(20 de mayo de 1898, Buenos Aires - 31 de julio de 1996 Buenos Aires, Argentina)
Estas cosas
No sé, pero quizás me esté yendo de algo, de todo,
de la mañana, del olor frío de los árboles o del
íntimo sabor
de mi mano.
Pero estas llamas y la lluvia bajan por la tarde del
día elevadas,
con su trabajo cruel y afanoso, con el terror de la
primavera
y el tiempo y la noche vanamente disueltos en su
impaciencia.
Yo sé que estoy mirando, extendido, sin atender
lo que el polvo y el abandono ocultan de mi cuerpo y
de mi lengua.
Una palabra, aquella sonriente y terrible de
ternura,
oscurecida por la razón y el mágico envenenamiento
de la nostalgia;
sedentaria huye por un campamento, llamada y
perseguida permanente,
sin alguna vez, devuelta entera y desentendida
al seno ardiente de la noche, al ser mayor e
indestructible de la atmósfera.
Nada queda después de la muerte definido y elevado,
ni la imagen voluntariosa
sobre los pastos crecidos y ondulantes, ni el pie
atropellado que dispara de su quemada historia
intacta.
Sin clamor el rostro siente el húmedo temporal, el
albergue perecedero
y la flor abierta en el vacío,
sin volver los ojos, va en su rapidez disuelto
y extrañísimo.
Soy el ido, el variante del cielo,
de la calle muerta en las nubes,
su entretenimiento como un pájaro.
¡Amor, amor! una brizna del sentido,
tal vez un día donde mis labios bebieron la sangre
y todas estas nieblas azotadas e irremediables,
perdidas.
Decidido, toma, ¡oh noche!, mis secos ramos y
llénalos de rocío brillante
y pesado, igual al de las hojas del orgulloso y
reclinado invierno.
Helada en su corona de deseo...
Helada en su corona de deseo
quién la verá, perfume de otro día,
ramo de aire perdido, todavía.
Espacio, luz de amor, lengua de aseo.
Terrible, incomparable, alta la veo
quebrar la espuma insomne -alma mía-,
en su sabor hallando la alegría,
el sonido, su flor; la voz de Orfeo.
Dura en su nieve, en su adiós de la tierra,
qué ámbito iluminado o noche ciega
la espera. Dónde irá el viento, su día.
Qué mar, qué luna; qué espejo la cierra
desdichado. jQué río alto la riega
sin amargura y bebe su agonía!
Mi pasión tiene la forma de un río apresado...
A Luis J. Morganti
Mi pasión tiene la forma de un río apresado por
el
desierto,
como por una noche penetrante,
inmóvil.
Amor es abrir la arena con narcisos.
(Dejen mi rostro apoyado en el agua
hasta que se me enfríe la voz,
solitariamente.)
Deseo una corona abandonada por su cuello,
besar el aire de su cabello hasta llenarme de vacío
De otra vida.
Nadie sabe hasta dónde llega el destierro;
que hace la tarde con un clavel, con un día caído
de mi
mejilla.
el cielo es cielo, y yo estoy tan lejos,
como una lanza junto a una cota empañada
por los arroyos de la noche. Ay, en un costado de la tierra,
con un
nombre sordo,
mojándome el cuerpo distraído.
Gualeguaychú, abril de 1937
Nao de amores
A Alfonso Reyes
Ya estoy harto de mar, de gente, de cielo;
de muerte, si Dios quiere.
Nadie podrá arrancarte de mí, sombra de sueño,
porque tengo pegada en el pecho toda tu noche
de pasión
horrible.
Dentro de días estaré en la llanura
para cubrir mi corazón de polvo,
el aire de arena. Nuestra sola muerte
olvidada en un paraíso seco.
(Si pudiera encontrarte. Si pudiera bajar a Río,
esta noche;
andar por las calles oliendo las hojas gruesas de
los árboles;
abandonarme en la tierra hasta llenarme de piojos.
Distraído.)
No quiero mi idioma, mi otra vida; no quisiera
llegar
nunca. Volver si fuera posible
Magoas.
Esta noche ¡así! desprendido totalmente;
vuelto, devuelto, perseguido: ajeno mío
sin quererme. Caído en otra voz,
resbalado.
Mi corazón negándose al polvo,
ya detrás de tu cuerpo, del aire desterrado.
Bahía de Río de Janeiro, 25 de abril de 1933
No; no
me he cansado aún de pensar en ti...
No; no me he cansado aún de pensar en ti;
de noche cuando se me queda el cuerpo sobre la
tierra,
llego a tu país, allá, donde el viento sale a
ventilar la arena,
a recostar en las paredes las aletas de pescado
amanecidas
en la
calle;
a buscarme embebecido al pie de las escaleras.
Ya no sé de ti, tal vez de nadie; sólo recuerdo que
me peino
el cabello dormido, con una mano que estuvo junto a
tu cuerpo.
Qué sé yo de nada. De lo que puedo ser la voz;
una hoja envenenada que se pudre en el pecho,
en otro espacio penetrante,
consumido.
4 de abril de 1933,
ya estoy deshecho de vivir un solo día, de moverme
con tu sola alma. Dios se compadezca de mí, que
entro apasionado
por las venas secas de la tarde.
No; volver a quererte, qué locura...
No; volver a quererte, qué locura,
qué cielo amargo me envenenaría
el ánimo, la sed, la noche pura
del sueño en que te vuelve a ver el día.
Qué bienaventuranza triste, dura,
es la de abrirme el pecho, tiranía
ardiente sin consuelo, flor oscura
espaciosa: clavel, soledad mía.
Frente de amor, ternura transparente.
No, sin cesar hacia el olvido: río,
niebla, isla, piedra, luna, esfera ausente;
ay, alto aire aterido, sin amigo,
primor inútilmente vuelto al frío,
a la memoria, sin nadie, contigo.
Oda a la sangre
Esta noche en que el corazón me hincha la boca
duramente,
sin pudor, sin nadie, quisiera ver mi sangre
corriendo
por
la tierra:
golpeando su cuerpo de flor,
-de soledad perdida e inaguantable-
para quejarme angustiosamente
y poder llorar la huida de otros días,
el color áspero de mis viejas venas.
Si pudiera verla sin agonía
quemar el aire desventurado, impenetrable,
que mueve las tormentas secas de mi garganta
y aprieta mi piel dulce, incomparable;
no, ¡las mareas, las hierbas antiguas,
toda mi vida de eco desatendido!
Quisiera conocerla espléndida, saliendo para vivir
fuera de mí,
igual que un río partido por el viento,
como por una voluntad que sólo el alma reconoce.
Dentro de mí nadie la esperó. Hacia qué tienda o
calor ajeno
saldrá alguna vez
a mirar deshabitada su memoria sin paraíso,
su luz interminable, suficiente.
Quisiera estar desnudo, solo, alegre,
para quitarme la sombra de la muerte
como una enorme y desdichada nube destruida.
Si un día no fuéramos tan extraños, defendidos,
que oyéramos gemir las hierbas igual que un sediento
hábito peregrino,
limpios del humor sucio, corruptivo,
me cortaría las venas de amor
para que se escuchase su retumbar;
para vestir mi cuerpo solitario
de un larguísimo fuego delicioso.
Pero no ha de llegar nunca ese tiempo mágico,
como no llega la felicidad
donde no vive el olvido, una voz muerta,
apagada voluntariamente.
Ni mar ni cielo ni flor ni mujer: nada;
nadie la ha visto llevar su rosa vulnerable,
su desierto extraviado entre inútiles bocas.
¡Qué duro silencio la cubre!
Ya no sé dónde llega o la distrae la vida
o desea dejarla
desprendida.
Dónde se angosta su piel imposible,
su lento signo enigmático: llama de esencia sin
despedida.
A través de la carne va llorando,
metida en su foso sin cielo,
en su noche despreciada,
con su lengua eterna, contenida.
Qué gran tristeza la vuelve a la vida sin cansancio;
al reposo, cerrada.
¡La muerte inmensa vela su sueño sin alborada!
Nadie sabe nada, nunca. Nada.
Todo es eso. ¡Ansiedad vuelta hacia dentro,
sorda, detestable; alejada!
Majestuosa en su mundo obscuro, volverá a su raíz
indefinida, penetrante, sola.
Tal vez un río, una boca inolvidable,
no la recuerden.
Qué muerte tan larga llevan las flores en tu seno...
¡Qué muerte tan larga llevan las flores en tu seno;
tu soledad no es parecida a la de nadie;
tu soledad tiene la boca quebrada y el acero
de los pechos fríos, con herrumbre.
No es el mundo lo que gira a tu alrededor
sino tu asco eterno
que lo desalienta y lo desprecia,
con una flor sin aire, con un dolor vacío.
Si yo me viera sumergido en el mar, donde la sal
cubre el
átomo y los árboles dan flores
que nadie recoge, y el cielo estrellas
que nadie mira, tal vez encontrara tu sombra
sobre un piso de raíces
y espinas.
Si yo volviera al aire, qué almohada de brazos
húmedos
tendría tu sombra,
qué serenidad hallaría tu pie desnudo;
tu canto haría temblar la raíz de las hojas muertas
de los valles.
Pero el amor es el amor, y yo agradezco el tuyo
que me llena de lombrices los oídos.
¡Qué alto pino es la memoria del amor! Debajo
de las hojas
está tu cuerpo con su ángel
muerto.
Pero yo quisiera ser distinto: huir,
huir de la ceniza.
Si yo pudiera, qué viento hermoso movería
tu sueño de aire sin cielo
de agua sin peces, de amor sin recuerdo;
de flores que atraviesan una cuenca triste
dormida sobre el polvo.
Quisiera llegar por su boca, como por un pueblo desierto...
Quisiera llegar por su boca, como por un pueblo
desierto,
al centro de su cuerpo;
quisiera despojarme del horizonte, de un escorpión
azul
alejado del día;
quisiera volver a ser otra mañana
junto a un caballo con cola de pescado.
Pero no; cuando se me queda el corazón
por la piel distraído,
igual que una tierra sorda, inmensa,
me siento desamparado
porque nunca le ha de llegar la muerte,
porque su pelo ya no se humedecerá dentro de mis
ojos.
A veces quisiera apagar su río amarillo,
su vida pegada como una hoja en mi sed.
¡Nada! Quisera dormir con una mano
sobre su seno.
Si el olvido es agua y el recuerdo fuego...
Si el olvido es agua y el recuerdo fuego,
¡ay! qué corazón de nieve tan triste tengo.
Si yo te viera con tu perfil perdido entre dos
losas,
envueltos los pies desnudos en tus sábanas frías
y la azucena del pecho, lastimada, sin defensa,
mi mano quedaría sobre los techos golpeándose por
el filo
de las tejas
hasta hacerse sangre y formar un río amargo
que bajara hasta el centro de la calle,
en busca de la basura.
¡Amor! ¡Amor! Qué es amor, sino quedarse más
solo con
el corazón,
con el pensamiento estropeado, el cabello lleno de
nubes
y hojas de Otoño. Sí, pero yo soy diferente: tengo
un cielo ardiendo
en los ojos
y una muerte que me muerde los dedos
y me encarna las lágrimas.
Qué inútiles quedan los dientes después de nunca;
después de cerrar una ventana y romper los vidrios
para que se quede temblando el recuerdo
y no huya por encima de las cajas de sombreros,
hacia el mar.
Tu cabellera hundida, tu boca sorda, tu pecho
enrojecido
de guardar tanta pluma de azucena prisionera.
¡Todo el amor del galápago!
¡Ay! qué viento frío te da vueltas el mundo de los
caballos
y de las adelfas.
Mis brazos están dormidos, quebrados en un ataúd
de piedra profunda. Amor. Amor, viento mío.
Pero tu luna, qué grito tan alto sobre los álamos;
qué hemisferio de hielo líquido te envuelve los
bosques,
tu voz perdida, tu sombra que huye con un clavel,
y el clavel con su esqueleto de ámbar, perfumado de
nieve.
¡Cielo! ¡Cielo! Mi cielo muerto, con su isla de
cieno
en la
garganta.
Sí, qué tejado, qué sombra de madera sobre el último día...
Sí, qué tejado, qué sombra de madera sobre el último
día.
Cantaba el mar en playas de níquel, el mar lleno de
sudor,
siempre el mar.
Yo estaba desesperado como si ya no quedara otra
vida,
como si el mundo fuera plano
y mi sueño estuviera colgado de una pared.
Sí; el amor, la carne, el triste sueño. Yo no quería
morir,
no quise llevar una flor transparente sobre el
hombro pasajero;
dejar de ser un pobre árbol sin jacintos.
(Mañana, cuando esté sereno, todo se me ha de volver
tonto;
ya estoy
sordo
de llevar mis ríos a un corredor;
de dirigirme a una frase viviente entre montañas,
a un vaso de café, a una canción, a toda una noche
sin dormir.
Pero el amor es el amor,
y yo tolero lo que me ayuda a ser diferente:
silencio entre dos hojas, espacio entre los
hombres.)
Si te vieran subir desnuda, sola...
Si te vieran subir desnuda, sola,
sin turbación, queriendo llegar ciega
a la tierra, sujeta, con tu aureola
de jacinto, de llama que se niega.
Sí, si te vieran salir del mar, una
mañana, con los muslos abrazados
por serpientes -de frío hondo, de luna
que no quiere morir-, desesperados,
te hallarían cantando desasida,
con la memoria inútil, diferente;
en tu destierro solo, transparente.
Amor de amor, palabra dulce, huída
hacia otro sueño sin defensa. Río
ardiente, suspirado. Aire de envío.
Si yo pudiera verte rama ardida...
Si yo pudiera verte rama ardida,
prometida de espejos -flor de celo-
quebrando el aire dulce sin consuelo,
en ámbitos de lumbre despedida.
Espacio estéril, cielo sin salida.
¡Ay, qué gozosa muerte es tu anhelo
de agua y tierra apretada, de tu cielo
sin ángeles! Tu cielo sin huída,
allí, donde mi voz está callada,
con el borde deshecho, con la frente
sin tarde: ¡clavel!; rosa desolada.
Sueño de sueño, luna de gemido,
-claridad despoblada- impaciente;
sí, campo, mar, estío, aire querido.
Tomado de:
POEMA DE LA NIÑA VELAZQUEÑA
Ah, si el pueblo fuera tan pequeño
que todas sus calles pasaran por mi puerta.
Yo deseo tener una ventana
que sea el centro del mundo,
y una pena
como la de la flor de la magnolia,
que si la tocan se obscurece.
Por qué no tendrá el pueblo una cintura
amurallada
hasta el día de su muerte,
o un río turbulento que lo rodee
para guardar a la niña velazqueña.
Ah, sus pasos son como los de la paloma,
remansados;
para la amistad yo siempre la pinto sin pareja;
en una de sus manos lleva un globo
de agua,
en el que se ve lo frágil del destino
y lo continuado del vivir.
Su voz
es tan suave, que en su atmósfera convalece
la pena desgraciada,
y como en las coplas:
de su cabellera
nace la noche
y de sus manos el alba.
En qué piedad o dulzura se irán aclimatando
las cosas que ella mira
o le son familiares,
como el incienso,
la goma de limón
y la tardanza
con que siempre la miro.
Por qué no tendrá el pueblo allá
en su fondo,
un acueducto,
para que el paisaje que ven sus ojos
esté húmedo,
y nunca se fatigue de mirarlo.
Yo sé que su bondad
tiene más horas que el día,
y que todos sus pensamientos van entre el alba
y el atardecer
conmoviéndola.
Los días que se van la agrandan.
Qué horizonte estará más cercano
de su corazón,
para encaminar todos mis pasos
hacia él,
aunque se quede descalza la esperanza.
Quién la rescatará de la castidad,
mientras yo sólo anhelo
que en su voz,
algún día, llegue a oírme...
UNA ROSA PARA STEFAN GEORGE
Il va parmi ses fleurs;
et les souffles de l’air
Hölderlin
(Similis factus sum pellicano solitudinis)
No es la paciencia de la sangre la que llega a morir,
ni el sueño ni el mármol de Delfos, sino el polvo
que se calienta entre las uñas.
Qué importa morir, que se borren las paredes como un
río seco;
que no quede una flor en la calle con su borde de
luto en la frente,
ni el viento sobre las piedras podridas.
Qué haces allí, tronchado sin humedad,
con tu dicha sin aliento, con tu muerte tendida a
los pies.
Con tu espuma llena de ceniza. Desdeñoso.
Ya vendrán los hombres con el ruido, con los gestos;
pero el odio seguirá intacto.
Todos te habrán estrechado la mano alguna vez,
y tú habrás bebido la cicuta en la soledad,
como un vaso de leche.
Adiós, país de nieve, de ventisca agria, sin gentes
que digan mal
de ti. Eterno. Desnudo.
La sangre metida en su canal de hielo
—fuego sin aire— Jordán perdido. Si el tiempo
tuviera sentido
como el Sol y la Luna presos;
si fuera útil vivir,
si fuera necesario,
qué hermoso espanto: tengo la voluntad avergonzada.
Yo soy menos feliz que tú. Me quedo combatiendo
sin honor,
con un haz de ramas en las manos.
Duerme. Dormir para siempre es bueno, junto al mar;
los ríos secos debajo de la tierra con su rosa de
sangre muerta.
Duerme, lujo triste, en tu desierto solo.
¡Esta palabra inútil!
CASIDA DE LA BAILARINA
Si baylas, no miro miembros tan sueltos
en tus ninfas... ribera Gaditana,
ni passos hazia Venus tan resueltos
Bocángel
I
Quiero acordarme de una ciudad deshecha junto a sus
dos ríos sedientos;
quiero acordarme de la muerte de los jardines, del
agua verde que beben las palomas,
ahora que tú cantas y bailas con una voz áspera de
campamento;
quiero acordarme de la nieve que vuelve con la
lluvia
para humedecer su boca de viento dormido, su luna
abierta entre la yedra.
Quiero acordarme de mis amigos, ¡ay!, de cómo
dormirá una mujer que he querido.
Baila, aliento triste, alarido oscuro. Lleva tus
pies de acero sobre los alacranes
que tiemblan por las hojas de la madera,
golpeando sus tenazas de polvo
cerca de tu piel.
Baila, amanecida; empuja el aire con el calor del
cuello, con la serpiente que conduces rota
en la mano enamorada y dura.
Yo estoy pendiente de ti, ensombrecido: tu canto me
enfría la cara, me envenena el vello.
¡Qué haría para poder estar quieto,
abierto en tu garganta llena de barro,
hasta resbalarme por tu pecho, como una llama de
rocío!
Baila sobre el desierto caliente.
Nilo de voz, delta de aire perecible.
II
Quisiera oír su voz que duerme con su narciso de
sangre en el cuello,
con su noche abandonada en la tierra.
Quisiera ver su cara caída, impaciente sobre el
amanecer,
junto a su viola de luz insuperable, a su ángel
tibio;
su labio con su muerte, con su flor deliciosa,
sumergida.
Así, ofrecido; luna de jardín, perfume de fuente, de
amor sin amor;
¡ah!, su alto río encerrado vagando por la aurora.
III
Rosa de cielo, de espacio melancólico;
Orfeo de aire, numeroso, solo. ¿Quién verá
la tarde que contuvo su cara de hombre muerto?
Su soledad esparcida entre los ríos.
IV
Baila, que él tiene el cuerpo cubierto de vergüenza
y la lengua seca, saliéndole por la boca dulce,
como una vena perdida.
Yo pienso en él, y ya no me duele el silencio,
porque nunca estarás más cerca de la luz
que en su muerte. Su pobre muerte encadenada.
¡Ya se ve su sueño en el desierto!
Las altas tardes que van naciendo del mar, los
pájaros con los árboles de las colinas, las gentes aún pegadas a las sombras,
a los ríos oscuros de la carne.
Su muerte, sí, su muerte, un poco de la nuestra,
de nuestra muerte sin premura. Ya estás ahí, solo
como alguno de nosotros en la vida.
Duerme, triste mío, perdido, que yo estoy oyendo
el canto del adufe que viene del desierto.
Tomado de:
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