miércoles, 23 de octubre de 2024

POEMAS DE CECILIA ROMANA


PARAGOLPES

 

Mi suéter azul: las mangas anudadas en el centro

como el cuerpo raquítico de un

franciscano. Hacer coincidir

el cuello con el borde de abajo. Casi un balón

de rugby, o una bellota a escala Eiffel.

Me parece

que podría funcionar.

 

Si el objetivo era amedrentarme, fue más rápido

conseguirlo que idear

una colchoneta para tus desmayos.

 

 

TORTUGUERO 

 

Saqué el folleto de la recepción -parecida a un antro de la

década del sesenta, mi ex cuñado hubiera dicho: ¡y

alternadoras! ¡No sabés las cosas que se veían en mi época! -,

pero nada de mariposarios ni, ¿cómo los llamaste?:

colibrisarios, donde están todas las especies de esos pajaritos

que andan marcha atrás con la facilidad de una cuatro

por cuatro con tracción delantera. Volvamos: es que me

hospedaron en un hotel y a vos, creo, en la casa

del agregado cultural. Bien, el mismo premio, diferentes

comodidades. Mujer de pelo largo, en mi caso; hombre

con lentes, en el tuyo. Esa disparidad, quizás, en esta ocasión,

mientras una gota de cerveza es acarreada por tu lengua

hacia adentro, esa divergencia dice que estemos enfrentados

en un bar a las doce de la noche, y no leyéndonos poemas

en Plaza Italia así como así.

 

 

¿Te acordás de la primera vez? No tuviste mejor idea

que relacionar mi nerviosismo con la probabilidad

de que fuera indomable en la cama. Bueno, bueno, dije,

caminemos. Y no te diste por aludido, aunque sé que te mordías

la lengua, y por eso preferiste que siguiéramos juntos, que

tomáramos el mismo colectivo, incluso, que yo

eligiera el siguiente bar y la fecha para volver a vernos.

 

Reanudemos: te llevaron adonde copulan las tortugas.

Llamativamente, te encaprichaste en hacer notar que era

una travesía ideada para millonarios -no para poetas raídos, creo,

¿eso dijiste? -, ¡mentira!, el que ama el dinero, lo disfruta

de antemano. Y eso hacías, gastándote tus tres mil dólares

en aparentar algo que no eras. Aunque quizás, sí, por ganarte

esa suma trepaste a un pedestal que te equiparó con magnates

del cemento Pórtland, los mismos que donaron

el dinero que gastaste sin pensar -sin pensar ni una vez-,

en el comedor que diez años antes le habías prometido

a tu madre en Bahía.

 

 

Mi hotel tenía nombre francés. Llevé a un amigo la segunda

noche. Nos consultaron: ¿pernocta el caballero

en nuestra casa? Lo llamaron caballero, por la edad, supongo.

Me pregunto cómo te hubieran llamado a vos

si entrabas conmigo esa noche y qué habrías hecho en su

lugar. Él no me tocó ni un pelo.

 

 

CINCO MINUTOS SON ALGO

 

 

La quinta vez que te escucho preguntar:

¿fumás?

 

Hay conceptos que cruzan

tu memoria

igual que ultralivianos.

 

O ir hasta el kiosco era

la mejor forma

de perder el colectivo

sin que pareciera un acto

premeditado.

 

 

UN CORRECTOR

 

 

No abuses de los gerundios.

Deberías reducir

en un cuarenta por ciento

las palabras terminadas en mente.

 

Después te fuiste de tu casa

porque no soportabas vivir

con una mujer celosa.

 

Lo último que escribí

ya no pude mostrártelo y quedó

como estaba: excesivo, impreciso.

Like you, respondiste.

 

 

TRANSCRIBIÓ UN VERSO DE POUND

 

 

Conmigo se portaba como un rastrero. Deberías

matar a tu propio hijo, me decía, pero no lograba

crisparme los nervios, tal vez, porque no tengo

el instinto - ¿cómo lo llaman? -, maternal.

 

En cambio, aquello de Pound: lo que de veras

amas, no te será arrebatado, al pie de la

letra, aunque me avergüence, no dudé ni un minuto

en creer que era posible estar al margen.

 

¿Es otoño? Las quejas caen como duraznos.

Un hombre debería pensar muy bien las cosas

antes de hacerlas. Un hombre al que se le

meten ciertas ideas en la cabeza, debería

pensar dos veces las cosas antes de hacerlas.

 

 

EL FABULOSO MUNDO

 

 

El dobladillo de tu pantalón

terminado en capiteles por obra y gracia

de la lámpara

que Agustín trajo de Pátzcuaro,

bajo la cual unos leen y otros planean

cómo arruinarnos la noche.

 

Los animales se arraigan a los ciclos,

endurecen

las cerdas. Un hurón, por ejemplo,

te aventaja en muchos puntos. Por empezar,

la vista,

aunque ocasionalmente se hermanen,

el hurón y vos: te habrías acoplado a cualquiera

de las presentes para conservar

tu especie.

Y si bien las palomas resultan despreciables

por traspasar pestes,

mantienen una pareja

hasta la muerte, lo que las

vuelve virtuosas,

al menos, bajo la óptica de mi género.

 

Leés. Al acabar cada verso, tus

dedos intentan

capturar la cerveza que dejé a tus pies

como ofrenda.

Cuatro elementos: aire, tierra, líquido,

y yo

que no me pertenezco ¿Un

cordero? O una paloma, Tiresias.

 

 

NO DEBERÍAN PERMITIRLO

 

 

Todos los días lleno un canasto

en honor

de las pastillas, los rieles, una gillette.

Por gusto.

Por no tener nada mejor que hacer.

Mientras,

él aprieta el acelerador en la O’Higgins,

a riesgo de matar a cualquiera. Cualquiera

que nunca soy yo.

 

 

UNA NOCHE –UN DÍA-

 

 

Un día –una noche-, estaba borracho y me dijo:

te quiero mucho, mucho, mucho.

 

Es justo que él piense lo que quiera.

 

Pero yo nunca voy a olvidarme de esa noche,

y de que me quería, aunque estaba borracho,

me quería mucho, mucho, mucho.

 

 

CUANDO FUI A VERLO

 

 

Miré al suelo: ¿qué pensará él de mis botas?

Objetivamente: no cuaja con su altura.

Sin embargo, es posible aventurar

algo más acerca de dos pilotes

que nos elevan diez centímetros.

 

Alguien capaz de escribir:

sentí la feroz necesidad de compartirte

con un muerto, está más cerca de Desnos

de lo que yo jamás estuve.

 

Tal vez ni siquiera

se haya dado cuenta de que

usaba botas.

 

Pero mi cabeza originalmente

le habría llegado al hombro.

Nunca al mentón.

 

Al mentón nunca.

 

 

UNA ALFOMBRA PARA DOS ESCRITORES

 

«El soñar tendrá que terminar:

así lo dice la realidad, afligida».

 

D. J. Enright

 

 

 

Finalmente, no se trata de rebatir la posibilidad

de que el amor eche raíces a la segunda cita, sino

de un acto más ruin todavía: quemarle los gajos.

 

El plan que trazamos aquella tarde - ¿te olvidaste,

acaso? -, me refiero a la orientación de los cuartos, la

grilla de horarios en que cada uno dispondría de

la máquina, bastó un llamado telefónico para

que se esfumara con la resolución de un conscripto.

 

En todo caso, algo queda de aquel bosquejo: la

alfombra beige cuyos dueños se empeñan en

conservar como saldo en una vidriera de la calle

Honduras, a la vista de cualquier transeúnte, cualquiera,

incluso -por qué no-, alguno de nosotros dos que

un día, paseando por las inmediaciones -solo,

acompañado, lo mismo da-, se repitiera: qué buen

plan teníamos. Qué bien nos hubiera ido juntos.

Tomado de:

https://letradecambiogeneracionveintiuno.blogspot.com/2013/04/cecilia-romana.html

 

 

Mayo, junio, julio, agosto, septiembre, octubre.

 

(I)

 

 

 

 

Voy por mi tercera ronda

 

de whiskies.

 

 

Debo andar por la octava

 

de ultimatums.

 

 

(III)

 

 

 

 

Porque si me ama y no lo amo,

 

mala noticia. Si lo amo

 

y no me ama,

 

malísima.

 

Y si estamos de acuerdo en algo

 

será que estás viendo otra película.

 

 

(I)

 

 

 

 

Si yo tuviera su edad

 

estaría preocupada

 

por el dolor de columna

 

no por las columnas

 

del Palacio Acosta Lara.

 

Pero yo no tengo su edad.

 

 

(II)

 

 

Si él tuviera mi edad…

 

 

a quién quiero engañar:

 

no me hubiera enamorado de él

 

si él tuviera mi edad.

 

 

(I) 

 

 

Cuenta la historia que Gervasio Méndez fue un poeta triste.

 

Tiene un lugar en la galería de bustos de Plaza Constitución.

 

 

Camino por Artigas en dirección al puerto.

 

Le escribo: nunca pensé en escuchar al río, quizás porque tampoco

 

tuve nunca la necesidad

 

de esperar a nadie.

 

 

A Méndez lo llamaban el poeta del dolor. Su cuerpo

 

quedó paralizado a los cuarenta y seis años.

 

 

Soy poeta- Tengo cuarenta y seis años.

 

 

(II)

 

 

 

Miro a mi hija en el río.

 

Tira piedras

 

lo más lejos que puede.

 

Por momentos se da vuelta y me pregunta:

 

¿Estás escribiendo?

 

Sí.

 

¿Qué escribís?

 

 

Tira piedras. Habla sola.

 

Escribo sobre la distancia y sobre hablar.

 

 

(I)

 

 

 

 

Solo Dios sabe cuánto lo extraño esta mañana

 

de octubre que hace frío. Cuánto lo extrañé ayer

 

cuando dejó de hablarme. Mañana

 

que será otro día de silencio completo. Porque una noche

 

medio borracho me dijo

 

que había escrito sobre nosotros

 

y aunque estaba medio borracho fue contundente

 

conmigo: escribí sobre nosotros. Éramos un barco.

 

 

Es entendible que se haya olvidado de esa noche.

 

Es más, puede olvidarse de todas las noches

 

que lo esperé muerta de frío pensando que iba a llegar

 

y no, no vino. Es entendible y quizás hasta sea justo,

 

pero esa noche me dijo que había escrito

 

sobre nosotros, aunque estaba medio borracho,

 

escribió sobre los dos y dijo: éramos un barco.

 

 

(II) 

 

 

Estoy en el río.

 

Escribo sin ver

 

el sol me ciega.

 

 

Qué fuerza ciega

 

echaste a andar, Manuel.

 

 

(I) 

 

 

Una enzima aglutinante

 

mantiene unido al deseo

 

en tiempo y espacio.

 

 

Para la naturaleza

 

nueve mil quinientos

 

sesenta y seis kilómetros

 

no son absolutamente nada.

 

 

(II)

 

 

 

 

En el cementerio municipal

 

volví a la fosa común de la fiebre

 

de 1871: huesos y nombres

 

hechos uno en la tierra como hizo Dios con el pan.

 

 

Él desde su isla dirige el tiempo y la espera,

 

tal vez solo para evitar

 

que nos convirtamos en seres anónimos.

 

 

Prefería los poemas de amor.

 

Como era algo que nunca había vivido,

 

se sentía

 

inmerso en una novela de Cendrars.

 

 

Me acuerdo, yo me acuerdo

 

de tu pelo, de cómo relucía.

 

No ha sido al fin tan fácil ni feliz…

 

 

Sergei Esenin

 

 

 

Me acuerdo, Manuel,

 

de los primeros correos que escribiste

 

y que enviaste

 

con una semana de diferencia. Me acuerdo de tu pelo

 

que me pareció

 

demasiado largo para un hombre de tu edad

 

pero en realidad

 

yo no sabía nada de pelo,

 

mucho menos de hombres de tu edad.

 

 

Solías usar el pelo hasta los hombros

 

partido al medio

 

como el de una sibila que no quiere

 

entregar por nada del mundo

 

los libros que esconden la sabiduría del mundo.

 

Ya de mayor

 

corriste la raya

 

un centímetro al costado

 

y todo se fue al mismísimo demonio,

 

igual que las promesas de las sibilas.

 

 

Me acuerdo de cada nombre que me ponías

 

porque decías que era exagerada

 

y yo

 

no era exagerada: yo te amaba con locura. Me acuerdo

 

de tu dedo mayor

 

apuntando al lente de la cámara. De tus críticas destructivas:

 

lo arruinas todo cuando explicas, Cecilia.

 

 

Nada fue fácil entre nosotros, desde el principio,

 

hay que aceptarlo:

 

eras cineasta. Yo era la nada misma.

 

 

Y eran correos, Manuel, correos, no versos.

 

Correos que me enviabas cumplidamente

 

y yo leí,

 

cumplidamente,

 

pero demasiado tarde, como suelo hacer

 

con todo lo que importa en la vida.

 

 

Tenías nombre de navegante

 

y la capacidad de arrancarme desde el pecho

 

esa perspectiva pobre de futuro

 

con la que había nacido.

 

Esa era la parte que me tocaba. Yo lo sabía

 

y vos lo sabías mejor que yo,

 

pero obstinado, como hiciste todo en tu vida,

 

también quisiste corregir esas líneas.

 

 

Es que a vos te gustaba Yeats y las hojas en blanco.

 

 

Hablo en pasado

 

porque todo con él quedó

 

en el tiempo más difícil de conjugar.

 

 

(II) 

 

 

Pero yo sí te amaba: eso es lo terrible.

 

Te amaba y me dejé avasallar

 

por tus compromisos

 

supuestamente importantes

 

cuando habías fundado una escuela

 

del qué me importa lo importante.

 

 

Haz lo que yo digo, no lo que yo hago.

 

 

El amor no es solo ciego. El amor es

 

un incapacitado total.

Tomado de:

https://www.laotrarevista.com/2022/01/los-meses-lejos-poemas-cecilia-romana/

 

 

La fila allá

muy alto

 

Cumbres que sobrenadan como islas

 

Alejandro Nicotra

 

Se despierta. Ve a un hombre.

 

No he soñado, piensa.

 

El hombre

 

pone un dedo en alto.

 

Se le antoja

 

la cruz de un candado,

 

el quicio mohoso

 

de su puerta en Jáchal.

 

Solo porque es capitán lo cargan.

 

Si fuera raso, caminaría.

 

Pero esa lona

 

no puede ser tumba para él.

 

A Reaño le espera

 

algo peor.

 

Solo porque es

 

capitán va en andas.

 

Si no fuera, caminaría.

 

Algunos que iban de las Casas Matas

a la isla de Esteves

 

No saben leer. El viejo

 

se llama Vivero. Castillo tuvo

 

familia en Mendoza.

 

Escolástico Magán

 

vino del sur: treinta y siete años,

 

mala dentadura, pies redondos.

 

Ni cadenas llevan:

 

no hay metal en el país que no se emplee

 

en hoja o collar.

 

Qué será de ellos. Qué será

 

de quien escapa en la noche, de Manuel López,

 

Pedro José Díaz. Qué será de Lista.

 

Los de El Callao no han leído nada. Me consta.

 

Difícilmente distingan la C de la I,

 

el apellido materno,

 

de cualquier palabra. No saben

 

dónde nacieron, a qué tierra

 

deberían remitir sus huesos en caso

 

de que correspondiera.

 

La primera vez que usó

anteojos

 

Recordé,

 

con esa manía que tengo

 

de pensar en cualquier cosa

 

cuando pienso en él, recordé

 

la parábola de Kant y,

 

casi enseguida,

 

el tablón que pisamos

 

camino al bulevar Caseros.

 

Maipú, Ituzaingó, Orden del Sol,

 

Sipe Sipe, un bar tan triste

 

una mañana luminosa.

 

Las cosas por su nombre, pensé.

 

Sus anteojos, fuera de moda,

 

lo mostraban lo intuitivo

 

que jamás fue.

 

Yo era demasiado joven y él,

 

igual que siempre,

 

dio vuelta la página.

 

Luna piensa

 

en qué será mañana

 

Alguien dijo que la línea de esta mano

 

termina en un año incierto. Yo digo

 

que conozco a los que andan conmigo y sé

 

de buena fuente que no vamos a las maniobras.

 

El padre de mi hija murió

 

una tarde sin nubes. De ahí en más,

 

veo con desconfianza el día límpido,

 

el corral abierto, la mujer delgada.

 

Alguien dijo que tengo buen ojo para la ocasión.

 

Sin embargo, aquí me encuentro,

 

mis días están contados, ¿los de quién no?

 

Pero de noche siento algo,

 

la impresión de que me toca un puño.

 

Y sé que debo irme, aunque no me haya ido.

 

Y sé, porque alguien lo dijo,

 

que la línea de esta mano acaba en un año impar.

 

No será el de este, entonces.

 

Entonces no.

Tomado de:

https://flordeave.com.ar/poemas-de-cecilia-romana/

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