Retorno
Como el salmón que torna a la grava de la muerte,
remonto el río, calvo, seco, desdentado,
roto ya el oro de las ensoñaciones, desdichado,
veloz, cabezabajo.
Atrás: la tierra, su macho de furores, la tierra
como una esponja negra,
y un collar de sombras y pedradas en los ojos. Tú
que bajaste conmigo y eras un castaño claro,
que descendías como la mano blanca sobre la tecla
negra, dime, ¿qué fue? ¿Qué bestia
me apretó la cintura hasta derramarme,
vagabundo, ensimismado, con un hueso en el aire de
la cabeza? Adorabas al sol, evocabas otro lenguaje,
pero yo estaba muerto, mutilado, vivía en Asia, en
Oceanía, ostentaba la filosofía redonda de los perros,
pero el mundo era cuadrado, amor mío, ¡era cuadrado!
y tenía un florete de pestaña roja.
Nunca pude explicar. ¡Todo es inexplicable!
Todo tangible, húmedo alrededor, y se escapa como la
hembra del camello. Sólo tú tienes forma. ¡Arrójame tu vestido,
ahora que los sueños buscan una extraviada deidad,
un presagio encima de la muerte. Esta noche remonto el río, como el salmón
maldito que descendió al mar y vuelve díscolo, envuelto en pálidas
alucinaciones,
saltando sobre los rápidos, entre duelos y ráfagas
verdes, pero con el embrión muerto, el ojo muerto,
buscando para caer la piedra definitiva.
El rostro caído sobre la tecla
Impasible, como una reina de los ratones,
su diminuta cabeza que el sueño ha despojado, se
quiebra como un pez en la trama invisible, mostrando la nuca blanca
sobre el algodón y sus dioses egipcios.
De su ojo cuelga el barmellón de las sombras atadas,
y la fina
guarida de su sexo es imperceptible temblor de algo
fija y tenaz en la tormenta.
Nadie la reconoce en sueño. Nadie llora.
*
Duerme sobre una quijada con el cuello esfumado,
y el negro toro del taller, el toro de las fuertes
traslaciones, empuja hacia un cielo de vapor el rostro cándido.
Los que estamos cubiertos de viruelas y mordemos la
cruda oreja de Dios, homicidas serenos,
besamos la dulce, navegante cabeza en los nocturnos mares;
apenas una ola hincha su angosto pecho, y en el aire encendido nace un toro
nuevo en el ojo
de los toreros.
Poema de las manos muertas
Toma mi mano, este hueso que estará un día podrido.
Apriétala, ponla sobre tu corazón mientras dura la noche.
Con ella escribo esta estrofa muerta, reviento una
mariposa cada mañana. Con ella te digo adiós, pájaro viejo.
Mira mis manos. Sólo así comprenderás mi tristeza.
Si te rompieran el corazón, si te comieran el
cerebro, tendrías estas mismas manos coronadas de aire invisible, de pámpanos
muertos. Con ellas beberías
la sopa enlutada del invierno, rodeado de
escarabajos y de hijos. Perro nuestro que estás en los cielos, ¡defiéndeme
estas manos! Que no se cubran de gusanos sino en la hora
en que los hurones levantan sus patas al atardecer,
otras manos escriban : “fue un extraño salvaje en la tierra”. Encontrarás mi
mano sobre el velador alguna noche, rodeada de carbón, incapaz de abrazar tu
cintura, agarrando la sombra, el tabaco
del cigarro funeral en el viento.
En mi rostro -despiadado y distante- hallarás sólo
una pagoda de hueso, el resto de una verdad enterrada.
Océano abierto
Abrid la tierra. ¡Sacadle! Mirad el oro de sus
dientes, y ese aire huacho, como de caballo de otro mundo,
las grandes aletas con que se agitaba el
pensamiento, invocando a los augures;
pero, aunque fuese la mitad de su espectro, una
flor, una mosca de su esqueleto, todo basta
para el velamen de este barco de piedra hacia lo
desconocido. Es posible llorar un madrigal, quemarse la cabellera,
caer hacia el oriente como un ramo hechizado; pero
¡ay ! necesitamos de esa brisa enterrada, como la ola el viento para morir en
la orilla.
* Habitante de este lagar, acaso
te quede un pulmón vivo, y tu mano fluya como la
lágrima sobre mi rostro en esta hora;
desciende, cava conmigo, arrastra estos huesos hacia
afuera; después, después el mar, la oscura potestad, las tempestades, el océano
abierto de los antepasados,
eternos, sordos en el fondo del Valle,
y junto al fuego que llora al amanecer, el paso de
los ratones.
Padre mono
Hierático, trascendental, antiguo padre terrestre,
yo te saludo con este fragmento de cola que el
tiempo ha respetado, con esta carcajada sideral debajo del agua negra,
ululante y feroz, en la Bahía de los Hombres.
Yo te pido perdón por tus ojos humanos. (Perdona mis
ojos de mono, mi mirada infinita),
y te ofrezco este nenúfar rojo, este hueso raspado,
para que tu vieja cara de monje
asirio,
salte desde las edades, por sobre la caña pálida, y
estreche la serpiente oscura de mi mano.
*
Raquítico, mordaz, derribando del cráneo de los
dioses, haces sonar el arpa sobre la niebla de los terribles días,
y tu frente de mago terrenal es la epopeya de un
lirio seco, arrancando del sepulcro de las horas. Padre
Nuestro que estás sobre los árboles,
sobre los promontorios de la razón y los
ventisqueros, acércate, bebamos este vermut a solas;
baja de tu árbol, y hablemos largamente de nuestra
hedionda fortuna.
Panorama del ídolo
Gallo muerto en la sacristía, caí en la tinaja del
barbero, alucinado, perseguido por hombres de larga cabellera.
¡Cómo veo caer la noche sobre el oprobio y las aguas
!
(Infancia de murciélagos, de lúgubres sonatas, de
papiros asados). Como un ídolo chino, o un pequeño dios de porcelana,
me arrojaron sobre las coles del cementerio,
extraviado, solo,
arrodillado como un delirante en el ágora. ¡Oh !,
arrástrame contigo, ave de negro moño,
cuesta abajo hacia los imperios adyacentes, cerca
del jadeo de tus tetas, tocando a degüello, mientras me bordas la camisa de
anagrama amarillo, y en el lecho rueda mi cabeza asediada por las moscas.
Mercado persa
Entre pordioseros vestidos de mariposas, y piojos
traídos del Himalaya,
contemplo el vuelo del vendedor de ensueños y huevos
mágicos. Hay una parca rodeada de flores,
un asesino, una piedra escarlata,
y yo, pobre, cubierto de manchas de resina, compro
un pájaro en medio de la tormenta, un ave de pecho seco, como el mío.
Quiero escuchar su trémula voz de difunto,
su quimera en mi habitación, su madrigal de hueso ;
sentir cómo se quema su plumaje, mientras me agito
en los escombros del sueño, y levantarme a gritos, como si me hubieran
desenterrado,
los ojos puestos al revés, bajo la sepultura.
Sesos y orquídeas
Angel invasor, en esta y en la otra vida,
dime ¿de qué astro descendí, como un carnero
barbado, alado y miserable sobre estas piedras?
Bajo un ramaje glacial, en una luna que apenas
reconozco, al pie de una higuera en que grabé tu terrible nombre,
viví en el fósforo de unos ojos, que amaron la luz
de este pobre cielo. Pasé. Ardí como una yesca. Me echaron en una fosa.
La tristeza me siguió como una yegua. Amé una flor,
el esqueleto de una mujer. Escribí en el muro unas
palabras negras.
¿Qué más? La vida se secó como la alfalfa, se quebró
como un hongo seco.
¿Qué sueño de fúnebre enano me arrojó sobre estas piedras?
Se me acabó la cara, como la ropa al mendigo, como
la paleta al oso viejo.
¿A dónde vas, joven idiota? ¿Por qué fumas
tu pipa, y avanzas sobre los fosos, aullando como un
demente en la primavera? Muere el hombre ¡ay! y su pierna sigue caminando,
buscando un rostro en la lividez del sueño, un hacha
en la tormenta,
pero yo te busco más allá, máscara soñada, saltando
sobre los huevos y las cruces, y cavo, cavo sin cesar, para encontrar tu cabeza
furiosa.
Sonata al padre eterno
Si te orinaras encima de los naranjos,
no podrías hacer un mundo más irreal, más negro,
enredado en los huevos de un arte sepulcral,
dulce monstruo de omóplatos de herrero.
Bergante de los cielos, roedor de los astros
profundos de la medianoche, aquí está mi pecho, rómpelo,
échalo en tu horno, gallo de viejas invulnerables
utopías, húndelo en el ajenjo de tus ojos,
de tus ojos de loco, ¡y la magnolia
de los siglos reventando en tu párpado muerto!
*
Entre arañas eternas y sombras rodeadas de pelos, oh
triunfador, ¡sólo tú y el tiempo!
tú devorando al tiempo como un toro la alfalfa,
erguido sobre la roca con tu quepís de piedra, echando tribus, huesos al mundo,
y dominas extático, fatal, como un escultor ante la muerte;
y yo debajo de ti, inconexo, agarrado a las muelas
del alma, rodando en los acantilados, escurriéndome
con la cabeza abierta, el pecho abierto, la boca
abierta, y gritándote desde abajo:
¡BARRABÁS!
Elegía a Ernest Hemingway
Los que arrastramos un pescado, o una vaca negra,
como el Viejo Amargo del Mar de las Antillas,
los que apacentamos una gran culebra por el llano
arrojamos tu ataúd como un sauce de pelos.
¡Qué golondrina, que sueño sobrevolaba tu corazón
cuando mostrabas el pecho en armas,
como el dios-padre de los mitos desaparecidos!
porque, ciertamente, en la niebla coloquial, en el
designio raro, eras la almendra sobre el tizón negro,
cayendo en la eternidad, riente, inmemorial, con la
bala llorando en la piedra del ojo.
*
Puro de alcohol, profundo como el aroma del tabaco,
augur estupefacto sobre la tierra,
montaste a la vida como a un perro,
mordiendo su oreja verde, sonriendo en la tormenta
como un búfalo, y rendido
entre el vino y la mujer, tu barba
de macho perdurable, tu barba de poderoso velamen,
era la barca fenicia y roja en el rescoldo de los días. Desde mi cojera
invernal, yo, americano inerme,
hijo de extraviadas religiones, pusilánime y fatal,
estrecho tu brazo peludo de triunfador.
Epitafio a la memoria
Como un hacha plegada, o un aire rendido a un viejo
territorio, pasáis como ancianos roncos
ante el caballero caído bajo las piedras,
amarillo, sin dedos ya, como zapallo de ultratumba.
La noche y su hembra ciega echaron estos huesos en
el bulevar, despojos que pesan en el corazón
como gladíolos, o los ojos del padre muerto.
Dejad que caiga esta pierna en el mar, el mar
profundo.
¡Oh, alma !, pingajo quemado, tigre sin rayas en la
gran gema difusa, lingote seco en el furor pálido,
espera un descendimiento, una voz cayendo desde
arriba,
porque, ciertamente, el cuervo de las alucinaciones,
el cuervo, reo de tristezas,
creará un día su propia fábula, su corazón por
encima de la memoria, y su pecho de oro, su viento rasgado,
muerde el oído del tiempo, apenas, y de rodillas.
Tomado de:
https://meridiano75.blogspot.com/2009/08/poemas-de-mahfud-massis-del-libro-los.html
Incitación al vals de un poeta
Tus hijos bebían sangre de ganso salvaje.
Tu pobre corazón dormía entre las moscas.
Sin embargo,
un día
te colgaron un trozo de cuero
en la solapa. Se te puso la cresta roja.
Caminabas con paso de gamuza por los corredores.
Pero tuviste que vender tus dientes.
El traje destinado a tu propio entierro.
Soñabas con el gran premio.
Besabas a los jurados, acariciabas sus tetas,
mientras dormías en la posada
del gato nocturno.
Quisiera detenerte, morderte una oreja.
Pedirte que vuelvas a tu oficio de hombre,
Inventes el fuego y juntes piedras.
Y que estalles cuando aparezcan los enmascarados
de la noche, les vueles el trasero
antes de que lleguen los muchachos de la prensa.
El desenterrado
Ira, ira no más, en el terrible día,
ni amor, ni la gota fresca en la lengua;
apenas la vejiga rota al atardecer,
y aquella gran mirada inmemorial, amarilla,
todo cayendo detrás, en el desván silencioso.
Desenterrarán tus cartas, tus papiros helados.
Serás como Osiris ; se disputarán tu traje desolado.
Sobre tus infolios y tus manchas errantes: la
leyenda.
Serás al fin un escriba serio, descomunal, recién
afeitado.
Un júbilo de espadas cubrirá la entrada de ese otoño
pero estarás dormido sobre la delgada alfombra,
siempre sonriendo,
estólido, feliz, oyendo otro oleaje.
Nocturno del piano
El piano, con su quijada negra, con sus dientes
blancos cruzados de gusanos,
canta como un papa melancólico. Sus notas
caen como los huevos del esturión muerto
sobre mi corazón en esta noche.
Mata al demonio del piano, amiga mía, ahoga en su
vientre la furia escarlata.
Rompe su levita de caballero velado;
pero déjame solo, ahorcado en la cama.
El virrey baila el tango mientras lloramos,
agita sus orejas como toneles,
evocando a Francisca, a Leonor, a otras luces
devoradoras,
(doblando un pliego de su carne, realizando hechizos
sobre el fuego),
pero el piano, mi niña, resuena imperial, desierto,
triunfando siempre de la fatiga,
en tanto el virrey ríe, quimérico y hostil,
mostrando su halcón de oro.
Mata al demonio del piano, amiga mía;
escucha cómo resbala sobre los gladiolos, rompiendo
los sacos de la memoria, antiguas sombras, y vacila
como hembra preñada
encendiendo un candil, una muerte nueva en el ciervo
blanco del pecho,
una segunda vida que desconozco, y que rechazo
como la horma negra a la nube.
El brazo invisible
Te contemplo en mí, poderosa materia, funeral pá,
pano,
fugaz y vulnerable en tu forma, indestructible en tu
discurrir eterno,
descubre por una vez esta lúgubre quijada,
el tramo sepulcral de mi rostro aquilino.
Invita esta noche a Barrabás, al papa negro,
no quiero ser el ángel castrado, el hijo del
inmigrante en derrota.
Recoge el velo de esta aventura: ¡acompáñame,
pordiosero!
Asesiné la alegría; cambié la luna por esta piedra
que llevo sobre
el pecho.
Alguien destruyó mi familia cierta noche. Ignoran
que soy un faraón de piedra, un ave
patriarcal que limpia el legendario Río.
¿Quién me desgarró el hombro? ¿Quién
me mordió la quijada? ¿Quién destrozó la cabeza de
mi vástago?
Unos cráneos grises me comen la hierba del corazón,
la pimienta de unos ojos muertos. Un brazo oscuro,
terrible, como el ojo de Tutankamón bajo la fosa,
señala el cuero miserable de mi cabellera,
el piojo que preside mi sueño invernal, mientras
acepto
la limosna del asesino, del comerciante en carbón o
piedras
preciosas.
¡Oh, magos! Si existís en algún lugar, debajo de la
tierra,
acordáos de mí. ¡Largos brazos, buenas piernas en
mis sueños!
Que pueda matar con la mirada abierta.
Sin que el gigante sentado sobre mi alma, sin que
los remordimientos
destruyan el acto espiritual. ¡Sin que las lágrimas
me partan en dos el caballo negro del pecho!
Expedición del tiempo
Lo despistado, lo roto, me sigue detrás como un
caballo muerto.
Lo que cayó en el paño de las indecisiones,
el agua terca, y quedó tirado en el camino.
En este vaso con un perro adentro, y que bebo
solitario en esta noche,
frente a resoluciones quemadas, a un ángel como si
fuese de hueso,
penetro otra vez en mí, desciendo en un largo viaje,
oliendo el camino, fumándome el tabaco del alma,
o interrogando al enano que vive a espaldas de mi
rostro.
Pero hay una piel negra, un tiempo de labio
leporino,
algo rasgado y esencial entre esta muerte de ahora y
el candado seco de otras floraciones.
Partieron los días, como golondrinas de arena, o la
amante de tristes ojos,
y cuanto intenté rescatar está como cuero tendido.
Yo te recuerdo atravesada por la jabalina del
tiempo.
¡Qué largo andar! ¡Qué largo viaje para este día!
Abarcabas el espacio negro, acariciabas el hocico de
las horas, y yo, tenaz, ardiente, miserable,
retrotrayendo un azar temible, un velo despedazado
en el estupor pretérito,
pero lejano, irremediable, como una nube entre la
pierna abierta.
Epitafio a la memoria
Como un hacha plegada, o un aire rendido a un viejo
territorio,
pasáis como ancianos roncos
ante el caballero caído bajo las piedras,
amarillo, sin dedos ya, como zapallo de ultratumba.
La noche y su hembra ciega echaron estos huesos en
el bulevar,
despojos que pesan en el corazón
como gladíolos, o los ojos del padre muerto.
Dejad que caiga esta pierna en el mar, el mar
profundo.
¡Oh, alma !, pingajo quemado, tigre sin rayas en la
gran gema difusa,
lingote seco en el furor pálido,
espera un descendimiento,
una voz cayendo desde arriba,
porque, ciertamente, el cuervo de las alucinaciones,
el cuervo, reo de tristezas,
creará un día su propia fábula, su corazón por
encima de la memoria,
y su pecho de oro, su viento rasgado,
muerde el oído del tiempo, apenas, y de rodillas.
INSURRECCION
El Hombre
! qué solo!
y Dios no tiene cojones.! Dios
ya no rompe nada!
Tiene
una papa en la boca: está mudo. Y te puedes
morir llorando.! Pero
estás solo!
Si no te rascas
con la propia
mano
entumecida,
si no hechas el corazón y dices: “Carajo,
soy un hombre”, y entregas
a tu hermano un fémur,
un fusil,
un cuchillo para asaltar juntos el cuartel mas
cercano;
si te dejas
llevar de la jeta por los bulevares
como un ángel con los huevos cortados,
no pretendas
ser distinto
a este mono caliente
colgado de su jaula en el invierno de la vida,
y que observa
con el cráneo aplastado,
cómo desciende la lluvia, cómo
cae el maní sobre su rostro de pordiosero,
esperando
que nazca
de él un día
el HOMBRE que tú
miserablemente traicionas.
CARTA A LUKÓ DESDE EL ASERRADERO
Amor mío, mientras duermes sola, solitaria en puerto
Aysén,
fumo este oscuro tabaco a tu memoria,
mordiendo mi pipa, como si fuera el dedo de Dios,
aterido, colgado del charqui de la lengua.
El mundo tiene una joroba lejos de ti,
y todo me miran
como locos estorninos,
como el endemoniado en medio de la tormenta.
¡Lejos de ti! qué cielo de ratones!
! Que año sin enero, qué ángel sin leña en la edad
fría!
Y si pregunto a los transeúntes por tus ojos claros,
escucho solo el trueno de la soledad, el toro negro.
Soy entonces un estropajo que mira la luna,
un ave
que desciende sobre tu rostro
o simplemente
un cuervo arrugado, como este firmamento con cara de
viejo,
detenido en el ocaso como una flor podrida
y que mueve su paleta en el garbanzo quemado.
OTRO TRAJE
Este traje de perro que llevo,
traje de malhechor
muerto hace siglos en esta tierra,
y en que los huevos del tiempo dejan su magra
trompa,
quiere erguirse como soldado, ir a la sierra
donde mataron al Comandante.
Pero
! qué piernas cansadas!! Si llevo
tres mil años metido en esta pirámide, podrido,
glacial,
y América, qué América, exigiendo, siempre exigiendo
machos terribles, y no
un animal cansado como yo, angélico, lúbrico,
ensimismado,
haciendo versos huevones que nadie lee,
que ni yo mismo leo,
por qué aprendí a escribir sin haber leído el libro
del mundo.
Madre,
vuélveme
a parir
de nuevo,
Tírame al barro,
quiero ser un soldado saliendo de una casa vacía,
lejos de los poetas,
o de las putas con alas de mariposa,
o
por último
déjame en Bolivia, aunque me corten los dedos
con los que intento escribir
esta canción
de loco
derrotado.
PERRONUESTRO
PERRONUESTRO que estás en los cielos,
petrificado sea tu nombre,
caiga sobre nos él tu reino,
hágase tu voluntad sobre la tierra, debajo del
cielo.
El pan negro de cada día arrójanoslo hoy
y perdónanos nuestras deudas,
así como nosotros asesinamos a nuestros deudores;
húndenos en la tentación, más líbranos del animal.
Amén.
Tomado de:
https://www.isliada.org/poetas/mahfud-massis/
Poema de las manos muertas
Toma mi mano, este hueso que estará un día podrido.
Apriétala, ponla sobre tu corazón mientras dura la
noche.
Con ella escribo esta estrofa muerta, reviento una
mariposa cada mañana.
Con ella te digo adiós, pájaro viejo.
Mira mis manos. Sólo así comprenderás mi tristeza.
Si te rompieran el corazón, si te comieran el
cerebro, tendrías estas mismas manos
coronadas de aire invisible, de pámpanos muertos.
Con ellas beberías
la sopa enlutada del invierno, rodeado de
escarabajos y de hijos.
Perro nuestro que estás en los cielos, ¡defiéndeme
estas manos!
Que no se cubran de gusanos sino en la hora
en que los hurones levantan sus patas al atardecer,
otras
manos escriban: “fue un extraño salvaje en la
tierra”.
Encontrarás mi mano sobre el velador alguna noche,
rodeada de carbón, incapaz de abrazar tu cintura,
agarrando la sombra, el tabaco
del cigarro funeral en el viento.
En mi rostro -despiadado y distante hallarás
sólo una pagoda de hueso, el resto
de una verdad enterrada.
Panorama del ídolo
Gallo muerto en la sacristía, caí en la tinaja del
barbero,
alucinado, perseguido por hombres de larga
cabellera.
¡Cómo veo caer la noche sobre el oprobio y las
aguas!
(Infancia de murciélagos, de lúgubres sonatas, de
papiros asados).
Como un ídolo chino, o un pequeño dios de porcelana,
me arrojaron sobre las coles del cementerio,
extraviado, solo,
arrodillado como un delirante en el ágora. ¡Oh!,
arrástrame
contigo, ave de negro moño,
cuesta abajo hacia los imperios adyacentes, cerca
del jadeo de tus tetas,
tocando a degüello, mientras me bordas la camisa de
anagrama amarillo,
y en el lecho rueda mi cabeza asediada por las
moscas.
Tomado de:
https://www.revistaelgolem.com/2019/01/25/poes%C3%ADa-de-mahf%C3%BAd-mass%C3%ADs/
PENÚLTIMO CARTEL
¡Soy el Miserable que se ahogó en la poesía!
Pude ser capitán, degollador de escualos,
pero sólo fui cabeza de perro
en la necrópolis de la Gran Ciudad.
Observo mi hígado derretido
mis
poemas
en las letrinas,
en cuyo pórtico me espera una mula negra.
Las putas
y los alguaciles de rígida cabeza
me preguntan quién soy.
En las espaldas
cargo un huevo infinito, una
pierna quebrada,
un piano que gime en la inalcanzable profundidad.
Lloro, entonces,
por la tarea perdida,
por la sangre coagulada lentamente,
por este poema que escribo sin rencor, sin tener
otra cosa que hacer,
en circunstancias –como dicen los periodistas–
que sólo quisiera tenderme junto al mar,
esperar que suba la marea
y estirar
los dedos
como un tornillo
sin fin.
Testamentos sobre la piedra, 1971.
Tomado de:
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