3
Me pusieron delante
una bandeja
de fabril
osamenta.
Y, en una fuente enorme,
estatuas y muñecas.
Y yo, en tanto, esperando
–inútilmente—
que alguien me sirviera
islas, mares
y estrellas.
6
Un ángel se estiró sobre la mesa,
aleteando, trémulo.
Y yo titubeaba
para recomponerlo.
Unos chorros de añil
salpicaron mi bata de cirujano inepto.
Mientras me espoleaba
un impulso secreto
de maniobrar más torpemente aún
de lo que yo sabía hacerlo.
Con aquellas tijeras,
largas, de peluquero.
Y, entre gritos celestes de ave única,
torcerle el pie derecho.
Lo dejé paticojo, desplumado.
A la caza angustiosa del regreso,
que se retardaría
yo no sé cuánto tiempo.
Y en un cubo
de hielo
fui arrojando
los algodones del remordimiento.
Sin presentir la burla –inminente, monstruosa—
del anunciado premio.
7
Con qué lívido esfuerzo.
Con qué nervioso látigo,
pude lanzarlo –león rojo— adentro.
Y entre qué laberintos de barrotes,
salvar al pájaro del sueño.
Al acabar un cielo,
de palmas delirantes,
de silbos y denuestos,
se derrumbó sobre mis hombros,
en un batánico jaleo.
Sin reverencia y sin visado,
me disparé corriendo.
Con los bolsillos
tan repletos
que estallaron
en un rodar de gritos por el suelo.
Al levantarme, un arlequín de hierro,
de un salto, cabalgó sobre mi espalda.
Con sus espuelas de picudos cuervos.
Con su fusta de pólvora.
De vinagre y de hielo.
(Raudales de monedas
derramaban
mis ojos de asno enfermo).
10
Por todas partes me seguía aquel sombrero.
Con sus metálicos reflejos.
Aquel sombrero de tan alta copa,
y, una botella de champaña dentro.
Por todas partes me seguía aquel sombrero.
Embetunado rascacielos.
Infatigable. Terco.
Acechándome en todas las esquinas
con su mirar de acero.
O corriendo, corriendo,
tras mis talones ágiles.
Echando espuma del redondo hueco.
A veces, le seguía –de escudero—
un calcetín muy sucio
colorado, repleto,
de libras esterlinas
–bolsín nauseabundo y traicionero—.
Entre los dos, entonces, contumaces,
apretaban el cerco.
Sentándose a mi mesa,
reposando en mi lecho.
Inútil fue que, en galopar frenético,
saltara retorcidas escaleras
y pasillos estrechos.
Al alcanzar el piso séptimo,
ahogó mi relincho
primaveral un anillado hielo.
Y al penetrar en la risueña alcoba,
quedé parado en seco:
allí estaba aquel dúo en guardia fija,
inmóvil y siniestro.
(Al salir tropecé y caí de bruces
en dos montones de podridos sexos).
12
Transformarse en tranvía enamorado
–jupiterinamente— y poseerla.
Estremecido desde el trole hasta la médula.
Me gustaba por eso:
por su especial manera
de trepar hacia él –Europa nueva—
con sus libros de texto bajo el brazo,
y en su reír el terremoto de la fiesta.
Hasta que el armatoste rechinante
la derribó debajo de sus ruedas,
que se afilaron, de repente
–circulares cuchillos— y partiéronla,
de arriba abajo, en dos partes simétricas.
(La una mitad es esa
que ves por ahí siempre
en su ágil unipierna.
La otra mitad la llevas
oculta en el bolsillo
de tu triste chaqueta).
15
Me arrodillé sobre la vía
–las manos, a la espalda; la cabeza, hacia el
suelo—
con propósito
incierto
entre suicida búsqueda
y aterrizar el rezo.
Entretanto, crecía,
de un modo gigantesco.
Y mi larga estatura proyectábase
en el asfalto lívido del cielo.
Cuando surgió –de pronto—
“el tren expreso”,
con resoplar
de vuelo,
conducido
por su autor, amo y dueño.
Dio tan terrible salto,
no sé yo si por lástima o por miedo,
que rechinó, astillándose
su madeja de huesos;
y se torció –abollado—
su altísimo sombrero.
Mas no pudo evitar que traspasara
como una flecha, mi anchuroso pecho.
Yo seguí atornillado a los raíles,
con los brazos abiertos.
De rosales y hollín,
de lágrimas y versos
totalmente
cubierto.
Y con aquel horrible
y rápido agujero
que taladró “la máquina
infernal”, en mi pecho.
Túnel, ya,
–sin recelos—
de los trenes
del véspero:
y, a intervalos,
del viento.
Yo no sé
cuánto tiempo
estuve, allí, clavado,
esperando el relevo.
Que llegó, al fin, por órdenes
urgentes del Gobierno.
(Ahora, paseaba, con fastidio,
mi pectoral redondo y hueco,
mi vistoso uniforme
de guardagujas sin consuelo,
y mi ambición –pretérita, insepulta—
de descarrilamientos).
21
Todos los maniquíes de la ciudad fueron llegando
con un estrépito de alambres y maderas.
Unos azules discos de gramófono
lucían sobre el pecho, hacia la izquierda,
clavados al nivel
de la quinta traviesa.
Los anunciaba una registradora,
rígida, de librea.
Ingurgitando tiques.
Y escupiendo tarjetas.
Iluminaban el salón enorme
mil hachones de tea,
y, posándose en rotos candelabros,
un rumor de luciérnagas.
Escondido en el carro de la basura, pude
llegar allí y colarme de rondón en la fiesta.
En el momento en que empezaban
los bailarines a autodarse cuerda.
Un zapato de plata, duro y frío,
dirigía la orquesta
de pistones y émbolos,
de palancas y ruedas.
Toda la noche estuve dando vueltas.
En una danza interminable.
Clavado sobre el sexo de una guitarra vieja.
Y la mañana abierta
me sorprendió tendido en la escalera.
Sudoroso, apagándome.
Succionando el pezón de una bombilla eléctrica.
23
-Sí, yo os amo,
por eso:
por tristes,
por hambrientos,
porque sabéis morder…—
Al terminar mi brindis,
aplaudieron
con entusiasmo
aquellos
doce canes
famélicos
del cenáculo
incierto.
Aunque no se sabía
quiénes eran –yo y ellos—
anfitrión e invitados
de aquel acto postrero.
Ni, tampoco, el traidor.
Ni, siquiera, el maestro.
Yo, el impar
y agorero
comensal, los miraba
fijamente, en silencio.
Todo fue hasta allí bien,
ordenado, severo.
Mas ante el espumoso
taponeo,
se inició
el desconcierto.
Y, como
obedeciendo
a algún signo
secreto,
la docena
de perros
se abalanzó, rabiosa,
sobre mí, y, al momento
–destrozando mi traje
de charoles perfectos—,
descarnóme en un puro
garabato de huesos.
Yo lo miraba todo
ausente, desde el techo.
Pero al amanecer
–mucho antes que en la crónica oficial de
sucesos—,
me vi multiplicado
en todas las esquinas de aquel barrio sin sueño.
24
Me encontraba escribiendo,
a oscuras
y en un frío aposento.
Si encontraba alguna claridad, tenía
que cerrarme los ojos
para poder hacerlo.
Me servía de pluma
un partido barrote del encierro;
y de tinta, los chorros
profundos del silencio.
Me encontraba escribiendo
una carta angustiosa.
Sin dirección y sin destinos ciertos.
Una carta sin nombre
y –acaso—
sin texto.
Tomado de:
http://www.academiacanarialengua.org/archipielago/emeterio-albelo/textos/340/
arqueología sentimental
a pedro garcía cabrera
Un viejo libro de hojas secas
que, de repente, se abrió el solo
acordeón de tristeza:
y de él saltaron estos versos,
estos versos de entonces ... ¿los recuerdas?
mi discípula de fisiólogia
me dice -¡cuán delgada estoy!-,
con una voz de pájaro.
y añade:
-casi podría
contarme
todos los huesos de este garabato.
oh deja esa tarea para mí.
déjame repasarlos,
uno a uno,
con mis labios.
como dos caracoles, lentamente, por el dulce
edificio.
desde la base hasta el tejado.
(un viejo libro de hojas secas,
que, de repente, se abrió él solo,
acordeón de tristeza)
la cita
a óscar dominguez
en el jardín abandonado,
que llora un emigrar
de risas y de pájaros,
te doy la última cita verdadera,
solemne y destocado.
y acuden, de repente, tus zapatos
(tus zapatos de ante del 35, negros),
en un vals postrimer, desorientado.
tus medias grises, llenas de aire
y besos deshojados:
la una,
sobre esa fría losa, se está deshilachando;
la otra viene dando saltos,
recordando
la pierna electrizada de los grandes momentos,
biela de gracia y de locura
sobre la patinette del raid mágico.
acuden tus collares,
deshaciéndose en lágrimas sonoras
sobre el tazón de mármol.
tus anillos cegantes, tus pulseras nerviosas,
en un girar de ahogo rápido.
acude tu uniforme negro y blanco de colegiala,
sobre un lecho de césped, estirado.
el secretaire de tu abriguillo cálido.
tus guantes en el aire desmayados.
(tan sólo, tú, no acudes, escondida
en el foso del lívido escenario).
lo inevitable
a domingo lópez torres
te quería salvar
a través de ruinosas galerías
y de empolvados muebles.
pero una ronda inmunda de voces apremiantes
te cercaba.
y entonces...
sorda y ciega -ya-
tiritando entre las llamas del espanto,
te lanzaste por los sombríos corredores.
inútilmente, me abracé a tus piernas.
en un delirio turbio, viscoso, acelerado,
te escurrías de garras
y de dientes.
huiste. Sin remedio.
sin presentir siquiera
la monstruosa constelación de arañas peludas,
que, sin cesar de florecer,
te acechaba en los últimos pasillos.
(al regresar, vi solo
-¡imago! ¡imago! ¡imago!-
una confusa pleamar de hormigas
Arrastrando el cadáver de una novia.)
enigma del invitado
a agustín espinosa
el invitado sin llegar.
ay, y la mesa puesta.
y el hambre.
con sus lívidas teclas.
y el techo de la cueva,
que se va hundiendo a toda prisa,
sobre nuestras cabezas.
y que, al fin, nos aplasta contra el suelo
de humeantes colillas, salivazos,
y manchones de cera.
el invitado, ay, el invitado.
el invitado que no llega.
y unos senos cortados que florecen
al fondo, sobre una bandeja.
(llegó, por fin, el invitado.
con sus zapatos de charol
y su blanca pechera.)
la venus apuntalada
a carlos pestana
ni tus ojos enormes, de paraíso y de aquelarre,
que, de repente se encogieron
detrás del garabato de los impertinentes.
ni tus tacones inseguros de oca enferma.
ni tu pulmón izquierdo, blando pichón acribillado
por las descargas más crueles.
ni tu extirpado riñón que subió al cielo
y está sentado a la diestra de la luna.
nada. nada. tan solo,
el cartel gritador de las mil libras,
el cartel afrentoso del triunfo.
y el ladrar de los canes macilentos
en pos de epitalámicos faldones...
eso sólo.
eso sólo, dios mío,
me hizo huir -de espaldas-
en angustioso velocípedo.
gritos
a eduardo westerdahl
gritos.
gritos por todos lados.
la rosa de los vientos
deshojando
-en chirridos-
sus pétalos metálicos.
gritos.
gritos por todos lados.
catapulta de gritos
derribando
la cuidad de violines enguatados.
gritos.
gritos por todos lados.
y yo en huida de terror.
cayendo. levantándome.
y, entre una lluvia de puñales agrios,
tendido, al fin.
inerte.
acribillado.
(de súbito,
una mujer envuelta en llamas amarillas,
se asomó, dando gritos,
a unos balcones altos.)
Tomado de:
http://elbatiscaforojo.blogspot.com/2010/01/romanticismo-y-cuenta-nueva-fragmentos.html
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