viernes, 27 de diciembre de 2024

POEMAS DE HUGO GUTIÉRREZ VEGA


Iglesia en el campo

 

En medio de este campo de higueras

la cúpula blanqueada resucita

la historia de Bizancio sin oro, sin mosaicos,

íntimo y campesino.

 

La veladora tiembla y deshace los rasgos

de un San Antonio adusto.

La viejecita inclina

la cabeza de humo,

los gólgotas le cruzan

el pecho desolado.

Un San Antonio pálido

y ningún pantocrátor.

La iglesia entre higueras

y su cúpula blanca

son un punto perdido,

una voz silenciosa,

un camino truncado,

un rezo y un olvido.

 

 

Una higuera en Pendeli

 

Hay en el monasterio de Pendeli

una robusta higuera,

bajo la cual se sientan los viejos

no para matar el tiempo

sino para detenerlo.

La vida les ofrece

ya muy poco:

su cuerpo se va desgajando,

una niebla constante

se ha apoderado

de sus ojos.

Sienten el olvido

y llevan en sus manos rugosas

todo aquello

que no pudieron hacer.

Pero hay cierta alegría

difícil de definir

en sus voces

de cerámica rota,

hay algo en sus risas prudentes

y en su minuciosa manera

de contemplar a los que pasan.

¿Una vida cumplida?

¿Una resignación tan alta

como las ramas de la vieja higuera?

No lo sé, pero el misterio

de estas vidas que se van

no tiene una total tristeza.

Entre las rugosidades de la higuera

se mueven las luces inexplicables

de una postrera alegría

y hay en esta ancianidad

una carga de vida,

una última y deslumbrada salpicadura

de la fuente de la gracia.

Tomado de:

https://circulodepoesia.com/2021/02/poesia-mexicana-hugo-gutierrez-vega-2/

 

 

PARA LA ABUELA QUE HABLABA CON PÁJAROS
CREYÉNDOLOS ÁNGELES

I

La Abuela abría las puertas de la mañana;

entraba el sol por el balcón cerrado

y un rayo se pegaba a sus gafas solares.

El día andaba ya por los corredores

abrillantando las plumas del pájaro ciego,

jugando un rato con los peces anhelantes

en su marecito engañoso,

y con el caracol de filos negros

en su playa de cristal.

La claridad giraba por los cuartos vacíos

y se escondía entre las cortinas.

De las gafas de la Abuela brotaba el día

y bajo mi cama se enroscaban los vientos.

Cerraba los ojos y regresaba al sueño.

Las sábanas me daban una noche que sólo existía ahí

y que se prolongaba por unas horas,

mientras la mañana maduraba

y se caía a pedazos en las calles de color naranja

y en el cielo azul y tonto de los trabajos para vivir.

II

Un polvo limpísimo, casi más fino que el aire de

esta mañana,

se levantó cuando abrimos la tumba de la Abuela.

La caja se deshizo, y el cráneo que tenía aún

su blanca trenza

cayó con tanta gracia, que la tierra se negó a entrar en él.

¡Quién lo dijera!; tú que tanto temías morirte sola

has pasado diez años en la tumba hablando con tus

ángeles,

percibiendo las voces de tantas insolentes primaveras.

“La muerte es grande” dices, y la vida se concentra

en tu trenza.

No hemos perdido nada. La mañana sigue entrando

a la casa;

entrando sin cesar.

Si nada cesa tú nunca cesarás.

La muerte grande te besó en las mejillas

y nosotros lloramos y reímos.

Estábamos contigo.

Tu memoria no se detuvo nunca.

de Cuando el placer termine

 

 

LA CALACA

En la danza

el cordel, la gritería;

de azúcar es tu hueso

y en tu frente

la burla de la vida.

La carcajada reina en el mercado

con curvada alegría;

la flor de la casa de los muertos,

el duro sempasúchitl,

decora las cazuelas de la ofrenda;

las mujeres lloran embozadas

—en este sitio hay que ocultar las lágrimas,

sólo se admite el pálido sollozo,

el discreto aletear de las entrañas—

y el macho grita en su guitarra oscura

las coplas retadoras:

¿“en qué quedamos pelona,

me llevas o no me llevas”?

Los cerros inclinan la cabeza

y alguien dice en la noche creciente:

“viene la muerte cantando

detrás de la nopalera”.

La luna de noviembre es un gran cráneo

y el país entero llora de risa.

 

EL PONTÍFICE

Vivo en el descalabro.

No he podido aliar mi voluntad

a una ortodoxia

firme, clara y segura.

Dudo y persisto en la búsqueda

de un cordel pendiente del aire,

de lo innombrado,

de lo que da sentido a la noche lunar,

a la mañana descubierta por pájaros sedientos,

a la tarde sentada en la banca del parque,

a tu calma cuando al final del amor

te ocupa la plenitud del cuerpo.

No puedo aceptar

el orden preciso de las creencias.

Cuarenta y seis años en el mundo

me han dejado la certidumbre

de que aquí hay un engaño,

un retorcido truco,

algo que sobrecoge al desamor,

algo trivial y blando,

algo tan natural como la sangre.

A nada puedo aferrarme

y no protesto o me doy por vencido.

Tal vez esta búsqueda

y la certeza del engaño

sean una oscura forma

de la gracia.

 


LA SACERDOTISA

Jarandilla abre la puerta al frío.

La viejecita negra cuenta mendrugos,

mira

y la piedad le entrecierra los ojos.

Me detengo y le doy una moneda,

la toma y se la pone sobre el corazón.

El viento de Gredos

le revuelve el pelo

y en la tarde las encinas

son esqueletos sonoros.

La primera estrella da su calma

y todo se resigna

a la helada.

 

 

SAMARCANDA

1

La ciudad azul y blanca

bajo la luna de los mongoles.

Aquí no se mira la luna.

El palacio del emperador inmortal

aparece en la claridad de la tarde.

Estamos parados cerca de las tumbas;

comemos higos con una especie de ansiedad.

Samarcanda tiene un jardín por inventar.

—Ginsberg vio un jardín semejante

entre las piedras negras de México—

Se puede inventar un poema del tamaño del jardín,

comer dátiles y echar los huesecillos

en la tumba del emperador que va a vivir siempre.

Las tumbas no están frías.

En una de ellas cabe la cópula

de un joven y una mujer madura

—pelo blanco y grupa de galera fenicia—

Fuera del palacio los uzbekos venden

semillas de girasol, panalitos, higos.

Desde aquí se levantan el grito de los buitres del profeta

y la torre de Bujara.

Igual que en México, en China

y el Perú,

aquí las voces humanas son huecas

como los caracoles donde el mar se finge mar

en las playas de Cozumel.

2

Uluj-Beg para ver las estrellas

abrió un profundo camino

al centro de la tierra.

3

El muezzin me dijo en su cansancio:

escribirá un poema sobre nuestra ciudad,

dirá que nos conoce al darse cuenta

de que nunca estuvo entre nosotros.

Como respuesta abrí la boca

y devoré un racimo de uvas amarillas.

En la noche soñé que ni el muezzin ni yo

podíamos inventar plegarias nuevas.

4

A las cuatro de la mañana

caminé por el corredor del templo Scha-sinda.

La luna estaba en Dushambé.

Soñé bajo un pedazo de cielo abierto.

La estrella bajó la vista.

Me recorrió el calosfrío claro.

5

Hablar de la ciudad-camino

¿Quién me dice que estuve?

de Samarcanda y otros poemas

Tomado de:

https://materialdelectura.unam.mx/poesia-moderna/16-poesia-moderna-cat/193-091-hugo-gutierrez-vega?showall=1

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