Como un arbolejo en tierra devastada
Como un arbolejo
en tierra devastada,
quiero estarme inmóvil y sentado.
Desechadas las palabras
como hojas caídas en el suelo,
quiero quedarme sentado
aun de noche cuando corre a velocidad
un caballo bañado en las ancas
con luz de luna.
Sin embargo, aquí no llega el invierno.
Por más que las deseche,
las palabras surgen sucesiva
y agitadamente,
y con un baile radiante de luciérnagas,
hacen palidecer todo a mi alrededor.
¿Quién es
quien hace crecer frondosas las palabras
aunque estén rotos los troncos,
y me inclina hacia los otros?
Dioses en rebeldía
Los dioses están de pie,
apoyados sólidamente en tierra
como grandes árboles agonizantes.
Cargan el cielo en los hombros,
y aguantan a duras penas
el dolor de la convivencia.
(¿Por qué no huyen?
¿Por qué no venden sus almas?)
“Porque cierra nuestros ojos el sucio sudor,
porque aquí está lleno
de ondas ultracortas invisibles,
y no se ven los picos que hieren la noche”.
(No huimos, para ver.
No vendemos, para ver.)
Algún día
tomando al violador por el cuello,
le estrangulan el corazón
junto con el entumecimiento de las manos
y las piernas.
Sale de repente la lengua rojísima,
flamean el viento y las nubes,
y el cielo cae.
Los que se levantan de nuevo
desde el caos,
son también dioses inmortales
en rebeldía.
El deseo
En el abdomen y hacia la espina,
en línea horizontal,
hay un mar desteñido.
Mi hijo ahí, desarmado, a medianoche,
hecho un montón de palillos chamuscados,
llueve como tortugas.
Las bombas incendiarias.
Las lápidas sepulcrales en el arenal.
Con un brazo arrancado al niño,
la mujer viene corriendo.
Los cabellos se mecen en el fondo de la cuneta.
La ascensión al cielo de la novia.
El joven aferrado al recuerdo
como si abrazara aquellas piernas blancas,
desea aplastar el trasero de la abeja
porque la imagen no es tridimensional
por mucho que se proyecte en la pantalla.
Y bebe la charca de un trago.
Lame con avidez el casco del buque de ágata
y espera el final mirando para arriba.
Rojo y negro
frente a un cuadro
de Lorgio Vaca
En el Museo de Arte Moderno de Sucre
encontré al cuadro y sus montañas desbordadas de sangre.
El pecho de Jesucristo.
Una lanza apuntando oblicuamente al cielo.
La artillería antiaérea, la cruz de la luz.
Entonces recordé la noche de Marzo de 1945.
No corría sangre por ninguna parte
y al rojo vivo ardían el cielo y la ciudad.
Al día siguiente Tokio era una inmensa pintura en tinta china.
Árboles, chimeneas, edificios, la torre de radioemisión…
Todo lo que estaba en pie era negro.
Los hombres yacían carbonizados como hormigas.
Desde entonces, Iri Maruki pinta negros cuadros
Todo es un color negro inflamado.
Aquí en Bolivia, la sangre corre de las pinturas,
bajan los cantos del hombre de las montañas verdes
y se convierten en ríos rojos.
Tomado de:
https://poetryalquimia.wordpress.com/2021/12/28/9-poemas-de-yutaka-hosono/
Flor, la otra cara
Si yo tuviera una lengua de mariposa,
entraría en ti más y más profundamente
y te chuparía todo el amor.
Pero mi lengua es corta y plana,
por lo que sólo lamo esmeradamente los pétalos
y ando impaciente por el pistilo.
Sólo llego a un punto en el que aguardo
mi Musa que se aleja de mí, y a pesar de ello,
viene apareciendo ante mis ojos cerrados algo sublime.
Es como las nubes, se transfiguran constantemente,
en montañas, en sueños,
en alas de mariposas que atraviesan el océano,
y a veces en dos cuerpos que se aman.
Hasta donde me sea posible acerco la nariz y la boca
a la flor que se sostiene entre las piernas atléticas como un
adolescente, aspiro lentamente el olor húmedo
y nostálgico de la tierra natal.
“Ésta es mi otra cara”, dices murmurando,
te quedas liberado.
¿Eres mi madre?
Es como si yo lo saboreara por completo con mi lengua.
Pero tú estás siempre lejos,
como los pechos muy distantes.
Tomado de:
https://lasillaprestada.blogspot.com/2010/03/tres-poemas-de-yutaka-hosono.html
Las mejillas coloradas de mi madre
En los inviernos
se hicieron más coloradas las mejillas de mi madre,
y brillaron vivamente, de especial manera,
aquel invierno del año cuando se perdió la Guerra.
En ese entonces por el golpe de la derrota,
se enfriaron aún más los corazones de la gente.
Ese frío hizo que la nieve fuera más intensa
en la zona semirural que está en las afueras de la ciudad de
Yokohama.
Y a medianoche cuando vinieron a buscarla,
mi madre salió desafiando el viento glacial sobre su
bicicleta,
amarró el maletín negro a los portaequipajes, y partió hacia
la casa
donde esperaba la encinta aguantando sus dolores de parto.
Siempre vinieron a buscarla en las altas horas de la noche,
mi madre antes de salir averiguaba sin falta la hora del
plenamar.
mi hermano menor y yo, que éramos estudiantes de primaria,
nos aferramos a las ropas de la cama,
y abrazando el vacío que quedaba
después de la salida de nuestra madre,
le pedimos que nos jurara
que regresaría pronto.
Cuando empezaba a amanecer, en el crepúsculo,
percibía en la espalda la resonancia del primer vagido,
mi madre retornaba precipitadamente a casa por la carretera de
Hachiouji,
y yo la estaba mirando en el sueño.
Tomado de:
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