domingo, 24 de diciembre de 2017

POEMAS DE ALFONSA DE LA TORRE


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(4 de abril de 1915, Cuéllar, España - 19 de abril de 1993, Cuéllar, España)


Canción de la muchacha que caminaba a través del viento


Miradme, soy de barro,
mi base es media esfera
dos alas me sostienen
eerguidas en el aire:
las puntas de mi velo.
Pudiera ser tanagra,
la gracia me circunda,
con los brazos cruzados
y el pelo en breve moño
decoraría, acaso,
un hogar apacible
perdido entre la nieve.
Soy más que forma grata,
más que perfil en sombra:
un canto de promesa
que camina hacia el cielo.
Alguien hizo mi carne,
alfarero de espacios
perdido entre planetas
sin gesto y sin facciones.
El formó mi esqueleto
con las cañas cortadas
en pálidas orillas
y me surcó de ríos
azules y calientes
como un mapa de voces
y soplando en las ramas
de mi esqueleto blanco
donde anidaban aves,
encendióme esta hoguera
de suave movimiento.
Así noté la vida.
Así prendió mis alas.
En su taller lejano
de vasos quebradizos
fuí ánfora de sangre,
capullo de doncella
envuelta en linos tenues.
No recuerdo la aurora
en que abriendo su mano
me escapé de sus dedos,
paloma impetuosa
de un Noé sin riberas
sobre un mundo en naufragio.
Me esperaban las redes
de todos los caminos
tendidas en paisajes.
Me esperaban montañas
de deseos sin logro
mantenidas de espuma,
y ese panal difícil
del amor que nos tienta
y nos pierde en sus andas.
Y yo inicié mis pasos
limitada por nubes,
trascendida de helechos,
entre frescos rumores
de fuentes y cascadas.
Y salían gacelas
de poemas antiguos
a esconderse en mis pliegues,
y jacintos rizados
de idilios luminosos
requerían mi talle.
Mas yo andaba de prisa
como hoguera de monte
en noche solitaria,
perdiéndome en la fronda
como nube en el cielo
cuando el sol se despide.
«¡Aguarda!», me gritaban
los manzanos silvestres,
la avena estremecida,
oropéndolas suaves
de receles pintados
y perdices en celo.
«¡Aguarda! Los caminos
serán lagos de niebla,
las sendas serán dunas,
el destino, borrasca.»
No importa, soy de arcilla,
de barro son mis ojos;
no transparentan miedo,
no transparentan frío,
sólo filtran colores,
alas de mariposa.
De estrellas y paisajes
son espejos de agua;
en su lecho de vidrio
yacen adormecidas
las bellezas más puras.
¡Qué alegría de triunfo
mis contornos perfila!
¡Qué soledad sin tiempo
los dioses no gustaron!
Atrás quedan los montes,
los hollados caminos,
el pan y la guadaña,
el tálamo y la esteva.
A travieso las lindes
de ensenadas radiantes
florecidas de trébol,
benditas de rocío;
pájaros me recuerdan
mi ingravidez de rosa
cuando me apresa el lazo
del hondero invisible.
¡Oh dolor! ¡Cómo aprietan
las venas estiradas!
¡Cómo hieren los hilos
afilados del aire
en la mimada pulpa!
Intento desasirme,
conquistar las espiras
concéntricas del viento.
Todo esfuerzo es amargo,
no conozco las leyes
que regulan la danza
de la araña en su tela,
Me entregaré al capricho
del bóreas implacable,
sufriré sus caricias,
cargaré con los odres
repletos de su nada.
Ya me cercan los galgos
ululantes del hielo,
me acosan sus mastines,
ánsares y palomas
de polvorientas plumas
hinchan mis velos puros.
¡Qué sensación de nave
encallada en escollos
languidece mis velas!
Soy acacia rendida
al huracán potente
que desgaja las ramas.
¡Si mis brazos cruzados
libraran ligaduras!
¡Si pudieran abrirse
en abrazo marino
hasta remar la brisa!
Serían los turbiones
cefirillos de espuma
jugando en mis cabellos,
y no iracundos potros,
no toros embriagados.
En mallas de coraje
me debato sin tino,
muerdo la tierra prieta,
arrastrándome busco
las guijas aceradas
que besará la luna.
Ya no encuentro mi fuego;
he perdido las llaves
del amor en la liza.
No acierto a enderezarme,
si levanto la frente
me ciega el coletazo
de la temida cobra.
He de sorber racimos
de escarcha en los pinares.
trenzar ramos de lluvia,
domesticar los cuarzos
del granizo en la noche.
¡Si lograra encenderme!
;Erguir la enredadera
de mi cuerpo tendido!
¡Florecer como yuca
en las noches de mayo
hecha tirso de velos!
La ciudad está cerca,
me llegan sus campanas;
coronas de colinas
apagarán el viento
y habrá tibiezas dulces;
habrá puertas y olores
de hogar y de membrillos
perfumando manteles
y sábanas de boda.
Llegaré a los umbrales
de las puertas abiertas
donde me esperan besos.
Cenaré en las bandejas
que guardarán mi imagen,
y dormiré en almohadas
de espumosos vellones
escuchando los caños
de las fuentes queridas,
las olvidadas horas.
He de llegar. El ansia
ahuyentará mi miedo,
será una mano fuerte
que arranque la impotencia,
un puente generoso
que del cepo me pase
a lograr mi destino.
Miradme, ya me yergo,
soy de frágil arcilla,
me romperé si caigo,
me anegaré si escucho
las voces que -me siguen.
Recupero mi ruta
con los brazos ceñidos.
Zumbidos de colmena
se adentran por las conchas
de mis oídos sordos.
No puedo detenerme,
he de andar contra el viento.
¡Qué oleaje me azota!
¡Qué látigo me ciñe
incoloro y constante!
Los árboles me miran
con sus raíces ciegas
proyectando en el suelo
movedizas distancias
de animales manchados.
¡Ser espiga en la noche,
junto a la acequia verde,
marta resbaladiza
entre cañas y juncos
o liebre infatigable,
pero no liebre eterna
mordida por el hielo,
sacudida de lluvia,
flagelada de escarcha
aullada por los canes
de este viento sin tregua!

Oratorio de San Bernardino.
(1949)


Irrumpieron los ángeles


Venían de las olas,
de las aguas primeras creadas con plegaria,
de los mares proféticos latiendo entre los montes,
de los ojos sagrados con pestañas de hierba.

Venían de las ondas morosas sin rüido,
de las blancas corrientes de leches estelares,
de los fondos profundos de líquidas esencias,
de los abismos bíblicos donde callan las voces.

Venían de los líquenes de espuma nacarada,
de los esbeltos iris sin raíces de tierra,
de las alas de cisne no holladas por el aire,
de las diáfanas linfas sin sorpresa de riscos.

Venían de las claras cortinas de la lluvia,
de las áureas cascadas iluminando árboles,
de metales y hogueras, de resinas ardiendo,
de sahumerios perdidos ofrendados a dioses.

Venían de las gemas y del cristal de roca
y eran igual que flores con carne de diamante,
eran igual que estrellas con ojos de berilo,
frágiles e intocables rosáceas de los hielos.

Salían de las fraguas de volcanes bullentes,
del cáliz de los cráteres abiertos como bocas;
semejantes a espadas, a hojas de oro fundidas,
echando por los labios la lava de sus coros.

Se deslizaban suaves u la par que las nubes,
ascendiendo muy alto como huecas calandrias,
fontanas y torrentes les servían de túnica
y eran sus trenzas frescos chorros de surtidores.

Chocaron contra el mármol teñido de crepúsculo,
chocaron contra el cielo sus voces y tiórbas
y eran los instrumentos en sus brazos amantes
dóciles bestezuelas gimiendo de ternura.

Se escaparon las brisas cautivas en zampoñas,
la luz de primavera tintineó en los sistros,
el telar de las arpas desplegó sus praderas
y las cuerdas soltaron los triálogos secretos.

Al temblor de las cañas huyeron los faisanes,
galoparon corceles al retumbar tambores,
todas las sensitivas quejumbres de las dalias
revelaron sus ecos al besarse los címbalos.
La gracia se volcaba por míticos paisajes
como una cabellera caía con desmayo,
como una cabellera por los hombres del bosque.
esmaltando de fuego las colinas seráficas.
Todos los elementos dejaron la materia,
cesaron en sus cargos al sentir el concierto;
ni nubes, ni metales, ni gemas, ni amapolas
irrumpieron los ángeles.
Oratorio de San Bernardino.
(1952)


Cancioncilla de la Maestra Herbera


Yo soy la pastora
de la zarzamora.
La sacerdotisa
de la yerbaluisa.
La que por antojo
se come el hinojo
y mezcla verbena
con la hierbabuena.

Yo soy la zagala
de la hierba mala:
con rito pagano
arrojo el aciano
en medio del fuego
y parto el espliego...
Y trenzo el lentisco
con el malvavisco.

Yo soy la doncella
de hierba centella:
provoco los celos,
hirviendo napelos
consigo mimosas
de las escabiosas
o desato llantos
con los amarantos.

¡Ay, la mejorana!
¿Quién ciega a la rana?
¿quién sangra al cuclillo?
Por el culantrillo
o por el cantueso
sé atraer el beso
de la adolescente
con nardo caliente.

Yo seré una lamia.
Sembraré la infamia,
urdiré el estrago
con sangre de drágo.
Seré la lobezna
de la lechetrezna
cebando medusas
con leche de aethusas.

Seré la sanguina
de lengua cervina,
fulva sanguisorba
que la vida sorba.
Hilaré con ruecas
de tibias resecas
la nácar lunára
de la dulcamara.

Yo soy la hechicera
de la enredadera,
de la serpentaria,
de la pasionaria,
de la cannabin
a y de la sabina.
¡Y del estramonio
y engaño al demonio!

Plazuela de las obediencias.
(1969)

Las olas, las horas...

«Omnes vulnerant ultima necat.»

Las horas...
Las olas...
las que en el mar
lentamente se
mecen con placidez
de corriente;
las ondas
que entre los peces
van y vienen
suavemente.

Las horas...
transparentes
como toronjas
de naranjas
orondas.
Alondras
que pían
entre las frondas
de los meses,
casi redondas
como hojas
que el árbol
de vida tejen,
con corolas
que van rozándonos
verdes,
al aire de gracia
tenues.

Las otras:
las que nos pierden,
hojas de metal
las cobras
que más muerden,
colas de escorpión
las ondas
que a distancia
cual pedradas
hieren.

Las olas...
las del mar,
con largas colas
de alga
y de sal;
caracolas
o barcarolas
con sus vaivenes
y sus columpios
de desdenes;
con sus idas
y venidas,
sus bajadas
y subidas,
blancos bueyes
de acometida
con cornadas
de recaída.

Las horas...
las que nos doran:
las opulentas Pomonas,
las que se desgranan
en las eras
como semillas
de hermosas
sementeras;
las hormiguitas
de las grandes
Eras
de la Historia,
las del cuerno
de Amaltea,
las polícromas
y prolíferas
diosas
Floras.

Las Horas
que nos sostienen
amorosas
como a Afrodita
cuando sale
de las olas,
al emerger
de los sueños
alentando
cada empeño.

Las horas
que más nos quieren
al empaparnos
de mieles,
al festejarnos
de esquilas,
al coronarnos
las sienes
de siemprevivas
y de lises
y aureolas...

Las horas
que más prometen
cuando el alma
se enamora,
las que en un fanal
nos meten
forjándonos
a deshora
largos mantos
de esperanza
con oro
de sus esporas.

Las otras.
Las que se temen,
las que comprometen
a solas,
en esquifes
o arrecifes,
sobre acantilados
desolados,
o en istmos
con seísmos
en medio
de oscurantismos
sin posibles cabriolas...

Las horas
que nos delatan
cuando nos aprietan
y nos atan,
las que acusan
y rehusan
cuando afiladas
os alcanzan
y nos clavan
en lo oscuro
contra un muro
sin salida,
ya al acabarse
la vida,
cuando ya
no se dilatan,
cuando ya
no queda gota
de agua limpia
en la clepsidra...
las últimas,
las que matan.

Las olas
que van perdiéndose
a prisa
como notas
apagadas
en la cantata
sagrada
de una misa
al oficiarse
en altares
de altos mares.

Las olas...
las verdes olas
que refulgen
y esplenden
cuando cabrillean
y perlean;
cuando zumban
y retumban;
cuando braman...
cuando llaman
entre rocas
o entre tumbas;
cuando encantan
con sirenas
o con cornamusas.

Las olas...
tantas estolas
azules,
verdes
y malvas,
de Epifanías
y de Albas,
de Vísperas,
de Tinieblas,
de Pentecostés
de fuego
y de Réquiem
de sosiego,
de Cuaresmas
y Natales,
las de pilas
bautismales
y expectativas
de Adviento,
las de las Ferias
Pascuales
del contento.

Estolas
dobladas
sobre las olas,
cruzadas
sobre las horas,
como los brazos
y manos
de un muerto,
sosteniendo
las pequeñas
crucecitas
del tiempo;
como péndolas
paradas
de relojes
polvorientos;
estolas
pintadas
sobre negro
de catafalco
y de entierro
con cruces blancas
igual que tibias
resecas
y huecas
de Memento...

Las olas...
Las horas...

Plazuela de las obediencias.
(1969)


HIMNODIA DE LAS ESPIGAS

Alabad al Señor, espigas verdes,
espigas de lumbre, que os balanceáis y gozáis como
criaturas paradas al borde de los caminos,
alabad al Señor.
Alábenle vuestros granos y vuestros rayos verticales,
alábele vuestra forma,
y vuestra norma,
y la ternura de vuestra sombra.
Alabad vosotras al Señor,
alabadle en vuestra esencia,
en el blanco pan y en las hogazas morenas,
en los bollos de los bautizos
y en las roscas de las bodas;
ensalzadle en la oculta sustancia de las hostias.

Alabadle vosotras,
alabadle, espigas,
en los llanos y en las colinas,
en los pedregales y en los secanos;
alabadle por toda la haz de los campos,
alabadle por toda la haz de la tierra,
de las playas a las riberas,
de los barrancos a las cumbres de los montes;
alabadle en las alboradas y en las noches,
en los inviernos y en los veranos;
alabadle por toda la haz de los campos.

Alabadle, hermanas;
alabadle, espigas;
alabadle, prometidas,
cuando estáis verdes y floridas,
cuando vais vestidas
con la túnica de mayo
y coronadas de frescos rayos.
Cuando os sentís nuevas y tiernas,
cuando vuestra sangre vegetal despierta
y se inundan de verde las praderas;
cuando dejan de soñar los grillos y las rosas
para irse a vivir con vosotras
y zumban por doquier las abejas y las tórtolas;
cuando os requebráis entre los surcos
dejando volar vuestro aroma.
Alabadle cuando se emparejan las mariposas,
alabadle entre el verdor, espigas de amor,
alabad al Señor.
                        
Alabadle en la plenitud de los estíos,
cuando la fuerza del sol os madura los hijos;
vuestros hijos, que tienen forma de corazones
y son duros como dolores
y se aprietan a vuestra espina
en el silencio de las noches.

Alabadle en la ternura maternal del brote,
alabadle en la generosidad de vuestros dones,
en la fecundidad de vuestros cuerpos
y en la ofrenda de vuestros tormentos.
Alabadle también en las hoces
durante la siniestra media luna de las hoces;
alabadle, espigas secas,
mientras vuestra carne se quiebra;
alabadle en la degollina de la siega,
en el interminable entierro de las carretas,
y en el pagano circo de las eras,
y en la tortura redonda de la piedra,
y en el blanco holocausto de la muela;
alabadle cuando vuestras cenizas se aventan
y vuestros bellos tallos se comen las bestias.
Alabadle, víctimas;
alabadle, espigas;
alabadle, espigas muertas, si ya la noche se adentra.
Alabad al Señor
en el impulso del sembrador,
en la mano del sembrador que os entierra
por toda la haz de la tierra,
para que vuestros tallos florezcan,
para que os elevéis en verdor,
para que os levantéis hasta las estrellas;
alabad al Señor.


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