jueves, 12 de septiembre de 2024

POEMAS DE MAGALI ALABAU


NEGRO TREN

Te voy a contar como se lee el Tora

cuando una está sentada dentro de un papel

sucio, quemado por las puntas, vomitado.

Cuando la mañana sabe a jabón

y el aire a sulfato,

cuando la música que oyes

es el aguijón de la ambulancia

y el trenero que grita D de dog.

Estas leyendo el capítulo Creación

y un 7 se te clava como anzuelo

dándote una punzada salvaje en ese ojo.

La palabra IRA1

salta a tu cuello

encaramada en una manzana

que un pasajero te restriega en la boca.

La manzana y Eva.

Parásito, tren del diablo llamado Urbe,

cuando entro a tus antros

recuerdo mi intestino.

Los mapas son las guías chorreadas de pus

que el diablo imprime para sus favoritos.

La historia de Abraham me encanta.

Voy a Queens o a la ternera degollada.

Una vez sentada se me olvida quién soy,

a dónde voy o dónde vivo.

Si me agarro a la manigueta encima de mi cabeza,

siento que soy la vil carne de un cerdo.

Caín mató a Abel con una quijada de perro.

Los dientes de la roña comienzan a morderme.

La gente piensa: aquí, en este tren de carga,

un baño de sangre no haría mal.

Las puertas se abren y el paraguas negro

de uno de los arcones me atiza la mano

para cuando se cierre la puerta me hierva el dolor.

Últimamente se recitan los salmos en el subway

y de vez en cuando se anuncia la venida del Mesías.

 

1

 IRA es sigla de una cuenta de ahorros para retirados que se anuncia en trenes subterráneos neoyorkinos

 

 
HOJAS

¿Quién llora cuando las hojas caen,

cuando el agua sin cesar las ahoga,

y revuelven la tierra

acunando gusanos moribundos?

El invierno tiene olores que olvidamos.

El rojo que grita,

el amarillo enfermo,

el negro que es ceniza.

Aunque lleve en la cabeza tantos mundos

uno solo es el que uno habita,

nos saca un litro de sangre,

nos tira de perfil y de frente una fotografía,

nos toma las huellas digitales.

Uno pasa de cola en cola, de fila en fila,

dándole a la espera otro nombre.

Medimos lo que no nos falta

por esa libertad sin condiciones,

Una entrevista más, unas declaraciones,

juramentos a otras estructuras.

Después de tanto procesarnos

no nos queda nada de los sueños.

Dicen que soñar no cuesta,

yo diría, sin pensar, cuesta la vida,

los minutos gastados, el trote,

las pequeñas mentiras.

Inventamos personajes que no existen,

declararlos, imposible.

Se cansa uno de tantos pedacitos,

pensar en algo, saltar a otro capítulo.

Actuar en el teatro de teatros.

Buscar un escenario y no un apartamento.

Los muebles son los props,

la mesa que arrojaron en la calle,

la silla sin patas, tan perdida

en medio de multitudes y desprecios.

Entonces estarían justificados los fragmentos.

El rompecabezas obtendría forma.

El teatro tira para un lado, te tuerce

y hace que te crezcan las pestañas.

Te pinta de rubia,

te pone morado cada ojo.

Eres tú, soy yo, interpretando.

Tomado de:

http://www.sur-revista-de-literatura.com/Creaciones08/PoemasMagaliAlabau.pdf

 

 

No fue tan poderoso Fausto.

No fue tan feliz,

ni tan apuesto

ni tan equilibrado.

Fue eje de pasión

y de impaciencia.

Mefistófeles lo supo,

era el más paciente de los dioses,

el más sabio,

el que siempre ríe

mientras otros lamentan

las vicisitudes del contrato.

 

 

Trenes aparecen

con la velocidad del tiempo,

repletos de basura,

de cartas, de llamadas

inconclusas, de notas

y teléfonos rotos.

Trenes ciegos

apaleados por el aire

con peste de algún muerto,

de orín

y desgajadas heces.

Domingo en Queens,

en Brooklyn

y en Manhattan,

en blanco la mirada

paseando por un parque

sin sensación

ni gusto

donde caen edificios

frente a mí

sin memoria.

Ese llegar acá

y cambiar una vida

por orden de la muerte.

Ocho horas

acarreando de un lado

a otro cajas vacías,

llenando cada caja

con un escalofrío.

Tanto pesimismo

sin tregua,

y sin avance.

No sé quién soy

despierta ni

dormida.

Me rindo.

Lo extraño

y la igualdad

se juntan

en las cajas,

dándole a pedales,

cosiendo amorfas

telas.

Encontrar algo de

humanidad, una pluma,

un lápiz o la humedad en los ojos.

Arrea, arrea.

Una mula,

un animal desconocido

estacionado en un planeta

donde no se respira,

masticando tarjetas

y firmas

sin ser yo.

El tiempo inscribirá

yo fabricados

en la historia,

viviendo entre los bordes,

siempre pisando en falso,

a punto de caer

por la pendiente.

Ropas baratas

compradas por un dólar

y centavos,

regaladas,

despreciadas por alguien,

abandonadas ropas

que me amparan

en la desolación.

Muebles y colchón

desprendidos de calles

rehacen mi vivienda.

¿En qué mancha yo vivo?

¿En qué álbum de las manchas

del colchón?

El tormento

de cada mañana,

ir a un lugar donde el gesto

resalta mi extrañeza.

Se ríen.

Se ríen del acento,

del mal hablar,

de las fronteras.

Se burlan de la que arregla cajas,

la cajetera que pedalea

y casi pierde un dedo

en esa otra máquina

donde la aguja hinca

sin compasión.

Remendando telas sordas

nerviosa frente a la jefa

que ordena

con los ojos,

arrea, arrea.

Una habitación sin aire

esperando que llegue la hora

de marcar la tarjeta.

No soy yo, detente.

Recuerda la palidez,

la mortandad,

el miedo o la aprehensión

de ir a ese lugar

de féretros y morgues,

de caminos exactos,

de grises y paletas

de gris claro,

gris de huesos.

No puedo.

Tácita mañana

en que me quitan la piel

y me disfrazan con pelucas

rubias o rojizas,

mudándome

a paredes endebles

de cartón.

Me han vaciado como

si estuviera yo compuesta

de trapos inservibles

que hay que quemar

cuando la hora llegue.

Soy la escoba,

un forastero escobillón

en esa fábrica

suicida.

Un tren cerrado

lleno de ratas

para la travesía.

Partir en un tren

agujereado por olores

de cebolla, rancidez

y sinus.

Siniestro almacén.

Esclavos nadando

sin brazos,

ahogándonos

en el mar quieto

de la espera.

El domingo me acerca

a un reloj despiadado,

a una hora más que pasa.

La alarma del reloj

y esa desesperanza,

esa estación del tren

dispuesta a recogerme

aunque sea

para mi disección.

Factoría de cajas

halándome del cuello,

entumeciéndome el tufo

de la nada.

No hay consecuencias,

nadie ha de regañarme

cuando me tiendan en la mesa

y analicen mis partes.

Nadie puede apaciguar

el aire

ni abrir

las ventanas.

Domingo,

¿por qué llegas?

Si el tren se detuviera

aunque fuera en un hospicio.

Horas y horas

gastadas,

días rogando permiso,

tirada a los pies

de una orden,

de las estructuras,

pidiendo perdón

a un vaivén que no es

mío,

doblándome ante

las gigantes linternas

que persiguen,

que se yerguen

y escrutan

mis deficiencias.

¿Tuve un nombre?

¿Un apellido?

¿Una dirección completa?

Solo soy un cadáver vivo

que abre sus ojos dentro de las cajas

en esta fábrica de trenes,

en este tren amargo,

en este charco de agua.

Tomados de:

https://www.crearensalamanca.com/cuatro-poemas-de-la-poeta-cubana-magali-alabau/

 

 

Un pájaro que muerde

tiene su barriga pegada a mi cabeza.

Me tiene agarrada por los párpados.

Quiere hablar,

se ha posado en el espejo.

Desde la cama,

escondida entre las colchas,

lo miro de reojo.

Amenaza con sus patas

arrancarme los ojos.

Mueve su lengua rota

descascarando plumas,

muerde el espacio cojo.

El pájaro se acerca,

camina por el piso,

se arranca las dos alas.

Paso a paso,

se acuesta desangrándose

sobre mi piso blanco.

Las alas desprendidas

se suben a mi almohada,

entre mis ojos tiesos

reposan en la cama.

 

 

Ya es hora de marcharme.

Se queda algo detrás que yo no miro.

Se quedan mis zapatos plantados en la puerta.

Se queda la mirada de mi madre,

las caras diluidas en el barrio

diciéndome también que ya me marcho.

La noche tiene el frío de las noches invernales.

Tiene el rastro de la pena dividida.

Repaso los objetos sin destino,

las ropas que he dejado de regalo,

retiro de mi cuerpo lo aún pertenecido hace unas horas.

Para ti una sortija, la pluma para que me escribas.

Un par de medias para el tiempo.

Una cámara para las fotos de familia.

En algún momento he sacado mi máscara y escudo.

Mi rostro lo preparo como siempre en las partidas.

Trivializo el momento, los detalles trato de borrarlos.

Trato de decirles a todos, sin llorar, que pronto nos veremos.

Ya la aurora repliega sus alas nocturnales.

Detrás dejo los escollos y el suplicio.

A la salida de las puertas

hay un ciprés parecido a un templo,

allí nos dirigimos, me dirijo.

 

 

Nunca existirá el orden en mi campo de oficio.

Nunca podré transformar este cuarto

en algo iluminado y nítido.

Estos pisos me han visto esperanzada,

han seguido mi historia.

Sin embargo, ahora, están en plena guerra.

Me hacen jugarretas y conspiran.

Dejan nacer las ilusiones y al rato

un tiro de escopeta, una granada.

Ahí defecó la perra.

Ahí vomitó el gato enfermo.

La escoba resiente mi furia.

Huele mal, un tanto repugnante.

La lavo, la aseo, la acicalo

y me topo con ese lavadero

repleto de latas de pescado,

latas de hígado,

pedazos de papel mojado corrugado

con ese criterio de las marcas en ventas.

Miro al frente: cientos de texturas mugrientas

a punto de insultarme.

El piso está embarrado de salsas saboteadas.

El refrigerador es un tesoro de paquetes que no abro.

Zanahorias verdosas, protuberantes,

ojos de papas aburridas que miran de soslayo.

Alguna mosca yace dentro del congelador muerta de frío.

Le digo al café o a cualquier fantasma que lo sirve

que de paso me traiga las pastillas.

Dos para despertarme.

No confío en este yo de casa,

este yo de limpiezas diarias,

de esfuerzos sin cadencias, omnívoro.

Tomo pausas, me adapto a las nuevas circunstancias,

sostengo mis libros sobre el pecho,

mientras limpio los miro, la ilusión de leerlos,

desencanto diario de unas pocas páginas cansadas.

Estoy en Elabuga,

comienzo por el final, despego.

Estudio todos los ángulos,

varios puntos de vista,

y me entra esta vivencia de que he estado

en esa habitación con la gran Marina Tsvetáieva.

Prepara la soga y el anzuelo

como si estuviera remendando calzones a su hijo.

Está ya del otro lado.

Ha escrito el último capítulo

y se encuentra con el papel en blanco.

Una tarea más. Quizás no sea hoy,

quizás su taza aún no se ha llenado.

La veo en la desnudez de los destinatarios,

en el silencio rondando su estatura,

pensando qué banquillo usar para patear el aire

y quedar como ropa ultrajada,

añeja, descolorida.

 

 

Un fantasma en la Quinta Avenida

compra una papa con mostaza,

una Pepsi y se zumba para el otro trabajo.

Llego a las ocho, me marcho a las cinco.

Salgo a las doce, vuelvo a la una

con ganas de una siesta,

contando en el bolsillo el poco vuelto

que me dio la camarera.

En los viajes en tren,

de vuelta a Brooklyn, anhelo

ese descansito donde leo

el periódico de turno.

El News, el más barato,

el Times, no dice ni cuenta los balazos,

no explica el origen de los celos.

Mejor es no aspirar a nada,

pasar la temporada en una sala oscura,

interpolando imágenes

a punto de romperse.

 

 

Oh moon of Alabama,

 un placer decadente mi cama.

Una canción alemana,

un día de lluvia,

un vino rojo en una copa larga,

un cigarro gastándose de humo,

recostada con mi pluma

desplegada,

un placer decadente,

mi cama.

Una canción alemana,

moviéndose con pies

de un lenguaje extraño.

Oh Moon of Alabama

 

 

Lleno de violencia,

el amor se expresa

en ciertas formas de besar.

El útero clama un orgasmo

que se aguanta

y sube hasta la espalda desgarrado.

Alrededor, tacones, pintalabios, botellas

destilan vapores que trastornan.

Ritmo brutal al golpe de Disco.

La embriaguez nos monta en un taxi.

El carro nos transporta

a los brazos de Shiva.

Solo mirarnos,

un enchufe eléctrico nos amarra.

Nos entregamos desde los labios

hasta el infinito.

Nuestros dedos

abren esferas celestiales,

nos revolcamos entre ellas.

En el espacio grabamos

un nacimiento y una muerte.

Una esfera para llenarla

de dulce hiel.

 

 

Juntando poemas,

uno escrito antes

se une a otro escrito ahora.

Mientras el reloj camina

respiro este largometraje.

Prefería besar a mi padre.

Era fácil, simple.

Una natural disposición

para invitarlos y luego

olvidarme que existían.

Pensé, quizás, me dijeron, quizás,

eso de que era una abominación.

Mi madre y mi tía repetían: qué asco.

Cuando pronunciaban la palabra pecaminosa

hacían una mueca como si fueran a vomitar.

Según ellas, se referían a mi otra tía,

que también padecía la enfermedad.

No solo era una enferma,

es que nació con malos sentimientos.

Mira cómo abandonó a la madre

y se fue al Norte a los veinte años.

Siempre fue un problema

con eso de los escándalos

y las amigotas.

Jarros de agua fría,

agitadas, las urracas vociferan

que hubieran preferido una puta

a ya tú sabes qué.

 

 

El agua callada ladra.

Quietamente,

los ojos, serenos guardas, vigilan

soledades errantes.

Un perro husmea la nieve dura y seca.

 

 

Para ahogar mi dolor,

una piedra se necesita al cuello,

dos anclas en las patas,

un anzuelo en los ojos.

Para ahogar mi dolor,

se necesitan clavos que sondeen las venas,

una púa que entierre el ombligo en el útero,

un hacha afilada

que corte la cabeza.

 

 

 

Paredes blancas,

pisos blancos,

arena blanca,

árboles blancos con hojas de yodo.

Picoteando tu pelo,

la mujer oriental

descascara tu rostro.

Yo recojo lo roto.

Lo entierro donde la primera lagartija

que maté

fue sepultada,

ahí te escondo.

Mientras, con un tenedor cavo tu fosa.

Miro a la mujer oriental rasgando un ojo.

Quiero el otro —le digo—

Para mi dedo gordo.

 

 

 

¿Quién llora cuando las hojas caen,

cuando el agua sin cesar las ahoga,

y revuelven la tierra

acunando gusanos moribundos?

El invierno tiene colores que olvidamos.

El rojo que grita,

el amarillo enfermo,

el negro que es ceniza.

Aunque lleve en la cabeza tamos mundos,

uno solo es el que uno habita,

nos saca un litro de sangre,

nos tira de perfil y de frente una fotografía,

nos toma las huellas digitales.

Uno pasa de fila en fila,

dándole a la espera otro nombre.

Medimos lo que no nos falta

por esa libertad sin condiciones.

Una entrevista más, unas declaraciones,

juramentos a otras estructuras.

Después de tanto procesarnos

no nos queda nada de los sueños.

Dicen que soñar no cuesta,

yo diría, sin pensar, cuesta la vida,

los minutos gastados, el trote,

las pequeñas mentiras.

Inventamos personajes que no existen,

declararlos, imposible.

Se cansa uno de tantos pedacitos,

pensar en algo, saltar a otro capítulo.

Actuar en el teatro de teatros.

Buscar un escenario y no un apartamento.

1 os muebles son los props,

la mesa que arrojaron en la calle,

la silla sin patas, tan perdida

en medio de multitudes y desprecios.

Entonces estarían justificados los fragmentos.

El rompecabezas obtendría forma.

El teatro tira para un lado, te tuerce

y hace que te crezcan las pestañas.

Fe pinta de rubia,

te pone morado cada ojo.

Eres tú, soy yo, interpretando.

Tomado de:

https://hypermediamagazine.com/literatura/poesia/volar-los-techos/magali-alabau-poeta-poesia-cuba-new-york/

 

 

Cuesta deshacerse de una vida.

Cuesta deshacerse de una vida.

Objetos, papeles, libros,

cuadernos que ahora están regados

en cualquier esquina.

Una pira,

los bomberos.

Sagrado viaje.

“Sí, desde lejos,

aunque separadas.

¿No me reconoces todavía?”

 

Pasea con los ojos

por detrás del cristal de la ventana.

Abruma con sus monólogos.

Se justifica, se arrepiente, pide perdón.

Hace reverencias y mendiga.

Vuelve a la ventana,

sin moverse,

cruza el puente del pueblo.

Da vueltas y más vueltas

por la rotonda,

redondez del universo.

Nombra países que no existen.

Inventa lenguajes, habla a sus otros.

Quienes lo cuidan,

a veces son amorosos,

otras veces lo empujan.

El carpintero y su esposa

se ríen de su incoherencia

—Ponte las botas.

—No las encuentro.

Las han escondido.

¿Real Majestad le gusta mi peinado?

Vuestra Señoría es el carpintero

y su esposa, la Amabilísima Reina.

No se levanta y cuando lo hace

es para arrancar las hierbas malas del jardín.

De cuajo las arranca

y las esconde en los bolsillos.

Cuando vuelve a la casa

parece un árbol desprendido,

un abrigo invernal en verano

repleto de tierra y de pequeñas ramas.

Las coloca en su lecho y duerme con ellas.

A su trastorno

lo nombran enfermedad del alma.

Mira al piso y ve una araña

de patas zancudas.

Que se esconda entre las cajas,

que encuentre refugio en algún libro.

Noche descifrada entre cartas,

y olor a sándalo.

La luna,

emerge de sombras apresuradas

como los amantes

al encuentro.

 

No hay desolación.

No hay desolación.

La claridad plateada

intensifica la ferocidad del animal salvaje.

Celebra su libertad.

Yo camino

sin estremecerme

ante formas terribles.

Me reconcilio con la vida desde la noche.

Al principio no duermes,

el cuerpo poco a poco se disipa,

desgastado, habla,

y la palabra es una rama febril

que no encuentra su árbol.

La noche se asienta,

crece con los años.

Noche verdadera

de luna y magia.

Las sabias lechuzas

y los magistrales murciélagos

van de dos en dos.

Hölderlin susurra:

la noche me pertenece.

Tomado de:

https://alastensas.com/escrituras/holderlin-un-poema-de-magali-alabau/

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