Iglesia en el campo
En medio de este campo de higueras
la cúpula blanqueada resucita
la historia de Bizancio sin oro, sin mosaicos,
íntimo y campesino.
La veladora tiembla y deshace los rasgos
de un San Antonio adusto.
La viejecita inclina
la cabeza de humo,
los gólgotas le cruzan
el pecho desolado.
Un San Antonio pálido
y ningún pantocrátor.
La iglesia entre higueras
y su cúpula blanca
son un punto perdido,
una voz silenciosa,
un camino truncado,
un rezo y un olvido.
Una higuera en Pendeli
Hay en el monasterio de Pendeli
una robusta higuera,
bajo la cual se sientan los viejos
no para matar el tiempo
sino para detenerlo.
La vida les ofrece
ya muy poco:
su cuerpo se va desgajando,
una niebla constante
se ha apoderado
de sus ojos.
Sienten el olvido
y llevan en sus manos rugosas
todo aquello
que no pudieron hacer.
Pero hay cierta alegría
difícil de definir
en sus voces
de cerámica rota,
hay algo en sus risas prudentes
y en su minuciosa manera
de contemplar a los que pasan.
¿Una vida cumplida?
¿Una resignación tan alta
como las ramas de la vieja higuera?
No lo sé, pero el misterio
de estas vidas que se van
no tiene una total tristeza.
Entre las rugosidades de la higuera
se mueven las luces inexplicables
de una postrera alegría
y hay en esta ancianidad
una carga de vida,
una última y deslumbrada salpicadura
de la fuente de la gracia.
Tomado de:
https://circulodepoesia.com/2021/02/poesia-mexicana-hugo-gutierrez-vega-2/
PARA LA ABUELA QUE HABLABA CON PÁJAROS
CREYÉNDOLOS ÁNGELES
I
La Abuela abría las puertas de la mañana;
entraba el sol por el balcón cerrado
y un rayo se pegaba a sus gafas solares.
El día andaba ya por los corredores
abrillantando las plumas del pájaro ciego,
jugando un rato con los peces anhelantes
en su marecito engañoso,
y con el caracol de filos negros
en su playa de cristal.
La claridad giraba por los cuartos vacíos
y se escondía entre las cortinas.
De las gafas de la Abuela brotaba el día
y bajo mi cama se enroscaban los vientos.
Cerraba los ojos y regresaba al sueño.
Las sábanas me daban una noche que sólo existía ahí
y que se prolongaba por unas horas,
mientras la mañana maduraba
y se caía a pedazos en las calles de color naranja
y en el cielo azul y tonto de los trabajos para vivir.
II
Un polvo limpísimo, casi más fino que el aire de
esta mañana,
se levantó cuando abrimos la tumba de la Abuela.
La caja se deshizo, y el cráneo que tenía aún
su blanca trenza
cayó con tanta gracia, que la tierra se negó a entrar
en él.
¡Quién lo dijera!; tú que tanto temías morirte sola
has pasado diez años en la tumba hablando con tus
ángeles,
percibiendo las voces de tantas insolentes primaveras.
“La muerte es grande” dices, y la vida se concentra
en tu trenza.
No hemos perdido nada. La mañana sigue entrando
a la casa;
entrando sin cesar.
Si nada cesa tú nunca cesarás.
La muerte grande te besó en las mejillas
y nosotros lloramos y reímos.
Estábamos contigo.
Tu memoria no se detuvo nunca.
de Cuando el placer termine
LA CALACA
En la danza
el cordel, la gritería;
de azúcar es tu hueso
y en tu frente
la burla de la vida.
La carcajada reina en el mercado
con curvada alegría;
la flor de la casa de los muertos,
el duro sempasúchitl,
decora las cazuelas de la ofrenda;
las mujeres lloran embozadas
—en este sitio hay que ocultar las lágrimas,
sólo se admite el pálido sollozo,
el discreto aletear de las entrañas—
y el macho grita en su guitarra oscura
las coplas retadoras:
¿“en qué quedamos pelona,
me llevas o no me llevas”?
Los cerros inclinan la cabeza
y alguien dice en la noche creciente:
“viene la muerte cantando
detrás de la nopalera”.
La luna de noviembre es un gran cráneo
y el país entero llora de risa.
EL PONTÍFICE
Vivo en el descalabro.
No he podido aliar mi voluntad
a una ortodoxia
firme, clara y segura.
Dudo y persisto en la búsqueda
de un cordel pendiente del aire,
de lo innombrado,
de lo que da sentido a la noche lunar,
a la mañana descubierta por pájaros sedientos,
a la tarde sentada en la banca del parque,
a tu calma cuando al final del amor
te ocupa la plenitud del cuerpo.
No puedo aceptar
el orden preciso de las creencias.
Cuarenta y seis años en el mundo
me han dejado la certidumbre
de que aquí hay un engaño,
un retorcido truco,
algo que sobrecoge al desamor,
algo trivial y blando,
algo tan natural como la sangre.
A nada puedo aferrarme
y no protesto o me doy por vencido.
Tal vez esta búsqueda
y la certeza del engaño
sean una oscura forma
de la gracia.
LA SACERDOTISA
Jarandilla abre la puerta al frío.
La viejecita negra cuenta mendrugos,
mira
y la piedad le entrecierra los ojos.
Me detengo y le doy una moneda,
la toma y se la pone sobre el corazón.
El viento de Gredos
le revuelve el pelo
y en la tarde las encinas
son esqueletos sonoros.
La primera estrella da su calma
y todo se resigna
a la helada.
SAMARCANDA
1
La ciudad azul y blanca
bajo la luna de los mongoles.
Aquí no se mira la luna.
El palacio del emperador inmortal
aparece en la claridad de la tarde.
Estamos parados cerca de las tumbas;
comemos higos con una especie de ansiedad.
Samarcanda tiene un jardín por inventar.
—Ginsberg vio un jardín semejante
entre las piedras negras de México—
Se puede inventar un poema del tamaño del jardín,
comer dátiles y echar los huesecillos
en la tumba del emperador que va a vivir siempre.
Las tumbas no están frías.
En una de ellas cabe la cópula
de un joven y una mujer madura
—pelo blanco y grupa de galera fenicia—
Fuera del palacio los uzbekos venden
semillas de girasol, panalitos, higos.
Desde aquí se levantan el grito de los buitres del
profeta
y la torre de Bujara.
Igual que en México, en China
y el Perú,
aquí las voces humanas son huecas
como los caracoles donde el mar se finge mar
en las playas de Cozumel.
2
Uluj-Beg para ver las estrellas
abrió un profundo camino
al centro de la tierra.
3
El muezzin me dijo en su cansancio:
escribirá un poema sobre nuestra ciudad,
dirá que nos conoce al darse cuenta
de que nunca estuvo entre nosotros.
Como respuesta abrí la boca
y devoré un racimo de uvas amarillas.
En la noche soñé que ni el muezzin ni yo
podíamos inventar plegarias nuevas.
4
A las cuatro de la mañana
caminé por el corredor del templo Scha-sinda.
La luna estaba en Dushambé.
Soñé bajo un pedazo de cielo abierto.
La estrella bajó la vista.
Me recorrió el calosfrío claro.
5
Hablar de la ciudad-camino
¿Quién me dice que estuve?
de Samarcanda y
otros poemas
Tomado de:
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