miércoles, 24 de mayo de 2017

POEMAS DE GEORG TRAKL

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(3 de febrero de 1887, Salzburgo, Austria - 3 de noviembre de 1914, Cracovia, Polonia)



Gitanos


Arde el anhelo en sus nocturnas miradas,
por aquella patria que nunca encuentran.
Así los empuja un destino nefasto
que solo la melancolía puede penetrar.
Las nubes avanzan sus caminos,
las aves que migran a veces los acompañan,
hasta haber perdido de tarde su huella,
y a veces trae el viento los tañidos del ángelus.
En sus guaridas la soledad de las estrellas
hincha sus canciones llenas de nostalgia
y sollozan maldiciones y penas heredadas,
que sin esperanza las nobles estrellas iluminan.

Culpa de sangre

La noche se avecina al lugar de nuestros besos.
Se oye un susurro: ¿quién los exime de la culpa?
Trémulos aún por la hollinienta dulce lujuria
Rezamos: ¡Santa María, allá en tu gloria, perdónanos!
De las macetas con flores brota un voraz olor
que seduce nuestras frentes pálidas de culpa.
Cansados bajo el perfume de los aires húmedos
Soñamos: ¡Santa María, allá en tu gloria, perdónanos!
Pero más fuerte aún brama el pozo de las sirenas
y surge, aún más negra, la esfinge ante nuestra culpa,
que hace a nuestros corazones más pecaminosos
Lloramos: ¡Santa María, allá en tu gloria, perdónanos!


Infancia


El saúco de frutas cargado. La infancia tranquila habitaba
una caverna azul. Sobre veredas antiguas,
donde parda ya la salvaje hierba crepita,
medita el ramaje calmo. El crujir de la hojarasca
un idéntico, cuando el agua azul en el acantilado suena.
Tierno es el lamento del mirlo. Un pastor
sigue atónito el sol que patina por la colina otoñal.
Una mirada azul solo significa más alma.
Sobre el coto del bosque se asoma un tímido animal y mansos
yacen por el suelo las viejas campanas y los oscuros caseríos.
Más piadoso conoces tú el significado de los años sombríos,
frío y otoño en solitarias estancias,
y en azules sagrados tañen sin parar escrituras fulgurantes.
Queda rechina una ventana abierta. Hasta las lágrimas
conmueve la vista del cementerio derruido junto la loma,
recuerdo de leyendas contadas. Sin embargo el alma a veces se ilumina;
cuando piensa los hombres felices, días de primavera dorado oscuro.

Por las noches

El azul de mis ojos esta noche se ha extinguido,
el oro bermejo de mi corazón. ¡Oh, qué apacible ardió la luz!
Tu manto azul abarcaba los descensos.
Tu boca roja selló en tu amigo la demencia.

Nacimiento


Cordillera: negruras, silencios y nieve.
Los cazadores rojos descienden de los bosques.
!Ay, la mirada musgosa de las bestias!
Sosiego de madre; bajo abetos negros
se abren las manos dormidas
cuando parece que la fría luna se derrumba.
¡Ay, el nacimiento del hombre! Ruge de noche
el agua azul al fondo de los peñascos;
observa el ángel caído entre suspiros su figura,
evoca la palidez en la estancia nebulosa.
Dos lunas,
brillan los ojos de la anciana de piedra.
Suplicio; el grito del alumbramiento. Con alas negras
el niño dormido conmueve a la noche;
nieve que cae muy queda de una purpúrea nube.

Ocaso espiritual


La calma encuentra al borde del bosque
un oscuro animal de caza.
Al pie de la colina acaba silencioso el viento de la tarde,
enmudece la queja del mirlo
y la flautas dulces del otoño
se callan en sus tubos.
En una nube negra
transitas, ebrio de adormideras,
el estanque nocturno,
el cielo de estrellas.
Se oye sin cesar la voz lunar hermana
a través de la noche espiritual.

El trashumante


La noche blanca se apoya siempre en la colina,
donde sobresale el álamo en plateados tonos,
piedra y astros son.
Dormida se dobla sobre el arroyo del puente.
Un semblante muerto sigue al muchacho.
Media luna en la rambla oxidada.
Alabados pastores distantes. Desde la antigua roca 
observa con ojos de cristal el sapo,
despierta la floreciente brisa, la voz de pájaro del que parece un muerto
y los pasos quedos que examinan el bosque.
Esto recuerda a árbol y animal. Lentos escalones de musgo.
Y la luna
brillante que en el agua triste se hunde.
Aquel se regresa y trashuma junto a la ribera verde.
Se balancea en la negra gondolita por la ciudad desmoronada.

En la oscuridad


Se calla el alma la primavera azul.
Bajo el ramaje húmedo
las frentes de los amantes se hundieron trémulas.
¡Oh la cruz que verdea! En el oscuro diálogo
se reconocían hombre y mujer.
Junto al muro desnudo
deambula con sus estrellas el solitario.
Por el camino del bosque iluminado por la luna
descendía la selva
de olvidadas cacerías. La mirada de los azules
rompe desde acantilados desmoronados.

La noche

Con las formas fantasmales de héroes muertos 
Luna, que llenar 
La creciente silencio del bosque, 
de la hoz-luna- 
con las suaves abrazos 
de los amantes, 
Y con fantasmas de edades famosos 
Todo alrededor de las rocas desmoronadas; 
La luna brilla con tal luz azul 
sobre la ciudad, 
Donde una generación descomposición 
Lives, el frío y el mal- 
un futuro oscuro preparado 
para el nieto pálido. 
Yo ushadowsswall adeudado por la luna 
suspiro hacia arriba en la copa vacía 
del lago de montaña 

A un muerto prematuro


Oh, él ángel negro, que furtivo salió
del interior del árbol,
cuando éramos dulces compañeros de juego en la tarde,
al borde de la fuente azulada.
Nuestro paso era sereno, los ojos redondos
en la frescura parda del otoño.
Oh, la dulzura púrpura de las estrellas.

Pero aquel bajó los pétreos escalones de Mönschberg
con una sonrisa azul, y en la extraña crisálida
de su más tranquila infancia murió.
En el jardín quedó el rostro plateado del amigo
atento en el follaje o en las antiguas rocas.

El alma cantó la muerte, la verde corrupción de la carne,
e imperó el murmullo del bosque,
la queja febril del animal.
Siempre tañían desde torres
las azules campanas de la tarde.

Llegó la hora en que aquel vio sombras en el sol púrpura,
veladuras de podredumbre en el ramaje desnudo;
en la tarde, cuando en el muro crepuscular
cantó el mirlo,
y el espíritu del muerto prematuramente
apareció silencioso en la alcoba.

Oh, la sangre que fluye de la garganta del dios,
flor azul; oh, las lágrimas ardientes
lloradas en la noche.

Nube dorada y tiempo. En solitario recinto
hospedas con frecuencia al muerto.
Y caminas en diálogo íntimo bajo los olmos
bordeando el verde río.
Versión de Helmut Pfeiffer



Al niño Elis


Elis, cuando el mirlo llame en el oscuro bosque
será tu ocaso.
Tus labios beben frescura en la pedregosa fuente azul.

Cuando tu frente sangre suavemente
olvida las antiguas leyendas
y el oscuro augurio del vuelo de los pájaros.

Pues tus leves pasos se adentran en la noche
cargada con los púrpuras racimos de la vid;
mientras el azul hace más bello
el movimiento de tus brazos.

Se escucha un espino,
allá donde vuelan tus dos ojos de luna.
Ah, hace cuánto tiempo que eres de la muerte.

Tu cuerpo es un jacinto
donde un monje sumerge sus dedos de cera.
Y una cueva sombría es nuestro silencio
de la que a veces surge un apacible animal.
Deja caer lento los pesados párpados.

Sobre tus sienes gotea un oscuro rocío,
el último oro de las estrellas extinguidas.

Versión de Helmut Pfeiffer

Alma de noche


Furtivo desciende de los negros bosques
un venado azul, el alma.
Es de noche y sobre los escalones musgosos
se ve una fuente blanca.

La sangre y un grupo de armas antiguas
murmuran en el valle de los pinos.
La luna brilla siempre en parajes derruidos;
embriagada por venenos oscuros,
máscara de plata inclinada
sobre el sueño de los pastores;
cabeza abandonada en silencio por sus sagas.

Oh, abre ella sus frías manos bajo arcos de piedra
mientras lento sube un dorado verano a la ciega ventana
y toda la noche se oyen sobre el verde
los pasos de la danzarina,
y la voz de la lechuza que llama al ebrio
en púrpura tristeza.

Versión de Helmut Pfeiffer

Anif


Recuerdo: gaviotas deslizándose sobre un oscuro cielo
de melancolía masculina.
Sosegado habitas tú a la sombra del fresno otoñal,
y absorto en las formas de la colina
desciendes por el verde río cuando reina la tarde,
melodioso amor:
apaciblemente te busca el oscuro venado,

y un hombre rosado. Ebria de viento azul
roza la frente el follaje agonizante
mientras recuerdas el rostro adusto de la madre;
Oh, cómo se hunde todo en lo oscuro;

las lúgubres habitaciones y los viejos utensilios
de los ancestros conmueven el pecho del extranjero,
Oh, signos y estrellas. 

Grande es la culpa del que ha nacido.
Ay, dorados escalofríos de la muerte,
cuando el alma sueña flores más frescas.

Siempre grita en las ramas desnudas el ave nocturna.
Al paso de la luna
suena un viento helado en los muros de la aldea.

Versión de Helmut Pfeiffer

Canción de Kaspar Hauser


                                                            Para Bessie Loos

Amaba el sol que purpúreo bajaba la colina,
los caminos del bosque, el negro pájaro cantor
y la alegría de lo verde.

Serio era su vivir a la sombra del árbol
y puro su rostro.
Dios habló como una suave llama a su corazón:
¡Hombre!

La ciudad halló su paso silencioso en el atardecer;
pronunció la oscura queja de su boca:
soñaba ser un jinete.

Pero le seguían animal y arbusto,
la casa y el jardín de blancos hombres
y su asesino lo asediaba.

Primavera y verano y el hermoso otoño del justo,
su paso silencioso
ante la alcoba sombría de los soñadores.
De noche permanecía solo con su estrella.

Miró caer la nieve sobre el desnudo ramaje 
y la sombra del asesino en la penumbra del zaguán. 
Entonces rodó la cabeza plateada del no nacido aún.

Versión de Helmut Pfeiffer

 

Canto del solitario


Armonía es el vuelo de los pájaros. Los verdes bosques
se reúnen al atardecer en las cabañas silenciosas;
los prados cristalinos del corzo.
La oscuridad calma el murmullo del arroyo,
sentimos las sombras húmedas
y las flores del verano que susurran al viento.
Anochece la frente del hombre pensativo.

Y una lámpara de bondad se enciende en su corazón,
en la paz de su cena; pues consagrados el vino y el pan
por la mano de Dios, el hermano quiere descansar
de espinosos senderos
y callado te mira con sus ojos nocturnos.
Ah, morar en el intenso azul de la noche. 

El amoroso silencio de la alcoba
envuelve la sombra de los ancianos,
los martirios púrpuras, el llanto de una gran
que en el nieto solitario muere con piedad.

Pues siempre despierta más radiante
de sus negros minutos la locura,
el hombre abatido en los umbrales de piedra
poderosamente es cubierto por el fresco azul
y por el luminoso declinar del otoño,

la casa silenciosa, las leyendas del bosque,
medida y ley y senda lunar de los que mueren.

Versión de Helmut Pfeiffer

Crepúsculo en el alma


Silenciosa va a dar al lindero del bosque
una bestia oscura;
en el cerro acaba quedo el viento de la tarde,

enmudece en su queja el mirlo,
y blandas flautas del otoño
callan entre los juncos.

En una negra nube
navegas ebrio de amapolas
la alberca de la noche,

el cielo de los astros.
Aún resuena la voz de luna de la hermana
en la noche del alma.

Versión de Luis Arántegui

De profundis


Existe un campo de rastrojos donde cae una lluvia negra.
Existe un árbol pardo que se alza solitario.
Existe un viento que susurra entre chozas vacías.
Qué atardecer tan triste.

A la orilla de la aldea
la dulce huérfana recoge escasas espigas.
Sus ojos redondos y dorados recorren el crepúsculo
y su seno anhela al esposo celestial.

De regreso al hogar
unos pastores hallaron el dulce cuerpo
descompuesto en el espino.

Una sombra soy lejos de oscuras aldeas.
El silencio de Dios
bebí en la fuente del bosque.

Sobre mi frente golpeó un frío metal.
Arañas buscan mi corazón.
Hay una luz que se extinguió en mi boca.

De noche me encontré en un páramo,
colmado de deshechos y de polvo de estrellas.
En los avellanos
tintinearon ángeles cristalinos.

Versión de Helmut Pfeiffer

 

Decadencia


Al atardecer cuando tocan a paz las campanas,
Sigo de las aves el maravilloso vuelo
Que en largas bandadas como devotos peregrinos
Desaparecen en las claras vastedades del otoño.

Deambulando a través de umbrosos patios
Sueño yo en sus lúcidos presagios,
Y siento que de las sabias horas no podré apartarme.
Así prosigo, por sobre nubes, tras sus viajes.

He aquí que un hálito me hace temblar ante las ruinas.
El mirlo clama entre las ramas deshojadas.
Oscilan las rojas vides entre rejas herrumbrosas.

Entretanto como un corro mortal de pálidos infantes
En torno al oscuro borde de pozos en descomposición.
Se inclinan ante el viento, enteleridas, azules ramas.

Versión de Walter Hoefler


En la oscuridad


La primavera azul silencia el alma.
Bajo el húmedo ramaje del poniente
se hundió estremecida la frente de los amantes.

Oh, la cruz verdecida. En diálogo oscuro
se reconocieron hombre y mujer.
Junto al muro desnudo
camina con sus estrellas el solitario.

Sobre los senderos del bosque en claro de luna
reinó el desenfreno de cacerías olvidadas;
la mirada de lo azul
irrumpe de la roca derruida.

Versión de Helmut Pfeiffer

 

Extraña primavera


Profunda luz. Las doce. En duro suelo
me abriga el sueño aquella vieja roca.
Tres ángeles detienen, suave, el vuelo.
Extraños ríen con extraña boca.

Baña los campos la fundida nieve.
Premonitoria es esta primavera,
y de aquel abedul se adentra, leve,
en frío lago larga cabellera.

Veloz acerca el ala hermosa nube,
cintas azules en el cielo brillan...
Risueño en ellas mi mirar detuve.
Los ángeles piadosos se arrodillan.

De un pájaro encantado se levanta
muy claro y fuerte el trino de metal
y lúcido, yo escucho lo que canta:
¡Tu dicha no, tu muerte sí, mortal!

Versión de Ángela Becker

Grodek


Por la tarde resuenan en los bosques otoñales
las mortíferas armas, y en las llanuras áureas
y en los lagos azules rueda el sol más oscuro.
La noche abraza a los guerreros moribundos,
irrumpe el lamento salvaje de sus bocas quebradas.
Pero silenciosas en la pradera,
rojas nubes que un dios airado habita
convocan la sangre derramada, la frialdad lunar;
y todos los caminos desembocan en negra podredumbre.
Bajo el dorado ramaje de la noche y las estrellas
vaga la sombra de la hermana por el bosque silencioso
saludando las almas de los héroes,
las cabezas sangrantes.
Y en el cañaveral suenan las oscuras flautas del otoño.
Oh, qué soberbio duelo, con altares de bronce;
un terrible dolor nutre hoy la ardiente llama del espíritu,
por los nietos que no han nacido aún.

Versión de Helmut Pfeiffer

Melancolía


Sombras azuladas y esos ojos oscuros
que al pasar me miran hondamente.
El sonido del otoño se acompaña con guitarras
y en el jardín se disuelve su ceniza impura.
Las pesadumbres sombrías de la muerte
preparan sus delicadas manos.
De pechos opulentos beben descarnados labios
y en la piel dorada del niño solar
ondulan húmedos sus rizos.

Versión de Helmut Pfeiffer

 

Mi corazón en el ocaso


Al atardecer se oye el grito de los murciélagos.
Dos caballos negros saltan en la pradera.
El arce rojo murmura.
El caminante encuentra el hostal en el camino.
Magnífico es el vino joven con las nueces.
Magnífico tambalearse ebrio en el bosque crepuscular .
A través del oscuro follaje suenan campanas dolorosas.
Ya sobre el rostro gotea el rocío.

Versión de Helmut Pfeiffer

Para el joven Elis   (otra versión)


Elis, el reclamo del mirlo en el bosque negro
señala tu ocaso.
Tus labios beben la frescura de la fuente azul en el roquedal.

Deja que tu frente sangre quedamente
remotas leyendas
y los oscuros indicios del vuelo de las aves.

Sin embargo marchas con leve paso por la noche
repleta de colgantes racimos purpúreos.
Y es cada vez más bello el moverse de tus brazos en el azul

Donde hace oír sus sones un zarzal
allí están tus ojos lunares.
Oh, cuánto tiempo hace, Elis, que estás muerto.

Tu cuerpo es un jacinto
en el que hunde un monje sus dedos de cera.
Nuestro mutismo, es una negra caverna,

de la que a veces sale un manso animal,
que cierra lentamente sus pesados párpados.
Corren gotas de un negro rocío por tus sienes

El oro final de estrellas que se extinguen.


Versión de Aldo Pellegrini
 


Pasión


Cuando Orfeo tañe la lira plateada
llora un muerto en el jardín de la tarde,
¿quién eres tú que yaces bajo los altos árboles?
Murmura su lamento el cañaveral en otoño.
El estanque azul
se pierde bajo el verdor de los árboles
siguiendo la sombra de la hermana;
oscuro amor de una estirpe salvaje,
que huye del día en sus ruedas de oro.
Noche serena.

Bajo sombríos abetos
mezclaron su sangre dos lobos
petrificados en un abrazo;
murió la nube sobre el sendero dorado,
paciencia y silencio de la infancia.

Aparece el tierno cadáver
junto al estanque de Tritón
adormecido en sus cabellos de jacinto.
¡Que al fin se quiebre la fría cabeza!

Pues siempre prosigue un animal azul,
acechante en la penumbra de los árboles,
vigilando estos negros caminos,
conmovido por su música nocturna,
por su dulce delirio;
o por el oscuro éxtasis
que vibra sus cadencias
a los helados pies de la penitente
en la ciudad de piedra.

Versión de Helmut Pfeiffer

 Primavera del alma


Grito en el sueño,
por calles oscuras avanza el viento,
del ramaje aflora el azul primaveral,
el rocío púrpura de la noche adviene
y alrededor se apagan las estrellas.
Verde amanece el río, plateados son los paseos antiguos
y las torres de la ciudad. Ah, la suave embriaguez
de la barca que se desliza y el oscuro cantar del mirlo
en jardines de la infancia. Ya se aclara el rosado velo.

Las aguas murmuran ceremoniosas.
Ah, las húmedas sombras de la pradera,
el animal que avanza; intenso verdor,
los ramajes floridos tocan la frente cristalina;
vívido balanceo de la barca.
El sol murmura sobre las nubes rosadas de la colina.
Grande es el silencio de los abetos, 
las graves sombras en el río.

¡Pureza!  ¡Pureza!
¿Dónde están las terribles veredas de la muerte,
del gris silencio pétreo, las rocas nocturnas
y las inquietas sombras? Radiante abismo del sol.
Hermana, cuando te encontré
en el claro solitario del bosque
era mediodía y vasto el silencio del animal;
blanca estabas bajo una encina silvestre
y florecía plateado el espino.
Poderosa la muerte y la llama que canta en el corazón.

Oscuras aguas rodean el juego de los peces.
Hora de la desolación, silenciosa vista del sol.
Es un ser extraño el alma en la tierra.
Sagradamente anochece el azul sobre el bosque abatido
y repica una sombría campana en la aldea;
compañía apacible.
Sobre los pálidos párpados del muerto
florece el mirto silencioso.

Suaves suenan las aguas al declinar la tarde
y en la orilla verdea con intensidad la hierba,
fulgor en el viento rosado;
el dulce canto del hermano en la colina crepuscular.
Versión de Helmut Pfeiffer

Queja

Sueño y muerte, águilas de tiniebla,
rondan rumor de noche esa frente:
a la dorada imagen del hombre
parece engullir la ola helada
de lo eterno. En arrecifes estremecedores
púrpura el cuerpo zozobra.
Y se alza la oscura voz en su queja
de la mar.
Hermana en turbulenta pesadumbre,
mira una barca de angustia sumirse
entre estrellas
en el callado rostro de la noche.
Versión de José Luis Arántegui

Quietud y silencio


Pastores enterraron al sol en el desnudo bosque.
Un pescador sacó
en su delicada red a la luna del lago helado.

En el azul cristal
habita el hombre pálido,
la mejilla apoyada en sus estrellas;
o inclina la cabeza en sueño purpúreo.

Siempre inquieta al contemplador
el negro vuelo de los pájaros
que en el azul sagrado de las flores
piensa en el cercano silencio del olvido,
en ángeles extintos.

De nuevo oscurece la frente en rocas lunares;
y radiante surge la hermana
en otoño y negra podredumbre.

Versión de Helmut Pfeiffer



Revelación y caída


Extraños son los caminos nocturnos del hombre. Cuando iba sonámbulo por las habitaciones de piedra y en cada una 
ardía un silencioso candil, un candelabro de cobre, y cuando preso del frío entré en el lecho, reapareció en la cabecera 
la sombra negra de la extranjera, y en silencio oculté mi rostro en las lentas manos. El jacinto florecía azul en la ventana 
y llegó al labio púrpura de mi aliento la antigua oración; de sus párpados cayeron lágrimas de cristal lloradas por la amargura 
del mundo. En esta hora la muerte de mi padre hizo de mí el hijo blanco. En azules sobresaltos bajó de la colina el viento 
de la noche, el oscuro lamento de la madre que moría, y vi el negro infierno en mi corazón; minuto de radiante mutismo. 
Suave surgió del muro blanqueado con cal un rostro indescriptible -un joven moribundo-, la belleza de una estirpe que regresa 
a sus padres. Blancura de luna, el frío de la piedra envolvió la sien desvelada, sonaron los pasos de las sombras sobre erosionadas gradas, un rosado tumulto en el pequeño jardín.

Silencioso estaba sentado en una taberna abandonada bajo vigas ahumadas, solo ante el vino; un cadáver rutilante inclinado 
sobre la oscuridad y un cordero muerto a mis pies. De un corrupto azul salió la sombra pálida de mi hermana y así habló su boca ensangrentada:
Hiere, espina negra. Ah, todavía resuenan las tormentas desatadas en mis brazos plateados. Sangre, corre de mis pies lunares, floreciendo sobre los senderos nocturnos, donde la rata salta gritando. Iluminad, estrellas mis arqueadas cejas; para que 
el corazón palpite suave en la noche. Irrumpió en la casa una sombra roja con espada flameante, huyó con su frente de nieve. 
Oh muerte amarga.

Y una voz oscura habló dentro de mí: He roto la nuca a mi caballo negro en el bosque nocturno, porque de sus purpúreos ojos brotaba la demencia; las sombras de los olmos, la risa azul del manantial y la frescura negra de la noche cayeron sobre mí 
cuando levanté como cazador salvaje una lanza de nieve. En un infierno de piedra murió mi rostro. 

Cayó brillando una gota de sangre en el vino del solitario; y cuando lo bebí sabía más amargo que la adormidera. Una nube profunda envolvió mi cabeza, las lágrimas de cristal de ángeles condenados. Delicadamente fluyó la sangre de la plateada herida 
de la hermana y una lluvia de fuego cayó sobre mí.

Por el lindero del bosque deseaba caminar, como alguien sombrío que ha dejado caer de sus mudas manos el velo solar, y al atravesar llorando la colina de la tarde levanta los párpados hacia la ciudad de piedra; como un animal que se siente tranquilo 
en la paz del viejo árbol; oh, esta cabeza inquieta acechando en la penumbra, esos pasos que corren dudosos buscando la nube azul en la colina, persiguiendo también implacables constelaciones. A un lado escolta el corzo la siembra verde, silenciosa compañía 
de los musgosos caminos del bosque. Las cabañas de los campesinos se han cerrado en su mutismo, y atemoriza en la negra calma del viento la queja azul del torrente.

Pero cuando descendí por el sendero de piedras, me asaltó la locura y grité fuerte en la noche; y cuando con mis dedos plateados me incliné sobre las aguas silenciosas vi que mi rostro me había abandonado. Y la voz blanca me dijo: ¡Mátate! Con un suspiro 
se levantó en mí la sombra de un niño y me observó radiante con ojos cristalinos: entonces caí llorando bajo los árboles
y la poderosa bóveda de estrellas.

Sobresaltado caminar por el caótico sendero de piedras, lejano de los caseríos de la tarde, viendo rebaños que regresan; 
en la distancia pasta el sol del ocaso en la pradera de cristal y su canto salvaje es conmovedor; el solitario grito del pájaro extraviándose en la paz azul.
Pero dulcemente vienes tú en la noche, mientras yo vigilo sobre la colina o cuando el delirio se desata en la tempestad de la primavera, y con nubes cada vez más sombrías vela mi cabeza muerta la tristeza. Mi alma nocturna es horrorizada por fantasmales relámpagos; tus manos desgarradoras se ensañan sobre mi pecho de aliento entrecortado.

Cuando penetré en la penumbra del jardín y se había apartado de mí la negra presencia del mal, me rodeó la calma del jacinto 
de la noche; y atravesé el estanque apacible en una barca ondulada mientras una dulce paz conmovió mi frente de piedra. Atónito descansé bajo los viejos sauces y estaba el cielo azul muy alto colmado de estrellas; y cuando me perdí en su contemplación murieron la angustia y el dolor en lo más profundo de mí; y la sombra azul del niño se levantó radiante en la oscuridad, 
dulce canto. Entonces se elevó con alas de luna sobre el verdor de las cimas, por encima de los peñascos cristalinos, la blanca imagen de la hermana.

Con suelas plateadas descendí los espinosos escalones y entré en la alcoba blanqueada con cal. Ardía allí un candil silencioso 
y escondí calladamente mi cabeza en las sábanas purpúreas; y la tierra arrojó un cadáver infantil, una figura lunar que salió lentamente de mi sombra, precipitándose con los brazos quebrados de piedra en piedra, cayendo como nieve en copos.
Versión de Helmut Pfeiffer

Salmo


                                                                             A Karl Kraus

Hay una luz que el viento ha extinguido.
Hay una taberna que en la tarde un ebrio abandona.
Hay una viña quemada y negra.
con agujeros llenos de arañas.
Hay un cuarto que han blanqueado con leche.
El demente ha muerto.
Hay una isla de los mares del sur
para recibir al dios del sol. Tocan los tambores.
Los hombres ejecutan danzas de guerra.
Las mujeres contonean las caderas
entre enredaderas y flores de fuego,
cuando el mar canta. Oh nuestro paraíso perdido.

Las ninfas han abandonado los bosques de oro.
Sepultan al extranjero.
Comienza entonces una lluvia ígnea.
El hijo de Pan surge
bajo la apariencia de un peón caminero,
que duerme al mediodía sobre la tierra ardiente.
Hay niñas en un patio con vestiditos
de una pobreza desgarradora.
Hay salas colmadas de acordes y sonatas.
Hay sombras que se abrazan ante un espejo ciego.
En las ventanas del hospital
se calientan los convalecientes.
Un barco blanco remonta el canal
cargado con epidemias sangrientas.

La hermana extranjera surge de nuevo
en los malos sueños de alguien.

Versión de Helmut Pfeiffer

Siete cantos a la muerte


Azulada muere la primavera; bajo sedientos árboles,
camina un ser oscuro en el ocaso
escuchando la dulce queja del mirlo.
Silenciosa aparece la noche, con un venado sangrante
que se abate lentamente en la colina.

La húmeda brisa mece la rama del manzano en flor,
se desata plateado lo que estuvo unido,
muriendo con ojos nocturnos; estrellas que caen;
dulce canto de la infancia.

Iluminado bajó el durmiente por el bosque negro,
murmuraba una fuente azul en la distancia
cuando él levantó sus pálidos párpados
sobre su rostro de nieve.

La luna espantó un rojo animal
de su guarida,
y el oscuro lamento de las mujeres murió en suspiros.

Radiante levantó sus manos hacia su estrella
el blanco forastero;
y silencioso abandona un muerto la casa derruida.

Oh la imagen corrupta del hombre;
fundida con fríos metales,
noche y espanto de bosques sumergidos
y el ardor del animal solitario;
quietud de las corrientes del alma.

La barca sombría lo llevó por cauces fulgurantes,
llenos de estrellas púrpuras, y se inclinó
apacible sobre él la verde rama,
como una blanca amapola desde sus nubes de plata.
Tendida en el bosque de avellanos
juega con sus estrellas.
El estudiante, quizá un doble,
la sigue con la vista desde la ventana.
Detrás de él está su hermano muerto,
o tal vez baja por la vieja escalera de caracol.
A la sombra de los pardos castaños
palidece la figura del joven novicio.
El jardín está en el ocaso.
En el claustro revolotean murciélagos.
Los hijos del portero dejan de jugar
y buscan el oro del cielo.
Acordes finales de un cuarteto.
La pequeña ciega corre temblando por el camino
y después su sombra va a tientas por muros fríos,
rodeada de cuentos y leyendas sagradas.

Hay un navío vacío que al atardecer
desciende por el negro canal.
En las tinieblas del viejo asilo caen ruinas humanas.
Los huérfanos yacen muertos junto al muro del jardín.
De alcobas en penumbra
surgen ángeles con alas manchadas de barro.
Gotean gusanos de sus párpados amarillentos.
La plaza de la iglesia es sombría y silenciosa
como en los días de la infancia.
Sobre pies de plata se deslizan antiguas vidas
y las sombras de los condenados
descienden hacia las aguas suspirantes.
En su tumba juega el mago blanco con sus serpientes.

Silenciosos sobre el calvario
se abren los dorados ojos de Dios.
Versión de Helmut Pfeiffer

Sonia


La tarde reina en el viejo jardín; 
la vida de Sonia, calma azul. 
Migran aves silvestres; 
calma del desnudo árbol de otoño. 

El girasol se inclina suavemente 
sobre la blanca vida de Sonia.
La herida roja indescifrable 
condena a existir en oscuros recintos, 
donde azules campanas resuenan. 

El paso de Sonia y su dulce sosiego. 
Contempla al animal que muere un
y la calma del desnudo árbol de otoño. 

Brilla el sol de días antiguos
sobre las cejas blancas de Sonia, 
la nieve humedece sus mejillas 
y la espesura de sus cejas.

Versión de Helmut Pfeiffer




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