sábado, 5 de septiembre de 2020

POEMAS DE EMETERIO GUTIÉRREZ ALBELO

imagen tomada de internet
-imagen tomada de internet-
(20 de agosto de 1905, Icod de los Vinos, 1959, Santa Cruz de Tenerife, España)



3

Me pusieron delante

 

una bandeja

 

de fabril

 

osamenta.

 

Y, en una fuente enorme,

 

estatuas y muñecas.

 

 

Y yo, en tanto, esperando

 

–inútilmente—

 

que alguien me sirviera

 

islas, mares

 

y estrellas.


6

Un ángel se estiró sobre la mesa,

 

aleteando, trémulo.

 

Y yo titubeaba

 

para recomponerlo.

 

Unos chorros de añil

 

salpicaron mi bata de cirujano inepto.

 

 

Mientras me espoleaba

 

un impulso secreto

 

de maniobrar más torpemente aún

 

de lo que yo sabía hacerlo.

 

Con aquellas tijeras,

 

largas, de peluquero.

 

Y, entre gritos celestes de ave única,

 

torcerle el pie derecho.

 

 

Lo dejé paticojo, desplumado.

 

A la caza angustiosa del regreso,

 

que se retardaría

 

yo no sé cuánto tiempo.

 

Y en un cubo

 

de hielo

 

fui arrojando

 

los algodones del remordimiento.

 

Sin presentir la burla –inminente, monstruosa—

 

del anunciado premio.

 

 

7

Con qué lívido esfuerzo.

 

Con qué nervioso látigo,

 

pude lanzarlo –león rojo— adentro.

 

Y entre qué laberintos de barrotes,

 

salvar al pájaro del sueño.

 

Al acabar un cielo,

 

de palmas delirantes,

 

de silbos y denuestos,

 

se derrumbó sobre mis hombros,

 

en un batánico jaleo.

 

Sin reverencia y sin visado,

 

me disparé corriendo.

 

Con los bolsillos

 

tan repletos

 

que estallaron

 

en un rodar de gritos por el suelo.

 

Al levantarme, un arlequín de hierro,

 

de un salto, cabalgó sobre mi espalda.

 

Con sus espuelas de picudos cuervos.

 

Con su fusta de pólvora.

 

De vinagre y de hielo.

 

 

(Raudales de monedas

 

derramaban

 

mis ojos de asno enfermo).

 

 

10

Por todas partes me seguía aquel sombrero.

 

Con sus metálicos reflejos.

 

Aquel sombrero de tan alta copa,

 

y, una botella de champaña dentro.

 

Por todas partes me seguía aquel sombrero.

 

Embetunado rascacielos.

 

Infatigable. Terco.

 

Acechándome en todas las esquinas

 

con su mirar de acero.

 

O corriendo, corriendo,

 

tras mis talones ágiles.

 

Echando espuma del redondo hueco.

 

A veces, le seguía –de escudero—

un calcetín muy sucio

 

colorado, repleto,

 

de libras esterlinas

 

–bolsín nauseabundo y traicionero—.

 

 

Entre los dos, entonces, contumaces,

 

apretaban el cerco.

 

Sentándose a mi mesa,

 

reposando en mi lecho.

 

Inútil fue que, en galopar frenético,

 

saltara retorcidas escaleras

 

y pasillos estrechos.

 

Al alcanzar el piso séptimo,

 

ahogó mi relincho

 

primaveral un anillado hielo.

 

Y al penetrar en la risueña alcoba,

 

quedé parado en seco:

 

allí estaba aquel dúo en guardia fija,

 

inmóvil y siniestro.

 

 

(Al salir tropecé y caí de bruces

 

en dos montones de podridos sexos).

  

 

12

Transformarse en tranvía enamorado

 

–jupiterinamente— y poseerla.

 

Estremecido desde el trole hasta la médula.

 

Me gustaba por eso:

 

por su especial manera

 

de trepar hacia él –Europa nueva—

 

con sus libros de texto bajo el brazo,

 

y en su reír el terremoto de la fiesta.

 

Hasta que el armatoste rechinante

 

la derribó debajo de sus ruedas,

 

que se afilaron, de repente

 

–circulares cuchillos— y partiéronla,

 

de arriba abajo, en dos partes simétricas.

 

 

(La una mitad es esa

 

que ves por ahí siempre

 

en su ágil unipierna.

 

La otra mitad la llevas

 

oculta en el bolsillo

 

de tu triste chaqueta).

 

 

15

Me arrodillé sobre la vía

 

–las manos, a la espalda; la cabeza, hacia el suelo—

 

con propósito

 

incierto

 

entre suicida búsqueda

 

y aterrizar el rezo.

 

Entretanto, crecía,

 

de un modo gigantesco.

 

Y mi larga estatura proyectábase

 

en el asfalto lívido del cielo.

 

Cuando surgió –de pronto—

 

“el tren expreso”,

 

con resoplar

 

de vuelo,

 

conducido

 

por su autor, amo y dueño.

 

Dio tan terrible salto,

 

no sé yo si por lástima o por miedo,

 

que rechinó, astillándose

 

su madeja de huesos;

 

y se torció –abollado—

 

su altísimo sombrero.

 

Mas no pudo evitar que traspasara

 

como una flecha, mi anchuroso pecho.

 

Yo seguí atornillado a los raíles,

 

con los brazos abiertos.

 

De rosales y hollín,

 

de lágrimas y versos

 

totalmente

 

cubierto.

 

Y con aquel horrible

 

y rápido agujero

 

que taladró “la máquina

 

infernal”, en mi pecho.

 

Túnel, ya,

 

–sin recelos—

 

de los trenes

 

del véspero:

 

y, a intervalos,

 

del viento.

 

 

Yo no sé

 

cuánto tiempo

 

estuve, allí, clavado,

 

esperando el relevo.

 

Que llegó, al fin, por órdenes

 

urgentes del Gobierno.

 

 

(Ahora, paseaba, con fastidio,

 

mi pectoral redondo y hueco,

 

mi vistoso uniforme

 

de guardagujas sin consuelo,

 

y mi ambición –pretérita, insepulta—

 

de descarrilamientos).

 

 

21

Todos los maniquíes de la ciudad fueron llegando

 

con un estrépito de alambres y maderas.

 

Unos azules discos de gramófono

 

lucían sobre el pecho, hacia la izquierda,

 

clavados al nivel

 

de la quinta traviesa.

 

Los anunciaba una registradora,

 

rígida, de librea.

 

Ingurgitando tiques.

 

Y escupiendo tarjetas.

 

Iluminaban el salón enorme

 

mil hachones de tea,

 

y, posándose en rotos candelabros,

 

un rumor de luciérnagas.

 

Escondido en el carro de la basura, pude

 

llegar allí y colarme de rondón en la fiesta.

 

En el momento en que empezaban

 

los bailarines a autodarse cuerda.

 

Un zapato de plata, duro y frío,

 

dirigía la orquesta

 

de pistones y émbolos,

 

de palancas y ruedas.

 

Toda la noche estuve dando vueltas.

 

En una danza interminable.

 

Clavado sobre el sexo de una guitarra vieja.

 

Y la mañana abierta

 

me sorprendió tendido en la escalera.

 

Sudoroso, apagándome.

 

Succionando el pezón de una bombilla eléctrica.

 

 

23

-Sí, yo os amo,

 

por eso:

 

por tristes,

 

por hambrientos,

 

porque sabéis morder…—

 

Al terminar mi brindis,

 

aplaudieron

 

con entusiasmo

 

aquellos

 

doce canes

 

famélicos

 

del cenáculo

 

incierto.

 

Aunque no se sabía

 

quiénes eran –yo y ellos—

 

anfitrión e invitados

 

de aquel acto postrero.

 

Ni, tampoco, el traidor.

 

Ni, siquiera, el maestro.

 

 

Yo, el impar

 

y agorero

 

comensal, los miraba

 

fijamente, en silencio.

 

Todo fue hasta allí bien,

 

ordenado, severo.

 

Mas ante el espumoso

 

taponeo,

 

se inició

 

el desconcierto.

 

Y, como

 

obedeciendo

 

a algún signo

 

secreto,

 

la docena

 

de perros

 

se abalanzó, rabiosa,

 

sobre mí, y, al momento

 

–destrozando mi traje

 

de charoles perfectos—,

 

descarnóme en un puro

 

garabato de huesos.

 

Yo lo miraba todo

ausente, desde el techo.

 

Pero al amanecer

 

–mucho antes que en la crónica oficial de sucesos—,

 

me vi multiplicado

 

en todas las esquinas de aquel barrio sin sueño.

 

 

24

Me encontraba escribiendo,

 

a oscuras

 

y en un frío aposento.

 

Si encontraba alguna claridad, tenía

 

que cerrarme los ojos

 

para poder hacerlo.

 

Me servía de pluma

 

un partido barrote del encierro;

 

y de tinta, los chorros

 

profundos del silencio.

 

Me encontraba escribiendo

 

una carta angustiosa.

 

Sin dirección y sin destinos ciertos.

 

Una carta sin nombre

 

y –acaso—

 

sin texto.

Tomado de:

http://www.academiacanarialengua.org/archipielago/emeterio-albelo/textos/340/

 

arqueología sentimental

a pedro garcía cabrera

 

Un viejo libro de hojas secas

que, de repente, se abrió el solo

acordeón de tristeza:

y de él saltaron estos versos,

estos versos de entonces ... ¿los recuerdas?

mi discípula de fisiólogia

me dice -¡cuán delgada estoy!-,

con una voz de pájaro.

y añade:

-casi podría

contarme

todos los huesos de este garabato.

 

oh deja esa tarea para mí.

déjame repasarlos,

uno a uno,

con mis labios.

 

como dos caracoles, lentamente, por el dulce edificio.

desde la base hasta el tejado.

(un viejo libro de hojas secas,

que, de repente, se abrió él solo,

acordeón de tristeza)

 

 

la cita

a óscar dominguez

 

en el jardín abandonado,

que llora un emigrar

de risas y de pájaros,

te doy la última cita verdadera,

solemne y destocado.

y acuden, de repente, tus zapatos

(tus zapatos de ante del 35, negros),

en un vals postrimer, desorientado.

tus medias grises, llenas de aire

y besos deshojados:

la una,

sobre esa fría losa, se está deshilachando;

la otra viene dando saltos,

recordando

la pierna electrizada de los grandes momentos,

biela de gracia y de locura

sobre la patinette del raid mágico.

acuden tus collares,

deshaciéndose en lágrimas sonoras

sobre el tazón de mármol.

tus anillos cegantes, tus pulseras nerviosas,

en un girar de ahogo rápido.

acude tu uniforme negro y blanco de colegiala,

sobre un lecho de césped, estirado.

el secretaire de tu abriguillo cálido.

tus guantes en el aire desmayados.

(tan sólo, tú, no acudes, escondida

en el foso del lívido escenario).

 

 

lo inevitable

a domingo lópez torres

 

te quería salvar

a través de ruinosas galerías

y de empolvados muebles.

pero una ronda inmunda de voces apremiantes

te cercaba.

y entonces...

sorda y ciega -ya-

tiritando entre las llamas del espanto,

te lanzaste por los sombríos corredores.

inútilmente, me abracé a tus piernas.

en un delirio turbio, viscoso, acelerado,

te escurrías de garras

y de dientes.

huiste. Sin remedio.

sin presentir siquiera

la monstruosa constelación de arañas peludas,

que, sin cesar de florecer,

te acechaba en los últimos pasillos.

 

(al regresar, vi solo

-¡imago! ¡imago! ¡imago!-

una confusa pleamar de hormigas

Arrastrando el cadáver de una novia.)

 

 

enigma del invitado

a agustín espinosa

 

el invitado sin llegar.

ay, y la mesa puesta.

y el hambre.

con sus lívidas teclas.

y el techo de la cueva,

que se va hundiendo a toda prisa,

sobre nuestras cabezas.

y que, al fin, nos aplasta contra el suelo

de humeantes colillas, salivazos,

y manchones de cera.

el invitado, ay, el invitado.

el invitado que no llega.

y unos senos cortados que florecen

al fondo, sobre una bandeja.

(llegó, por fin, el invitado.

con sus zapatos de charol

y su blanca pechera.)


la venus apuntalada

a carlos pestana

 

ni tus ojos enormes, de paraíso y de aquelarre,

que, de repente se encogieron

detrás del garabato de los impertinentes.

ni tus tacones inseguros de oca enferma.

ni tu pulmón izquierdo, blando pichón acribillado

por las descargas más crueles.

ni tu extirpado riñón que subió al cielo

y está sentado a la diestra de la luna.

nada. nada. tan solo,

el cartel gritador de las mil libras,

el cartel afrentoso del triunfo.

y el ladrar de los canes macilentos

en pos de epitalámicos faldones...

eso sólo.

eso sólo, dios mío,

me hizo huir -de espaldas-

en angustioso velocípedo.

 

 

gritos

a eduardo westerdahl

 

gritos.

gritos por todos lados.

la rosa de los vientos

deshojando

-en chirridos-

sus pétalos metálicos.

gritos.

gritos por todos lados.

catapulta de gritos

derribando

la cuidad de violines enguatados.

gritos.

gritos por todos lados.

y yo en huida de terror.

cayendo. levantándome.

y, entre una lluvia de puñales agrios,

tendido, al fin.

inerte.

acribillado.

 

(de súbito,

una mujer envuelta en llamas amarillas,

se asomó, dando gritos,

a unos balcones altos.)

Tomado de:

http://elbatiscaforojo.blogspot.com/2010/01/romanticismo-y-cuenta-nueva-fragmentos.html

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