jueves, 20 de octubre de 2016

POEMAS DE JUAN MANUEL ROCA



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Juan Manuel Roca nació en Medellín el 29 de diciembre de 1946. Es un importante escritor colombiano que se ha destacado por su inmenso aporte al periodismo cultural de su tierra. Perteneció, al igual que Juan Gustavo Cobo Borda, a la Generación Desencantada.
Siendo pequeño se trasladó con sus padres a París para regresar en sus años de juventud. Una vez estuvo de vuelta en Colombia fundó el Magazín Dominical de "El Espectador", un espacio cultural gracias al cual se formaron aquellos que compartieron generación con Roca. Además, colaboró con la creación de "Clave de Sol" y "La Sagrada Escritura", una revista y un periódico cultural. Por otro lado, ha estado siempre ligado a talleres de apreciación de poesía en Bogotá. 
Cabe mencionar que ha recibido importantes premios a su trayectoria, entre los que se encuentran el Nacional de Periodismo Simón Bolivar y el Casa de América de Poesía Americana.
Algunas de sus obras más conocidas son "Las Plagas secretas y otros cuentos", "Luna de ciegos" y "El pianista del país de las aguas". En nuestra web podrás leer algunas de sus poesías, tales como "Carta en el buzón del viento", "Monólogo de José Asunción Silva" y "Revelación del silencio".

La noche de caoba

En la noche de caoba crecen los juncos.
En ella escucho la letanía de los ciegos
Como si un árbol de letras fuera sacudido
Por sus toscos bordones.
¿Qué diablos se celebra en la montaña?
Los árboles fogoneados por el rayo
Semejan una lenta caravana de camellos.
¿Pero qué diablos se celebra en la montaña?
 El venado que gira lento sobre el fuego
O una boda donde la novia lleva un ramo de
             papiro.
Me visita el sueño en la noche de caoba:
En las afueras del silencio, en sus barriadas,
Antiguos hombres de borsalino y de polaina
Juegan con naipes marcados por la muerte.
La noche oscurece la roja flor del corazón.

Hace más de muchos soles

Mi madre abría un libro
Como dos alas para el vuelo.
A orillas de la noche
Alguien prendía fuego a los candiles.
La tarde descendía hasta el patio
Como si oyera un llamado.
Mi madre narraba la leyenda negra
Del que huye del espejo,
Caballero del polen cruzando nocturnas tempestades.
Si ella cerraba un libro
Era como si cerrara la casa
Y sólo entraba al dormitorio la noche,
Su callada voz llegada de tierras del asombro.
Mi madre cerraba el libro como una adormidera,
Y aún la perplejidad habitaba
Al niño que fui hace más de muchos soles.
Cuando al sonido de cierta voz
En los umbrales del libro
Los caballos de la guerra daban coces al cielo,
El galopero corazón
Recorría el río de nieve de la cama,
La llanura blanca y silenciosa
 Que ascendía a la meseta de la almohada.
Mi madre cerraba el libro
Como si cerrara la puerta de la casa.
En la penumbra del cuarto, una redada de sueños
             me alumbraba.

Una carta rumbo a Gales


Me pregunta usted dulce señora
Qué veo en estos días a este lado del mar.
Me habitan las calles de este país
Para usted desconocido,
Estas calles donde pasear es hacer un 
Largo viaje por la llaga,
Donde ir a limpiar luz
Es llenarse los ojos de vendas y murmullos.

Me pregunta
Qué siento en estos días a este lado del mar.
Un alfileteo en el cuerpo,
La luz de un frenocomio
Que llega serena a entibiar
Las más profundas heridas
Nacidas de un poblado de días incoloros.

¿Y el sol?
El sol, un viejo drogo que ha lamido esas heridas.
Porque sabe usted , dulce señora,
Es este país una confusión de calles y heridas.
La entero a usted:
Aquí hay palmeras cantoras
Pero también hay hombres torturados.
Aquí hay cielos absolutamente desnudos
Y mujeres encorvadas al pedal de la Singer
Que hubieran podido llegar en su loco pedaleo 
Hasta Java y Burdeos,
Hasta el Nepal y su pueblito de Gales,

Donde supongo que bebía sombras su querido Dylan Thomas.

Las mujeres de este país son capaces
De coserle un botón al viento,
De vestirlo de organista.

Aquí crecen la rabia y las orquídeas por parejo,
No sospecha usted lo que es un país
Como un viejo animal conservado
En los más variados alcoholes,
No sospecha usted lo que es vivir
Entre lunas de ayer, muertos y despojos.

Sueño

El sol fulge entre la fronda
Donde los niños duermen
Y cruza bostezando un ángel rojo.
Lejos, los patios de vecindad se llenan
De gentes que remiendan el aire
Con la aguja de su parla rumorosa.
Alguien siembra un cortejo de astros.
Entre sagrados juegos
Y blancas catacumbas,
Tú y yo: crisálidas de viento.

Puertas abiertas

Una puerta
Abierta a la noche
Y se pueblan los ruidos
Las estancias.

Sus rumorosas bisagras
Anuncian
Alguien llegado de la lluvia
O los pasos de un lento animal
Que invade el sueño.

Una puerta, una grieta
Abierta en el asombro.


Monólogo de José Asunción Silva

 A Ricardo Cano Gaviria

La ciudad que me rodea
Y se duplica en los charcos de la lluvia
Tiene un ropaje de sombras.
El viento que viene del páramo de Cruz Verde
Con su negro levitón nocturno
Rasguña los vitrales de la casa,
Se cuela en los campanarios,
Golpea
Los aldabones de bronce de La Candelaria.
                                        Ese viento, mi alma es ese viento. 

Entre cercanos silencios
Resuenan las guerras del país
Mientras tintinea el quinqué
Con el que alumbro mis confusos libros
De comercio.
                                        Ese viento, mi alma es ese viento. 
Los corrillos de seres embozados
Murmuran a mi paso. Figuras fijas al paisaje,
Estatuas de nieve a la entrada de una iglesia,
Maniquíes
Apenas movidos por el frío cuchillo del
Páramo.
                                        Ese viento, mi alma es ese viento. 
¿Quién dibuja en mi blusa el mapa del corazón?
¿Quién traza un centro a la ruta de mi fiebre?
La hermana muerta atraviesa el patio:
Su voz ya pertenece
A las construcciones secretas del vacío.
                                        Ese viento, mi alma es ese viento. 

La aldea despereza su piel de adormidera,
Filtra una luz en los costados de la plaza
A una hora en que la ciudad parece viva.
Hablo de su lentitud, de su pasmosa fijeza:
Mientras concluye el gesto de un hombre
Que lleva de la mesa a la boca su pocillo,
Cruza la eternidad, el mundo cambia de
Estaciones,
Pasan las guerras, hay futuros en fuga
Y el hombre no termina el ademán
Que funde sus labios a la taza de café.

Todos parecen tocados del embrujo,
Acaso miren en su quietud
El pajaro invisible
Que les señala un oculto retratista.
Y de nuevo, el viento.


                                        Ese viento, mi alma es ese viento. 

Un disparo más, dirá el vecindario,
Un disparo más en las eternas guerras
Del olvido.
La vida, esa feroz bancarrota.

Revelación del silencio

Tras los temblores y los años que huyen como galgos, la Catedral de Managua se puebla de pájaros. En sus ruinas se siente la presencia del vacío, lejanos murmullos, precesiones de ausentes. Pero los grillos, ¡ah!, los grillos elevan una agreste oración. 

Un olor a hierba recorre las naves y el púlpito del viento, un reino del olvido y la humedad. La vegetación hizo, lentamente, su trabajo invasor: levantó las lajas, trepó las columnas buscando un escondido Dios. Por el altar de mármol, quitándole hibridez a la piedra, dándole un latido a sus silencios, una inmensa iguana -un garrobo, gritan los niños- pasea su lento jade, su sacro esplendor. Las campanas caídas vuelven el silencio una oración.

 Lista negra



Hago la lista negra de mis dudas en medio de un país diezmado y no
sé si las cartas que no llegan son violadas como el sueño o las mujeres...

          (Al amanecer arrecia la lluvia y acaso la tormenta acalle disparos
lejanos...)

          No sé, exactamente, si algún hombre en mi país es buscado en la
ciudad con la oculta lámpara de algún ladrón de sueños...

           (Alguien al borde de un abismo acaso inicie el retrato hablado de un
ángel...)

           Y cuando llega la noche o entro al sueño como a un tren que me
saca de un país oscuro, pienso si algún oculto guardián decidiera 
aplicarme la ley de fuga de los sueños...


Carta en el buzón del viento

Sin saber para quien,
Envío esta carta en el buzón del viento.
Oscuros hombres han merodeado a mi puerta
Con gabanes abulados por la escuadra de una lugger,
Y en la noche, mientras leía a mis viejos poetas enlunados,
Una legión de sombras ha roto mi ventana.

No son duendes.
No son fantasmas los habitantes de este ebrio ricón del mundo,
Y sin embargo,
Nos hemos visto dando nombres propios a un vacío:
Hay un poblado de hombres desaparecidos
Y es frecuente escuchar en las calles y en los bares
A las gentes que hablan de abandonar un país como un barco
          que naufraga.

Sin saber para quién,
Escribo esta carta puesta en el buzón del viento,
Desde una nación donde alguien proscribe el sueño,
Donde gotea el tiempo como lluvia envilecida
Y la risa es condenada por traición a los espejos.

No sé a quién pedirle que abra su ventana
Para que entre esta carta puesta en el buzón del viento.


Poema invadido por romanos


Los romanos eran maliciosos.
Llenaron Europa de ruinas
Confabulados con el tiempo.
Les interesaba el futuro,
Las huellas más que las pisadas.
Los romanos, Casandra, eran mañosos.
No fraguaron el Acueducto de Segovia
Como un ducto de agua y de luz.
Lo pensaron como vestigio,
Como un absorto pasado.
Sembraron de edificios roñosos Europa,
De estatuas acéfalas
Engullidas por la gloria de Roma.
No hicieron el Coliseo
Para que los tigres devoraran
A su antojo a los cristianos,
tan poco apetecibles,
Ni para ver ensartadas
Como entremeses del infierno
A las huestes de Espartaco.
Pensaron su ruina, una ruina proporcional
A la sombra mordida del sol que agoniza.
Mi amigo Dino Campana
Pudo haber saltado a la yugular
De uno de sus dioses de mármol.
Los romanos dan mucho en qué pensar.
Por ejemplo,
En un caballo de bronce
De la Piazza Bianca.
Al momento de restaurarlo,
Al asomarse a su boca abierta,
Encontraron en el vientre
Esqueletos de palomas.
Como tu amor,
Que se vuelve ruina
Mientras más lo construyo.
El tiempo es romano.
©Juan  Manuel Roca


 

Tristeza de las cosas


Estos zapatos
Me acompañaron a un estanque
Donde el único sonido lo hacían Dios
Y un caballo tragalunas.
Alguna vez se empinaron
Frente a una madona de cabaret,
Una mujer que parecía
Subida en dos gatos de lomos erizados.
Estos zapatos desaliñados
Se agitaban solos,
Cuando la voz de Big Mama Thornton
Brotaba de algún lugar del vecindario.
No fueron de un inválido,
Pero mi pereza les recetaba
La cuarentena del reposo.
No fueron de un ahorcado
Pero nunca traicionaron su vocación de aire.
Alguna vez subieron
Al pequeño pedestal de un lustrabotas
En una alameda olvidada.
Jamás se negaron,
Cuando les caía del cielo un balón perdido,
A romper un trozo de lejanía.
No hicieron fila con los veteranos de guerra
Y se mantuvieron lejos del reparto de mendrugos.
El zapatero que los fabricó
Debió ser descendiente
Del judío errante que huye de sí mismo
Tras el viento tragaleguas.
Volteaban a su aire la esquina de los bares
Y en ciudades desconocidas
Me acompañaron a buscar calles sin fondo.
Estos hermanos siameses como espejos
Que ahora viajan en el camión de la basura,
Se llevan el secreto de caminos desandados
Mientras la noche esconde millares de zapatos
/debajo de las camas.
©Juan Manual Roca


Botellas de náufrago

En la pequeña habitación en donde vivo
Como Jonás en el vientre de un cetáceo,
Pienso: quizás los poemas sólo sean
Mensajes enviados por un náufrago,
Botellas con gritos pobremente escritos
Que acaso vayan desde el mar de los silencios
A las playas del olvido.
Pero he aquí que lanzo una botella y otra,
Y una última habitada por mis miedos.
En la pequeña habitación en donde vivo
Como Jonás en el vientre de un cetáceo,
Van quedando pocas botellas del naufragio.

Los muros de la noche


Correteando los rincones de la noche
Viene de ronda mi voz
Por la oscura nación de los espejos.
Amplio presidio, mi país,
En su alta torre de mil pájaros
Asomarse a la ventana sanea el corazón.
Aún corre mi antigua voz
De la edad de los aromas,
Corre junto al sonoro mar de cafetales,
En el olor de los manglares
Sube hasta el cielo.
Mi voz resuena en las praderas del pecho
Cuando un trampero camufla
La boca a la cisterna
O pinta un túnel en los muros de una celda.
Inmenso hospicio, mi país,
Evadiendo trampa a trampa, muro a muro,
Viene de ronda mi voz
Por la oscura nación de los espejos.
Bogotá, octubre 10/80

Memoria del muro


Bajo la piel de la pintura,
Bajo su leve cascarón, la tosca grafía del acosado
Reclama la muerte del tirano.
Hunde el punzón en el muro. Despelleja su color,
Y ese muro te hablará de días propicios para el
crimen.
Si te asomas a su más antigua piel
Verás que otras letras se fueron en el barco de
los años.
Quítale capas al muro, almanaque de otros días,
Y acaso encuentres el búho de negro tizón
Dibujado por quien hoy es sólo sombra.
Oye transpirar en su centro, como si deshojaras
la alcachofa,
Esa tapia cubierta de pieles como una antigua
dama.
Sólo empañeta su piel, viejo albañil, cubre el
deseo,
Pinta el debajo del debajo, el color que se
oculta en el color,
Y una boca de sombra engullirá todas sus voces.

Exiliados


Recorren parajes de trenes
En cuyas blancas estaciones
Se viaja al olvido.
Hombres con el gesto de quien se sabe
Limítrofe entre el aire y el presidio
Hablan en lenguas extrañas
De una luz, de un nuevo viento.
Hombres cuyo país
No es más que un trozo azul de lejanía.

Canción del que fabrica los espejos


Fabrico espejos:
Al horror agrego más horror,
Más belleza a la belleza.
Llevo por la calle la luna de azogue:
El cielo se refleja en el espejo
Y los tejados bailan
como un cuadro de Chagall.
Cuando el espejo entre en otra casa
Borrará los rostros conocidos,
Pues los espejos no narran su pasado,
No delatan antiguos moradores.
Algunos construyen cárceles,
Barrotes para jaulas.
Yo fabrico espejos:
Al horror agrego más horror,
Más belleza a la belleza.


La caída del reino

Para Gustavo Pereira
El poema ocurre así:
Uno llega el templo con sus dioses,
Lo puebla de objetos
Sacros para el rito
Pero puede poblarse
Con el brillo de los mercaderes.
El poema sigue así:
Uno regresa a él,
Latiga las palabras que le sobran,
Desaloja a los mercaderes y su brillo,
Desperdiga por el suelo
Los objetos del rito,
Advierte que sus dioses
Son ídolos de arcilla
Y sólo encuentra
El peso de un silencio malogrado.
El poema termina
Como un barco de papel
En los deltas del vacío.

Oración al señor de la duda


Más que fe, dame un equipaje de dudas.
Ellas son mi puente, mi afluente, mi oleaje.
Venga a nos el Reino de lo Incierto.
Mantén en vilo mis verdades,
Concebidas, muertas y sepultadas
En los telares del olvido. Llévame
Por las arenas movedizas,
Dame a comer el plan de la derrota,
A beber el agua del silencio.
No hay timos ni trucajes:
Estoy herido y soy mi camillero.
Sean las certezas palacios de nieve
A los que alguien asedia con el fuego.
Señor de la duda, si existieras,
Escucha la oración del descreído.

Postal de ninguna parte


Para Fernando Rendón
En mi país, ese país que es un deseo de espíritu,
un contrasepulcro.
RENÉ CHAR.
Crecen los tulipanes
En el parque
Donde las mujeres pasean
Con levedad de nube.
Ningún habitante tiene que verse
Forzado a exprimir piedras
O a pastorear fantasmas
En su alcoba.
Los cuchillos no tienen
Apetencia de heridas
Ni hambre de piel.
No gobiernan las sombras
Este lugar hecho de nieve.
Confortables son las casas
Con sus leños ardiendo
Como la zarza milagrosa.
Es el Reino de la confianza
Donde nadie te hiere
Por la espalda.
No serás condenado
A disparar la flecha
Y además ser su blanco.
El sueño es bienvenido,
Ningún jabalí gruñe en la noche
Asediado por una jabalina.
No es este un mapa
De transterrados, de desterrados,
De gentes desplazadas
Como una gavilla de viento.
Es posible que este lugar
Resulte inexistente,
Pero a decir verdad,
Es todo lo que no es mi país,
Lo que nunca fue mi país,
Cada vez más lejano.


AL POBRE DIABLO

Al hombre anclado en la esquina del olvido, al hombre escupido por viejos matones de barriada,
Al jubilado de sí mismo, al muchacho humillado que se esconde detrás de su acuosa mirada,
Al que estorba en la fiesta de los audaces, a los que no han tenido oficio conocido y no podrían balbucir el retrato hablado de su madre,
A los que siempre parecen estar en otra parte, al que escapa de las miradas cuando lo buscan en el parque como pasto de burlas,
Al confinado al cepo del silencio en la ronda nocturna de los sabios, al que tartamudea como una vela encendida,
Al que está a punto de abrir la puerta de emergencia que conduce a un pasadizo de ingreso al otro mundo,
A la oveja negra de la familia que picotea fármacos y grajeas para intentar espantar la jauría de sus miedos,
Al sumo sacerdote de la religión de las derrotas, a los despreciados por sus espejos, al que prefiere ser prófugo de su cuerpo antes que ser su propio carcelero,
A los que ignoran qué responder cuando preguntan “¿quién anda por ahí?”, al que “le daban duro con un palo y duro también con una soga”,
Al que cambiaría el becerro de oro por una charla con parias y tenderos, al aturdido, al turulato, al pestífero que pregunta en qué lugar queda la vida,
Al incierto cuya sombra cojea más que su cuerpo, a los que han sido más pateados que el balón de una escuela, al sospechoso de todas las aduanas por su morral lleno de vacío,
Al que no logra ser jinete de sí mismo, a los que ejercen el papel de niños clandestinos y solo juegan cuando no los obligan a mendigar,
Al hereje hecho a imagen de nadie, a los abucheados por la multitud en un país de dioses abolidos,
A los que desafinan en el coro, al que suena como el platillo de una batería que cae en el silencio de un velorio,
Al imprudente que no espera a que el flautista de Benarés duerma la cobra para mirarla a los ojos,
Al hombre de cristal que atraviesa en medio de una pelea entre dos bandos de picapedreros,
A los desobedientes que quisieran confinar en un rincón del museo del olvido, al que nadie espera al regreso de la guerra,
A los que desalojan de su casa y luego expulsan para siempre de su cuerpo, al espantapájaros burlado por el cuervo,
Al portavoz de sí mismo que odian los feligreses de todos los partidos, al que conducen a la comisaría mientras grita que la civilización es “puta vieja y desdentada”,
Al que jugó su corazón y se lo ganó la violencia, al que intenta dormir “en la carreta que lo conduce de la cárcel al patíbulo”,
Al que solo conoce la lengua del silencio, al que llevan al tribunal por negarse a vestir el uniforme de los muertos,
Al perseguido que pretende esconderse en el poema de un gitano y al gitano que pretende esconderse tras la sombra de un violín,
Al impulsado a la plaza del escarnio, al asediado por la jauría de Salieris de parroquia que le ladran a su sombra,
Al calumniado por los sacristanes de la envidia que lo maldicen en la lengua de los muertos,
A los que no extienden su sombrero para pedir migajas de milagro, a los que están en la mira de los hacedores de villanos en los diarios y en las redes policiales,
Al objetor que pone pies en polvorosa cuando lo llaman a cerrar filas en el escuadrón de los operarios de la muerte,
Al que devela la miseria que ocultan los himnos, a los hombres acosados que sospechan que todas las ventanas del mundo están a punto de saltar al vacío,
A los desplazados y sus muros de aire, al boxeador que cae a la lona sacudido por un gancho de derecha,
A los locos del pueblo que cruzan enfundados en una capa de harapos como reyes miserables,
Al músico envuelto en un gabán raído al que le indican los empresarios la puerta de servicio del lento salón de baile,
Al que se niega a escuchar el canto de los vendedores de humo, al gato escaldado por el carnicero, al caballo espoleado por el miedo,
Al sin suerte que practica el tiro al blanco y siempre atina en el centro del error, al niño solitario que espía la vida a través de los cerrojos,
Al aguafiestas. Al que llega tarde a su propio velorio. A los poetas enjaulados por todos los tiranos
Les dedico esta ronda de palabras sin blasones: algo de ellos convive sin remedio en mi pellejo.
Para Luz Eugenia


Visita a un cementerio de autos

Tras los campos de millo y de cebada
El jardín de la herrumbre
Recibe la visita de la lluvia.
Golpean los goterones las viejas carrocerías
Que tienen un aire de belleza olvidada.
A la salida de la ciudad
Detuve mi bicicleta en el cementerio de autos
Y creí ver la pelirroja
Con sus muslos abiertos al amor
En el asiento trasero del Studebaker
/de su abuelo.
Nadie trae flores a sus muertos,
Mr. Ford, Mr. Packard,
A pesar de extrañarlos más que a sus padres.
Por años dieron mejor trato a sus bielas
Que a sus vísceras, a sus embragues
Que a un rumor de cansancio en las arterias.
Algo de un naufragio del tiempo
Hay en esta necrópolis de latas retorcidas,
Algo de estancada y desmembrada metalurgia.
Algunos de estos restos de latón
Fueron cabinas poderosas de hombres seguros
Que huyeron de sí mismos al paso del tren,
Al cruce de la liebre o al encuentro del árbol.
Hasta el auto fantasma
Que escapó tras arrollar al vendedor de manzanas
Por la carretera 39,
Se siente en su casa. Hay algo de espiritismo
En esta leprosería de autos. La lluvia
Es la médium que convoca a los tripulantes
De destazados coches de huesos más firmes,
Menos calcáreos que sus ahora invisibles
/conductores.
Todo lleva a pensar
En una arqueología del vacío.
Es posible que mañana se encuentren
Estas necrópolis hundidas en la arena
Y alguien guarde en su maleta
Alguna pieza del Chevrolet rojo
Como la huella de una edad primitiva.


Del jefe de los bomberos al señor Montag

Deberá aprender
Que los libros arden a 451 grados Fahrenheit
Y a repartir el fuego entre sus folios,
Señales de vida que simulan los hombres.
De regreso a casa, recordará que sus historias
Son escritas con ceniza y voces calcinadas.
Tendrá que trocar manguera y riego en lanzallamas,
el agua en fuego,
Como los grandes sacerdotes que atizaron ascuas
En la noche que trepaba los muros medievales.
No debe dejar sin su ración de llama ningún libro
Por pequeño y discreto que parezca,
Puede ser una trampa para atrapar desprevenidos,
/para cazar insomnes.
Como el lacre derretido, los libros sólo dejan
Manchas rojas en la memoria, fantasmas en ronda.
La historia antigua,
Los miles de muertos clasificados en las bibliotecas
Son legiones de náufragos perdidos de rumbo.
¿Cuántos dieron la vida por su engañosa belleza,
Cuántas consejas se escondieron en sus lomos
Para celebrar mañanas huidizas y falsos profetas?
Queme los diccionarios,
En ellos se oculta un arsenal de rebeldías,
Enterradas municiones disfrazadas de ensueño.
Vigile que las chimeneas no esparzan al viento
/esquirlas de palabras.
Incendie sus novelas, sus piezas dramáticas,
Sus libros de viaje, sus tratados de ornitofilia,
Sus volúmenes de arquitectura y otros puntos de fuga
Que ocultan entre líneas su linaje de árbol.




Mester de servidumbre

Por carecer de flechas,
Los mendigos
Arrojaban
A los nobles
Sus propias heridas.
Pero había
Una raza de pordioseros
Más mísera aún:
Robaba heridas ajenas
Y las vendía
En la plaza de mercado.
Con tan burdas armas
Los pobres cruzaron
La noche medieval.
Para María Matilde

¿Qué vio la bruja de  Goya en su vuelo?



Cuando su fiel amigo,
Un diablo cojuelo,
La invitó a levantar
Uno a uno los tejados del reino,
No vio nada
Que no supiera ya su padre,
Un pintor sordo y temerario:
Judíos más allá
De los confines de la corte,
Un imperio cainita que reparte
Quijadas de asnos entre hermanos,
Un carnaval
De desvaríos y disfraces.
¿Acaso vio la remesa de enanos
Llegados al reino
Desde Polonia e Italia
Y, sin burla alguna,
Desde los Países Bajos?
De esos feudos llegó
Un bufón tan pequeño
Que traía noticias del subsuelo.
¿Pudo ver el mercado de lazarillos
Que fingían visiones
Y ocultaban sucesos?
¿Vio venir al caudillo
Como a un viejo flautista
Que conduce la turba al precipicio?
Quizá escuchara los trucos
De Quevedo y Velázquez
Para hacerle esguinces a la muerte.
O tal vez,
Los primeros trazos del pintor
Al fijar en el lienzo
El retrato de su amigo,
Poeta de frente amplia
Y de labios mezquinos.
¿Vio el comercio
De grilletes de hierro
En un siglo de oro?
Cuando la corte enviaba enanos
De regalo a la nobleza
Como quien ordena una caravana
De espejos deformes,
La “linda maestra”
Llevaba en ancas de su escoba
Una bruja novicia
Que ocultaba su cara.
Podemos dudar de la existencia
De un dios de la guerra 
Concebido a imagen y semejanza
De un regimiento de enanos
Como Mari Bárbola,
Barbarroja, Bonamí o Pertusato.
Solo un dios benigno aceptaría
Tan horrible semejanza,                                                                       
Pero la clerigalla,
Frailes y trotaconventos,
Hacedores de espejos ciegos
Y doctores del Santo Oficio,
No podrían creer tantas bondades.                                                                    
Goya y Velázquez,
El perdulario Quevedo
Y el anónimo Lázaro de Tormes,
Vieron el reverso de la historia.
Ellos atraparon sin recelo
Una galería de espantos:
Los jorobados
Que parecen llevar un morral
De piel en sus espaldas,
Los títeres sin cabeza,
Los deshechos y contrahechos,
Los cojos y los fusilados.
¿Por qué la bruja novicia
Que acompaña a la hechicera
Esconde su rostro
En la giba de la maestra?
Podríamos pensar,  
Siendo una mujer desconocida
Nacida en una casta de rapaces,
Que se cubra para no ver
Desde el aire nocturno
Los poblados de la razón
Y su cosecha de monstruos
O los reyes vestidos de púrpura 
Que ordenan iniciar
El baile teratológico
De la “tiniebla viviente”.
Para Nelson Romero
Bogotá, noviembre 18 de 2009


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