Mala hierba
Tampoco ahora que el revoque se comba
y desprende del muro de la casa,
que las metástasis del mortero
se hacen visibles en anchas madejas,
quiero escribir a dedo desnudo
en la pared porosa
los nombres de mis enemigos.
El flujo de escombros nutre a la mala hierba,
las ortigas, de palidez calcárea,
proliferan en el cuarteado borde del terrado.
Los carboneros que al atardecer
me abastecen de coques a hurtadillas,
acarreando los cestos hasta el sótano,
no ponen cuidado, aplastan
las onagras,
que yo levanto de nuevo.
Bienvenidos los visitantes
que aman la mala hierba,
que no evitan el sendero de piedra
cubierto de hierba.
Ninguno viene.
Vienen los carboneros,
de sus sucios cestos vierten
la negra y angulosa tristeza
de la tierra en mi bodega.
El juicio
No nacido
para vivir bajo las alas de la fuerza,
adopté la inocencia del culpable.
Legitimado
por la ley de los más fuertes
está el juez sentado a su mesa,
y hojea, hosco, mi expediente.
Sin deseos
De rogar clemencia,
me planté ante la barrera
con la máscara de la luna poniente.
Con la vista clavada en la pared
vi al jinete de ojos vendados
por un oscuro viento,
helado fragor en las esporas de los cardos.
Remontaba el río bajo los alisos.
No todos van erguidos
por el vado de los tiempos.
A muchos les arranca el agua
las piedras bajo los pies.
Con la vista clavada en la pared,
incapaz
de llamar aún aurora
a la bruma de sangre,
oí cuando el juez
dictó su sentencia,
añicos de frases en papeles amarillentos,
y cerró la tapa de las actas.
Inescrutable
lo que movía su rostro.
Cuando lo miré
vi su impotencia.
El frío me cortó los dientes.
Tomado de:
http://www.vallejoandcompany.com/antologia-personal-peter-huchel-el-empuje-poetico-de-la-historia/
A LOS SORDOS OÍDOS DE LAS GENERACIONES
Era un país con cien fuentes.
Llevad agua para dos semanas.
El camino está vacío, el árbol quemado.
La desolación absorbe el aliento.
La voz se convierte en arena
y se arremolina alta y sostiene el cielo
con una columna que se desmorona.
Después de mucha distancia otro río muerto.
Los días vagan por el junco
y arrancan lana de los cirios negros.
Y una piel de verdín tapona
el agujero del agua,
como podrida moneda de cobre allá en el cieno.
Piensa en la lámpara
de la tienda bordada en oro del joven Africanus:
no permitió que su aceite siguiera ardiendo,
pues el fuego arreciaba lo suficiente
para alumbrar las diecisiete noches.
*
Polibio cuenta acerca de las lágrimas
que Escipión ocultó en el humo de la ciudad.
Después cortó el arado
por entre ceniza, hueso y escoria.
Y quien lo escribió, pasó el lamento
a los sordos oídos de las generaciones.
INFORME DEL PÁRROCO SOBRE LA DECADENCIA DE SU CONGREGACIÓN
Cuando Cristo descendió ardiendo de la cruz-
¡oh horror mortal!
clamaron las trompetas broncíneas
de los ángeles, volando en la tormenta de fuego.
Ondeaban ladrillos como hojas rojas.
Y aullando se quebró en la torre vacilante
y arrojando sillares el muro,
como si estallara el núcleo de hierro de la
tierra.
¡Oh, ciudad en llamas!
Oh, claro mediodía, encarcelado en gritos-
como un rescoldo de heno se esparció el cabello
de las mujeres.
Y donde ellos disparaban en vuelo rasante a los
que huían,
allí la tierra, el cuerpo del señor, yacía desnuda
y sangrienta.
No era el derrumbamiento del infierno:
Huesos y cráneos como lapidados
por una gran cólera, que fundió incluso el polvo,
y unida a la luz aterrada
se desprendió la cabeza de Cristo de la cruz.
Volteaban atronadoras las escuadrillas.
A través de cielos rojos despegaron,
como si cortaran la arteria del mediodía.
Yo la vi hincharse, devorar, arder-
y revuelta estaba también la tumba.
¡Aquí no había ley alguna! Mi día era demasiado
corto
para conocer a Dios.
Aquí no había ley alguna. Pues de nuevo lanzaba
la noche
desde fríos cielos escoria ardiente.
Y viento y humaredas. Y aldeas encendidas
como carboneras.
Y gente y ganado sobre la estrecha vereda.
Y por la mañana los muertos de la barraca del
tifus,
que yo enterraba, sobrecogido de horror-
Aquí no había ley alguna. El sufrimiento escribía
con escritura cenicienta: ¿Quién puede resistir?
Pues próximo estaba el momento.
Oh, ciudad desolada, qué tarde era,
iban los niños, los ancianos
con pies polvorientos atravesando mi plegaria.
Por las calles agujereadas los veía caminar.
Y cuando se tambaleaban bajo la carga
y se derrumbaban con una lágrima helada,
por la niebla de las largas carreteras del
invierno
nunca venía un Simón de Cirene.
Tomado de:
http://www.edicionesigitur.com/dossieres.htm#por_que
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