domingo, 1 de septiembre de 2024

POEMAS DE MARTÍN ESPADA


Algo se escapa de la fogata

 

Para Víctor y Joan Jara

 

I. Porque nunca moriremos: Junio de 1969

 

Víctor cantó su plegaria del labrador:

Levántate, y mírate las manos.

Las manos del padre de Víctor enguantadas en piel dura

petrificadas como puños empujando el arado.

El Estadio Chile lo celebró, delirante como un hombre

que sabe que ha arado su último terreno

para otro y que oye una canción contándole

lo que sabe con los hombros.

 

Joan, la bailarina, que giraba frente a las multitudes

en las mismas poblaciones donde Víctor cantó,

se inclinó hacia adelante en su asiento para escucharlo:

Primer premio en el Festival de la Nueva Canción para Víctor Jara.

Estas son las noches en que no dormimos

porque nunca moriremos.

Cómo fue entonces que él pudo atisbar hacia lo oscuro,

más allá de la fila trasera, levantar su guitarra

y cantar: Juntos iremos, unidos en la sangre,

ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.

 

 

II. El hombre con todas las armas: Septiembre de 1973

 

 

Vino el golpe y los soldados arrasaron a los enemigos del estado:

manos en la cabeza, en fila india, a través del estadio.

Rostros condenados sangraban su luz en los pasillos

del Estadio Chile. Todavía la luz flota allí.

También los asesinos tenían su luz: cigarrillos espectrales

centelleando en cada corredor, especialmente El Príncipe,

así los prisioneros le llamaban al rubio oficial

que sonreía en su trabajo como si le cantaran iglesias en la cabeza.

 

Cuando Víctor ingresó al pasillo,

lejos de los miles apretando las rodillas contra el pecho

mientras esperaban el cigarrillo en el cuello

o escrutaban a las ametralladoras que los escrutaban,

conoció a El Príncipe, quien debe haber escuchado un canto en su cabeza,

ya que reconoció la cara del cantante, rasgueó el aire

y tajeó su garganta con un dedo.

El príncipe sonrió como un hombre con todas las armas.

 

Más tarde, cuando los otros prisioneros entendieron

que no había alas sobre sus hombros

para volar lejos del pelotón de fusilamiento,

Víctor cantó Venceremos

y el canto prohibido levantó hombros

mientras la cara de El Príncipe se enrojecía en un grito.

Si su propio grito no podía aquietar la canción

latiéndole en las venas de la cabeza

entonces, razonó El Príncipe, lo harían las ametralladoras.

 

III. Si sólo Víctor: Julio de 2004

 

Resquebraja la esfera de cada reloj en el Estadio Chile.

En este lugar, treinta y un años se miden

por el último aliento de Víctor. Un momento,

como en momento, la última palabra del último canto

que escribió antes que se plagara de balas

el panal de sus pulmones.

 

Todavía los ojos de ella arden. Su lengua todavía se congela.

Por Joan de nuevo los helicópteros rugen,

la música militar redobla por el dial,

los soldados les dan culatazos a las mujeres en la cola del pan.

De nuevo encuentra el cuerpo de su esposo en la morgue

entre los cadáveres apilados como ropa sucia

y alza las oscilantes manos fracturadas de Víctor en las suyas

como para comenzar un vals.

 

Sí, ahora le pusieron su nombre al estadio donde lo mataron,

sí, sus palabras flotan en la piedra a lo largo de la pared de la entrada,

sí, hay acróbatas chinos haciendo piruetas aquí esta noche,

pero ella arrancaría el letrero que florea su nombre,

echaría abajo la pared con sus palabras

y dispersaría a los acróbatas por las calles

si sólo Víctor entrara a la sala

para terminar con la discusión de por qué

él andaba tan lento de mañana

haciéndola casi siempre llegar tarde a clase.

 

 

IV. Algo se escapa de la fogata: Julio de 2004

 

Al sur de Santiago, lejos del Estadio Víctor Jara,

bajo una carpa donde los goterones de lluvia repiquetean sobre la tela,

un muchacho y una muchacha nacidos años después del golpe

se recuestan sobre una silla del escenario para llenarse los ojos de la cara del otro.

La cinta resuena y la voz de Víctor

serpentea delicada como papel quemado hacia el cielo

cantándoles sobre el silencio de un amante a los bailarines

que desencrespan los zarcillos de sus cuerpos.

 

Algo se escapa de la fogata

donde los generales se entibian las manos:

brazas de papel quemado, cintas enterradas,

voces rebosando en el silencio

como invisibles criaturas en un vaso de agua,

igual que una bailarina gira con la música en su cabeza,

sola salvo por el cosquilleo de unas yemas en el codo.

 

 

Los soldados en el jardín

 

Isla Negra, Chile, septiembre de 1973

 

Después del golpe

los soldados se aparecieron

una noche por el jardín de Neruda

levantando linternas para interrogar a los árboles,

maldiciendo las piedras que los hacían tropezar.

Desde la ventana del dormitorio

podrían haber sido

los conquistadores de hundidos galeones

de vuelta del mar para acabar

de saquear la costa.

 

El poeta se moría:

el cáncer destellaba por su cuerpo

y lo tenía dándose vueltas en cama para matar las llamas.

Aún así, cuando el teniente irrumpió en el piso de arriba,

Neruda le dio la cara y le dijo:

aquí hay un solo peligro para usted: poesía.

El teniente se llevó el casco al pecho,

le pidió disculpas al señor Neruda

y se apresuró a bajar las escaleras.

Las linternas se disolvieron una por una entre los árboles.

 

Por treinta años

hemos andado a la búsqueda

de otro ensalmo

para hacer que los soldados

se esfumen del jardín.

 

 

Ciudad de vidrio

 

Para Pablo Neruda y Matilde Urrutia

La Chascona, Santiago, Chile

 

La casa del poeta era una ciudad de vidrio:

vidrio de arándano, vidrio de leche, vidrio de carnaval,

copas rojas y verdes fila tras fila,

relumbre negro de vino en botellas,

barcos en botellas, un zoológico de botellas,

gallo, caballo, mono, pez,

latido de relojes rebotando contra el cristal,

ventanas iluminadas por los blancos Andes,

un observatorio de vidrio sobre Santiago.

 

Cuando el poeta murió

trajeron su ataúd a la ciudad de vidrio.

No había puerta: la puerta era mil puñales,

más allá de la puerta un antiguo mundo en ruinas,

vidrio ahora puntas de flechas, hachas, trozos de cerámica, polvo.

No había ventanas: dedos de aire

buscaban vidrio como el rostro de un amante desaparecido.

No había zoológico: las botellas eran medias lunas

y cuartos de luna, caballo y mono

destripados con cada reloj, con cada lámpara.

Huellas de botas hiladas en un tango lunático por el suelo.

 

La viuda del poeta dijo: No vamos a barrer el vidrio.

Su velorio es aquí. Reporteros, fotógrafos,

intelectuales, embajadores pisaron el vidrio

crujiendo como un lago helado, y soldados también,

los mismos que saquearon la ciudad de vidrio,

regresaron a hablar por su general:

tres días de luto oficial,

anunciados al final del día tercero.

 

En Chile un río de vidrio burbujeó, se enfrió,

se endureció y se levantó en láminas, sólo para romperse y elevarse de nuevo.

Un día, años después, los soldados se dieron media vuelta

para encontrarse dentro de una ciudad de vidrio.

Sus rifles se volvieron vidrio de carnaval,

las balas se disolvieron reluciendo en sus manos.

Desde el zoológico del poeta oyeron chillar monos;

desde el observatorio del poeta oyeron

poema tras poema como un llamado a orar.

La lengua del general se quemó con astillas

invisibles al ojo. La lengua del general

era color de vidrio de arándano.

Tomado de:

https://alpialdelapalabra.blogspot.com/2010/07/martin-espada-poemas.html

 

 

Flores y balas

                     Cuba y Puerto Rico son

                     de un pájaro las dos alas,

                     reciben flores o balas

                     en el mismo corazón.

                     Lola Rodríguez de Tió

 

Tatúame la bandera de Puerto Rico sobre el hombro.

Tíñeme la piel roja, blanca y azul, no los colores

que revientan en las paradas de feriados o se descascaran sobre las tumbas

de los veteranos de guerra de los Estados Unidos: los colores de Cuba al revés:

una bandera para los rebeldes en los cerros de Puerto Rico, soñados

por los exiliados puertorriqueños en el Partido Revolucionario de Cuba,

barbudos y de gafas en la aguanieve de Nueva York.

Magos extraviados camino a Belén. Eso

fue en 1895, el mismo año que murió José Martí,

poeta baleado sobre un caballo blanco en su primera batalla.

 

Tatúame la bandera de Puerto Rico sobre el hombro,

por si para siempre el frío me cierra los ojos

y los doctores no logran explicar la causa de la muerte:

tú sabrás que morí como José Martí,

flores y balas en el corazón.

 

Que cantaremos

 

Santa te llamo: lavas platos en el comedor popular, instruyes a hombres

que no pueden escribir sus nombres, enseñas poesía a los adictos,

y me imagino esta vez a un San Sebastián mujer voluptuosa,

sin flechas esta vez, túnica blanca deslizándose a la cintura, esa torsión

en el éxtasis después del roce de una invisible mano, los ojos verdes

elevándose al cielo, aunque sabemos que no hay Dios en Paterson.

 

Pero en la clase de poesía hoy les diste a los adictos un poema y te cantaron

el poema de vuelta, Alcen cada voz y Canten, así es que lo hicieron,

incluso el hombre con un solo brazo, y entonces sus voces se volvieron humanas otra vez:

no el aullido de los lobos a los que en el acto la policía les dispara después de la puesta de sol

voces de iglesia, voces de escuela, voces de antes que la jeringa inundara

sus cuerpos y ahogara todas las canciones, todos los poemas que conocían.

 

Me imagino a Víctor Jara exhortando a la multitud en Santiago a cantar

la última estrofa de su Plegaria del Labrador: levántate y mírate las manos,

y cómo la multitud le cantó la canción

de memoria al cantante, incluso las palabras que cantó como si pudiera

vislumbrar el golpe, el revólver del oficial en su oreja: ahora y en la hora

de nuestra muerte, amén.

 

Después los adictos en un círculo de sillas plegables se pusieron de pie por ti,

hablándole de Dios en Paterson a la profesora herética, intentando alcanzar

tus manos como si pudieran regresar el espíritu de tu piel

al refugio donde duermen de noche, tocándote del modo

que a veces te toco, no por deseo sino por asombro, diciéndome

a mí mismo que no te imaginé, que estás aquí, que cantaremos.

 

 

 

El pie derecho de Juan de Oñate

                   

                                         para John Nichols y Arturo Madrid

 

En el camino a Taos, en el pueblo de Alcalde, la estatua de bronce

de Juan de Oñate, el conquistador, vigilaba desde su caballo.

Tarde una noche una sierra le cercenó el pie derecho, tableteando

por sobre el hueso del tobillo, mientras el espíritu de Oñate

escarbaba y aullaba como un perro atrapado en el cuerpo de bronce.

 

Cuatro siglos atrás, después que su cañón disparó para quemar cientos

de cuerpos y ennegrecer los muros de adobe del pueblo de Acoma,

Oñate dio un giro sobre su sorprendido caballo y dictó su proclama:

todos los hombres de Acoma mayores de veinticinco serían castigados

mediante amputación del pie derecho. Cuchillos españoles aserraron tobillos;

manos españolas arrojaron pies sobre pilas como pescados en el mercado.

Hubo oraciones y llanterío en un lenguaje que Oñate no hablaba.

 

Ahora, en el aeropuerto de El Paso, al frente del río de Juárez,

otra estatua de bronce de Oñate se eleva sobre un caballo congelado de furia.

Los padres de la ciudad estrellan botellas de champaña contra las patas del caballo

para bautizar la estatua, y el espíritu de Oñate recuerda la sierra

rebanando el hueso de su tobillo. El pueblo de Acoma permanece intacto.

Millares de pies morenos cruzan la frontera, el desierto

de Chihuahua, los lugares bajos del Río Grande,

los puentes de Juárez a El Paso. Oñate se mantiene vigilante, erguido

en su caballo sobre el Río Grande, la ley del conquistador

enrollada a la mano, anonadado como un hombre de pie amputado,

espíritu que escarba y aúlla como un perro en un cuerpo de bronce.

 

 

 

Ahora te pronuncio muerto

 

                   Para Sacco y Vanzetti, ejecutados el 23 de agosto de 1927

 

La noche de su ejecución, Bartolomeo Vanzetti, un inmigrante

italiano, vendedor de pescado, anarquista, le dio la mano y las gracias

a Warden Hendry. Quiero perdonar a algunas personas

por lo que ahora me hacen, dijo Vanzetti, atado

a la silla que arrojaría dos mil voltios por su cuerpo.

 

Los ojos del guardia estaban húmedos. Seca su boca. El guardia

oyó su propia voz croar: De acuerdo a la ley ahora te pronuncio muerto.

Ninguno lo pudo oír. Con la misma mano que le dio la mano

a Bartolomeo Vanzetti, Warden Hendry, de la Prisión de Charlestown,

saludó al verdugo que agarró la palanca del interruptor para tirarla hacia abajo.

 

Los muros de la Prisión de Charlestown se hicieron ruinas, polvo, llovizna.

Hay una escuela donde quedaba la prisión; en los pasillos resuena

el español de los dominicanos, el portugués de los portugueses de Cabo Verde,

el creole de Haití. Ninguno puede oír las últimas palabras de Vanzetti

o el aullido de miles en el parque Boston Common cuando les llegó la noticia.

 

Después de medianoche, a la hora de la ejecución, Warden Hendry

se sienta en la cafetería, la mano temblorosa como en estado de choque, el arroz

salta lejos de su tenedor, así que no logra comer, aunque lo asalte el hambre,

balbuceando las palabras que solo él puede oír: ahora te pronuncio muerto.

 

 

 

Regreso

 

                   245 Wortman Avenue

                   East New York, Brooklyn

 

Cuarenta años atrás sangré en este pasillo.

La media luz amarilleaba el ladrillo

como el ángel de la vivienda pública.

Esa noche llamé a cada puerta y escuché tras cada una:

en 1966 había una guerra en la televisión.

 

Sangre goteó sobre el piso como un aceite de mi propio motor.

Sangre se precipitó por una resquebrajadura de mi cuero cabelludo.

Sangre se espumó en mis dos manos; sangre arruinó mis zapatos.

El muchacho que disparó la lata a mi cabeza en la calle

le imprimió la sangre que pudo a sus evasivas piernas.

Yo golpeé en cada puerta para pedir ayuda, esparciendo una plaga

de huellas sangrientas por el camino al departamento 14F.

 

Cuarenta años más tarde me paro en el pasillo.

El ángel tenue de la vivienda pública anda demasiado exhausto

para recibirme. Mi mano presiona

contra la puerta del departamento 14F

como un pulpo que se pega al vidrio de un acuario,

la sangre repica detrás de mis orejas.

Escucha tras cada puerta: hay una guerra en la televisión.

Tomado de:

https://www.festivaldepoesiademedellin.org/es/Festival/32/MartinEspada/

 

 

Los latidos del corazón del reloj pulsera

 

Mi padre trabajaba como mecánico para la Fuerza Aérea

y los motores de los aviones le aullaban en los oídos todos los días.

Una mañana desapareció el reloj pulsera que le había dado su padre.

Al próximo día vio a otro soldado con el reloj puesto.

No había nada que pudiera decir: nadie le creería

a un mugriento mecánico de aviones en la base de la Fuerza Aérea

de San Antonio. Fue una noche y se emborrachó

y arrancó los tablones de una barraca vacía para hacerse una fogata.

Encerrado en el calabozo no tuvo cómo saber la hora.

 

Cuando murió me robé el reloj pulsera de mi padre.

Escuché los latidos del corazón del reloj.

El corazón del reloj continuó latiendo mucho después

que el corazón de mi padre dejara de latir. En algún lugar

el hijo del hombre que en la fuerza aérea le robó el reloj pulsera

a mi padre se lleva el reloj al oído y escucha

latir el corazón del reloj. Conserva el reloj

en un lugar sagrado donde nadie más puede oírlo.

Así el hijo busca consumar la resurrección del padre. La Biblia

se equivoca al contar la historia: somos nosotros

los que buscamos consumar la resurrección del padre.

Escuchamos los latidos del corazón y oímos el aullido.

 

 

Gacela para un jovencito espigado de Nueva Hampshire

 

para Jim Foley, periodista decapitado

en un video de ISIS, el 19 de agosto de 2014

 

Los periodistas me llamaron y me preguntaron: ¿usted lo conocía?

Fui su profesor, dije muchas veces ese día. Sí, lo conocía.

 

Una vez fue maestro también, enseñaba en uno de esos pueblitos

de los que desaparecieron las fábricas de algodón y de textiles. Ahí lo conocían.

 

Les enseñaba a los refugiados de una isla a quienes lo único

que los terratenientes les dejaron fueron las manos. En español lo conocían.

 

Deletreaban el inglés haciendo que las lisiadas letras

caminaran por la página para él y todo solo porque lo conocían.

 

Comía de su arroz y porotos, acunaba a sus niños, posaba para la foto

de su graduación de la escuela. Pregúntenles cómo era que lo conocían.

 

Beliza, Mónica, Limary: escribieron con él un poema sobre cascadas

y ranas que cantan de noche para que las conociera como ellas lo conocían.

 

Sabemos que sus palabras se convierten en lluvia en la selva del poema.

No podemos decir cuáles palabras son suyas, aunque lo conocíamos.

 

Su cara en la portada vendió periódicos en los kioscos.

Sus verdugos y su presidente hablaron de él como si lo conocieran.

 

El periodista que cargaba una cámara me preguntó si había visto el video

que sus asesinos querían que viéramos. Murmuré entre dientes: no. Yo lo conocía.

 

Una vez fue un jovencito espigado de Nueva Hampshire de pie en mi puerta.

Hablaba español. Quería enseñar. Yo lo conocía. Nunca lo conocí.

 

 

Sanan las grietas en la campana del mundo

 

Para la comunidad de Newtown, Connecticut, donde veinte estudiantes

y seis educadores perdieron sus vidas a manos de un sujeto armado

en la Escuela primaria Sandy Hook, el 14 de diciembre de 2012.

 

Ahora las campanas hablan con lenguas de bronce.

Ahora las campanas abren bocas de bronce para decir:

escuchen las campanas a un mundo de distancia. Escuchen

las campanas en las ruinas

de una ciudad donde los niños reunieron cartuchos de cobre

como vidrios de colores en la playa

y el cobre hirvió en la fundición y la campana

que nació del horno dice: Nací de las balas, pero ahora canto

un mundo donde las balas se funden en campanas. Escuchen la campana

en la ciudad donde los cañones de los ejércitos de la Gran Guerra

se hundieron en hierro derretido burbujeando como una olla de chocolate

y las muchas bocas que una vez hablaron la lengua del humo

forman la boca única de una campana que dice: Nací de los cañones

pero ahora canto un mundo donde los cañones se funden en campanas.

 

Escuchen las campanas de un pueblo con asta de bandera en la calle principal,

una veleta de gallo que todo lo observa desde arriba del Municipio,

la congregación que se junta a cantar en tiempos de gran silencio.

Aquí las campanas mecen sus cabezas de bronce como si dijeran:

que se fundan las balas en campanas, que se fundan las balas en campanas.

Aquí las campanas elevan sus pesadas cabezas como si dijeran:

que se fundan los cañones en campanas, que se fundan los cañones en campanas.

Aquí las campanas cantan un mundo donde las armas se desmoronan de lleno

en la tierra y nadie recuerda dónde fueron enterradas.

Ahora las campanas dan el recado a medianoche en el antiguo lenguaje

del bronce, campana a campana, como barcos traficando noticias de liberación

isla a isla, el canto propagándose por las nubes.

 

Ahora repican las campanas como el músculo que late en cada pecho,

sanan las grietas de la campana de cada rostro que escucha las campanas.

Los repiques sanan las grietas en la campana de la luna.

Los repiques sanan las grietas en la campana del mundo.

Tomado de:

https://plazapublica.georgetown.domains/poesia/tres-poemas-de-martin-espada-traducidos-por-oscar-sarmiento/

 

 

Tiburón

 

Este 116

y un carro rojo largo

apagado con el bonete alzado

rugiendo salsa

como tiburón blanco

con la boca abierta

y abajo en la panza

la radio

del ultimo pescador

todavía sintonizado

a su estación favorita

Tomado de:

http://www.tainoworld.com/maespada.html

No hay comentarios.:

Publicar un comentario