

Yo, que sentía en la garganta un nudo,

callé, mientras mis ojos, mal cerrados,

devoraban la carne del desnudo

cuello de aquella virgen de dorados rizos,

y boca de granada abierta,

y ojos como luceros incendiados.

Mas, ella, entonces, cabizbaja, incierta,

se alejó más de mí... luego afanosa,

la mano puso en la entornada puerta.

y doliente, a la par que desdeñosa,

-¡Adiós!- me dijo, con acento triste,

pálida como el mármol de una fosa.

-¡Adiós...! ¡Todo fue inútil! ¡No quisiste

ni mi amor ni mi vida... yo te hubiera

sacado del fangal en que caíste...!

Pero me has desechado... aunque quisiera

salvarte en este instante del abismo

en donde yaces... imposible fuera.

¡Adiós! ¡Adiós! Perdono tu egoísmo

-dijo, y salió. La noche derramaba,

por doquiera, su sombra y su mutismo.

De pronto, cual si hubiese un mar de lava

desbordado en mi mente, como un loco

me incorporé... mas ella, se alejaba...

se alejaba a manera de áureo foco

de luz, de clara luz... y se perdía

en la fosca tiniebla, poco a poco.

Corrí; llegué a su lado... Quién creería

que, al tocarla, creció mi desventura

y se hizo más intensa mi agonía.

Porque mi mano, lujuriosa y dura,

tan solo consiguió con su torpeza,

desgarrar su flotante vestidura.

¡Porque ella huyó, con toda su belleza,

dejándome un jirón inmaculado

de su divina veste. Con tristeza

alcé los ojos: mudo y desolado

estaba el firmamento; ni una estrella.

en el vasto negror anubarrado

Solamente la rápida centella,

de cuando en cuando, al traspasar la bruma,

dejaba azul y fugitiva huella.

Yo, compungido, al ver que, como espuma,

disipándose había aquella maga,

cuyo recuerdo sin cesar me abruma,

saqué otra vez la deslumbrante daga...

mas temblé de pavor... Lanzó un gemido

mi pecho -copa en que el dolor se embriaga.

y angustiado grité: -Tú que escondido

un tesoro de amor para mí guardas!

¡Tú, que me ofreces en tu seno un nido,

¡Ven! No vaciles. ¡Vuelve! ¿Por qué tardas?

¿No me ofreciste, en tu delirio, todo?

Mi voz subía hasta las nubes pardas.

-Perdóname -agregué-. Di, de qué modo

podré hacerte tornar... ¡Sálvame, ingrata,

ya que no de la vida, de su lodo!

Dime: ¿por qué tu sombra se recata

en la noche sin fin de mi camino?

¡ven... y mi pena inconsolable mata!

¡Sálvame! ¡Por piedad...! Un peregrino

del desierto, te busca y te desea,

como la playa el náufrago marino.

¡Ven! Que en tus ojos insondables vea

otra vez tu mirada soñadora

resplandecer como la luz febea.

Pensé fueras visión; -maldita hora

de embriaguez y de hastío...- Tu presencia

parecióme un fantasma... pero ahora

que siento que se aclara mi conciencia,

que te he visto partir... y que he aspirado

de tu cuerpo y tu espíritu la esencia,

no es justo, no, que lejos de tu lado,

me dejes, para siempre, en este mundo,

sin amor, sin virtud... ¡y abandonado!

Ni un acento en la noche: el vagabundo

viento aquietaba su invisible rueca.

El silencio era trágico y profundo.

De repente, una voz, cascada y hueca,

oigo salir de mi aposento; giro

la vista ansiosa... y, como rama seca

de roble añoso, estupefacto miro

en el rincón revuelto de mi cama

una forma espectral; ¿sueño? ¿delirio?

Aquella sombra, con amor me llama;

también me ruega: - ¡Ven, ven, eres mío!

¡Ven, acércate más... no temas! -clama.

¿Es un vampiro? ¿una mujer? Un frío

polar, mi mustio corazón allana.

Sin embargo, me acerco; desconfío

de mis ojos aún. Es una anciana

de ojos sin luz, de frente comprimida,

de boca escueta y cabellera cana.

La piel toca sus huesos; desvalida,

clava en mi rostro sus marchitos ojos

donde un resto no mas queda de vida.

Es un montón de míseros despojos:

rezago de un incendio, gajo seco

cubierto de cenizas y de abrojos.

Habla, y su aguda voz parece un eco

que en el cálido ambiente se congela,

porque, al salir, por el obscuro hueco

de su boca glacial, mi sangre hiela.

Cierro los ojos... ábrolos... No hay duda:

riendo está la misteriosa abuela.

- ¿Ya no la implores más -ronca y ceñuda

dice, al verme acercar- no ves que ahora,

ante tus ruegos, permanece muda?

Esa rara mujer, deslumbradora,

era «La Juventud...,. ¡con qué impaciencia

te suplicó rendida! Haces bien: ¡llora...!

Mas, no la llames ya; de tu presencia

huyó... y no volverá con sus ternuras

a embalsamar tu lóbrega existencia.

¡No, ya no volverá! Las ligaduras

de sus brazos rompiste. En vano, en vano,

buscas ansioso sus miradas puras.

¡Ven...! Acércate más, ¡dame tu mano!

¡Ven...! ¡Yo soy «La Vejez!». Para ti tengo

un resto de calor; mi beso es sano.

A consolar tus desventuras vengo

y me alargó, con ademán sombrío,

su débil brazo, desteñido y luengo.

y agregó impacientándose: -Me río

de tu desdén... si mi fealdad te aterra,

es tarde y todo estéril... ¡Ya eres mío!

Aunque el cansancio en mi interior se encierra,

yo tendré para ti mimos extraños;

sólo te quedo yo sobre la tierra.

Yo sabré suavizar tus desengaños,

contándote la historia de la vida,

el proceso terrible de los años.

Incorporóse un poco, y, en seguida,

echó a mi cuello sus desnudos brazos;

y me besó su boca desabrida.

Entonces comprendí que aquellos lazos

quebrantar no podía. Era el destrozo

dé mi ensueño... tan pronto hecho pedazos.

Hinchó mi pecho un fúnebre sollozo,

y caí desplomado ante la anciana

que se ciñó a mi ser... llena de gozo.

¡y ya su esclavo soy! Solo me afana

dormir el largo sueño de los muertos,

entrar en la gran noche del nirvana.

Porque hoy al ver, obscuros y desiertos,

sin una luz los horizontes míos,

ella me oprime entre sus brazos yertos,

y me humedece... con sus besos fríos.

Tomado de:

http://www.los-poetas.com/k/julio1.htm

 

 

Justicia

 

Cuentan que un rey soberbia y corrompido

cerca del mar, con su conciencia a solas,

sobre la playa se quedó dormido;

y agregan que aquel mar lanzó un rugido

y sepultó al infame entre sus olas!

 

Hoy, bien hacéis ¡oh déspotas del mundo!

en estar con los ojos siempre abiertos...

porque el pueblo es un mar, y un mar profundo

que piensa, que castiga y que, iracundo,

os puede devorar. ¡Vivid despiertos!

 

 

La gran tristeza

 

Una inmensa agua gris, inmóvil, muerta,

sobre un lúgubre páramo tendida;

a trechos, de algas lívidas cubierta;

ni un árbol, ni una flor, todo sin vida,

¡todo sin alma en la extensión desierta!

 

Un punto blanco sobre el agua muda,

sobre aquella agua de esplendor desnuda,

se ve brillar en el confín lejano:

es una garza inconsolable, viuda,

que emerge como un lirio del pantano.

 

Entre aquella agua, y en lo más distante,

¿esa ave taciturna en qué medita?

¡No ha sacudido el ala un solo instante,

y allí parece un vivo interrogante

que interroga a la bóveda infinita!

 

Ave triste, responde: Alguna tarde

en que rasgabas el azul de enero

con tu amante feliz, haciendo alarde

de tu blancura, ¿el cazador cobarde

hirió de muerte al dulce compañero?

 

¿O fue que al pie del saucedal frondoso,

donde con él soñabas y dormías,

al recio empuje de huracán furioso,

rodó en las sombras el alado esposo

sobre las secas hojarascas frías?

 

¿O fue que huyó el ingrato, abandonando

nido y amor, por otras compañeras,

y tú, cansada de buscarlo, amando

como siempre, lo esperas sollozando,

o perdida la fe... ya no lo esperas?

 

Dime: ¿Bajo la nada de los cielos,

alguna noche la tormenta impía

cayó sobre el juncal, y entre los velos

de la niebla, sin vida tus polluelos

flotaron sobre el agua... al otro día?

 

¿Por qué ocultas ahora la cabeza

en el rincón del ala entumecida?

¡Oh, cuán solos estamos!... Ve, ya empieza

a anochecer: ¡Qué igual es nuestra vida!...

Nuestra desolación!... ¡Nuestra tristeza!

 

¿Por qué callas? La tarde expira, llueve,

y la lluvia tenaz deslustra y moja

tu acolchado plumón de raso y nieve.

¡Huérfano soy!...

¡La garza no se mueve...

y el sol ha muerto entre su fragua roja!

 

 

Madrigal

 

¿Me quieres?... ¡Que tu acento me lo diga

ante aquel sol que muere en el ocaso!

Tú, que mitigas mi pesar... ¡mitiga

esta fiebre voraz en que me abraso!

 

Tembló su labio y balbució: ¡Lo juro!

 

Sus tachonadas puertas entreabría

la muda noche en la extensión vacía:

y en mi espíritu lóbrego y oscuro...

en aquel mismo instante amanecía!

 

 

Naufragio

 

Lloró cuando la dije: adiós mi vida;

y al través de las gotas de su llanto,

sus inquietas pupilas parecían

dos góndolas azules naufragando.

 

 

¡Oh luna!

 

Melancólica reina pudibunda

que vagas por los ámbitos del cielo

como un místico témpano de hielo

entre la negra oscuridad profunda.

 

En esta noche en que tu faz circunda

un halo transparente como el velo

de las vírgenes novias, un anhelo,

azul y enorme como el mar, me inunda.

 

¿Sabes lo que mi espíritu ambiciona

en esta noche de noviembre, fría,

en que el cierzo las tumbas desmorona?

 

Que bajes de la bóveda sombría,

y pongas esa sideral corona

sobre el sepulcro de la madre mía.

 

 

¿Quién oye?

 

De noche, bajo el cielo desolado,

pienso en tu amor y pienso en tu abandono,

¡y miro en mi interior deshecho el trono

que te alcé como a un ídolo sagrado!

 

¡Al ver mi porvenir despedazado

por tu infidelidad, crece mi encono!

Mas, como sé que sufres, te perdono...

¡Oh, tú jamás me hubieras perdonado!

 

Mis lágrimas, en trémulo derroche,

ruedan al fin, y luego, en inaudito

arranque, a Dios elevo mi reproche...

 

¡Pero se pierde entre el negror mi grito

y sólo escucho, en medio de la noche,

del silencio el monólogo infinito!

 

 

Resurrecciones

 

Algo se muere en mi todos los días;

la hora que se aleja me arrebata,

del tiempo en insonora catarata,

salud, amor, ensueños y alegrías.

 

Al evocar las ilusiones mías, Pienso:

«¡yo, no soy yo!» ¿por qué, insensata,

la misma vida con su soplo mata

mi antiguo ser, tras lentas agonías?

 

Soy un extraño ante mis propios ojos,

un nuevo soñador, un peregrino

que ayer pisaba flores y hoy... abrojos.

 

Y en todo instante, es tal mi desconcierto,

que, ante mi muerte próxima, imagino

que muchas veces en la vida... he muerto.

 

 

Sus ojos se entornaron

 

Sus ojos se entornaron; sobre los blancos hielos

de las altivas cumbres agonizaba el sol;

y de las densas brumas tras de los amplios velos

quedó flotando, a solas, inmóvil, en los cielos,

el lívido cadáver del último arrebol.

 

La luna, como un arco de nívea luz cuajada,

subió con lento paso del infinito en pos;

y entonces, reclinando la frente inmaculada

sobre mi pecho -¡mira!- me dijo mi adorada-

¡qué barca tan hermosa para bogar los dos!

 

¡Hoy...” ella” ya no existe! Bajo un rosal florido

descansa la que un día me dió luz y calor;

mas desde aquella tarde, contemplo, entristecido,

la luna, cuando sóla, como un bajel perdido

en el azul derrama su gélido fulgor.

 

 

Todo nos llega tarde... ¡hasta la muerte!

 

Todo nos llega tarde... ¡hasta la muerte!

Nunca se satisface ni alcanza

la dulce posesión de una esperanza

cuando el deseo acósanos más fuerte.

 

Todo puede llegar: pero se advierte

que todo llega tarde: la bonanza,

después de la tragedia: la alabanza

cuando ya está la inspiración inerte.

 

La justicia nos muestra su balanza

cuando su siglos en la Historia vierte

el Tiempo mudo que en el orbe avanza;

 

Y la gloria, esa ninfa de la suerte,

solo en las sepulturas danza.

Todo nos llega tarde... ¡hasta la muerte!

 

 

Tú no sabes amar; ¿acaso intentas...

 

Tú no sabes amar; ¿acaso intentas

darme calor con tu mirada triste?

El amor nada vale sin tormentas,

¡sin tempestades... el amor no existe!

 

Y sin embargo, ¿dices que me amas?

No, no es el amor lo que hacia mí te mueve:

el Amor es un sol hecho de llamas,

y en los soles jamás cuaja la nieve.

 

¡El amor es volcán, es rayo, es lumbre,

y debe ser devorador, intenso,

debe ser huracán, debe ser cumbre...

debe alzarse hasta Dios como el incienso!

 

¿Pero tú piensas que el amor es frío?

¿Que ha de asomar en ojos siempre yertos?

¡Con tu anémico amor... anda, bien mío,

anda al osario a enamorar los muertos!

 

 

Tus ojos

 

Ojos indefinibles, ojos grandes,

como el cielo y el mar hondos y puros,

ojos como las selvas de los Andes:

misteriosos, fantásticos y oscuros.

 

Ojos en cuyas místicas ojera

se ve el rostro de incógnitos pesares,

cual se ve en la aridez de las riberas

la huella de las ondas de los mares.

 

Miradme con amor, eternamente,

ojos de melancólicas pupilas,

ojos que semejáis bajo su frente,

pozos de aguas profundas y tranquilas.

 

Miradme con amor, ojos divinos,

que adornáis como soles su cabeza,

y, encima de sus labios purpurinos,

parecéis dos abismos de tristeza.

 

Miradme con amor, fúlgidos ojos,

y cuando muera yo, que os amo tanto

verted sobre mis lívidos despojos,

el dulce manantial de vuestro llanto!

 

 

Visión

 

¿Eres un imposible? ¿Una quimera?

¿Un sueño hecho carne, hermosa y viva?

¿Una explosión de luz? Responde esquiva

maga en quien encarnó la primavera.

 

Tu frente es lirio, tu pupila hoguera,

tu boca flor en donde nadie liba

la miel que entre sus pétalos cautiva

al colibrí de la pasión espera.

 

¿Por qué sin tregua, por tu amor suspiro,

si no habré de alcanzar ese trofeo?

¿Por qué llenas el aire que respiro?

 

En todas partes te halla mi deseo:

los ojos abro y por doquier te miro;

cierro los ojos y entre mí te veo.

 

 

¡Y no temblé al mirarla! El tiempo había...

 

¡Y no temblé al mirarla! El tiempo había

su tez apenas marchitado; hacía

tanto... que ni de lejos la veía...

 

Vago tinte de aurora su semblante

inundó de repente, en el instante

en que me vio tan cerca... y tan distante!...

 

Las luchas interiores, no los años,

revelaban también sus desengaños,

que absortos tuvo a todos los extraños.

 

Llevaba en el regazo un pobre niño,

trémulo y silencioso y sin aliño,

pero bello, y más blanco que un armiño.

 

¡Todo lo adiviné!... y aquella hermosa

que fue hasta ayer inmaculada rosa,

única a quien llamado hubiera esposa...

 

pero que nunca a mi reclamo vino,

que me odió y en mi lóbrego camino

del desprecio glacial sembró el espino;

 

aquella esquiva flor que en una grieta

de mis ruinas nació, cual la violeta,

y a un tiempo me hizo pérfido y poeta,

 

en el momento en que los rayos rojos

del triste sol de ocaso, los despojos

de la tarde alumbraban, de sus ojos

 

vertió al bajar del tren, como rocío,

un diluvio de lágrimas... ¡Dios mío!

Pero yo estaba como el mármol... ¡frío!

Tomado de:

http://amediavoz.com/florez.htm

No hay comentarios.:

Publicar un comentario