domingo, 28 de abril de 2019

POEMAS DE RAÚL GONZÁLEZ TUÑÓN


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(29 de marzo de 1905 - 14 de agosto de 1974, Buenos Aires, Argentina)

La luna con gatillo


Es preciso que nos entendamos.
Yo hablo de algo seguro y de algo posible.
Seguro es que todos coman
y vivan dignamente
y es posible saber algún día
muchas cosas que hoy ignoramos.
Entonces, es necesario que esto cambie.

El carpintero ha hecho esta mesa
verdaderamente perfecta
donde se inclina la niña dorada
y el celeste padre rezonga.
Un ebanista, un albañil,
un herrero, un zapatero,
también saben lo suyo.

El minero baja a la mina,
al fondo de la estrella muerta.
El campesino siembra y siega
la estrella ya resucitada.
Todo sería maravilloso
si cada cual viviera dignamente.

Un poema no es una mesa,
ni un pan,
ni un muro,
ni una silla,
ni una bota.

Con una mesa,
con un pan,
con un muro,
con una silla,
con una bota,
no se puede cambiar el mundo.

Con una carabina,
con un libro,
eso es posible.

¿Comprendéis por qué
el poeta y el soldado
pueden ser una misma cosa?

He marchado detrás de los obreros lúcidos
y no me arrepiento.
Ellos saben lo que quieren
y yo quiero lo que ellos quieren:
la libertad, bien entendida.

El poeta es siempre poeta
pero es bueno que al fin comprenda
de una manera alegre y terrible
cuánto mejor sería para todos
que esto cambiara.

Yo los seguí
y ellos me siguieron.
¡Ahí está la cosa!

Cuando haya que lanzar la pólvora
el hombre lanzará la pólvora.
Cuando haya que lanzar el libro
el hombre lanzará el libro.
De la unión de la pólvora y el libro
puede brotar la rosa más pura.

Digo al pequeño cura
y al ateo de rebotica
y al ensayista,
al neutral,
al solemne
y al frívolo,
al notario y a la corista,
al buen enterrador,
al silencioso vecino del tercero,
a mi amiga que toca el acordeón:
-Mirad la mosca aplastada
bajo la campana de vidrio.

No quiero ser la mosca aplastada.
Tampoco tengo nada que ver con el mono.
No quiero ser abeja.
No quiero ser únicamente cigarra.
Tampoco tengo nada que ver con el mono.
Yo soy un hombre o quiero ser un verdadero hombre
y no quiero ser, jamás,
una mosca aplastada bajo la campana de vidrio.

Ni colmena, ni hormiguero,
no comparéis a los hombres
nada más que con los hombres.

Dadle al hombre todo lo que necesite.
Las pesas para pesar,
las medidas para medir,
el pan ganado altivamente,
la flor del aire,
el dolor auténtico,
la alegría sin una mancha.

Tengo derecho al vino,
al aceite, al Museo,
a la Enciclopedia Británica,
a un lugar en el ómnibus,
a un parque abandonado,
a un muelle,
a una azucena,
a salir,
a quedarme,
a bailar sobre la piel
del Último Hombre Antiguo,
con mi esqueleto nuevo,
cubierto con piel nueva
de hombre flamante.

No puedo cruzarme de brazos
e interrogar ahora al vacío.
Me rodean la indignidad
y el desprecio;
me amenazan la cárcel y el hambre.
¡No me dejaré sobornar!

No. No se puede ser libre enteramente
ni estrictamente digno ahora
cuando el chacal está a la puerta
esperando
que nuestra carne caiga, podrida.

Subiré al cielo,
le pondré gatillo a la luna
y desde arriba fusilaré al mundo,
suavemente,
para que esto cambie de una vez.

Los seis hermanos rápidos dedos en el gatillo


"Los Genna, cuyo nombre suena como
un zumbido agónico…"
Fred Pasley

Los Seis Hermanos Rápidos Dedos en el Gatillo
—Earl Himie Weiss no pudo llevarlos a dar una vuelta—
oían cantar a Sam Samoots Amatuma ¨guantes de seda¨
—Sam Samoots qué bien cantaba guantes de seda en el alma.
En la taberna de los Cuatro 2 y "de parte de Al",
una sonrisa le regalaban en cada tiro
y para el alba del mostrador cerveza y éter
los Seis Hermanos Rápidos Dedos en el Gatillo.
Los Seis Hermanos Rápidos Dedos en el Gatillo
—muerte de orilla, ventana pronta, noche de duelo—
con la mirada le decretaban la sepultura
—aquellos tiempos de los O’Banion, de los Aiello—
Y eran los días larga aventura sobre el acero,
altos camiones, puertas cerradas y canastillos.

Alegres flores, naipes quebrados, nieve en la calle
los Seis Hermanos Rápidos Dedos en el Gatillo.
Los Seis Hermanos Rápidos Dedos en el Gatillo
sentimentales bandoneonistas de las terceras
fichas pesadas de barberías y de prisiones,
ágiles piernas en las batidas y en las ruletas,
funambulismos, magia fullera, clima de circo,
y amores fáciles en las riberas de los domingos
y cuchicheos bajo las luces de los garages
los Seis Hermanos Rápidos Dedos en el Gatillo.
Pero Sam Samoots murió fregándose ajo y cantando,
Al está preso, Joe Howard duerme como los niños
y ya están muertos, las manos juntas, los ojos blancos
los Seis Hermanos Rápidos Dedos en el Gatillo.
Sí, camaradas, y los entierros fueron suntuosos
y ángeles negros revolotearon sobre las tumbas
y ya están muertos, los ojos blancos, las manos juntas
los Seis Hermanos Rápidos Dedos en el Gatillo.

La calle del agujero en la media



Yo conozco una calle que hay en cualquier ciudad
y la mujer que amo con una boina azul.
Yo conozco la música de un barracón de feria
barquitos en botellas y humo en el horizonte.
Yo conozco una calle que hay en cualquier ciudad.
Ni la noche tumbada sobre el ruido del bar
ni los labios sesgados sobre un viejo cantar
ni el afiche apagado del grotesco armazón
telaraña del mundo para mi corazón.
¡Ni las luces que siempre se van con otros hombres
de rodillas desnudas y de brazos tendidos!
-Tenía unos pocos sueños iguales a los sueños
que acarician de noche a los niños dormidos-.
Tenía el resplandor de una felicidad
y veía mi rostro fijado en las vidrieras
y en un lugar del mundo era un hombre feliz.
¿Conoce usted paisajes pintados en los vidrios?
¿Y muñecos de trapo con alegres bonetes?
¿Y soldaditos juntos marchando en la mañana
y carros de verduras con colores alegres?
Yo conozco una calle de una ciudad cualquiera
y mi alma tan lejana y tan cerca de mí
y riendo de la muerte y de la suerte y
feliz como una rama de viento en primavera.
El ciego está cantando. Te digo: ¡Amo la guerra!
Esto es simple querida, como el globo de luz
del hotel en que vives. Yo subo la escalera
y la música viene a mi lado, la música.
Los dos somos gitanos de una troupe vagabunda
alegres en lo alto de una calle cualquiera.
Alegres las campanas como una nueva voz.
Tú crees todavía en la revolución
y por el agujero que coses en tu media
sale el sol y se llena todo el cuarto de luz.
Yo conozco una calle que hay en cualquier ciudad,
una calle que nadie conoce ni transita.
Solo yo voy por ella con mi dolor desnudo
solo con el recuerdo de una mujer querida.
Está en un puerto. ¿Un puerto? Yo he conocido un puerto.
Decir, yo he conocido, es decir: Algo ha muerto.

Los niños muertos

(“Por la Casa de Campo
y el Manzanares
quieren pasar los moros.
¡No pasa nadie!”)
Murieron como todos los niños sin preguntar de qué y por
  qué morían.
A las 10 de la noche los aviones negros arrojaron bengalas
  como en la verbena.
Al espía que hizo señales desde una ventana le agujerearon 
  el cráneo.
La muerte, con traje de luces, dio varias vueltas por la 
  ciudad.
A las 10 y 2 minutos un estruendo redondo siguió a cada 
  silbido.
Los tranvías se lanzaron a la carrera y un espacial azul 
  agonizante.
El primer muerto falso fue un maniquí desvelado amarillo.
Todos los grifos de la ciudad fueron abiertos, todos los 
  vidrios se arrugaron.
El espía apretaba en su mano un plano del Museo y un 
  trabuco.
En las mansiones incautadas los señores de los óleos    parecían decir: “No nos dejéis”.
Los periodistas extranjeros hicieron cola para ver a la
  primera señorita muerta.
Los pianos cerrados de pronto con el ruido del féretro 
  desplomado,
el olor del jardín mezclado al del humo y la carne
  chamuscada,
el hombre que precisamente a esa hora va en busca de la
  comadrona,
la estatua sin cabeza con un letrero que decía Peluquero
  de Señoras,
el ladrido de los perros más solo que nunca al fondo de
  los corredores,
todo pasó rápidamente, como en el cine, cuando aún se
  oía el zumbido de la avispa gigante.

Los niños muertos por juguetes, asesinados por grandes
  mecanos armados,
con los que ellos soñaban cada noche, fueron recogidos
  al alba sin mercados,
sin máscaras sueltas, sin churros, sin canciones (fue la
  primera vez),
sin caballos blancos, sin manicuras, sin timbres de relojes,
  entre ambulancias,
linternas, sábanas, delegados del gobierno, funebreros y
  vírgenes llorando.
La sangre de los primeros niños muertos corrió toda la 
  noche.
Cada niño tenía un número sobre el pecho, el 7, el 9,
  el 104, el 1,
pero la sangre corrió y se hizo río y fue una sola entonces,
la primera que corrió por los canales del sobresalto y el 
  rencor.
En la tierra por ella regada en la noche creció la rosa    de la pólvora,
la rosa que hoy vigila las puertas de Madrid y cuando
  se acerca la avispa
lanza contra ella sus furiosos pétalos junto a los hombres
  que sonríen,
a nuestros bravos soldados que sonríen porque saben por
  qué pelean y mueren.

La libertaria

A la memoria de Aída Lafuente,
Muerta en la cuenca minera de Asturias.
Madrid, 1935

A Eduardo Ugarte

Estaba toda manchada de sangre,
estaba toda matando a los guardias,
estaba toda manchada de barro,
estaba toda manchada de cielo,
Estaba toda manchada de España.

Ven catalán jornalero a su entierro,
ven campesino andaluz a su entierro,
ven a su entierro yuntero extremeño,
ven a su entierro pescador gallego,
ven leñador vizcaíno a su entierro,
ven labrador castellano a su entierro,
no dejéis solo al minero asturiano.

Ven, porque estaba manchada de España,
ven, porque era la novia de Octubre,
ven, porque era la rosa de Octubre,
ven, porque era la novia de España.

No dejéis sola su tumba del campo
donde se mezclan el carbón y la sangre,
florezca siempre la flor de su sangre
sobre su cuerpo vestido de rojo,
no dejéis sola su tumba del aire.

Cuando desfilan los guardias de asalto,
cuando el obispo revista las tropas,
cuando el verdugo tortura al minero,
ella, agitando su túnica roja,
quiere salir de la tumba del viento,
quiere salir y llamaros hermanos
y renovaros valor y esperanza
y recordaros la fecha de Octubre
cuando caían las frutas de acero
y estaba toda manchada de España
y estaba toda la novia de Octubre
y estaba toda la rosa de Octubre
y estaba toda la madre de España.

La muerte acompañada


A José María Navas

Allí donde los entierran
Nace una azucena blanca.
(Romance de Tristán de Leonis
y de la Reina Iseo.)

Venid a ver los que hicieron
volar el puente a la aurora.
Volaron aurora y puente
como una bandera roja.
Ella y él, un solo cuerpo.
Venid a la calle angosta
donde los velan cubiertos
por una bandera roja.
Cuando de los Regulares
llegaban primeras tropas
ellos volaron el puente.
La explosión trajo la aurora,
la aurora trajo la muerte,
las esquirlas de la bomba
clavaron cien puñalitos
de acero en sus carnes mozas.
La explosión trajo la muerte,
la muerte trajo la aurora,
color de muerte y de sangre
tiene la bandera roja.
Venid todos, camaradas
de la cuenca a la redonda,
para ver cómo sonríen
bajo la bandera roja.
Para ver a los que hicieron
volar el puente a la aurora.
La explosión trajo la muerte,
la muerte trajo la gloria.

En el centro de la tarde
La Internacional entonan.
Allí donde los entierran
nace una azucena roja.

El entierro del títere
Con narices de trapo
coloradas de frío
y el corazón de estopa
saliéndoles del pecho
condujeron al títere
que en la carpa velaron
envuelto en blanca ropa
a su último lecho
del fondo del baldío
los títeres hermanos.
Detrás con su sombrero
de ceremonia oscuro,
la cara de cabrero
y la espalda encorvada
de inviernos y de apuros,
iba el Titiritero.
Allí quedó el fantoche
al fondo del baldío
entre salvajes rosas
y juguetes perdidos.
Lloverá por la noche
y al alba habrá un charquito
de agua junto a él,
bordeando la fosa.
Vendrá un niño y pondrá
su barco de papel.
Rosas: ¡Lloren por él!

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