miércoles, 25 de febrero de 2015

Un Chocolate en los Labios de Helena

Un Chocolate en los Labios de Helena

Quien pudiera creer, que en tanto me dirigía al trabajo, en el atestado transporte público de esta oscura ciudad, eran las 6:30 de la mañana, cuando de prisa me acerqué a la primera puerta de acceso al transporte, una fila de cerca de 8 personas, aun con sus cabellos húmedos se empujaban suavemente mientras con sus zapatos golpeaban el asfalto, muchos rostros conocidos, la verdad, somos casi siempre los mismos, dos hermanos de 13 y 15 años que siempre madrugan al colegio, la secretaria de una textilera, un mecánico del centro, un universitario del barrio, y Helena, la mujer de veinte años que estudia en la facultad de medicina, a ella la espero siempre, se ve tan bonita, sus ropas son sencillas, y siempre lleva un bolso de cuero, lleno de libros, además pocas veces se viste con faldas, es más creo que nunca la he visto en falda, pero se ve que sus piernas son bien proporcionadas, no creo que tenga novio, siempre está con sus padres… esta mañana, de manera extraña viste una falda muy a su estilo, de cuero, sus medias, con adornos de flores, y unas botas altas sobre el tobillo.

Yo, siempre visto muy informal, no deportivo, pero sí de jeans y buzos. Me quedé mudo, realmente eran las piernas que soñaba, o no, mejor como las imaginé, limpias y no muy gruesas, sus rodillas aparecían delgadas, sus tobillos apenas los imaginé… las personas de la fila empezaban a entrar en crisis, ya estaba casi 15 minutos retrasado el transporte, una agitación empezó a sentirse, pues todos estábamos afanados, los estudiantes no querían perder clase, y los demás esperábamos no recibir un regaño en las empresas.

Me quedé mirando a Helena, sabía su nombre, porque alguna vez que se le quedó algo en casa, su mamá llegó afanada dando gritos ¡Helena!, ¡tu libro!!, y entonces supe su nombre, desde entonces imaginaba conversaciones con ella, pero nunca me atreví y solo dejaba pasar el tiempo esperando algún momento alguna cosa que nos acercara, pero nunca ocurrió, y no pensé que este fuera el día… y por eso seguí parado esperando ansioso mi transporte, y bastante preocupado por su tardanza, otro regaño del coordinador daría como resultado un memorando con copia a la hoja de vida, y eso no era para nada conveniente.

Vi de lejos el color amarillento del techo del transporte, y de un brinca traté de tomar un mejor lugar, pero esa pared de codos y puños me impidió tomar por asalto un mejor lugar, sin embargo alcancé a tomar la varilla, y cuando me disponía a dar ese paso… un grito quebró el aire en medio de los gritos, miré y tres personas más adelante Helena, como en cámara lenta caía de espalda, estaba pálida, casi traslúcida, y su rostro mostraba no solo su juventud, sino una marca de enfermedad que hasta entonces no había notado, un frío de pánico corrió por mi cuerpo, sacando fuerzas y dejando atrás mi timidez dispuse mis brazos a recibirla, pero estaba lejos aun, así que cayó con todo el peso de su cuerpo, y su figura se hizo una con el asfalto, todos gritaban temerosos, fue un instante de pánico, yo de nuevo me paralicé, sin embargo, me adelanté con cuidado y miré su palidez, trate de hacerla hablar, le hice preguntas, la llamé por su nombre, pero la respuestas no se daba… me sentí frustrado y recordé con nostalgia que no quise asistir a ese curso de primeros auxilios que se dictó en la papelería… pero era tarde, ahora esperaba que alguien más astuto si lo hubiera tomado, intenté sacar mi teléfono, pero no sabía bien que hacer, estaba aterrorizado

Dejé mi temor, algo dentro de mi me dijo que tenía que ver qué pasaba, me abrí paso y dije lo que alguna vez escuché en una película: Abran espacio, dejen que circule el aire, no la toquen, no se acerquen, volví al teléfono móvil y marqué a la línea de emergencias, una voz lejana me hizo varias preguntas, detalle lo que había ocurrido, ellos me pidieron que le tomara la mano, estaba muy fría y sudorosa, su frente estaba enjugada, y sus brazos y piernas temblaban, estaba fría, muy fría, y su corazón saltaba aceleradamente. Al transmitirle estos datos al operador este me dijo que por esos síntomas, era posible que estuviera sufriendo una baja de azúcar, ante la imposibilidad de un diagnóstico mejor, me aconsejaron darle algo de dulce; empecé a preguntar a los que aun quedaban si tenían algo de dulce, los hermanos se miraron, y sonrieron, me dijeron: Tenemos unos chocolates que mandó mi abuela, te los vendemos, son dos, si los quieres valen cinco mil pesos cada uno. Los miré y les reclamé: No tienen corazón- ¿no ven que es una emergencia?- ellos se miraron y dijeron “el amor de mi abuela no tiene precio”.

Mi dinero era muy poco, si los compraba tendría que acudir a pedir prestado. Pero no me importó, saque de mi bolsillo el billete de diez mil pesos y se lo entregué, ellos sonrieron y sacaron de la maleta dos chocolates envueltos en papel dorado.

Suavemente tomé los chocolates, me acerqué al rostro de Helena, le vi sus ojos cerrados y me asusté, le miré su rostro, no me parecía justo, pero algo en mi me hizo mirarla detenidamente, su piel trigueña estaba muy blanca y temblorosa, sus labios estaban blancos, y sudorosos, y aun así no perdía su encanto, me sentí culpable, pero saqué el chocolate y lo partí, luego puse un trozo no muy grande en su boca, ahora entre-abierta me seducía, no quise pensar y deposité el chocolate entre sus labios, allí se fue consumiendo lentamente, los segundos eran una eternidad… poco a poco el chocolate se iba derritiendo entre su boca, yo solo miraba… estaba aterrado…

Pero mis ojos no perdían de vista el rojo profundo de sus labios ahora salpicados de pequeños y deliciosos trozos de chocolate.

La vi alejarse, por la avenida, en tanto yo, tomé los chocolates restantes, los acomodé en mi saco, seguros en un lugar, en donde no pudieran ser dañados por la presión o el calor del transporte público a esa hora tan congestionada.

Al llegar a la oficina, después de ese largo recorrido de una hora, en donde por fortuna pude hacerme a un lugar y hacer el viaje cómodamente sentado, entré en la oficina, pasé revista brevemente al rostro de mis compañeros y compañeras, la mayoría mujeres de cerca de 30 años, encontré la mirada amable de Magdalena, la de contabilidad, ella, con sus ojos de profundo negro azabache, y una expresión de nobleza, me ofreció una sincera sonrisa de buenos días, y me preguntó por qué estaba agitado; pensé unos instantes, y le comenté lo sucedido, en mi relato era un héroe, y una sonrisa se dibujo en sus labios, al terminar5 mi relato, y a modo de agradecimiento puse los chocolates restantes en sus manos, y me dirigí a mi cubículo, a continuar, con las tareas del día. Toda la jornada estuve recordando el incidente, y cada vez con finales diferentes, siempre pensando en que pude actuar de una u otra manera.


A la tarde regresé a casa, tan solo como en la mañana, pero esta vez era un héroe, y el rostro de Helena alegraba mis sueños.

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