sábado, 2 de julio de 2016

POEMAS DE YVES BONNEFOY

(FRANCIA, 1923 - 2016)


Arte poética

Dedico este libro a lo improbable, es decir a aquello que es. A una mente despierta. A las teologías negativas. Una poesía deseosa, de lluvias, de espera y de viento. A un gran realismo, que agrava en lugar de resolver, que designa lo oscuro, que lleva luces que siempre rasgan las nubes. Que busca una alta e impracticable claridad.



V
Salgo.
Sueño que salgo en la noche nevada.
Sueño que llevo
Conmigo, lejos, fuera, es sin retorno,
El espejo de la recámara superior, aquel de los veranos
De otro tiempo, la barca y la proa donde, simples,
Fuimos, nos preguntamos, en el sueño
De veranos que fueron breves como es la vida.
En aquellos tiempos
Fue a través del cielo que brillaba en sus aguas
Que los magos de nuestro sueño, retirándose,
Propagaban sus tesoros en el cuarto oscuro.




VI
Y la belleza del mundo se inclinó allí
En el susurro del cielo nocturno,
Ella reflejaba su cuerpo en el agua atrapada y traviesa,
que se ramifica entre las piedras.
Ella acercaba su boca y respiro
a aquellos ojos de él sin luz. A ella le gustó
la retirada de su túnica aún cerrada
lisa bajo la espalda el pecho aún más claro,
el día estaba rompiendo a tu alrededor, en el espejo, y el sol
plegaba tu nuca desnuda con una niebla roja.
Pero ahora
aquí estoy fuera de la casa en la que nada se mueve
ya que ella no es más que un sueño. Voy, dejo
en cualquier lugar, contra un muro, bajo las estrellas,
este espejo de nuestras vidas . Que el rocío
de la noche se condense y fluya sobre la imagen.

de Lo que fue sin luz, Gallimard


Allá donde cae la flecha


I

Perdido. A pocos pasos de la casa, no obstante, a no más de tres tiros de piedra.
Allá donde cae la flecha que fue lanzada al azar.
Perdido, sin drama. Alguien me encontrará. Unas pocas voces se alzarán de todas partes en el cielo, en la noche que cae.
Y no son más que las cuatro, falta una buena parte del día para seguir perdiéndose –yendo, corriendo a veces, volviendo– por entre las piedras rotas y estas encinas grises, en el bosque surcado de hondonadas que busca en todas partes el infinito, bajo el horizonte tumultuoso. Pero aquí, en el paso, se cierra más aún.
Necesariamente, encontraré un camino.
Veré esa granja en ruinas, de donde partía una huella.
¿Llamaré? No; no todavía.

II

Perdido, sin embargo. Porque tiene que decidir, casi a cada instante, pero no puede hacerlo. Nada le habla, nada le es ya un indicio. La idea misma de indicio se disipa. En la huella que había dejado la palabra sobre lo que es, el agua de la apariencia desierta vuelve a subir y brilla, única.
Cada palabra: algo obturado ahora, como una superficie mate sin nada que vibre: una piedra.
Puede articular esa palabra: la encina.
Pero cuando dice: la encina –y en voz alta, ¿por qué?– la palabra queda, en su mente, y se vuelve más pesada, como en la mano la llave que no giró. Y la figura del árbol se parte, se fragmenta, y se vuelve a unir otra vez en las alturas, en lo absoluto, como cuando miramos esas abolladuras del cristal en los antiguos vidrios.
El color, confinado al borde de la imagen por el henchimiento del cristal. Eso que llamamos la forma, agujereado por un saledizo –desmentido. Como si permaneciera abierta la mano que guarda encerrados colores y formas.

III

Perdido. Y las cosas acuden de todas partes, se apiñan en torno a él. Ya no hay más otro lugar en ese instante en que tan intensamente necesita otro lugar.
Pero ¿lo necesita él?
Y algo acude del centro mismo de las cosas. No hay más espacio entre él y la más mínima cosa.
Sólo la montaña allá abajo, muy azul, lo ayuda a respirar aquí, en el agua de lo que es, que vuelve a subir.
Es familiar, sin embargo, esa impresión de envión que se ejerce sobre él desde el adentro de todo. Ayer, nomás ¡cuántos caminos demasiado abruptos hacia el punto de fuga, en la tinta derramada de las nubes! ¡Cuántas palabras que venían quién sabe de dónde, entre las palabras! ¡Cuántos juguetes, que de golpe no eran más el pequeño damero o los cubos recubiertos de imágenes sino la madera gastada en los bordes, la fibra que traspasa el color.
Le decían, desde lejos: Ven, y él no oía más que esa salpicadura de sonido que se desarma en las baldosas.

IV

Se acuerda de que un pájaro había avanzado delante de él un momento cuando estaba en camino todavía.
Desde hace dos minutos, va derecho. Pero lo detiene el agua que se mueve entre los restos de troncos. Hay todo en esa agua clara, una especie de polvo azul que gira sobre sí misma donde la corriente casi imperceptible golpea la cresta brillante de una roca.
Si hubiera llovido encontraría la huella de sus pasos, pera la tierra está seca.
El sendero que siguió dejaba el sol a su izquierda. Allí donde dobló, cerca del borde, estaban aquellas tres piedras manchadas de blanco, como pintadas.

V

¿Pero por qué escala ahora esa colina casi escarpada, y aún cuando los árboles están tan juntos como abajo, a lo largo de estrechos arroyuelos? No es por ahí seguramente donde pasa el camino.
Y no es desde allá arriba donde tendrá mejor vista.
Ni podrá gritar su llamado.
Lo veo sin embargo subir entre los troncos, por las piedras.
Ayudándose de una rama baja cuando advierte que el suelo es demasiado resbaladizo a causa de las hojas secas entre las que hay siempre guijarros rodando sobre otros guijarros: rombos de borde acerado y de color gris
Manchado de rojo.
Lo veo –e imagino la cima. Algunos metros llanos, pero discontinuos a causa de los zarzales que alcanzan a veces hasta las ramas. La misma confusión, el mismo azar que en otras partes del bosque, pero es así para todo lo que vive. Un pájaro vuela, que él no ve. Un pino caído una noche de viento obstruye la pendiente que se reanuda.
Y oigo en mí esa voz, que surge del fondo de la infancia: Vine antes aquí –decía entonces–, conozco este lugar, he vivido aquí, estaba antes del tiempo, estaba antes de mí sobre la tierra.
Soy el cielo, soy la tierra.
Soy el rey. Soy ese montón de bellotas que el viento empujó hasta el hueco que hay entre las raíces.

VI

Tiene diez años. La edad en que uno mira –¿acaso a sacudidas?– el desplazamiento de las sombras. Y la desgarradura en el papel de las paredes, y el clavo encajado en el yeso y alrededor el metal oxidado, los ínfimos escamamientos de la incomprensible materia. ¿Se perdió? En efecto, avanza desde hace tiempo entre grandes enigmas. Siempre ha estado solo. Se sentó sobre el árbol caído, llora.
¡Perdido! Es como si el más allá que sella el punto de fuga viniera a inclinarse sobre él, y lo tocara en el hombro.
Alzar los ojos, entonces. Cuando dos direcciones nos llaman al mismo tiempo, en la encrucijada, el corazón late más fuerte y más sordamente, pero los ojos están libres. Esa noche, en la casa, que él ponga los leños sobre el fuego, como le permiten hacerlo: los verá arder en otro mundo.
Que hable, para él solo: las palabras resonarán en otro mundo.
Y más tarde, mucho más tarde, muchos años más tarde, solo, siempre solo en su habitación con el libro que ha escrito: lo tomará en sus manos, mirará las letras oscuras del título sobre el leve cartón pintado de azul. Abrirá algunas páginas, para que se tenga en pie sobre la mesa.
Después le acercará un fósforo encendido, una mancha marrón y luego negra nacerá en el color, se extenderá, se agujereará, un ribete de fuego claro morderá los bordes, que él aplastará con el dedo antes de levantar el librito para inscribir nuevamente el signo en otro punto de la portada. Y he aquí que todo un lado de ella cae. El papel satinado, muy blanco, de la primera página, aparece abajo, amarillento, alcanzado también, por el calor.
Deja el libro, y guarda en su mente, no sabe aún por qué, el matrimonio de las frases y de la ceniza.

VII

El ladrido de un perro, que puso fin a su miedo. El pilar del sol entre las nubes, en la tarde. Los charcos que el escolar ve brillar en las palabras, en el porvenir de su vida, cuando empuja su pluma áspera por el enmarañamiento del dictado demasiado rápido.
Y toda rama delante del cielo, a causa de los ensanchamientos, las condensaciones de su masa. Lo invisible que allá borbotea, como la fuente en el deshielo violenta. Y las bayas rojas, entre las hojas.
Y la luz, cuando vuelve; la llama en que todo comienza y alcanza su fin.


Versión de Arturo Carrera.


Un recuerdo


Parecía muy viejo, casi un niño,
andaba lento, crispada la mano
sobre un jirón empapado de barro.
Cerrados los ojos, sin embargo. Ah, ¿no es cierto

que creer recordar es el peor engaño,
la mano que toma la nuestra para perdernos?
me pareció, sin embargo, que sonreía
cuando pronto lo envolvió la noche.

¿Me pareció? No, desde luego, me engaño,
es una voz trizada el recuerdo,
se oye apenas, aunque nos inclinemos,

Y, sin embargo, escuchamos, y tanto tiempo
que a veces la vida pasa. Y ya la muerte
le dice que no a toda metáfora.


Ramas bajas


Instante que quiere durar mas sin saber
sacar eternidad de las ramas bajas
que protegen la mesa donde luces y sombras
juegan, en mi página blanca de esta mañana.

En torno a esos dos árboles primero la hierba,
y luego la casa, y el tiempo, y el día de mañana
para abrir al olvido, que ya disipa
esos frutos de ayer caídos junto a la mesa.

El allí está lejos. Sin embargo, es sobre todo
el aquí y el ahora lo que resulta inaccesible.
más sencillo es entrar en el porvenir.

Con, para dentro de poco, algo
de ese fruto maduro, por la gracia del cual
el verde se tiñe de azul en la noche de la hierba.


El pianista II


Una mano que se arriesga, anhelante,
en el remolino ora claro, ora sombrío,
su imagen se quiebra, como si ya no tuviera
las fuerzas para retener.

¿Y esa otra, en un espejo? Se acerca
a la tuya, que va hacia ella,
sus dedos se tocan
o casi, pero en la pequeñez de esa distancia
se abre el abismo entre ser y apariencia.

Esos dedos, al menos, que conmueven cuerdas.
¿Otra mano va a subir, del fondo del sonido,
a tomarlos entre los suyos, para guiarlos?

Pero, ¿hacia qué? No sé si es amor
o espejismo, y nada más que sueño, la palabra
que no tiene sino agua o espejo, o sonido,
para tratar de ser.




Versiones de A. G. Ruiz




El adiós


Hemos vuelto a nuestro origen.
Fue el lugar de la evidencia, aunque desgarrada.
Las ventanas mezclaban demasiadas luces,
Las escaleras trepaban demasiadas estrellas
Que son arcos que se hunden, escombros,
El fuego parecía arder en otro mundo.

Y ahora hay pájaros que vuelan de una habitación a la otra,
Los postigos se cayeron, la cama está cubierta de piedras,
La chimenea llena de restos del cielo que van a apagarse.
Allí, por las tardes, hablábamos casi en voz baja
Debido a los rumores de las bóvedas, allí, sin embargo,
Formábamos nuestros proyectos: pero una barca,
Cargada con piedras rojas, se alejaba
Irresistiblemente de una orilla, y el olvido
Depositaba ya su ceniza en los sueños
Que sin fin recomenzábamos, poblando con imágenes
El fuego que ardió hasta el último día.

¿Es cierto, amiga mía,
Que no hay más que una palabra para nombrar
En la lengua que llamamos poesía
El sol de la mañana y el de la tarde,
Una para el grito de alegría y el de angustia,
Una para el desierto río arriba y los golpes de hacha,
Una para la cama deshecha y el cielo tormentoso,
Una para el niño que nace y el dios muerto?

Sí, lo creo, quiero creerlo, pero ¿qué sombras
Son ésas que se llevan el espejo?
Y, mira, la zarza crece entre las piedras
En el camino de hierba aún apenas abierto
Por el que nuestros pasos iban hacia los jóvenes árboles.
Hoy me parece, aquí, que la palabra
Es el pesebre medio roto del que se escapa
En cada amanecer de lluvia el agua inútil.

La hierba y en la hierba el agua que brilla, como un río.
Todo está siempre a la espera de que una vez más se lo ate al mundo.
Sé que el paraíso está diseminado,
Es tarea terrestre el reconocer
Sus flores dispersas en la hierba pobre,
Pero el ángel ha desaparecido, una luz
Que no fue, de golpe, sino un sol poniente.

Y como Adán y Eva caminaremos
Por última vez en el jardín.
Como Adán el primer pesar, como Eva la primera
Osadía, querremos y no querremos
Pasar por la puerta baja que se entreabre
Allá a lo lejos, en la otra punta del ronzal, coloreada
Como auguralmente por un último rayo.
¿Se toma el porvenir en el origen
Como cabe el cielo en un cóncavo espejo?
¿Podremos recoger, de esa luz
Que fue de aquí el milagro,
En nuestras sombrías manos la simiente, para otros charcos
En el secreto de otros campos "cercados de piedras"?

Por cierto, está aquí el lugar para vencer, para vencernos,
El lugar de donde salimos esta tarde. Aquí sin fin
Como esa agua que se escapa del pesebre.


La rapidez de las nubes


La cama, la ventana cercana, el valle, el cielo,
La rapidez espléndida de esas nubes,
La súbita garra de la lluvia en los cristales
Como si la nada rubricase el mundo.

En mi sueño de ayer
El grano de otros años ardía a fuego lento,
Sin calor, en el suelo embaldosado.
Descalzos, lo apartaban nuestros pies como un agua límpida.

¡Oh amiga mía,
Qué distancia tan débil separaba nuestros cuerpos!
¡La hoja de la espada del tiempo que merodea
Hubiese allí buscado en vano lugar para vencer!


Noli me tangere


De nuevo en el cielo azul vacila el copo
De nieve, el último copo de la gran nevada.

Y es como si en el jardín entrase aquella que
Bien había debido soñar lo que podría ser,
Esa mirada, ese dios simple, sin memoria
Del sepulcro, sin otro pensamiento que la dicha,
Sin otro porvenir
Que su disolución en el azul del mundo.

"No me toques, no", le diría él,
pero hasta el decir no sería luminoso.


La única rosa


I

Cae la nieve, es volver a una ciudad
Donde, y lo descubro al avanzar
Al azar por las calles vacías,
Habría yo vivido, feliz, otra niñez.
Bajo los copos percibo las fachadas
Que más que nada en el mundo bellas son.
Alberti sólo entre nosotros, y San Gallo
En San Biagio, en el salón más intenso
Que construyó el deseo, se acercaron
A esta perfección, a esta ausencia.

Por eso miro yo, ávidamente,
Esas masas que me oculta la nieve.
En la blancura errante, sobre todo,
Esos frontones busco que se alzan
A un más alto nivel de la apariencia,
Desgarrando la bruma como si
Con ingrávida mano, el arquitecto
De aquí, vivir hubiese hecho
De un solo, gran trazo floral,
La forma que quería, siglo a siglo,
El dolor de nacer en la materia.


II

Y allá arriba, yo no sé si es la vida
Aún, o sólo la alegría que resalta
En ese cielo que no es ya de nuestro mundo.
Oh constructores
No tanto de un lugar como de un renacer de la esperanza,
¿Qué hay en el secreto de esos muros
Que frente a mí se apartan? Sobre ellos
Nichos vacíos es lo único que veo,
Caligrafías de las que, por la gracia
De los números, se esfuma
El peso del nacer en el exilio,
Pero la nieve en ellos se acumula,
A uno de ellos me acerco, el más bajo,
Hago caer un poco de su luz,
Y el prado, de pronto, está aquí de mis diez años,
Donde zumban abejas,
Lo que tengo en mis manos, esas flores y sombras,
¿Es casi miel, acaso? ¿Es un poco de nieve?


III

Avanzo entonces hasta el arco de una puerta.
Los copos danzan en el aire, borroneando
el límite entre el exterior y este salón
de lámparas encendidas: pero ellas mismas
una especie de nieve que vacila
entre lo alto, lo bajo, en esta noche.
Es como si estuviese ante un segundo umbral.

Y más allá un idéntico ruido de abejas
en el ruido de la noche. Lo que decían
Las abejas innúmeras del verano,
Parece reflejarlo el infinito de las lámparas.

Y yo querría
correr, como en los tiempos de la abeja, buscando
con el pie el balón blando, ya que acaso
duermo, y sueño, y voy por los caminos de la infancia.


IV

Pero lo que miro es un poco de nieve
endurecida, que se ha deslizado sobre las baldosas
y se acumula al pie de las columnas
a la izquierda, a la derecha, y que se adentra en la penumbra.
Absurdamente sólo tengo ojos para el arco
que este lodo dibuja en la piedra.
Uno mi pensamiento a lo que no
tiene nombre, ni sentido. Oh amigos míos,
Alberti, San Gallo, Brunelleschi,
Palladio que haces señas desde la otra orilla,
No os traiciono, sin embargo, avanzo,
La forma más pura es aún aquella
Que penetró la bruma que se esfuma,
La nieve pisoteada es la única rosa.





Versiones de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán



PERO QUE SE CALLE ESA QUE VELA 



Pero que se calle esa que vela todavía 
En el hogar, su rostro caído entre las llamas 
Que permanece sentada, careciendo de cuerpo 



Que habla de mí con los labios cerrados, 
Que se levanta y me llama, careciendo de carne, 
Que se aleja abandonando su cuerpo dibujada, 



Que ríe siempre, habiendo muerto la risa hace tiempo. 





A MENUDO EN EL SILENCIO 




A menudo en el silencio de un abismo 
Oigo – o deseo oír , no sé- 
Un cuerpo que cae entre las ramas. Larga y lenta 
Es esta caída; ningún grito 
Viene nunca a interrumpirla y darle fin. 



Entonces pienso en las procesiones luminosas 
En un país que no nace ni muere. 






LA IMPERFECCIÓN ES LA CIMA 




Sucedía que era preciso destruir y destruir y destruir, 
Sucedía que la salvación sólo era posible a ese precio. 



Arruinar el rostro desnudo que asciende en el mármol, 
Machacar toda forma , toda belleza. 



Amar la perfección porque ella es e umbral, 
Pero negarla una vez conocida, olvidarla muerta 



La imperfección es la cima. 






TE ACOSTARÁS SOBRE LA TIERRA 




Te acostarás sobre la tierra sencilla, 
¿Quién te dijo que te pertenecía ? 



Desde el cielo inmutable, la luz errante 
Volverá a comenzar la eterna mañana. 



Creerás renacer con las horas profundas 
Del fuego negado, de fuego mal extinguido. 



Pero el ángel vendrá con sus manos de ceniza 
Para calmar la fiebre del día que nace. 






FÉNIX 




El pájaro irá al encuentro de nuestras cabezas. 
Para él se alzará un hombro sangriento. 
Cerrará alegre sus alas sobre la cima 
De tu cuerpo, el árbol que tú ofrecerás. 



Cantará largo tiempo alejándose entre las ramas 
La sombra vendrá a marcar los límites de su grito. 
Pero rechazando toda muerte inscrita en sus ramas 
Se atreverá a traspasar las crestas de la noche

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