(29 de marzo de 1905 - 14 de agosto de 1974, Buenos Aires, Argentina)
La luna con gatillo
Es preciso que
nos entendamos.
Yo hablo de
algo seguro y de algo posible.
Seguro es que
todos coman
y vivan
dignamente
y es posible
saber algún día
muchas cosas
que hoy ignoramos.
Entonces, es necesario
que esto cambie.
El carpintero
ha hecho esta mesa
verdaderamente
perfecta
donde se
inclina la niña dorada
y el celeste
padre rezonga.
Un ebanista, un
albañil,
un herrero, un
zapatero,
también saben
lo suyo.
El minero baja
a la mina,
al fondo de la
estrella muerta.
El campesino
siembra y siega
la estrella ya
resucitada.
Todo sería
maravilloso
si cada cual
viviera dignamente.
Un poema no es
una mesa,
ni un pan,
ni un muro,
ni una silla,
ni una bota.
Con una mesa,
con un pan,
con un muro,
con una silla,
con una bota,
no se puede
cambiar el mundo.
Con una
carabina,
con un libro,
eso es posible.
¿Comprendéis
por qué
el poeta y el
soldado
pueden ser una
misma cosa?
He marchado
detrás de los obreros lúcidos
y no me
arrepiento.
Ellos saben lo
que quieren
y yo quiero lo
que ellos quieren:
la libertad,
bien entendida.
El poeta es
siempre poeta
pero es bueno
que al fin comprenda
de una manera
alegre y terrible
cuánto mejor
sería para todos
que esto
cambiara.
Yo los seguí
y ellos me siguieron.
¡Ahí está la
cosa!
Cuando haya que
lanzar la pólvora
el hombre
lanzará la pólvora.
Cuando haya que
lanzar el libro
el hombre
lanzará el libro.
De la unión de
la pólvora y el libro
puede brotar la
rosa más pura.
Digo al pequeño
cura
y al ateo de
rebotica
y al ensayista,
al neutral,
al solemne
y al frívolo,
al notario y a
la corista,
al buen
enterrador,
al silencioso
vecino del tercero,
a mi amiga que
toca el acordeón:
-Mirad la mosca
aplastada
bajo la campana
de vidrio.
No quiero ser
la mosca aplastada.
Tampoco tengo
nada que ver con el mono.
No quiero ser
abeja.
No quiero ser
únicamente cigarra.
Tampoco tengo
nada que ver con el mono.
Yo soy un
hombre o quiero ser un verdadero hombre
y no quiero
ser, jamás,
una mosca
aplastada bajo la campana de vidrio.
Ni colmena, ni
hormiguero,
no comparéis a
los hombres
nada más que
con los hombres.
Dadle al hombre
todo lo que necesite.
Las pesas para
pesar,
las medidas
para medir,
el pan ganado
altivamente,
la flor del
aire,
el dolor
auténtico,
la alegría sin
una mancha.
Tengo derecho
al vino,
al aceite, al
Museo,
a la
Enciclopedia Británica,
a un lugar en
el ómnibus,
a un parque
abandonado,
a un muelle,
a una azucena,
a salir,
a quedarme,
a bailar sobre
la piel
del Último
Hombre Antiguo,
con mi esqueleto
nuevo,
cubierto con
piel nueva
de hombre
flamante.
No puedo
cruzarme de brazos
e interrogar
ahora al vacío.
Me rodean la
indignidad
y el desprecio;
me amenazan la
cárcel y el hambre.
¡No me dejaré
sobornar!
No. No se puede
ser libre enteramente
ni
estrictamente digno ahora
cuando el
chacal está a la puerta
esperando
que nuestra
carne caiga, podrida.
Subiré al
cielo,
le pondré
gatillo a la luna
y desde arriba
fusilaré al mundo,
suavemente,
para que esto
cambie de una vez.
Los seis hermanos rápidos dedos en el gatillo
"Los Genna, cuyo nombre suena como
un zumbido agónico…"
Fred Pasley
Los Seis
Hermanos Rápidos Dedos en el Gatillo
—Earl Himie
Weiss no pudo llevarlos a dar una vuelta—
oían cantar a
Sam Samoots Amatuma ¨guantes de seda¨
—Sam Samoots
qué bien cantaba guantes de seda en el alma.
En la taberna
de los Cuatro 2 y "de parte de Al",
una sonrisa le
regalaban en cada tiro
y para el alba
del mostrador cerveza y éter
los Seis
Hermanos Rápidos Dedos en el Gatillo.
Los Seis
Hermanos Rápidos Dedos en el Gatillo
—muerte de
orilla, ventana pronta, noche de duelo—
con la mirada
le decretaban la sepultura
—aquellos
tiempos de los O’Banion, de los Aiello—
Y eran los días
larga aventura sobre el acero,
altos camiones,
puertas cerradas y canastillos.
Alegres flores,
naipes quebrados, nieve en la calle
los Seis
Hermanos Rápidos Dedos en el Gatillo.
Los Seis
Hermanos Rápidos Dedos en el Gatillo
sentimentales
bandoneonistas de las terceras
fichas pesadas
de barberías y de prisiones,
ágiles piernas
en las batidas y en las ruletas,
funambulismos,
magia fullera, clima de circo,
y amores
fáciles en las riberas de los domingos
y cuchicheos
bajo las luces de los garages
los Seis
Hermanos Rápidos Dedos en el Gatillo.
Pero Sam
Samoots murió fregándose ajo y cantando,
Al está preso,
Joe Howard duerme como los niños
y ya están
muertos, las manos juntas, los ojos blancos
los Seis
Hermanos Rápidos Dedos en el Gatillo.
Sí, camaradas,
y los entierros fueron suntuosos
y ángeles
negros revolotearon sobre las tumbas
y ya están
muertos, los ojos blancos, las manos juntas
los Seis
Hermanos Rápidos Dedos en el Gatillo.
La calle del agujero en la media
Yo conozco una
calle que hay en cualquier ciudad
y la mujer que
amo con una boina azul.
Yo conozco la
música de un barracón de feria
barquitos en
botellas y humo en el horizonte.
Yo conozco una
calle que hay en cualquier ciudad.
Ni la noche
tumbada sobre el ruido del bar
ni los labios
sesgados sobre un viejo cantar
ni el afiche
apagado del grotesco armazón
telaraña del
mundo para mi corazón.
¡Ni las luces
que siempre se van con otros hombres
de rodillas
desnudas y de brazos tendidos!
-Tenía unos
pocos sueños iguales a los sueños
que acarician
de noche a los niños dormidos-.
Tenía el
resplandor de una felicidad
y veía mi
rostro fijado en las vidrieras
y en un lugar
del mundo era un hombre feliz.
¿Conoce usted
paisajes pintados en los vidrios?
¿Y muñecos de
trapo con alegres bonetes?
¿Y soldaditos
juntos marchando en la mañana
y carros de
verduras con colores alegres?
Yo conozco una
calle de una ciudad cualquiera
y mi alma tan
lejana y tan cerca de mí
y riendo de la
muerte y de la suerte y
feliz como una
rama de viento en primavera.
El ciego está
cantando. Te digo: ¡Amo la guerra!
Esto es simple
querida, como el globo de luz
del hotel en
que vives. Yo subo la escalera
y la música
viene a mi lado, la música.
Los dos somos
gitanos de una troupe vagabunda
alegres en lo
alto de una calle cualquiera.
Alegres las
campanas como una nueva voz.
Tú crees
todavía en la revolución
y por el
agujero que coses en tu media
sale el sol y
se llena todo el cuarto de luz.
Yo conozco una
calle que hay en cualquier ciudad,
una calle que
nadie conoce ni transita.
Solo yo voy por
ella con mi dolor desnudo
solo con el
recuerdo de una mujer querida.
Está en un
puerto. ¿Un puerto? Yo he conocido un puerto.
Decir, yo he
conocido, es decir: Algo ha muerto.
Los niños muertos
(“Por la Casa
de Campo
y el Manzanares
quieren pasar
los moros.
¡No pasa
nadie!”)
Murieron como
todos los niños sin preguntar de qué y por
qué morían.
A las 10 de la
noche los aviones negros arrojaron bengalas
como en la verbena.
Al espía que
hizo señales desde una ventana le agujerearon
el cráneo.
La muerte, con
traje de luces, dio varias vueltas por la
ciudad.
A las 10 y 2
minutos un estruendo redondo siguió a cada
silbido.
Los tranvías se
lanzaron a la carrera y un espacial azul
agonizante.
El primer
muerto falso fue un maniquí desvelado amarillo.
Todos los
grifos de la ciudad fueron abiertos, todos los
vidrios se arrugaron.
El espía
apretaba en su mano un plano del Museo y un
trabuco.
En las
mansiones incautadas los señores de los óleos
parecían decir: “No nos dejéis”.
Los periodistas
extranjeros hicieron cola para ver a la
primera señorita muerta.
Los pianos
cerrados de pronto con el ruido del féretro
desplomado,
el olor del
jardín mezclado al del humo y la carne
chamuscada,
el hombre que
precisamente a esa hora va en busca de la
comadrona,
la estatua sin
cabeza con un letrero que decía Peluquero
de Señoras,
el ladrido de
los perros más solo que nunca al fondo de
los corredores,
todo pasó
rápidamente, como en el cine, cuando aún se
oía el zumbido de la avispa gigante.
Los niños
muertos por juguetes, asesinados por grandes
mecanos armados,
con los que
ellos soñaban cada noche, fueron recogidos
al alba sin mercados,
sin máscaras
sueltas, sin churros, sin canciones (fue la
primera vez),
sin caballos
blancos, sin manicuras, sin timbres de relojes,
entre ambulancias,
linternas,
sábanas, delegados del gobierno, funebreros y
vírgenes llorando.
La sangre de
los primeros niños muertos corrió toda la
noche.
Cada niño tenía
un número sobre el pecho, el 7, el 9,
el 104, el 1,
pero la sangre
corrió y se hizo río y fue una sola entonces,
la primera que
corrió por los canales del sobresalto y el
rencor.
En la tierra
por ella regada en la noche creció la rosa
de la pólvora,
la rosa que hoy
vigila las puertas de Madrid y cuando
se acerca la avispa
lanza contra
ella sus furiosos pétalos junto a los hombres
que sonríen,
a nuestros
bravos soldados que sonríen porque saben por
qué pelean y mueren.
La libertaria
A la memoria de Aída Lafuente,
Muerta en la cuenca minera de Asturias.
Madrid, 1935
A Eduardo
Ugarte
Estaba toda
manchada de sangre,
estaba toda
matando a los guardias,
estaba toda
manchada de barro,
estaba toda
manchada de cielo,
Estaba toda
manchada de España.
Ven catalán
jornalero a su entierro,
ven campesino
andaluz a su entierro,
ven a su
entierro yuntero extremeño,
ven a su
entierro pescador gallego,
ven leñador
vizcaíno a su entierro,
ven labrador
castellano a su entierro,
no dejéis solo
al minero asturiano.
Ven, porque
estaba manchada de España,
ven, porque era
la novia de Octubre,
ven, porque era
la rosa de Octubre,
ven, porque era
la novia de España.
No dejéis sola
su tumba del campo
donde se
mezclan el carbón y la sangre,
florezca
siempre la flor de su sangre
sobre su cuerpo
vestido de rojo,
no dejéis sola
su tumba del aire.
Cuando desfilan
los guardias de asalto,
cuando el
obispo revista las tropas,
cuando el
verdugo tortura al minero,
ella, agitando
su túnica roja,
quiere salir de
la tumba del viento,
quiere salir y
llamaros hermanos
y renovaros
valor y esperanza
y recordaros la
fecha de Octubre
cuando caían
las frutas de acero
y estaba toda
manchada de España
y estaba toda
la novia de Octubre
y estaba toda
la rosa de Octubre
y estaba toda
la madre de España.
La muerte acompañada
A José María
Navas
Allí donde los
entierran
Nace una
azucena blanca.
(Romance de
Tristán de Leonis
y de la Reina
Iseo.)
Venid a ver los
que hicieron
volar el puente
a la aurora.
Volaron aurora
y puente
como una
bandera roja.
Ella y él, un
solo cuerpo.
Venid a la
calle angosta
donde los velan
cubiertos
por una bandera
roja.
Cuando de los
Regulares
llegaban
primeras tropas
ellos volaron
el puente.
La explosión
trajo la aurora,
la aurora trajo
la muerte,
las esquirlas
de la bomba
clavaron cien
puñalitos
de acero en sus
carnes mozas.
La explosión
trajo la muerte,
la muerte trajo
la aurora,
color de muerte
y de sangre
tiene la
bandera roja.
Venid todos,
camaradas
de la cuenca a
la redonda,
para ver cómo
sonríen
bajo la bandera
roja.
Para ver a los
que hicieron
volar el puente
a la aurora.
La explosión
trajo la muerte,
la muerte trajo
la gloria.
En el centro de
la tarde
La
Internacional entonan.
Allí donde los
entierran
nace una
azucena roja.
El entierro del
títere
Con narices de
trapo
coloradas de
frío
y el corazón de
estopa
saliéndoles del
pecho
condujeron al
títere
que en la carpa
velaron
envuelto en
blanca ropa
a su último
lecho
del fondo del
baldío
los títeres
hermanos.
Detrás con su
sombrero
de ceremonia
oscuro,
la cara de
cabrero
y la espalda
encorvada
de inviernos y
de apuros,
iba el
Titiritero.
Allí quedó el
fantoche
al fondo del
baldío
entre salvajes
rosas
y juguetes
perdidos.
Lloverá por la
noche
y al alba habrá
un charquito
de agua junto a
él,
bordeando la
fosa.
Vendrá un niño
y pondrá
su barco de
papel.
Rosas: ¡Lloren
por él!
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