Confesión
Una vez, una sola, mujer dulce y amable,
En mi brazo el vuestro pulido
Se apoyó ( sobre del denso fondo de mi alma
Ese recuerdo no ha palidecido);
Era tarde; al igual que una medalla nueva,
La Luna llena apareció,
Y la solemnidad nocturna, como un río,
Sobre París dormido se extendía.
Los gatos, por debajo de las puertas de coches,
Deslizábanse furtivos
El oído al acecho o, como sombras caras,
Nos seguían despacio.
Y de súbito, en medio de aquella intimidad,
Abierta en la luz pálida,
De Vos, rico y sonoro instrumento en que vibra
La más luminosa alegría,
De vos, clara y alegre igual que una fanfarria
En la mañana chispeante,
Una quejosa nota, una insólita nota
Vacilante se escapó,
Como un niño sombrío, horrible y enfermizo
Que a su familia avergonzara,
Y al que durante años, para ocultarlo al mundo,
En una cueva habría encerrado.
Vuestra discorde nota, ¡mi pobre ángel! cantaba:
«Que aquí abajo nada es firme,
Y que siempre, aunque mucho se disfrace,
El egoísmo humano se traiciona;
Que es un oficio duro el de mujer hermosa
Y que es más bien tarea banal,
De la loca y helada bailarina fijada
En maquinal sonrisa;
Que fiar en corazones es algo bien estúpido;
Que es todo trampa, belleza y amor,
Y al final el Olvido los arroja a un cesto
¡Y los torna a la Eternidad!»
Esa luna encantada evoqué con frecuencia,
Ese silencio y esa languidez,
Y aquella confidencia penosa, susurrada
Del corazón en el confesionario.
La voz
Se encontraba mi cuna junto a la biblioteca,
Babel sombría, donde novela, ciencia, fábula,
Todo, ya polvo griego, ya ceniza latina
Se confundía. Yo era alto como un infolio.
Y dos voces me hablaban. Una, insidiosa y firme:
«La Tierra es un pastel colmado de dulzura;
Yo puedo (¡y tu placer jamás tendrá ya término!)
Forjarte un apetito de una grandeza igual.»
Y la otra: «¡Ven! ¡Oh ven! a viajar por los sueños,
lejos de lo posible y de lo conocido.»
Y ésta cantaba como el viento en las arenas,
Fantasma no se sabe de que parte surgido
Que acaricia el oído a la vez que lo espanta.
Yo te respondí: «¡Sí! ¡Dulce voz!» Desde entonces
Data lo que se puede denominar mi llaga
Y mi fatalidad. Detrás de los paneles
De la existencia inmensa, en el más negro abismo,
Veo, distintamente, los más extraños mundos
Y, víctima extasiada de mi clarividencia,
Arrastro en pos serpientes que mis talones muerden.
Y tras ese momento, igual que los profetas,
Con inmensa ternura amo el mar y el desierto;
Y sonrío en los duelos y en las fiestas sollozo
Y encuentro un gusto grato al más ácido vino;
Y los hechos, a veces, se me antojan patrañas
Y por mirar al cielo caigo en pozos profundos.
Más la voz me consuela, diciendo: «Son más bellos
los sueños de los locos que los del hombre sabio».
Las joyas
Ella estaba desnuda, y, sabiendo mis gustos,
Sólo había conservado las sonoras alhajas
Cuyas preseas le otorgan el aire vencedor
Que las esclavas moras tienen en días fastos.
Cuando en el aire lanza su sonido burlón
Ese mundo radiante de pedrería y metal
Me sumerge en el éxtasis; yo amo con frenesí
Las Cosas en que se une el sonido a la luz.
Ella estaba tendida y se dejaba amar,
Sonriendo de dicha desde el alto diván
A mi pasión profunda y lenta como el mar
Que ascendía hasta ella como hacia su cantil.
Fijos en mí sus ojos, como en tigre amansado,
Con aire soñador ensayaba posturas
Y el candor añadido a la lubricidad
Nueva gracia agregaba a sus metamorfosis;
Y sus brazos y piernas, sus muslos y sus flancos
Pulidos como el óleo, como el cisne ondulantes,
Pasaban por mis ojos lúcidos y serenos;
Y su vientre y sus senos, racimos de mi viña,
Avanzaban tan cálidos como Ángeles del mal
Para turbar la paz en que mi alma estaba
Y para separarla del peñón de cristal
Donde se había instalado solitaria y tranquila.
Y creí ver unidos en un nuevo diseño
-Tanto hacía su talle resaltar a la pelvis-
Las caderas de Antíope al busto de un efebo,
¡Soberbio era el afeite sobre su oscura tez!
-Y habiéndose la lámpara resignado a morir
Como tan sólo el fuego iluminaba el cuarto,
Cada vez que exhalaba un destello flamígero
Inundaba de sangre su piel color del ámbar.
El alma del vino
Cantó una noche el alma del vino en las botellas:
«¡Hombre, elevo hacia ti, caro desesperado,
Desde mi vítrea cárcel y mis lacres bermejos,
Un cántico fraterno y colmado de luz!»
Sé cómo es necesario, en la ardiente colina,
Penar y sudar bajo un sol abrasador,
Para engendrar mi vida y para darme el alma;
Mas no seré contigo ingrato o criminal.
Disfruto de un placer inmenso cuando caigo
En la boca del hombre al que agota el trabajo,
y su cálido pecho es dulce sepultura
Que me complace más que mis frescas bodegas.
¿Escuchas resonar los cantos del domingo
y gorjear la esperanza de mi jadeante seno?
De codos en la mesa y con desnudos brazos
Cantarás mis loores y feliz te hallarás;
Encenderé los ojos de tu mujer dichosa;
Devolveré a tu hijo su fuerza y sus colores,
Siendo para ese frágil atleta de la vida,
El aceite que pule del luchador los músculos.
Y he de caer en ti, vegetal ambrosía,
Raro grano que arroja el sembrador eterno,
Porque de nuestro amor nazca la poesía
Que hacia Dios se alzará como una rara flor!»
Tomado de:
https://www.zendalibros.com/5-poemas-baudelaire/
- IV -
Un gracioso
Era la explosión del año nuevo: caos de barro y
nieve, atravesado por mil carruajes, centelleante de juguetes y de bombones,
hormigueante de codicia y desesperación; delirio oficial de una ciudad grande,
hecho para perturbar el cerebro del solitario más fuerte.
Entre todo aquel barullo y estruendo trotaba un asno
vivamente, arreado por un tipejo que empuñaba el látigo.
Cuando el burro iba a volver la esquina de una
acera, un señorito enguantado, charolado, cruelmente acorbatado y aprisionado
en un traje nuevo, se inclinó, ceremonioso, ante el humilde animal, y le dijo,
quitándose el sombrero: «¡Se lo deseo bueno y feliz!» Volviose después con aire
fatuo no sé a qué camaradas suyos, como para rogarles que añadieran aprobación
a su contento.
El asno, sin ver al gracioso, siguió corriendo con
celo hacia donde le llamaba el deber.
A mí me acometió súbitamente una rabia
inconmensurable contra aquel magnífico imbécil, que me pareció concentrar en sí
todo el ingenio de Francia.
- V -
La estancia doble
Una estancia parecida a una divagación, una estancia
verdaderamente espiritual, de atmósfera quieta y teñida levemente de rosa y
azul.
Toma en ella el alma un baño de pereza aromado de
pesar y de deseo. Es algo crepuscular, azulado, róseo; un ensueño de placer
durante un eclipse.
Tienen los muebles formas alargadas, postradas,
languidecentes. Tienen los muebles aire de soñar; creeríaselos dotados de vida
sonambulesca, como vegetales y minerales. Hablan las telas una lengua muda,
como las flores, como los cielos, como las puestas de Sol.
Ninguna abominación artística en las paredes. En
relación con el sueño puro, con la impresión no analizada, el arte definido, el
arte positivo, es blasfemia. Aquí todo tiene la suficiente claridad, la
deliciosa obscuridad de la armonía.
Un olor infinitesimal, exquisitamente elegido, al
que se mezcla una levísima humedad, nada en la atmósfera, donde mecen al
espíritu adormilado sensaciones de invernadero.
Llueve abundante muselina delante de las ventanas y
delante del lecho; derramase en cascadas nivosas. En el lecho está acostado el
Ídolo, la soberana de los ensueños. Pero ¿cómo está aquí? ¿Quién la trajo? ¿Qué
virtud mágica la instaló en este trono de ensueño y de placer? ¿Qué importa?
¡Ahí está! La reconozco.
Esos son los ojos cuya llama atraviesa el
crepúsculo, miras sutiles y tremendas que reconozco en su malicia espantosa.
Atraen, subyugan, devoran las miradas del imprudente que las contempla. A
menudo estudió esas estrellas negras que imponen curiosidad y admiración.
¿A qué demonio benévolo debo hallarme así, rodeado
de misterio, de silencio, de paz y de perfumes? ¡Oh beatitud! Lo que solemos
llamar vida, aun en su más dichosa expansión, nada tiene de común con la vida
suprema, que ahora conozco y saboreo de minuto en minuto, de segundo en segundo.
¡No! ¡Ya no hay minutos, ya no hay segundos!
Desapareció el tiempo; reina la Eternidad, una eternidad de delicias.
Pero un golpe terrible, pesado, resonó en la puerta,
y, como en sueños infernales, me ha parecido recibir un golpe de azadón en el
estómago.
Luego ha entrado un espectro. Es un alguacil que
viene a torturarme en nombre de la ley, una infame concubina que viene a dar
gritos de miseria y a echar las liviandades de su existencia sobre los dolores
de la mía, o el ordenanza de un director de periódico que viene a pedir más
original.
La estancia paradisíaca, el ídolo, la soberana de
los ensueños, la Sílfide, como decía Renato el grande, toda aquella magia
desapareció al golpe brutal del espectro.
¡Horror! ¡Ya recuerdo!, ¡ya recuerdo! ¡Sí! Este
desván, esta morada del Eterno hastío, es la mía. ¡Estos son los muebles
necios, polvorientos, descantillados; la chimenea sin llama y sin ascua,
mancillada por los escupitajos; las tristes ventanas llenas de polvo en que
trazó surcos la lluvia; los manuscritos llenos de tachones, sin concluir; el
calendario en que el lápiz marcó las fechas siniestras!
Y este perfume de otro mundo, del que me embriagué
con sensibilidad perfeccionada, ¡ay!, reemplazado está por un fétido olor a
tabaco, mezclado con no sé que nauseabundo moho. Aquí se respira ahora lo
rancio de la desolación.
En este mundo estrecho, pero tan henchido de
repugnancia, sólo un objeto conocido me sonríe: la ampolla de láudano, vieja y
terrible amiga, como todas las amigas; ¡ay!, fecunda en caricias y traiciones.
¡Ah, sí! El tiempo reapareció; el tiempo reina ya
como soberano; y con el horrible viejo volvió todo su acompañamiento de
recuerdos, pesares, espasmos, miedos, angustias, pesadillas, cóleras y
neurosis.
Os aseguro que ahora los segundos están acentuados
fuerte y solemnemente; que cada uno al saltar del reloj dice: «¡Soy la Vida, la
insoportable, la implacable Vida!»
No hay más que un segundo en la vida humana que
tenga por misión el anuncio de una buena nueva, la buena nueva que a todos los
causa inexplicable miedo.
¡Sí!, el Tiempo reina; ha recobrado la dictadura
brutal. Me azuza como a un buey, con su doble aguijón: «¡Arre, borrico! ¡Suda,
esclavo! ¡Vive condenado!»
- VI -
Cada cual, con su quimera
Bajo un amplio cielo gris, en una vasta llanura
polvorienta, sin sendas, ni césped, sin un cardo, sin una ortiga, tropecé con
muchos hombres que caminaban encorvados.
Llevaba cada cual, a cuestas, una quimera enorme,
tan pesada como un saco de harina o de carbón, o la mochila de un soldado de
infantería romana.
Pero el monstruoso animal no era un peso inerte;
envolvía y oprimía, por el contrario, al hombre, con sus músculos elásticos y
poderosos; prendíase con sus dos vastas garras al pecho de su montura, y su
cabeza fabulosa dominaba la frente del hombre, como uno de aquellos cascos
horribles con que los guerreros antiguos pretendían aumentar el terror de sus
enemigos.
Interrogué a uno de aquellos hombres preguntándole
adónde iban de aquel modo. Me contestó que ni él ni los demás lo sabían; pero
que, sin duda, iban a alguna parte, ya que les impulsaba una necesidad
invencible de andar.
Observación curiosa: ninguno de aquellos viajeros
parecía irritado contra el furioso animal, colgado de su cuello y pegado a su
espalda; hubiérase dicho que lo consideraban como parte de sí mismos. Tantos
rostros fatigados y serios, ninguna desesperación mostraban; bajo la capa
esplenética del cielo, hundidos los pies en el polvo de un suelo tan desolado
como el cielo mismo, caminaban con la faz resignada de los condenados a esperar
siempre.
Y el cortejo pasó junto a mí, y se hundió en la
atmósfera del horizonte, por el lugar donde la superficie redondeada del
planeta se esquiva a la curiosidad del mirar humano.
Me obstiné unos instantes en querer penetrar el
misterio; mas pronto la irresistible indiferencia se dejó caer sobre mí, y me
quedó más profundamente agobiado que los otros con sus abrumadoras quimeras.
- VII -
El loco y la Venus
¡Qué admirable día! El vasto parque desmaya ante la
mirada abrasadora del Sol, como la juventud bajo el dominio del Amor.
El éxtasis universal de las cosas no se expresa por
ruido ninguno; las mismas aguas están como dormidas. Harto diferente de las
fiestas humanas, ésta es una orgía silenciosa.
Diríase que una luz siempre en aumento da a las
cosas un centelleo cada vez mayor; que las flores excitadas arden en deseos de
rivalizar con el azul del cielo por la energía de sus colores, y que el calor,
haciendo visibles los perfumes, los levanta hacia el astro como humaredas.
Pero entre el goce universal he visto un ser
afligido.
A los pies de una Venus colosal, uno de esos locos
artificiales, uno de esos bufones voluntarios que se encargan de hacer reír a
los reyes cuando el remordimiento o el hastío los obsesiona, emperejilado con
un traje brillante y ridículo, con tocado de cuernos y cascabeles, acurrucado
junto al pedestal, levanta los ojos arrasados en lágrimas hacia la inmortal
diosa.
Y dicen sus ojos: Soy el último, el más solitario de
los seres humanos, privado de amor y de amistad; soy inferior en mucho al
animal más imperfecto. Hecho estoy, sin embargo, yo también, para comprender y
sentir la inmortal belleza. ¡Ay! ¡Diosa! ¡Tened piedad de mi tristeza y de mi
delirio!»
Pero la Venus implacable mira a lo lejos no sé qué
con sus ojos de mármol.
- VIII -
El perro y el frasco
-Lindo perro mío, buen perro, chucho querido,
acércate y ven a respirar un excelente perfume, comprado en la mejor perfumería
de la ciudad.
Y el perro, meneando la cola, signo, según creo, que
en esos mezquinos seres corresponde a la risa y a la sonrisa, se acerca y pone
curioso la húmeda nariz en el frasco destapado; luego, echándose atrás con
súbito temor, me ladra, como si me reconviniera.
-¡Ah miserable can! Si te hubiera ofrecido un montón
de excrementos los hubieras husmeado con delicia, devorándolos tal vez. Así tú,
indigno compañero de mi triste vida, te pareces al público, a quien nunca se ha
de ofrecer perfumes delicados que le exasperen, sino basura cuidadosamente
elegida.
Tomado de:
"Tristezas de la luna"
"Esta noche la luna sueña con más pereza,
Cual si fuera una bella hundida entre cojines
Que acaricia con mano discreta y ligerísima,
Antes de adormecerse, el contorno del seno.
Sobre el dorso de seda de deslizantes nubes,
Moribunda, se entrega a prolongados éxtasis,
Y pasea su mirada sobre visiones blancas,
Que ascienden al azul igual que floraciones.
Cuando sobre este globo, con languidez ociosa,
Ella deja rodar una furtiva lágrima,
Un piadoso poeta, enemigo del sueño,
De su mano en el hueco, coge la fría gota
como un fragmento de ópalo de irisados reflejos.
Y la guarda en su pecho, lejos del sol voraz".
"La metamorfosis del vampiro"
"La mujer nos decía con su boca de fresa,
ondulante, acechante, entre sierpe y tigresa,
los senos oprimidos a punto de estallar,
estas palabras que ella dejaba resbalar:
“Yo tengo el labio húmedo y conozco la ciencia
que en el fondo del lecho diluye la conciencia.
Enjuga todo llanto la gloria de mis senos
que hacen reír a los viejos igual que a niños
buenos.
¡Y soy para quien sepa contemplarme sin velos
la luna, y soy el sol, las estrellas, los cielos!
Tan docta soy amando, queridos sabihondos,
cuando un hombre aprisiono en mis brazos redondos
o cuando a sus mordiscos abandono mi pecho,
frágil y libertina a la vez, que en mi lecho,
gustador del deleite que raya en frenesí,
hasta los mismos ángeles se perdieron por mí.”
Cuando toda la médula succionó de mis huesos,
y sobre ella rendido quise darle mis besos,
advertí que en sus flancos —todo fue en un momento—
resbalaba un humor viscoso, purulento.
Cerré entonces los ojos de frío y de terror,
y al abrirlos de nuevo al vivo resplandor,
junto a mí, y en lugar del maniquí gozado
que parecía haberse ya de sangre saciado,
temblaba un esqueleto, produciendo un crujido
como el de esa veleta que da un agrio chirrido,
o el rótulo hecho trizas del umbral del infierno
tremolando en el viento de una noche de
invierno".
"El amor y el cráneo"
"Viñeta antigua
El amor está sentado en el cráneo
de la Humanidad,
y desde este trono, el profano
de risa desvergonzada,
sopla alegremente redondas pompas
que suben en el aire,
como para alcanzar los mundos
en el corazón del éter.
El globo luminoso y frágil
toma un gran impulso,
estalla y exhala su alma delicada,
como un sueño de oro.
Y oigo el cráneo a cada burbuja
rogar y gemir:
—Este juego feroz y ridículo,
¿cuándo acabará?
Pues lo que tu boca cruel
esparce en el aire,
monstruo asesino, es mi cerebro,
¡mi sangre y mi carne!"
Tomado de:
https://www.eluniversal.com.mx/cultura/los-cinco-poemas-mas-representativos-de-charles-baudelaire
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