Con la bala en la cabeza
José Ángel Leyva
Fausto Ávila, ilustración para la revista Directo Bogotá |
Su nombre es Fausto Ávila y su vida transcurre, paradójicamente, en la desolación que impone su invalidez. Es poeta, pintor y víctima de la violencia que ha dejado estelas de sufrimiento en el pueblo colombiano. Lo conocí hace ya más de diez años en una reunión de poetas jóvenes en Bogotá. Su humor era punzante y rápido. Cuando todos salieron a buscar bebidas, él pidió una cerveza sin alcohol. En un medio etílico la solicitud parecía un chiste. Pregunté por qué. Él sonrió con discreta amargura y respondió sin afectaciones: “Porque tengo una bala en la cabeza.”
Nunca nos hemos vuelto a ver, pero la vida nos ha llevado a encuentros a través de amigos comunes, por teléfono y recientemente por internet. Fausto es asiduo del Facebook; por esa vía me hace llegar su poesía y sus pinturas, portadoras de imágenes dolientes, rabiosas de deseo y frustración, al tiempo que poseen candor y ternura inusitados. Al año siguiente de conocerlo, una chica me contó la historia de un amigo suyo, poeta, a quien le apasionaban las armas y era un soñador y un guerrero. Escribí entonces un poema que titulé “El poeta lleva un tiro en la cabeza” y lo dediqué a Fausto. Antes de regresar a México se lo leí por teléfono a mi interlocutora; en medio de un llanto ronco, desgarrado, me decía: “Es la misma persona. ¿Cómo puedes conocerlo? No es posible”, insistía. Nunca imaginé que la lectura de ese poema me traería en distintos foros la aproximación a personas que conocían al poeta. Así fue como me enteré que por ese texto lo buscaron de la televisión y le hicieron un reportaje. Pero Fausto ya no escribía, ahora pintaba.
Proviene de una familia de ebanistas; desde muy joven buscó el camino de las letras y comenzó a trabajar en revistas literarias, a veces como mensajero, en ocasiones como colaborador en actividades culturales. Casado y con hijos se quedó en el desempleo. Un primo suyo abrió la puerta a su desesperación cuando le habló de un posible empleo de escolta. Colombia estaba secuestrada en la vorágine de los ejércitos que se disputaban el control del país: la guerrilla, el narco, los paramilitares, la delincuencia común y las Fuerzas Armadas. Los ricos vivían blindados y la población común, empobrecida, evitaba viajar por carretera ante los riesgos de asalto, de secuestro y de muerte que campeaban a lo largo y ancho del país. “Si te disparan, que no sea en el estómago, porque la agonía es terrible; que sea en la cabeza para acabar sin dolor”, le decía el chofer del camión a Fausto minutos antes de que un comando los interceptara y uno de los asaltantes sin mediar palabra le disparara a boca de jarro.
La segunda vez que escuché la voz de Fausto fue una mañana muy temprano. Me llamó por teléfono al hotel donde me hospedaba en Bogotá. Hablamos cerca de una hora. Me llamó la atención su humor, su risa un poco despiadada consigo mismo. Sabía que yo fui médico y di mis primeros pasos hacia la psiquiatría. Por ello me ofrecía detalles de su padecimiento, de los fármacos y las dosis que le aplicaban para mantenerlo a flote. Sorprendía su lucidez, no obstante la lentitud del habla. La bala había afectado cierta área del lenguaje y la memoria. Ya no intentaba escribir porque al momento de iniciar la redacción la mente le quedaba en blanco; todo cuanto leía lo olvidaba al instante. Pero de manera sorprendente se iluminó otra área del cerebro y comenzó a pintar sin haber tenido antecedentes plásticos. No sólo los amigos lo fueron abandonando, sino que su mujer se llevó a sus hijos. Vive bajo la protección de sus padres, que lo proveen de materiales para pintar y de un amor indispensable para sobrevivir.
Facebook volvió a ponernos en comunicación. Recuperó no sólo la capacidad de leer y escribir, ha vuelto a él la poesía. Corrige un libro de versos más o menos extenso y lee todo cuanto cae en sus manos. Sus poemas nacen del manantial de la desesperanza, de una vida en que la palabra desgracia es el fondo musical de las noticias. Lejos estaba yo de imaginar que esa violencia que encierra su drama se trasladaría a México con semejante o mayor crueldad y estulticia. Ese poema, “El poeta lleva un tiro en la cabeza”, por el que una mujer en Casa de Poesía Silva de Bogotá lloraba en silencio entre el público y por el que un hombre reveló su identidad colombiana, luego de vivir en México como originario de estas tierras, me hace pensar que nos hermana la tragedia; que Fausto no es un poeta exclusivo de Colombia sino de cualquier país donde leer y escribir representa la imposibilidad de recordar y construir una vida en paz con justicia y dignidad.
En uno de esos reencuentros cibernéticos recordaba que tuvo conciencia de ser poeta cuando al leer “Espergesia”, de César Vallejo, sintió que esas líneas reiteradas del poema nacían de su propia voz: “Yo nací un día /que Dios estuvo enfermo.”A veces, Fausto se desaparece y me preocupan sus ausencias. Echo de menos sus comentarios sobre la poesía, sus reportes médicos, sus preguntas y su ilusión por publicar este poemario que duele con cada una de sus líneas, sus miedos y sus fobias, sus alucinaciones, su epilepsia, su temor de no resistir más la soledad y los deseos.
Si comparto parte de su libro Morir de un pájaro con el lector tengo la certeza de que verá los trazos gruesos y los colores directos, duros de su pintura, porque las palabras provienen de la misma región donde el poeta Fausto renace por coraje cada mañana: “Extraño las tardes de la infancia/Los días en que las cometas remontaban el cielo/Las piernas de la sordomuda/que generosamente me obsequiaba/Extraño los amores pasajeros y los besos/a hurtadillas detrás de la pared del parque./Extraño hacer el amor/con mi primera amante/su olor de perfume barato/su ropa interior de dulces estampados/Mis alas están quebradas/y mis pasos arrastran/el peso del fracaso.”
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