Once de diciembre
Te pienso en la cama,
tu lengua mitad chocolate, mitad océano,
en las casas adonde llegas,
en tu cabeza con pelo de alambre,
en tus manos persistentes y también
en las barreras que carcomíamos, pues somos dos.
Cómo entras y tomas mi copa de sangre
y me unes y te llevas mi salmuera.
Estamos desvestidos. Desnudos hasta los huesos
y nadamos uno tras otro y remontamos y remontamos
el río, el río idéntico llamado Mío
y entramos juntos. Nadie está solo.
(de Love Poems)
Niñita, mi ejote, mi dulce mujer
a Linda*
Mi hija, a los once
(casi doce), es un jardín.
¡Ah, querida! Nacida en este dulce traje de cumpleaños
habiéndolo conocido y poseído hace tanto,
has de contemplar ahora el arribo del exacto mediodía
—mediodía, es hora fantasma.
Ah, niñita chistosa, bajo el cielo de arándanos,
ésta. ¿Cómo decirte que sé
exactamente lo que sabes, exactamente dónde estás?
No es un lugar ajeno, esta casa extraña
donde tu cara se sienta en mi mano tan llena de distancia,
tan llena de su fiebre inmediata.
El verano se posesionó de ti,
como de mí, al ver en Amalfi el mes pasado
limones del tamaño del globo terráqueo en tu escritorio
—ese mapa miniatura del mundo—
y podría hablar también
de los puestos de hongos del mercado
y de los brotes de ajo engullidos.
O pienso incluso en la huerta de al lado,
donde las bayas maduraron
y las manzanas empiezan a hincharse.
Y una vez, recuerdo, en nuestro primer patio
sembré tantos ejotes amarillos
que nunca pudimos terminarnos.
Ah, niñita,
mi ejote,
¿cómo creces?
Creces así.
No se te puede acabar de comer.
Oigo
como en sueños
las charlas de las viejas
hablando de feminidad.
No recuerdo haber escuchado nada.
Estaba sola.
Aguardaba como un tiro al blanco.
Deja entrar al mediodía
—esa hora de fantasmas.
Los romanos, hace mucho, creyeron
que el mediodía era la hora del fantasma,
yo también puedo creerlo
bajo el sol que sobresalta;
y algún día llegarán a ti,
algún día, hombres de torso desnudo, jóvenes romanos
—a mediodía, cual les cuadra—
con martillos y escaleras
cuando nadie duerme.
Pero antes de que entren
habré dicho,
tus huesos son hermosos,
y antes que sus manos extrañas
estuvo siempre ésta, forjadora.
Ah querida, deja entrar a tu cuerpo,
deja que te ate,
en sosiego.
Lo que quiero decir, Linda,
es que las mujeres nacen dos veces.
Si hubiera podido verte crecer
como una madre maga podría haberlo hecho,
si hubiera podido ver a través de mi mágico vientre
transparente,
cuánto madurar hubiera madurado allí dentro:
tu embrión,
tu semilla ganando autonomía,
la vida aplaudiendo en las cabeceras,
huesos en el estanque,
pulgares y dos ojos misteriosos,
la cabeza terriblemente humana,
el corazón brincoteando como cachorro,
los importantes pulmones,
el llegar a ser
—mientras llega a serlo,
como sucede ahora,
un mundo propio,
un sitio delicado.
Saludo
estos temblores y tropezones y estridencias,
esta música, estos brotes,
esta música de locos osos bailarines,
esta azúcar necesaria,
estos ires y venires.
Ah, niñita,
mi ejote,
¿cómo creces?
Creces así.
No se te puede acabar de comer.
Lo que quiero decir, Linda,
es que no hay nada en tu cuerpo que mienta.
Todo lo nuevo te dice la verdad.
Aquí estoy, esa otra persona,
un árbol viejo en el traspatio.
Querida,
párate quieta ante tu puerta,
segura de ti, una piedra blanca, una piedra buena
—tan excepcional como la risa
encenderás el fuego,
¡ese algo nuevo!
14 de julio de 1964
(de Live or Die)
* Poema dedicado a su hija Linda.
Un pequeño himno sin complicaciones
a Joy
es lo que quise escribir.
¡Hubo tal canción!
Un canto a tus rótulas,
un canto a tus costillas,
—esos árboles delicados que entierran tu corazón—
un canto a tu librero
donde veinte patos de vidrio soplado se alinean en fila
veneciana;
un canto a tus elegantes zapatos de tacón,
a tu patineta rojo fuego,
a tus veinte dedos mugrosos,
al tejido rosa que comienzas
y nunca logras terminar,
a tus dibujos hechos con pinturas de agua,
—todos los ángeles haciendo muecas—
un canto a tu risa
que sin cesar se menea en mi sueño como cuchara.
Incluso un canto a tu noche
cuando en la ola calurosa del verano pasado
tu fiebre llegaba a 40, durante dos semanas;
cuando dormías con la cabeza en el alféizar de la ventana,
tu sed resplandeciente y pesada mientras cuchareaba el
agua,
a labios secos como viejas gomas de borrar,
tus ojos cerrados a los gusanos aplastados de junio,
los labios moviéndose, murmurando,
enviando cartas hasta las estrellas.
Soñando, soñando;
tu cuerpo un bote
bamboleado por tu vida y mi muerte.
Tus puños enredados como ovillos,
pequeño feto, pequeño caracol,
cargando una rabia, las sobras de una rabia
que no puedo deshacer.
Incluso un canto a tu vuelo
cuando caíste de la casita del árbol del vecino,
cuando creías avanzar sobre el sólido cielo azul,
¿por qué no?, pensaste,
y dejando atrás las tablas simplemente
diste un paso al polvo.
Ah pequeño Ícaro,
mascaste una nube y mordiste el sol
y rodaste, de cabeza
no al mar, sino duro
sobre la dura grava prensada.
Caíste sobre el ojo, caíste de barba.
Qué ojo moro. Qué desmayo
para arrastrarte luego a casa
noqueado humpty-dumpty
hasta mis brazos.
Ah, niña humpty-dumpty,
Alegría te llamé.
Eso por sí mismo es el canto de otro
Y al nombrarte nombré
todo lo que eres...
excepto la zanja
donde te dejé una vez,
como vieja raíz incapaz de aferrarse,
la zanja donde te dejé
mientras navegaba en la locura
sobre los edificios y bajo los paraguas
navegué tres años
y la primera vela
y la segunda vela
y la tercera vela
de tu pastel de cumpleaños se consumieron solas.
Esa zanja que tanto quiero olvidar
y que tú a diario tratas de olvidar.
Incluso en el retrato de tercero
cuando repetiste año
cautiva en tu deseo de no crecer
—esa pequeña cárcel—
incluso aquí mantienes la distancia
con una sonrisa que muere temerosa
al esconder tu diente chueco.
Alegría, te llamo
y sin embargo, aquí mismo, tus ojos
con las persianas medio cerradas a los cañonazos,
sobre tu enorme sabiduría,
sobre los peces azules que nadan rápidos de un lado a otro
sobre calles diferentes y cuartos extraños,
sillas ajenas, comidas ajenas
preguntan: "¿Por qué me encerraron en el sótano?"
Y tengo palabras,
palabras que me siguen los pasos,
palabras para vender, podrías decir,
y tablas de multiplicar y letra cursiva
que no te ocupas de enseñarles a mis dedos
la cuna del gato y la escoba de la bruja.
¡Sí! Doy instrucciones antes de la cena
y abrazos tras la cena y sin embargo esos ojos
—lejos, lejos—
piden himnos...
sin culpa.
Y puedo decir tan sólo
un pequeño himno sin complicaciones
quería escribir
y tu nombre es lo único que encuentro.
Hubo tal canción,
pero está magullada.
No es mía.
Algún día saltarás a su ritmo
como saltarás lejos del diapasón de esta casa.
¡Será un día feriado, un desfile, una fiesta!
Entonces volarás.
Realmente volarás.
Y luego tú, simplemente, calmadamente,
harás tus propias piedras, tus propios planos,
tu propio sonido.
Quería escribir un poema así,
con tales músicas, con tales acompañamientos de guitarra
en los bordes dentados del sonido intenté
ahuyentar las legiones del ruido;
en el rompeolas intenté
atrapar la estrella que es cada uno de los barcos;
y al cerrar las manos
busqué sus casas
y silencios.
Sólo uno encontré
fuiste mía
y te presté.
Busco himnos sin complicaciones
pero el amor no los tiene.
Esponsales con los ángeles
Estaba cansada de ser mujer
cansada de ollas y cucharas,
cansada de mi boca y de mis senos,
cansada de afeites y cansada de sedas.
Aún había hombres sentados a mi mesa,
en círculo ante el cáliz que yo les ofrecía.
El cáliz rebosante de uvas moradas
y moscas que zumbaban atraídas al olor
aún mi padre vino, trajo su hueso blanco.
Pero estaba cansada del género en las cosas.
Anoche tuve un sueño
y le dije...
"Tú eres la respuesta.
Vivirás más que mi esposo, vivirás más que mi padre."
Veía en este sueño la ciudad encadenada
donde se ejecutó a Juana de Arco vestida de varón
el natural de los ángeles seguía siendo un enigma
ya que no hay dos siquiera de igual condición,
uno tiene nariz, aquél lleva en la mano su oreja,
otro mastica el astro, por dar cuenta de su órbita
cada cual una línea, se obedece a sí mismo
cumpliendo las funciones de Dios,
aquella persona aparte.
"Tú eres la respuesta",
así dije y entré
me tendí a las puertas de aquella ciudad.
Sujetaron, mi cuerpo rodeado de eslabones
perdí género común, perdí apariencia final.
Adán se colocó a mi izquierda
y a mi derecha Eva
ambos del todo incongruentes con el mundo racional,
trenzamos nuestros brazos
cabalgamos bajo el sol
y no era ya mujer
tampoco esto ni aquello.
Oh, hijas de Jerusalem,
el rey me trajo a su aposento.
Soy morena y soy hermosa.
Me han abierto y desnudado.
No tengo brazos ni piernas.
Como el pez, soy una sola piel
Y no soy más mujer
de lo que Cristo fue varón.
Febrero de 1963
(de Live or Die)
Para el año de los locos
Una plegaria
Oh, María, madre frágil,
escúchame, escúchame ahora
aunque desconozca tus palabras.
El rosario negro con su Cristo de plata
está sin bendecir en mi mano
pues soy la descreída.
Cada cuenta en mis dedos, redonda y dura
es un pequeño ángel negro.
Oh, María, concédeme esta gracia,
esta transgresión,
aunque sea fea,
inmersa en mi pasado
y mi locura.
Aunque hay sillas
me tiendo en el piso.
Sólo mis manos viven
tocando las cuentas.
Palabra a palabra tropiezo.
Principiante, siento tu boca tocar la mía.
Cuento las cuentas como olas
martilleando sobre mí.
Su número me marea,
enferma, enferma en el calor del verano
la ventana, arriba
es la única que escucha mi torpe ser.
Gran cautivadora, consoladora.
Me da aliento,
murmura,
exhala su inflamado pulmón como un enorme pez
Más y más cerca
está la hora de mi muerte
mientras compongo la cara, retrocedo,
pierdo madurez y mi pelo se alacia.
Todo esto es muerte.
Hay un callejón angosto llamado muerte,
en donde me muevo
como en el agua.
Mi cuerpo es inútil.
Yace, ovillado como perro en la alfombra.
Se ha rendido.
No hay palabras aquí sino las aprendidas a medias,
el Ave María y el llena de gracia.
He penetrado ahora al año sin palabras.
Noto su extraño arribo y su voltaje exacto.
Existe sin palabras.
Sin palabras puede tocarse el pan
o recibirse el pan
o no hacer ruido.
Oh, María, tierna doctora
ven con polvos y con yerbas
pues estoy en el centro.
Es muy pequeño y el aire es gris
como el de un baño de vapor.
Me dan vino como al niño le dan leche.
Lo ponen en un cáliz delicado
con el hueco redondo y el borde delgado.
El vino tiene color de brea, añejo y secreto.
Por sí mismo sube a mi boca el cáliz
y lo veo y lo entiendo
sólo porque sucedió.
Tengo miedo de toser
pero no hablo,
miedo a la lluvia, miedo al jinete
que a mi boca cabalga.
El cáliz se inclina por sí mismo
y me enciendo.
Veo dos ríos angostos quemándome el mentón.
Me veo como quien mira a otro.
Me han cortado en dos.
Oh, María, levanta los párpados.
Estoy en el imperio del silencio,
en el reino del dormido y del loco.
Hay sangre aquí
y la he bebido.
Oh, madre del vientre
¿vine sólo por la sangre?
Oh, pequeña madre,
estoy en mi propia mente.
Cautiva en la casa errada.
Agosto de 1963
(de Live or Die)
Huye en tu asno
Ma faim, Anne, Anne
Fuis sur ton âne…
Rimbaud
Ya que no había
adónde huir,
regresé a la escena de los sentidos desquiciados,
regresé anoche a medianoche,
llegué en la noche cerrada de junio
sin equipaje, sin defensas,
entregué las llaves del coche y mi dinero,
quedándome solamente con mi cajetilla de Salem
como niño que se aferra a su juguete.
Me registré donde un desconocido
trazó unas X de tinta
—pues éste es un hospital de locos,
no un juego de niños.
Hoy un interno golpea mis rodillas
buscando reflejos.
En otros tiempos hubiera guiñado y mendigado droga.
Hoy soy terriblemente paciente.
Hoy los cuervos juegan a las cartas
sobre el estetoscopio.
Todos me han abandonado
excepto mi musa,
la buena enfermera.
Se queda en mi mano,
manso ratón blanco.
Las cortinas, delgadas y perezosas
ondean y se agitan y caen
como las faldas victorianas
de mis dos tías solteronas
en su tienda de antigüedades.
Enviaron a las avispas.
Apiñadas en las persianas como arreglos florales.
Avispas, arrastrando sus agudos aguijones,
se apiñan: saben todo;
zumban afuera: la avispa sabe.
Lo escuché de niña
pero, ¿qué quiere decir?
¿Qué sucedió con Jack y Doc y Reegy?
¿Quién recuerda lo que acecha en el corazón del hombre?
¿Qué quería decir la Gran Avispa Verde con aquello de
que sabía?
¿O lo recuerdo mal?
¿O es la Sombra quien me mira desde
el radio, junto a la cama?
Ahora es ¡din! ¡din! ¡din!
mientras en el cuarto de al lado las damas discuten
y se mondan los dientes.
Arriba una muchacha se ovilla como caracol;
en otro cuarto alguien intenta comerse un zapato;
un adolescente, en tanto, con calcetines blancos de tenis
trota de arriba a abajo en el pasillo.
Un doctor nuevo hace la ronda
pregonando tranquilizantes, insulina, shocks
a los no iniciados.
¡Seis años de estas pequeñas cuitas!
¡Seis años yendo y viniendo a este lugar!
¡Ay, mi hambre! ¡Mi hambre!
Podría haberle dado dos vueltas al mundo
o haber tenido más hijos —todos hombres.
Fue un viaje largo con días cortos
y sin lugares nuevos.
Aquí,
las mismas caras de siempre,
la misma escena decadente.
El alcohólico llega con sus palos de golf.
La suicida llega con unas cuantas píldoras de más
cosidas al forro del vestido.
Los huéspedes permanentes están sin novedad.
Sus caras pequeñas siguen siendo
las de un bebé con ictericia.
Mientras tanto,
sacaron a mi madre,
como muñeca ajena, envuelta en sábanas,
la mandíbula amarrada y los huecos retacados.
También a mi padre. Se extinguió con la sangre putrefacta
que usó con otras mujeres del Medio Oeste.
Salió curado un viejo alcohólico
los pies torcidos y las manos inútiles.
Salió llamando a su padre
muerto en soledad hace años
—ese banquero gordo que encerraron
con genes suspendidos como dólares
envuelto en su secreto,
bien atado en la camisa de fuerza.
Pero tú, mi doctor, mi partidario,
fuiste mejor que Cristo;
prometiste un mundo nuevo:
decirme quién
era yo.
La mayor parte del tiempo
fui extranjera,
maldita y en trance —esa cabañita,
ese lugar desnudo, azul venoso—
mis ojos cerrados a tu consultorio confuso,
ojos rondando en mi infancia,
ojos recién cortados.
Años de insinuaciones
engarzadas —historia de caso por entregas—
treinta y tres años del mismo incesto insípido
sosteniéndonos a ambos.
Tú, mi analista soltero
sentado en Marborough Street,
compartiendo con tu madre el consultorio
y regalando en Año Nuevo cigarrillos,
el nuevo Dios,
administrador de la Biblia de Gedeón.
Era tu alumna de tercero
con su estrellita azul en la frente.
En trance podía tener cualquier edad,
voz, gesto —todo retrocedía
como reloj de botica.
Despierta, aprendía sueños de memoria.
Los sueños salieron a la arena
como luchadores aficionados
—mala apuesta todos—
hasta podían ganar
pues no había otros.
Los miraba,
concentrándome sobre el precipicio
como quien mira una cantera
muchas millas abajo,
mis manos colgando como ganchos
para extraer los sueños de sus jaulas.
¡Ay, mi hambre! ¡Mi hambre!
Una vez,
fuera de tu oficina,
me desplomé con un desmayo pasado de moda
entre los coches estacionados en lugares prohibidos.
Me dejé caer
y fingí estar muerta durante ocho horas.
Pensé que había muerto
en una tormenta de nieve.
Sobre mi cabeza
las cadenas castañeaban como dientes
cavando su paso en la calle nevada.
Yacía
como un abrigo desechado.
Me subiste otra vez,
torpe, tiernamente,
con ayuda de tu secretaria de pelo rojo
y porte de salvavidas.
Mis zapatos,
recuerdo,
se perdieron en la nieve
como si planeara no volver a caminar nunca más.
Eso fue el invierno
en que murió mi madre,
medio enloquecida por la morfina,
reventando, por fin,
como cerda preñada.
Yo fui su soñador mal de ojo.
De hecho,
llevaba en mi bolsa un cuchillo
—el buen L.L.Bean de caza de mi esposo.
No sabía a ciencia cierta si apuñalaría una llanta
o si destriparía un sueño.
Me enseñaste
a creer en los sueños;
así pues, fui dragadora.
Como vieja de dedos artríticos los tomaba
escurriéndoles el agua con cuidado
—dulces juguetes oscuros,
y, misteriosos, sobre todo,
antes de volverse débiles y quejumbrosos.
¡Ay, mi hambre! ¡Mi hambre!
Soy quien
abrió como cirujano
los tibios párpados
y sacó a las muchachas
a gruñir como peces.
Te conté,
dije
—pero mentía—
que el cuchillo era para mi madre…
y luego la despaché.
Las cortinas se agitan
y se hunden entre los barrotes.
Son mis dos damas flacas
llamadas Blanca y Rosa.
Afuera han podado
los prados como los de una propiedad de Newport.
Más allá, en el campo,
crece algo amarillo.
¿Fue hace un mes o hace un año
que la ambulancia se precipitó como carroza fúnebre
anunciando con su sirena un suicidio
—din, din, din—
silbato nocturno entre semáforos
insistiendo todo el recorrido en pregonar la vida?
He vuelto
pero la locura ya no es lo que solía ser.
¡Ha perdido su chispa!
¡Su inocencia!
El colega-paciente del sombrero de chimenea,
sus chistes fieros, la sonrisa maniaca
—hasta él parece borroso, pequeño y pálido.
He regresado,
reincidente,
sujeta a la pared de mosaico como destapacaños,
presa, como un convicto
tan pobre
que acaba por enamorarse de su celda.
Parada ante esta ventana vieja
me quejo de la sopa,
examino el terreno,
me doy el lujo de la vida desperdiciada.
Pronto levantaré la cara buscando una bandera blanca,
y cuando Dios llegue al fuerte
no escupiré y guardaré silencio ante su dedo.
Lo comeré como a una flor blanca.
¿Es éste el viejo truco, gastarse,
el cráneo que espera sus dosis
de electricidad?
Esto es la locura
salvo por esta especie de hambre.
De qué sirven mis preguntas
en semejante jerarquía de muerte
donde tierra y rocas suenan
¡din! ¡din! ¡din!
No podría llamársele una fiesta.
Es mi estómago lo que me atormenta.
¡Den vuelta, mis hambres!
Aunque sea una vez decidan algo deliberadamente.
Hay cerebros aquí que se pudren
como plátanos ennegrecidos.
Los corazones se han achatado como los platos de la cena.
Anne, Anne,
huye en tu asno,
huye de este triste hotel,
móntate en alguna bestia de pelo,
galopa hacia atrás presionando
tus nalgas en sus flancos,
siéntate de algún modo en su torpe trote.
¡Galopa fuera
de cualquier manera, como quieras!
Aquí todos hablan a su propia boca.
Eso es lo que significa estar loco.
Aquéllos a quienes más amé murieron de eso
—la enfermedad del idiota.
Junio de 1962
(de Live or Die)
Tomado de:
Esperando morir
Ahora que lo preguntas, no recuerdo muchos días.
Camino metida en un sobre sin sellos postales para este viaje.
Es así, que como una lujuria innombrable, soy devuelta.
Aun entonces, no tengo nada contra la vida.
Conozco bien los brotes de hierba que mencionas
Y los muebles de casa que pusiste bajo el sol.
Pero los suicidas tienen un lenguaje especial.
Así como los carpinteros quieren saber cuáles herramientas.
Ellos nunca preguntan para que construir
Dos veces simplemente me declaré a mí misma
Haber poseído al enemigo, haber devorado al enemigo,
Tomado sus artificios, su magia.
De esta forma, profunda, meditada
Tibia como agua o aceite
Me he quedado babeando por el agujero de la boca.
No pienso en mi cuerpo como si fuera un bordado.
Incluso la córnea y los residuos de orina se fueron.
Los suicidas están listos para traicionar al cuerpo.
Aun siendo abortos, no siempre mueren,
Pero deslumbrados, no pueden olvidar la dulce droga.
A la cual desde niños les gustaba mirar y sonreír.
¡introducir toda esa vida bajo tu lengua!
Eso, por sí mismo, se convierte en pasión.
La muerte es una osamenta triste; amoratada, tú lo dijiste,
Y ahora ella espera por mí año tras año,
Para deshacer delicadamente un viejo deseo.
Para vaciar mi aliento de esta mala prisión.
Haciendo un balance, los suicidas
Flores y gusanos
Dejen dar a las flores un paseo
En lunes, para que pueda ver
Diez margaritas en un florero azul
Con, quizás una hormiga roja
Trepando hacia el centro de oro.
Un pedazo de campo en mi mesa,
Cerca de los gusanos que se agitan deslumbrados,
Moviéndose en el fondo de su viscosidad,
Moviéndose en lo profundo del abdomen de dios,
Moviéndose como aceite en el agua
Deslizándose al través de la buena tierra.
Las margaritas crecen salvajes
Como palomitas de maíz.
Ellas son la promesa de dios en el campo.
Soy tan feliz de amarlas, margaritas.
Así como ustedes de ser amadas,
Y encontrarlas mágicas, como un secreto
Del indolente campo.
Si todo el mundo recogiera margaritas
Las guerras terminarían, cesaría el frió común,
El desempleo terminaría, el mercado monetario se mantendría
estable y no habría flotación de ninguna moneda.
Escucha mundo.
Si te tomaras el tiempo de recoger
Las flores blancas de corazón cobrizo,
Todo estaría mejor.
Ellas son humildes,
Son tan buenas como la sal.
Si alguien las hubiera llevado diariamente
Al cuarto de van Gogh, su oreja se hubiera quedado en su
sitio.
Me gusta pensar que nadie moriría nunca mas
Si todos creyéramos en las margaritas,
Pero los gusanos lo saben mejor, ¿no es cierto?
Ellos se deslizan en el oído del cadáver
Escuchando sus grandes suspiros.
La verdad que los muertos conocen
Se acabó, digo, y me alejo de la iglesia,
rehusando la rígida procesión hacia la sepultura,
dejando a los muertos viajar solos en el coche fúnebre.
Es junio. Estoy cansada de ser valiente.
Conducimos hasta el Cabo. Crezco
por donde el sol se derrama desde el cielo,
por donde el mar se mece como una cancela
y nos emocionamos. Es en otro país donde muere la gente.
Querido, el viento se desploma como piedras
desde la bondadosa agua y cuando nos tocamos
nos penetramos por completo. Nadie está solo.
Los hombres matan por ello, o por cosas así.
¿Y qué ocurre con los muertos? Yacen sin zapatos
en sus barcas de piedra. Son más parecidos a la piedra
de lo que lo sería el mar si se detuviera. Rehusan
ser bendecidos, garganta, ojo y nudillo.
El beso
Mi boca florece como una herida.
He estado equivocada todo el año, tediosas
noches, nada sino ásperos codos en ellos
y delicadas cajas de Kleenex, llamando llora bebé
¡llora bebé, tonto!
Antes de ayer mi cuerpo estaba inútil.
Ahora está desgarrándose en sus rincones cuadrados.
Está desgarrando los vestidos de la Vieja Mary, nudo anudo
y mira, ahora está bombardeada con esos eléctricos cerrojos.
¡Zing! ¡Una resurrección!
Una vez fue un bote, bastante madera
y sin trabajo, sin agua salada debajo
y necesitando un poco de pintura. No había más
que un conjunto de tablas. Pero la elevaste, la encordaste.
Ella ha sido elegida.
Mis nervios están encendidos. Los oigo como
instrumentos musicales. Donde había silencio
los tambores, las cuerdas están tocando irremediablemente. Tú
hiciste esto.
Puro genio trabajando. Querido, el compositor ha entrado
al fuego.
El aborto
Alguien que debió haber nacido
ya no está.
Así como la tierra frunció su boca,
cada brote pujando por salir de su nudo,
yo cambié de zapatos, y luego viajé hacia el sur.
Más allá de las Montañas Azules, donde
Pensilvania se encorva interminablemente
vistiendo, cual gato pintado, su pelo verde,
sus caminos hundidos como una gris tabla de lavar;
ahí, donde, por cierto, se agrieta la tierra perversamente
una oscura cavidad desde donde ha manado el carbón,
Alguien que debió haber nacido
ya no está.
la hierba tan erizada y vigorosa como un cebollín,
y yo preguntándome cuándo se rompería la tierra,
y yo preguntándome cómo hace lo frágil para sobrevivir;
allá en Pensilvania, conocí a un hombrecito,
que no era Rumpelstiltskin, para nada, para nada…
él se llevó la hinchazón que comenzó el amor.
Regresando al norte, hasta el cielo se adelgazó
como una ventana alta que no mira hacia ningún lado.
El camino era tan plano como una plancha de aluminio.
Alguien que debió haber nacido
ya no está.
Sí, mujer, una lógica como ésta lleva
a una pérdida sin muerte. O di lo que tenías que decir,
cobarde… este bebé que sangro yo.
El arte negro
Una mujer que escribe siente demasiado,
¡qué trances y portentos!
Como si los ciclos y los niños y las islas
no fueran suficiente; como si los enlutados y los chismes y
las
verduras nunca fueran suficiente.
Ella piensa que puede advertir a las estrellas.
Una escritora es en esencia una espía.
Querido, yo soy esa niña.
Un hombre que escribe sabe demasiado,
¡tales hechizos y fetiches!
Como si las erecciones y los congresos y los productos
no fueran suficiente; como si las máquinas y los galeones
y las guerras no bastaran nunca.
Con muebles usados él hace un árbol.
Un escritor es en esencia un estafador.
Querido, tú eres ese hombre.
Nunca amándonos,
odiando hasta nuestros zapatos y sombreros,
querido, querido mío, nos amamos uno al otro.
Nuestras manos están celestes y suaves.
Nuestros ojos están llenos de confesiones terribles.
Pero cuando nos casamos,
los niños se retiran con asco.
Hay demasiada comida y no queda nadie
que se coma toda la extraña abundancia.
Ama de casa
Algunas mujeres contraen matrimonio con casas.
Es otro tipo de piel; tiene corazón,
boca, hígado y movimientos intestinales.
Los muros son permanentes y rosados.
Vean cómo se sienta sobre sus rodillas el día entero,
limpiándose abnegadamente.
Los hombres entran a la fuerza, succionador como Jonás
dentro de sus madres carnosas.
Una mujer es su madre.
Eso es lo más importante.
Tomado de:
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