miércoles, 4 de octubre de 2023

POEMAS DE ANNE SEXTON RECORDANDO SU MUERTE


Once de diciembre

Te pienso en la cama,

tu lengua mitad chocolate, mitad océano,

en las casas adonde llegas,

en tu cabeza con pelo de alambre,

en tus manos persistentes y también

en las barreras que carcomíamos, pues somos dos.

 

Cómo entras y tomas mi copa de sangre

y me unes y te llevas mi salmuera.

Estamos desvestidos. Desnudos hasta los huesos

y nadamos uno tras otro y remontamos y remontamos

el río, el río idéntico llamado Mío

y entramos juntos. Nadie está solo.

 

(de Love Poems)

 

 

Niñita, mi ejote, mi dulce mujer

 

a Linda*

 

Mi hija, a los once

(casi doce), es un jardín.

 

¡Ah, querida! Nacida en este dulce traje de cumpleaños

habiéndolo conocido y poseído hace tanto,

has de contemplar ahora el arribo del exacto mediodía

—mediodía, es hora fantasma.

Ah, niñita chistosa, bajo el cielo de arándanos,

ésta. ¿Cómo decirte que sé

exactamente lo que sabes, exactamente dónde estás?

 

No es un lugar ajeno, esta casa extraña

donde tu cara se sienta en mi mano tan llena de distancia,

tan llena de su fiebre inmediata.

El verano se posesionó de ti,

como de mí, al ver en Amalfi el mes pasado

limones del tamaño del globo terráqueo en tu escritorio

—ese mapa miniatura del mundo—

y podría hablar también

de los puestos de hongos del mercado

y de los brotes de ajo engullidos.

O pienso incluso en la huerta de al lado,

donde las bayas maduraron

y las manzanas empiezan a hincharse.

Y una vez, recuerdo, en nuestro primer patio

sembré tantos ejotes amarillos

que nunca pudimos terminarnos.

 

Ah, niñita,

mi ejote,

¿cómo creces?

Creces así.

No se te puede acabar de comer.

 

Oigo

como en sueños

las charlas de las viejas

hablando de feminidad.

No recuerdo haber escuchado nada.

Estaba sola.

Aguardaba como un tiro al blanco.

 

Deja entrar al mediodía

—esa hora de fantasmas.

Los romanos, hace mucho, creyeron

que el mediodía era la hora del fantasma,

yo también puedo creerlo

bajo el sol que sobresalta;

y algún día llegarán a ti,

algún día, hombres de torso desnudo, jóvenes romanos

—a mediodía, cual les cuadra—

con martillos y escaleras

cuando nadie duerme.

 

Pero antes de que entren

habré dicho,

tus huesos son hermosos,

y antes que sus manos extrañas

estuvo siempre ésta, forjadora.

Ah querida, deja entrar a tu cuerpo,

deja que te ate,

en sosiego.

Lo que quiero decir, Linda,

es que las mujeres nacen dos veces.

Si hubiera podido verte crecer

como una madre maga podría haberlo hecho,

si hubiera podido ver a través de mi mágico vientre

transparente,

cuánto madurar hubiera madurado allí dentro:

tu embrión,

tu semilla ganando autonomía,

la vida aplaudiendo en las cabeceras,

huesos en el estanque,

pulgares y dos ojos misteriosos,

la cabeza terriblemente humana,

el corazón brincoteando como cachorro,

los importantes pulmones,

el llegar a ser

—mientras llega a serlo,

como sucede ahora,

un mundo propio,

un sitio delicado.

 

Saludo

estos temblores y tropezones y estridencias,

esta música, estos brotes,

esta música de locos osos bailarines,

esta azúcar necesaria,

estos ires y venires.

 

Ah, niñita,

mi ejote,

¿cómo creces?

Creces así.

No se te puede acabar de comer.

 

Lo que quiero decir, Linda,

es que no hay nada en tu cuerpo que mienta.

Todo lo nuevo te dice la verdad.

Aquí estoy, esa otra persona,

un árbol viejo en el traspatio.

Querida,

párate quieta ante tu puerta,

segura de ti, una piedra blanca, una piedra buena

—tan excepcional como la risa

encenderás el fuego,

¡ese algo nuevo!

 

14 de julio de 1964

(de Live or Die)

 

* Poema dedicado a su hija Linda.

 

 

Un pequeño himno sin complicaciones

 

a Joy

 

es lo que quise escribir.

¡Hubo tal canción!

Un canto a tus rótulas,

un canto a tus costillas,

—esos árboles delicados que entierran tu corazón—

un canto a tu librero

donde veinte patos de vidrio soplado se alinean en fila

veneciana;

un canto a tus elegantes zapatos de tacón,

a tu patineta rojo fuego,

a tus veinte dedos mugrosos,

al tejido rosa que comienzas

y nunca logras terminar,

a tus dibujos hechos con pinturas de agua,

—todos los ángeles haciendo muecas—

un canto a tu risa

que sin cesar se menea en mi sueño como cuchara.

 

Incluso un canto a tu noche

cuando en la ola calurosa del verano pasado

tu fiebre llegaba a 40, durante dos semanas;

cuando dormías con la cabeza en el alféizar de la ventana,

tu sed resplandeciente y pesada mientras cuchareaba el

agua,

a labios secos como viejas gomas de borrar,

tus ojos cerrados a los gusanos aplastados de junio,

los labios moviéndose, murmurando,

enviando cartas hasta las estrellas.

Soñando, soñando;

tu cuerpo un bote

bamboleado por tu vida y mi muerte.

 

Tus puños enredados como ovillos,

pequeño feto, pequeño caracol,

cargando una rabia, las sobras de una rabia

que no puedo deshacer.

 

Incluso un canto a tu vuelo

cuando caíste de la casita del árbol del vecino,

cuando creías avanzar sobre el sólido cielo azul,

¿por qué no?, pensaste,

y dejando atrás las tablas simplemente

diste un paso al polvo.

 

Ah pequeño Ícaro,

mascaste una nube y mordiste el sol

y rodaste, de cabeza

no al mar, sino duro

sobre la dura grava prensada.

Caíste sobre el ojo, caíste de barba.

Qué ojo moro. Qué desmayo

para arrastrarte luego a casa

noqueado humpty-dumpty

hasta mis brazos.

 

Ah, niña humpty-dumpty,

Alegría te llamé.

Eso por sí mismo es el canto de otro

Y al nombrarte nombré

todo lo que eres...

excepto la zanja

donde te dejé una vez,

como vieja raíz incapaz de aferrarse,

la zanja donde te dejé

mientras navegaba en la locura

sobre los edificios y bajo los paraguas

navegué tres años

y la primera vela

y la segunda vela

y la tercera vela

de tu pastel de cumpleaños se consumieron solas.

Esa zanja que tanto quiero olvidar

y que tú a diario tratas de olvidar.

 

Incluso en el retrato de tercero

cuando repetiste año

cautiva en tu deseo de no crecer

—esa pequeña cárcel—

incluso aquí mantienes la distancia

con una sonrisa que muere temerosa

al esconder tu diente chueco.

Alegría, te llamo

y sin embargo, aquí mismo, tus ojos

con las persianas medio cerradas a los cañonazos,

sobre tu enorme sabiduría,

sobre los peces azules que nadan rápidos de un lado a otro

sobre calles diferentes y cuartos extraños,

sillas ajenas, comidas ajenas

preguntan: "¿Por qué me encerraron en el sótano?"

 

Y tengo palabras,

palabras que me siguen los pasos,

palabras para vender, podrías decir,

y tablas de multiplicar y letra cursiva

que no te ocupas de enseñarles a mis dedos

la cuna del gato y la escoba de la bruja.

 

¡Sí! Doy instrucciones antes de la cena

y abrazos tras la cena y sin embargo esos ojos

—lejos, lejos—

piden himnos...

sin culpa.

 

Y puedo decir tan sólo

un pequeño himno sin complicaciones

quería escribir

y tu nombre es lo único que encuentro.

Hubo tal canción,

pero está magullada.

No es mía.

 

Algún día saltarás a su ritmo

como saltarás lejos del diapasón de esta casa.

¡Será un día feriado, un desfile, una fiesta!

Entonces volarás.

Realmente volarás.

Y luego tú, simplemente, calmadamente,

harás tus propias piedras, tus propios planos,

tu propio sonido.

 

Quería escribir un poema así,

con tales músicas, con tales acompañamientos de guitarra

en los bordes dentados del sonido intenté

ahuyentar las legiones del ruido;

en el rompeolas intenté

atrapar la estrella que es cada uno de los barcos;

y al cerrar las manos

busqué sus casas

y silencios.

 

Sólo uno encontré

fuiste mía

y te presté.

Busco himnos sin complicaciones

pero el amor no los tiene.

 

 

Esponsales con los ángeles

 

Estaba cansada de ser mujer

cansada de ollas y cucharas,

cansada de mi boca y de mis senos,

cansada de afeites y cansada de sedas.

Aún había hombres sentados a mi mesa,

en círculo ante el cáliz que yo les ofrecía.

El cáliz rebosante de uvas moradas

y moscas que zumbaban atraídas al olor

aún mi padre vino, trajo su hueso blanco.

Pero estaba cansada del género en las cosas.

 

Anoche tuve un sueño

y le dije...

"Tú eres la respuesta.

Vivirás más que mi esposo, vivirás más que mi padre."

Veía en este sueño la ciudad encadenada

donde se ejecutó a Juana de Arco vestida de varón

el natural de los ángeles seguía siendo un enigma

ya que no hay dos siquiera de igual condición,

uno tiene nariz, aquél lleva en la mano su oreja,

otro mastica el astro, por dar cuenta de su órbita

cada cual una línea, se obedece a sí mismo

cumpliendo las funciones de Dios,

aquella persona aparte.

 

"Tú eres la respuesta",

así dije y entré

me tendí a las puertas de aquella ciudad.

Sujetaron, mi cuerpo rodeado de eslabones

perdí género común, perdí apariencia final.

Adán se colocó a mi izquierda

y a mi derecha Eva

ambos del todo incongruentes con el mundo racional,

trenzamos nuestros brazos

cabalgamos bajo el sol

y no era ya mujer

tampoco esto ni aquello.

 

Oh, hijas de Jerusalem,

el rey me trajo a su aposento.

Soy morena y soy hermosa.

Me han abierto y desnudado.

No tengo brazos ni piernas.

Como el pez, soy una sola piel

Y no soy más mujer

de lo que Cristo fue varón.

 

Febrero de 1963

(de Live or Die)

 

 

Para el año de los locos 

 

Una plegaria

 

Oh, María, madre frágil,

escúchame, escúchame ahora

aunque desconozca tus palabras.

El rosario negro con su Cristo de plata

está sin bendecir en mi mano

pues soy la descreída.

Cada cuenta en mis dedos, redonda y dura

es un pequeño ángel negro.

Oh, María, concédeme esta gracia,

esta transgresión,

aunque sea fea,

inmersa en mi pasado

y mi locura.

Aunque hay sillas

me tiendo en el piso.

Sólo mis manos viven

tocando las cuentas.

Palabra a palabra tropiezo.

Principiante, siento tu boca tocar la mía.

 

Cuento las cuentas como olas

martilleando sobre mí.

Su número me marea,

enferma, enferma en el calor del verano

la ventana, arriba

es la única que escucha mi torpe ser.

Gran cautivadora, consoladora.

Me da aliento,

murmura,

exhala su inflamado pulmón como un enorme pez

 

Más y más cerca

está la hora de mi muerte

mientras compongo la cara, retrocedo,

pierdo madurez y mi pelo se alacia.

Todo esto es muerte.

Hay un callejón angosto llamado muerte,

en donde me muevo

como en el agua.

Mi cuerpo es inútil.

Yace, ovillado como perro en la alfombra.

Se ha rendido.

No hay palabras aquí sino las aprendidas a medias,

el Ave María y el llena de gracia.

He penetrado ahora al año sin palabras.

Noto su extraño arribo y su voltaje exacto.

Existe sin palabras.

Sin palabras puede tocarse el pan

o recibirse el pan

o no hacer ruido.

 

Oh, María, tierna doctora

ven con polvos y con yerbas

pues estoy en el centro.

Es muy pequeño y el aire es gris

como el de un baño de vapor.

Me dan vino como al niño le dan leche.

Lo ponen en un cáliz delicado

con el hueco redondo y el borde delgado.

El vino tiene color de brea, añejo y secreto.

Por sí mismo sube a mi boca el cáliz

y lo veo y lo entiendo

sólo porque sucedió.

Tengo miedo de toser

pero no hablo,

miedo a la lluvia, miedo al jinete

que a mi boca cabalga.

El cáliz se inclina por sí mismo

y me enciendo.

Veo dos ríos angostos quemándome el mentón.

Me veo como quien mira a otro.

Me han cortado en dos.

 

Oh, María, levanta los párpados.

Estoy en el imperio del silencio,

en el reino del dormido y del loco.

Hay sangre aquí

y la he bebido.

Oh, madre del vientre

¿vine sólo por la sangre?

Oh, pequeña madre,

estoy en mi propia mente.

Cautiva en la casa errada.

 

Agosto de 1963

(de Live or Die)

 

 

Huye en tu asno

 

Ma faim, Anne, Anne

Fuis sur ton âne…

Rimbaud

 

 

 

Ya que no había

adónde huir,

regresé a la escena de los sentidos desquiciados,

regresé anoche a medianoche,

llegué en la noche cerrada de junio

sin equipaje, sin defensas,

entregué las llaves del coche y mi dinero,

quedándome solamente con mi cajetilla de Salem

como niño que se aferra a su juguete.

Me registré donde un desconocido

trazó unas X de tinta

—pues éste es un hospital de locos,

no un juego de niños.

 

Hoy un interno golpea mis rodillas

buscando reflejos.

En otros tiempos hubiera guiñado y mendigado droga.

Hoy soy terriblemente paciente.

Hoy los cuervos juegan a las cartas

sobre el estetoscopio.

 

Todos me han abandonado

excepto mi musa,

la buena enfermera.

Se queda en mi mano,

manso ratón blanco.

Las cortinas, delgadas y perezosas

ondean y se agitan y caen

como las faldas victorianas

de mis dos tías solteronas

en su tienda de antigüedades.

 

Enviaron a las avispas.

Apiñadas en las persianas como arreglos florales.

Avispas, arrastrando sus agudos aguijones,

se apiñan: saben todo;

zumban afuera: la avispa sabe.

Lo escuché de niña

pero, ¿qué quiere decir?

¿Qué sucedió con Jack y Doc y Reegy?

¿Quién recuerda lo que acecha en el corazón del hombre?

¿Qué quería decir la Gran Avispa Verde con aquello de

que sabía?

¿O lo recuerdo mal?

¿O es la Sombra quien me mira desde

el radio, junto a la cama?

 

Ahora es ¡din! ¡din! ¡din!

mientras en el cuarto de al lado las damas discuten

y se mondan los dientes.

Arriba una muchacha se ovilla como caracol;

en otro cuarto alguien intenta comerse un zapato;

un adolescente, en tanto, con calcetines blancos de tenis

trota de arriba a abajo en el pasillo.

Un doctor nuevo hace la ronda

pregonando tranquilizantes, insulina, shocks

a los no iniciados.

 

¡Seis años de estas pequeñas cuitas!

¡Seis años yendo y viniendo a este lugar!

¡Ay, mi hambre! ¡Mi hambre!

Podría haberle dado dos vueltas al mundo

o haber tenido más hijos —todos hombres.

Fue un viaje largo con días cortos

y sin lugares nuevos.

 

Aquí,

las mismas caras de siempre,

la misma escena decadente.

El alcohólico llega con sus palos de golf.

La suicida llega con unas cuantas píldoras de más

cosidas al forro del vestido.

Los huéspedes permanentes están sin novedad.

Sus caras pequeñas siguen siendo

las de un bebé con ictericia.

Mientras tanto,

sacaron a mi madre,

como muñeca ajena, envuelta en sábanas,

la mandíbula amarrada y los huecos retacados.

También a mi padre. Se extinguió con la sangre putrefacta

que usó con otras mujeres del Medio Oeste.

Salió curado un viejo alcohólico

los pies torcidos y las manos inútiles.

Salió llamando a su padre

muerto en soledad hace años

—ese banquero gordo que encerraron

con genes suspendidos como dólares

envuelto en su secreto,

bien atado en la camisa de fuerza.

 

Pero tú, mi doctor, mi partidario,

fuiste mejor que Cristo;

prometiste un mundo nuevo:

decirme quién

era yo.

 

La mayor parte del tiempo

fui extranjera,

maldita y en trance —esa cabañita,

ese lugar desnudo, azul venoso—

mis ojos cerrados a tu consultorio confuso,

ojos rondando en mi infancia,

ojos recién cortados.

Años de insinuaciones

engarzadas —historia de caso por entregas—

treinta y tres años del mismo incesto insípido

sosteniéndonos a ambos.

Tú, mi analista soltero

sentado en Marborough Street,

compartiendo con tu madre el consultorio

y regalando en Año Nuevo cigarrillos,

el nuevo Dios,

administrador de la Biblia de Gedeón.

 

Era tu alumna de tercero

con su estrellita azul en la frente.

En trance podía tener cualquier edad,

voz, gesto —todo retrocedía

como reloj de botica.

Despierta, aprendía sueños de memoria.

Los sueños salieron a la arena

como luchadores aficionados

—mala apuesta todos—

hasta podían ganar

pues no había otros.

 

Los miraba,

concentrándome sobre el precipicio

como quien mira una cantera

muchas millas abajo,

mis manos colgando como ganchos

para extraer los sueños de sus jaulas.

¡Ay, mi hambre! ¡Mi hambre!

 

Una vez,

fuera de tu oficina,

me desplomé con un desmayo pasado de moda

entre los coches estacionados en lugares prohibidos.

Me dejé caer

y fingí estar muerta durante ocho horas.

Pensé que había muerto

en una tormenta de nieve.

Sobre mi cabeza

las cadenas castañeaban como dientes

cavando su paso en la calle nevada.

Yacía

como un abrigo desechado.

Me subiste otra vez,

torpe, tiernamente,

con ayuda de tu secretaria de pelo rojo

y porte de salvavidas.

Mis zapatos,

recuerdo,

se perdieron en la nieve

como si planeara no volver a caminar nunca más.

 

Eso fue el invierno

en que murió mi madre,

medio enloquecida por la morfina,

reventando, por fin,

como cerda preñada.

Yo fui su soñador mal de ojo.

De hecho,

llevaba en mi bolsa un cuchillo

—el buen L.L.Bean de caza de mi esposo.

No sabía a ciencia cierta si apuñalaría una llanta

o si destriparía un sueño.

 

Me enseñaste

a creer en los sueños;

así pues, fui dragadora.

Como vieja de dedos artríticos los tomaba

escurriéndoles el agua con cuidado

—dulces juguetes oscuros,

y, misteriosos, sobre todo,

antes de volverse débiles y quejumbrosos.

¡Ay, mi hambre! ¡Mi hambre!

Soy quien

abrió como cirujano

los tibios párpados

y sacó a las muchachas

a gruñir como peces.

 

Te conté,

dije

—pero mentía—

que el cuchillo era para mi madre…

y luego la despaché.

 

Las cortinas se agitan

y se hunden entre los barrotes.

Son mis dos damas flacas

llamadas Blanca y Rosa.

Afuera han podado

los prados como los de una propiedad de Newport.

Más allá, en el campo,

crece algo amarillo.

¿Fue hace un mes o hace un año

que la ambulancia se precipitó como carroza fúnebre

anunciando con su sirena un suicidio

—din, din, din—

silbato nocturno entre semáforos

insistiendo todo el recorrido en pregonar la vida?

 

He vuelto

pero la locura ya no es lo que solía ser.

¡Ha perdido su chispa!

¡Su inocencia!

El colega-paciente del sombrero de chimenea,

sus chistes fieros, la sonrisa maniaca

—hasta él parece borroso, pequeño y pálido.

He regresado,

reincidente,

sujeta a la pared de mosaico como destapacaños,

presa, como un convicto

tan pobre

que acaba por enamorarse de su celda.

 

Parada ante esta ventana vieja

me quejo de la sopa,

examino el terreno,

me doy el lujo de la vida desperdiciada.

Pronto levantaré la cara buscando una bandera blanca,

y cuando Dios llegue al fuerte

no escupiré y guardaré silencio ante su dedo.

Lo comeré como a una flor blanca.

¿Es éste el viejo truco, gastarse,

el cráneo que espera sus dosis

de electricidad?

 

Esto es la locura

salvo por esta especie de hambre.

De qué sirven mis preguntas

en semejante jerarquía de muerte

donde tierra y rocas suenan

¡din! ¡din! ¡din!

No podría llamársele una fiesta.

Es mi estómago lo que me atormenta.

¡Den vuelta, mis hambres!

Aunque sea una vez decidan algo deliberadamente.

Hay cerebros aquí que se pudren

como plátanos ennegrecidos.

Los corazones se han achatado como los platos de la cena.

 

Anne, Anne,

huye en tu asno,

huye de este triste hotel,

móntate en alguna bestia de pelo,

galopa hacia atrás presionando

tus nalgas en sus flancos,

siéntate de algún modo en su torpe trote.

¡Galopa fuera

de cualquier manera, como quieras!

Aquí todos hablan a su propia boca.

Eso es lo que significa estar loco.

Aquéllos a quienes más amé murieron de eso

—la enfermedad del idiota.

 

 

Junio de 1962

(de Live or Die)

Tomado de:

http://www.materialdelectura.unam.mx/index.php/poesia-moderna/16-poesia-moderna-cat/252-109-anne-sexton?showall=1

 

 

Esperando morir

Ahora que lo preguntas, no recuerdo muchos días.

Camino metida en un sobre sin sellos postales para este viaje.

Es así, que como una lujuria innombrable, soy devuelta.

 

Aun entonces, no tengo nada contra la vida.

Conozco bien los brotes de hierba que mencionas

Y los muebles de casa que pusiste bajo el sol.

 

 

Pero los suicidas tienen un lenguaje especial.

Así como los carpinteros quieren saber cuáles herramientas.

Ellos nunca preguntan para que construir

 

Dos veces simplemente me declaré a mí misma

Haber poseído al enemigo, haber devorado al enemigo,

Tomado sus artificios, su magia.

 

De esta forma, profunda, meditada

Tibia como agua o aceite

Me he quedado babeando por el agujero de la boca.

 

No pienso en mi cuerpo como si fuera un bordado.

Incluso la córnea y los residuos de orina se fueron.

Los suicidas están listos para traicionar al cuerpo.

 

Aun siendo abortos, no siempre mueren,

Pero deslumbrados, no pueden olvidar la dulce droga.

A la cual desde niños les gustaba mirar y sonreír.

 

¡introducir toda esa vida bajo tu lengua!

Eso, por sí mismo, se convierte en pasión.

La muerte es una osamenta triste; amoratada, tú lo dijiste,

 

Y ahora ella espera por mí año tras año,

Para deshacer delicadamente un viejo deseo.

Para vaciar mi aliento de esta mala prisión.

Haciendo un balance, los suicidas

 

 

Flores y gusanos

Dejen dar a las flores un paseo

En lunes, para que pueda ver

Diez margaritas en un florero azul

Con, quizás una hormiga roja

Trepando hacia el centro de oro.

Un pedazo de campo en mi mesa,

Cerca de los gusanos que se agitan deslumbrados,

Moviéndose en el fondo de su viscosidad,

Moviéndose en lo profundo del abdomen de dios,

Moviéndose como aceite en el agua

Deslizándose al través de la buena tierra.

 

Las margaritas crecen salvajes

Como palomitas de maíz.

Ellas son la promesa de dios en el campo.

Soy tan feliz de amarlas, margaritas.

Así como ustedes de ser amadas,

Y encontrarlas mágicas, como un secreto

Del indolente campo.

Si todo el mundo recogiera margaritas

Las guerras terminarían, cesaría el frió común,

El desempleo terminaría, el mercado monetario se mantendría estable y no habría flotación de ninguna moneda.

Escucha mundo.

Si te tomaras el tiempo de recoger

Las flores blancas de corazón cobrizo,

Todo estaría mejor.

Ellas son humildes,

Son tan buenas como la sal.

Si alguien las hubiera llevado diariamente

Al cuarto de van Gogh, su oreja se hubiera quedado en su sitio.

Me gusta pensar que nadie moriría nunca mas

Si todos creyéramos en las margaritas,

Pero los gusanos lo saben mejor, ¿no es cierto?

Ellos se deslizan en el oído del cadáver

Escuchando sus grandes suspiros.

 

 

La verdad que los muertos conocen

Se acabó, digo, y me alejo de la iglesia,

rehusando la rígida procesión hacia la sepultura,

dejando a los muertos viajar solos en el coche fúnebre.

Es junio. Estoy cansada de ser valiente.

Conducimos hasta el Cabo. Crezco

por donde el sol se derrama desde el cielo,

por donde el mar se mece como una cancela

y nos emocionamos. Es en otro país donde muere la gente.

Querido, el viento se desploma como piedras

desde la bondadosa agua y cuando nos tocamos

nos penetramos por completo. Nadie está solo.

Los hombres matan por ello, o por cosas así.

¿Y qué ocurre con los muertos? Yacen sin zapatos

en sus barcas de piedra. Son más parecidos a la piedra

de lo que lo sería el mar si se detuviera. Rehusan

ser bendecidos, garganta, ojo y nudillo.

 

 

El beso

Mi boca florece como una herida.

He estado equivocada todo el año, tediosas

noches, nada sino ásperos codos en ellos

y delicadas cajas de Kleenex, llamando llora bebé

¡llora bebé, tonto!

 

Antes de ayer mi cuerpo estaba inútil.

Ahora está desgarrándose en sus rincones cuadrados.

Está desgarrando los vestidos de la Vieja Mary, nudo anudo

y mira, ahora está bombardeada con esos eléctricos cerrojos.

¡Zing! ¡Una resurrección!

 

 

Una vez fue un bote, bastante madera

y sin trabajo, sin agua salada debajo

y necesitando un poco de pintura. No había más

que un conjunto de tablas. Pero la elevaste, la encordaste.

Ella ha sido elegida.

 

Mis nervios están encendidos. Los oigo como

instrumentos musicales. Donde había silencio

los tambores, las cuerdas están tocando irremediablemente. Tú hiciste esto.

Puro genio trabajando. Querido, el compositor ha entrado

al fuego.

 

El aborto

Alguien que debió haber nacido

ya no está.

 

Así como la tierra frunció su boca,

cada brote pujando por salir de su nudo,

yo cambié de zapatos, y luego viajé hacia el sur.

Más allá de las Montañas Azules, donde

Pensilvania se encorva interminablemente

vistiendo, cual gato pintado, su pelo verde,

 

sus caminos hundidos como una gris tabla de lavar;

ahí, donde, por cierto, se agrieta la tierra perversamente

una oscura cavidad desde donde ha manado el carbón,

 

Alguien que debió haber nacido

ya no está.

 

la hierba tan erizada y vigorosa como un cebollín,

y yo preguntándome cuándo se rompería la tierra,

y yo preguntándome cómo hace lo frágil para sobrevivir;

allá en Pensilvania, conocí a un hombrecito,

que no era Rumpelstiltskin, para nada, para nada…

él se llevó la hinchazón que comenzó el amor.

Regresando al norte, hasta el cielo se adelgazó

como una ventana alta que no mira hacia ningún lado.

El camino era tan plano como una plancha de aluminio.

 

Alguien que debió haber nacido

ya no está.

 

Sí, mujer, una lógica como ésta lleva

a una pérdida sin muerte. O di lo que tenías que decir,

cobarde… este bebé que sangro yo.

 

 

El arte negro

Una mujer que escribe siente demasiado,

¡qué trances y portentos!

Como si los ciclos y los niños y las islas

no fueran suficiente; como si los enlutados y los chismes y las

verduras nunca fueran suficiente.

Ella piensa que puede advertir a las estrellas.

Una escritora es en esencia una espía.

Querido, yo soy esa niña.

 

Un hombre que escribe sabe demasiado,

¡tales hechizos y fetiches!

Como si las erecciones y los congresos y los productos

no fueran suficiente; como si las máquinas y los galeones

y las guerras no bastaran nunca.

Con muebles usados él hace un árbol.

Un escritor es en esencia un estafador.

Querido, tú eres ese hombre.

 

Nunca amándonos,

odiando hasta nuestros zapatos y sombreros,

querido, querido mío, nos amamos uno al otro.

Nuestras manos están celestes y suaves.

Nuestros ojos están llenos de confesiones terribles.

Pero cuando nos casamos,

los niños se retiran con asco.

Hay demasiada comida y no queda nadie

que se coma toda la extraña abundancia.

 

Ama de casa

Algunas mujeres contraen matrimonio con casas.

Es otro tipo de piel; tiene corazón,

boca, hígado y movimientos intestinales.

Los muros son permanentes y rosados.

Vean cómo se sienta sobre sus rodillas el día entero,

limpiándose abnegadamente.

Los hombres entran a la fuerza, succionador como Jonás

dentro de sus madres carnosas.

Una mujer es su madre.

Eso es lo más importante.

Tomado de:

https://www.isliada.org/poetas/anne-sexton/

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