(26 de julio de 1934, Parroquia de Saint James, Barbados - 26 de junio de 2016, Toronto, Canadá)
EL CORTEJO DE BECFOLA
Temprano una
mañana de domingo,
la esposa de
Diarmuid, de Irlanda, se levantó del lecho
"¿Qué
pasa, Amada mía? ¿Adónde vas?
“Por la plaza y
el campanario, a Glen-na Scail"
"¿Qué
buscas allí?"
Unas túnicas
bordadas, tres diademas,
nueve broches
antiguos, filigranados,
engarzados,
parte de mi dote."
"Ven,
vuelve
a mi lado.
Viajar en domingo, se dice, es mal augurio, y
la cama es
mejor que equivocar el camino aue."
"Voy
porque debo."
“No puedes
viajar sola."
"Mi
doncella viene conmigo."
Aprisa
partieron de Tara las mujeres
hacia el sur.
Entre charlas se extraviaron por sendas de hierba mora.
La leyenda las
oculta esa noche en un bosque de Munster.
Fijamente las
miraron unos ojos, aguardando la matanza. Pero
Becfola trepó a
un roble y allí permaneció, el cálido aliento en sus talones
mientras los
lobos aullaban por la comida cercana.
El miedo cerró
sus ojos. El miedo se los abrió.
El corazón
latía de nuevo. Los lobos se habían ido.
Lloró,
desesperada, por los huesos roídos de su doncella.
Algo
resplandeció entonces
como su júbilo
próximo. En una hondonada
vio a un joven
ligeramente ataviado
en seda púrpura
con fajas de plata
y rubí en los
dos largos pliegues que caían
de sus hombros
musculosos, como un balón
cada uno. Trató
de gritar, pero su voz era débil. Aquella espada
con piedras
preciosas en la empuñadura, aquel escudo ovalado,
la salvarían
del malechor, de perder
la virtud,
cuando su nuevo campeón
los esgrimiera.
Brazaletes y anillos se iluminaron
cuando éste se
arrimó a una olla atendiendo el fuego.
Becfola corrió,
trastabillando: el joven la tomó tiernamente,
la llevó junto
al calor, contemplándola,
sin pronunciar
una palabra. Más leños se apilaron
solos bajo la
olla. Asombrada,
compartió con
él la comida. La llevó luego en silencio
hasta un arroyo
cercano; Becfola hundió sus manos
con las de él
en el agua, bebió, secó su boca y lo siguió.
Miró hacia
atrás - el fuego se había desvanecido. La sorpresa
volvió a
detenerla. Estaban a orillas de un lago –
un bote de
cobre se hamacaba amarrado a un islote:
el joven lo
atrajo hacia la costa con un cabo
y el crujir de
un trinquete, señaló, sonrió
y lo guió hasta
las gradas sumergidas
de aquella casa
en la isla. Becfola vio allí
hermosas camas,
pero ni una sola alma. Sin una palabra,
se desnudaron
como marido y mujer.
Sin una
palabra, ella se acostó entre él y la pared.
Dos veces en la
noche se despertaron,
se volvieron
uno al otro, pero no traicionaron
al Gran Rey de
Irlanda.
A la mañana
siguiente el joven habló:
"Eres mi
esposa ahora, pero no puedes quedarte.
Vuelve a casa,
y espera a que envíe mis duendes terrenales."
"¿Cómo
podré irme sola? Mi pobre doncella fue muerta en el bosque."
"Ella está
sana y salva,
abrigada por un
fuego inmaterial."
Esposa y
doncella volvieron entonces a Tara.
Todo lo
ocurrido había durado
menos de un
minuto.
Becfola se
desvistió rápidamente
y se acostó
junto al Rey.
"Escuchaste
mi buen consejo" -dijo Diarmuid,
volviéndose
hacia ella - "y ahora pareces una flor dulce.
Todo ardor y
murmullos, como si hubieras escapado
a un asalto de
besos. ¿Por qué, me pregunto?
Becfola sintió
la creciente excitación de su esposo. Se deslizó
bajo los brazos
del Rey con un suspiro profano,
abriendo los
suyos. Oyó el amanecer
afuera entre
los olmos, y sonrió.
"Porque
soy,
Amado mío, tu
esposa obediente."
La novilla
perdida de Austin Clarke
Cuando las
manadas negras de la lluvia estaban pastando,
En la brecha
del viento frío puro
Y las nieblas
acuosas de la avellana Me la
trajeron a la
mente,
pensé en la
última miel junto al agua
que ninguna
colmena puede encontrar.
El brillo
estaba empapando las ramas
Cuando ella
vagó otra vez,
apartándose de
las hierbas oscuras
donde había
estado la alondra,
y su voz
viniendo suavemente sobre el prado,
la niebla se
estaba convirtiendo en lluvia.
La novilla perdida
Cuando las
manadas negras de la lluvia estaban pastando,
En la brecha
del viento frío puro
Y las nieblas
acuosas de la avellana Me la
trajeron a la
mente,
pensé en la
última miel junto al agua
que ninguna
colmena puede encontrar.
El brillo
estaba empapando las ramas
Cuando ella
vagó otra vez,
apartándose de
las hierbas oscuras
donde había
estado la alondra,
y su voz
viniendo suavemente sobre el prado,
la niebla se
estaba convirtiendo en lluvia.
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