martes, 10 de agosto de 2021

POEMAS DE GERARD MANLEY HOPKINS

(28 de julio de 1844, Stratford, Londres - 8 de junio de 1889, Dublín, Irlanda)


I. LA GRANDEZA DE DIOS

 

El mundo de la grandeza de Dios está cargado.

 

Se expandirá en llamaradas, deslumbrante, como panel de oro sacudido;

 

Se cosecha en abundancia y cunde, como el rezumar del aceite exprimido.

 

¿Por qué el hombre, pues, ya su poder no acata?

 

Generaciones lo han hollado, lo han hollado, lo han hollado,

 

Y todo está con su tráfago marchito, enturbiado y con su afán manchado;

 

Y lleva el tizne del hombre y aquel su olor comparte;

 

Ya el suelo está desnudo y el pie no puede sentirlo al ir calzado.

 

 

 

Y la naturaleza, aun así, nunca se agota;

 

Y vive la más rica frescura, en lo interior y más profundo de las cosas;

 

Y aunque las últimas luces de la tarde por el oscuro Oeste se hayan ido,

 

Oh, la aurora en el dorado horizonte del Oriente brota,

 

Porque el Espíritu Santo, sobre el curvado mundo reclinado,

 

En su cálido seno y con sus, ¡ay!, brillantes alas le da abrigo.

 

 

 

II. LA NOCHE ESTRELLADA

 

¡Mira a las estrellas! ¡Eleva tu mirada hacia los cielos!

 

¡Contempla toda la ardiente multitud en los aires asentada!

 

¡Oh villas refulgentes, redondas ciudadelas!

 

De oscuros bosques en la más honda umbría, veneros de diamantes, ¡los ojos de los elfos!

 

¡Y aquellas grises praderas, frías, donde el oro, el oro vivo yace!

 

¡Argénteo serbal que se cimbrea al viento! ¡Aéreos álamos en llamas encendidos!

 

¡Copos de palomas, flotantes, huidas al susto del corral en desbandada!

 

¡Ah, pero este cielo se compra, todo él es premio!

 

 

 

¡Compradlo, pues! ¡Pujad! ¿Con qué?: oración, paciencia, limosnas, votos

 

¡Mira, mira: una invasión de mayo del huerto en la enramada!

 

¡Fíjate! ¡Un florecer de marzo en los sauzales con polvo de oro tapizados!

 

Estos son en verdad los graneros, más allá de los umbrales, las gavillas.

 

El relumbrante recinto al esposo oculta tras sus vallas;

 

Es la morada de Cristo, de Cristo, de su madre y de sus santos.

 

 

 

III. EL FAROL A LA PUERTA DE LA CASA

 

A veces un farol vaga en medio de la noche

 

Y llama la atención de nuestros ojos. Y ¿quién va ahí?

 

VI. ABIGARRADA BELLEZA

 

Gloria a Dios por las cosas moteadas.

 

Por los cielos jaspeados, bicolores cual si berrenda vaca fueran;

 

Por los ocelos rosados que salpican a la trucha que en torrente nada;

 

Por las castañas, que en sazón como candentes ascuas caen; y por las alas

 

                                                                   [del pinzón ribeteadas;

 

Por el parcelado y dividido paisaje: majada, barbecho y sementera;

 

Y todos los oficios, con sus pertrechos, utillaje y vestimenta.

 

 

 

Por toda criatura distinta, original, extraña, escasa;

 

Y aquella que es variable y variopinta (¿quién sabe la manera?)

 

Y la que es a la vez clara y oscura, agria y dulce, rauda y lenta;

 

A él, que todo lo crea y sustenta y cuya belleza invariable nunca pasa: Alabadle.

 

VII. LA ALONDRA ENJAULADA

 

Como una alondra, a desafiar el vendaval acostumbrada, viviendo en triste jaula

 

prisionera,

 

El encumbrado espíritu del hombre tiene en su carcasa de huesos su morada;

 

Aquella, de sus libres campiñas la nostalgia ya olvidada,

 

Este, gastando en diario y laborioso afán su vida entera.

 

 

 

Ya en percha encaramada o en césped recostada, o en humilde cabaña aposentado,

 

Ambos cantan a veces los más dulces, dulcísimos cantares,

 

Pero a veces a ambos en sus celdas mortalmente los abaten los pesares,

 

O sus barrotes retuercen, en explosión de miedo o rabia exasperados.

 

 

VIII. EN EL VALLE DEL ELWY

 

Recuerdo un hogar donde todos eran buenos

 

Conmigo, aunque, Dios lo sabe, tal cosa yo no merecía.

 

Reconfortante aroma al entrar se respiraba,

 

Recién traído, supongo, de algún bosque perfumado.

 

Aquel aire cordial por completo aquella gente protegía,

 

Como las maternales alas los huevos de su nido,

 

O, como en primavera, las tibias noches los renuevos;

 

Y parecía, por supuesto, parecía muy justo que así fuera.

 

Bellos los bosques, las aguas, las praderas, las gargantas y los valles,

 

Con ese aire que allí tienen las cosas y que este mundo de Gales configura;

 

Tan solo los habitantes no responden.

 

¡Oh Dios, amante de las almas, equilibradas balanzas inclinando,

 

¡Completa a tus queridas criaturas allí donde haga falta!

 

Tú, que eres poderoso maestro; Tú, que eres padre y amante.

 

 

IX. LOS ÁLAMOS DE BINSEY – talados en 1879

 

Mis queridos álamos, cuyas aéreas prisiones atenuaban,

 

Atenuaban o apagaban en su fronda el sol danzante,

 

Todos talados, talados, talados estáis todos;

 

De una flamante, continua y ondulante hilera,

 

No se salvó siquiera uno

 

Que meciera su sombra asandaliada,

 

Que nadaba o se hundía en el prado y en el río

 

O en el enmarañado herbazal de la ribera,

 

Que el vagabundo viento recorría.

 

¡Oh, si al menos supiésemos qué hacemos

 

Cuando cavamos o tajamos,

 

X. PAZ

 

¿Cuándo querrás tú, Paz, torcaz paloma, tus inquietas alas plegar

 

¿Y dejarás de rondarme vagabunda, para posarte al fin bajo mis ramas?

 

¿Cuándo, cuándo, ¿Paz, querrás tú, Paz? No haré el hipócrita

 

Con mi propio corazón, y admito que algunas veces vienes; pero

 

Esta paz a ratos es pobre paz ¿Qué plena paz consiente

 

¿Alarmas de guerras, intimidantes guerras, su propia muerte?

 

 

 

¡Oh ciertamente, ¡esquiva Paz, mi señor ha dejar algún bien en tu lugar!

 

Por eso deja exquisita Paciencia, para que de Paz se emplume en adelante.

 

Y cuando la Paz aquí a anidar viene,

 

Viene a hacer su labor y no a arrullar,

 

A criar y a incubar viene.

 

 

XI. FÉLIX RANDAL

 

Félix Randal, el herrador, ¿ha muerto entonces? ¿Ya toda la tarea ha terminado

 

Para mí, que vi cómo su hechura de hombre huesudo, fornido y bien formado,

 

Se iba consumiendo y consumiendo, hasta que su razón desvarió

 

¿Y cuatro fatales dolencias en él compitiendo se encarnaron?

 

 

 

La enfermedad lo quebró. Impaciente al principio maldecía, pero se enmendó,

 

Y más todavía al ser ungido; aunque ya un más celestial corazón le había brotado

Tomado de:

https://www.nuevarevista.net/gerard-manley-hopkins-veinte-poemas/

 

El alquimista en la ciudad 

 

Mi ventana muestra las nubes viajeras,

Hojas gastadas, nueva estación, cielo alterado,

Multitudes que se forman y se funden:

El mundo entero pasa; yo a la vera.

 

Sin dispendiar sus horas asignadas,

Los hombres y los amos planean y edifican:

Miro el coronamiento de sus torres

Y felices promesas realizadas.

 

Y yo –tal vez si mi intención

Contara con edad prediluviana,

Los trabajos que así habría gastado

Pudieran acceder a su heredad.

 

Pero antes que ahora brille en el caldero

El oro que no está por descubrirse,

A la larga el fuelle no soplará más,

La estufa habrá por fin de enfriarse.

 

Y con todo es ya muy tarde para sanar

La vergüenza incapaz y estorbosa

Que me hace cuando con hombres trato

Más inerme que el ciego o el lisiado.

 

No, debería amar la ciudad menos

Aún que ésta mi ciencia ingrata;

Pero yo deseo el desierto

O las lenguas herbosas de la costa.

 

Camino por mi airoso mirador

Para observar el sol bajo o levante,

Veo virar a las palomas citadinas,

Contemplo a las golondrinas correr

Entre la cima de la torre y el suelo

A mis pies en el aire que sustenta;

Luego hallar en el ruedo de horizonte

Un sitio y el hambre de estar allí.

 

Y entonces odio como nunca aquella ciencia

Que ninguna promesa otorga de éxito;

Es dulce como nunca la costa despoblada,

Libre y ameno el desierto.

 

O antiguos túmulos que cubren huesos,

O rocas donde acuden palomas de las rocas,

Y árboles de terebinto y piedras

Y silencio y un golfo de aire.

 

Allí en una larga altura escuadrada

Tras el crepúsculo me tendería

A penetrar la amarilla luz cerúlea

Con largo y libre mirar antes que muera.

 

 

1865

 

Henry Purcell

 

 

                        El poeta desea ventura al divino genio de Purcell

                       y lo alaba porque, mientras otros músicos han

                       dado expresión a los estados del alma humana,

                       él fue más allá para enunciar en notas la

                       hechura y especie misma del hombre tal como se

                       creó en él y en todos los hombres en general.

 

Dulce bien haya, oh dulce, dulce bien haya, tan amado

De mí, tan especial espíritu como alienta en Henry Purcell,

Una edad hace ya cuya partida; con la revocación

De la sentencia externa que lo abaja, enlistado en herejía,

    aquí.

 

No es en él sentimiento ni intención, soberbio fuego

    o pavor sagrado,

O amor, o piedad, o todo lo que melodías no suyas pudieran

    nutrir:

Es la facción forjada que me encuentra; es el ejercicio

Del propio, el abrupto ser ahí que así arremete, así abarrota

    el oído.

 

¡Venga pues y con su aire de ángeles me eleve, me derribe!

    pero yo

Detendré la mirada en sus mores, prístinas marcas lunares,

    en su plumaje moteado bajo

Las alas: así alguna gran ave de tormenta, cuando ha

    caminado a su gusto

 

La tonante púrpura ribera, plumada púrpura-de-trueno,

Si en clamor sus níveas alas triunfales desparraman

    una sonrisa colosal,

Mas la intención de movimiento abanica de asombro

    los sentidos.

 

 

Oxford, abril 1879

 

Descifrado en hojas de sibila

 

 

Ferviente, ultraterreno, igual, armonizable,

    bovedizo, voluminoso, estupendo

Crepúsculo pugna por ser del tiempo la vasta

    vientre-de-todo, casa-de-todo, ataúd-de-todo

    noche.

Su córnea tierna luz amarilla devanada al oeste, su

    loca hueca luz blanca colgada en la altura

Yerma; sus primeras estrellas, estrellas príncipes,

    principales, se nos ciernen,

Cielo en facciones de fuego. Pues la tierra desata

    su ser, su entrevero toca fin, divergente

    o ebullente, todo a traviesa, en tumulto; ser en ser

    macerado y molido — por entero

Desacordando, desmembrando todo ya. Bien me traes,

    corazón, a cuenta

Con: Nuestro crepúsculo nos cubre; nuestra noche

    se hinche, se hinche, y nos acaba.

Sólo las ramas y dentadas hojas dragontinas incrustan

    la pálida luz con lisura de herramienta; negras,

Tan negras en ella. ¡Nuestro cuento, oh nuestro oráculo!

    Que la vida, menguante, ah que la vida devane

Su otrora tejida teñida venada variedad toda en dos

    husos; separa, encierra, guarda

Ahora su todo en dos rebaños, dos rediles —

    negro, blanco; bueno, malo; cuenta sólo, atiende

    sólo, mira

Sólo estos dos; cuidado con el mundo en que los dos sólo

    encontrados se revelan; con el potro

Donde por sí atadas, por sí torcidas, sin abrigo y sin asilo,

    ideas contra ideas en queja se quebrantan.

 

 

1885

 

Cielo/asilo

 

 

Una monja toma el velo

 

       Yo he deseado ir

   Donde el manantial no cesa,

Donde no arrasa el campo el granizo cortante

   Y algunos lirios florecen.

 

      Y he pedido estar

  Donde no llega la tormenta,

Donde el verde oleaje calla al asilo del abra

   Y libre del vaivén del mar.

 

1864-65

Tomado de:

http://www.materialdelectura.unam.mx/index.php/poesia-moderna/16-poesia-moderna-cat/73-026-gerard-manley-hopkins

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