jueves, 9 de mayo de 2019

POEMAS DE WALLACE STEVENS


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(2 de octubre de 1879, Reading, Pensilvania, Estados Unidos - 2 de agosto de 1955, Saint Francis Hospital and Medical Center, Hartford, Connecticut, Estados Unidos)

Domingo en la manaña



I

El gusto de la bata, y el café
Muy tarde y las naranjas en una silla al sol,
Y la verde libertad de un papagayo
Sobre un tapete confundido para disipar
El sagrado silencio del antiguo sacrificio
Ella sueña un poco, y siente la oscura
Intrusión de esa antigua catástrofe.
Como una agua tranquila entre las luces del agua
Las ácidas naranjas y las brillantes, verdes alas
Son como partes de fúnebre cortejo,
Serpenteando a través del agua, sin ruido.
El agua es anchurosa, sin ruido,
Aquietada por el paso de sus pies soñadores
Sobre los mares, hacia la silenciosa Palestina,
Reino de la sangre y el sepulcro.


II

¿Por qué habría de entregar, su bondad a los muertos?
¿Qué es la divinidad si sólo puede
Llegar en silenciosas sombras y en sueño?
¿Acaso no debe encontrar en el gusto por el sol,
En la ácida fruta y en las brillantes, verdes alas, o
En cualquier otro bálsamo o belleza de la tierra,
Cosas para ser celebradas como el pensamiento del cielo?
La Divinidad debe vivir dentro de sí misma:
Pasiones de la lluvia o estados de ánimo con la nieve
que cae;
Lamentos en soledad o en indómitos
Júbilos cuando reverdece el bosque; emociones
Borrascosas sobre húmedos caminos en noches de otoño;
Todos los placeres y todos los dolores, recordando
La rama del verano y el ramaje invernal.
Éstas son las medidas consagradas a su alma.


III

En las nubes tuvo Júpiter su nacimiento inhumano.
Ninguna madre lo amamantó, ninguna tierra grata dio
Señorío a su mítico pensamiento.
Actuó entre nosotros como un rey gruñón y
Magnificente actuaría entre sus siervos,
Hasta que nuestra sangre, mezclándose, virginal,
Con el cielo, trajo tal recompensa al deseo
Que los mismos siervos lo descubrieron en una estrella.
¿Fallará nuestra sangre? ¿O se convertirá en sangre
Del paraíso? ¿y se parecerá la tierra
Al paraíso que conocemos?
Será más amistoso el cielo que ahora,
Una parte de trabajo y una parte de pena,
Y cercano a la gloria el amor perdurable
No esta tristeza indiferente y que divide.


IV

Ella dice: "Soy feliz cuando los pájaros al despertar
Antes de emprender el vuelo, prueban la realidad
De los campos nublados con sus dulces preguntas;
Pero cuando los pájaros se han ido y no regresan ya a
Los tibios campos; ¿dónde queda entonces el paraíso?"
No ronda ninguna profecía,
Ni quimera antigua del sepulcro,
Ni el dorado subterráneo, ni isla
Melodiosa donde los espíritus regresan a su casa,
Ni visionario sur, ni borrosa palma
Remota, en la colina del cielo, que haya durado
Como dura el verde de abril, o que durará
Como su recuerdo de pájaros despiertos,
O su deseo por Junio y la tarde, tocada
Por la extenuación de las alas de la golondrina.


V

Ella dice: "Pero en la satisfacción aún siento
La necesidad de una imperecedera gloria"
La muerte es la madre de la belleza; por eso sólo de ella
Vendrá la satisfacción de nuestros sueños
Y nuestros deseos. Aunque esparce las hojas
De la extinción en nuestros senderos,
El sendero que tomó la doliente pena, los muchos senderos
Donde el triunfo hizo sonar su desvergonzada frase, o el
amor algo susurró
Movido por la ternura,
Ella hace que el sauce tirite en el sol
Por las doncellas que solían sentarse y contemplar
La hierba, abandonada a sus pies.
Ella hizo que los muchachos amontonaran ciruelas y peras
En un plato sucio. Las doncellas prueban
Y vagan con pasión entre las revueltas hojas.


VI

¿Nada cambia de la muerte en el paraíso?
¿Jamás cae el fruto maduro? ¿O acaso las ramas
Cuelgan siempre henchidas en ese cielo perfecto,
Inmutable, sin embargo tan semejante a nuestra perecedera
tierra,
Con ríos como los nuestros que buscan el mar
Que nunca hallan, los litorales que se alejan
Y que nunca tocan con inarticulada angustia?
¿Por qué plantar el peral en las márgenes de esos ríos
O perfumar las orillas con el aroma del ciruelo?
¡Ah, que vistan nuestros colores allá,
El sedoso tejido de nuestras tardes,
Y tocan la cuerda de nuestros insípidos laúdes!
La muerte es la madre de la belleza, mística,
En cuyo pecho ardiente divisamos
A nuestras madres terrenales que esperan, insomnes.


VII

Dócil y turbulento, un círculo de hombres
Cantará orgiástico en una mañana de verano
Su clamorosa devoción al sol,
No como un dios, sino como si fuera un dios,
Desnudo entre ellos, como una fuente salvaje.
Su canto será un cántico del paraíso,
Que sale de su sangre, en su retorno al cielo;
Y en su canto entrarán, voz tras voz,
El tempestuoso lago en donde su señora se deleita,
Los árboles, como serafines, las resonantes colinas,
Ese coro entre ellos que prolongan por mucho tiempo.
Conocerán muy bien la celeste compañía
De los hombres que perecen y el amanecer de un verano.
Y de dónde vienen y adónde irán
El rocío sobre sus pies lo dirá.


VIII

Ella escucha, sobre esa agua sin sonido,
Una voz que grita, "El sepulcro en Palestina
No es el pórtico de lánguidos espíritus.
Es el sepulcro de Jesús, donde él yace."
Vivimos en un antiguo caos del sol,
O en la vieja dependencia del día y la noche,
O en la soledad insular, sin tutela, libres,
De esa marea, ineludible.
El ciervo camina por nuestras montañas y la codorniz
Silva sobre nosotros sus espontáneos trinos;
Dulces bayas maduran en los campos sin cultivo
Y, en la soledad del cielo,
Al atardecer, fortuitas bandadas de palomas trazan
Ambiguas ondulaciones mientras se hunden,
En la oscuridad, con las alas extendidas.




Peter Quince ante el teclado



I

Así como mis dedos producen música
Sobre el teclado,
Así con idénticos sonidos
En mi espíritu componen también música.

Es sensación y no sonido la música.
Al menos así la percibo
Aquí en el cuarto cuando te deseo,

Y pienso que la seda de tornasombra azul:
Es música. Y es como un acorde
Con el que despierta Susana a los ancianos.

En la tarde verde, límpida y tibia
Ella se baña en su jardín tranquilo,
Mientras los ancianos de ojos enrojecidos

Sienten que laten los violoncelos de su ser
En embriagados acordes,
Y su delgada sangre
Pulsa el pizzicati de Hosana.


II

En el agua verde, clara y tibia
Yace Susana.
Ella buscó la caricia de los manantiales
Y encontró
Ocultas fantasías.
Y suspiró
Por tanta melodía.

Más arriba de la ribera
Permaneció de pie
En el frío
De gastadas devociones.

Caminó sobre la hierba,
Aún trémula.
Los vientos eran sus doncellas
De pies tímidos,
Que buscaban sus bufandas tejidas
Aún ondulantes.

Un vagido sobre su mano
Amortiguó la noche—
Un címbalo irrumpió
Y rugieron cornos.


III

Pronto con ruido de panderos
Se acercaron a ella solícitos Bizantinos.

Se preguntaron por qué lloraba Susana
Con los ancianos a su lado;

Y mientras murmuraban, el estribillo
Era como un sauce barrido por la lluvia.

Pronto cuando se avivó la llama de sus lámparas,
Ésta alumbró a Susana y su vergüenza.

Y después huyeron los Bizantinos
De simplona sonrisa, con ruido de panderos.


IV

En el pensamiento la belleza es momentánea–
Es incierta la copia de un portal;
Pero es inmortal en la carne.

El cuerpo muere; pero la belleza del cuerpo permanece.
Así la tarde se desvanece, con su fugaz verdor, como
Una ola, flotando interminable.
Así mueren los jardines, sus apacibles alientos perfuman

El manto del invierno, exhausto arrepentimiento.
Así las doncellas mueren, con la madrigal celebración
Del coral de una doncella.

La música de Susana tocó las obscenas cuerdas
De aquellos ancianos; pero al escapar,
Dejó sólo el rasguño irónico de la Muerte.
Ahora la música es su inmortalidad, toca
En el claro violín de su memoria,
Y hace un constante sacramento de la alabanza.




Dominación del negro



En la noche, junto al fuego,
Los colores de los arbustos
Y de las hojas muertas,
Se repetían a sí mismos
Girando en el cuarto,
Como las hojas
que giran en el viento.

Sí: pero el color de los robustos abetos
Llegó a grandes zancadas
Y recordé el trino de los pavorreales.

Los colores de sus colas
Eran como el de las hojas
Que giran en el viento,
En el viento crepuscular,
Pasaron rápido por el cuarto,
Como si descendieran hacia tierra
De las robustas ramas de los abetos.
Los escuché gritar – a los pavorreales.
¿Fue acaso un grito contra el crepúsculo?
¿O contra las hojas mismas
Que giraban en el viento,
Giraban como las llamas
Retorcidas en el fuego,
Giraban como las colas de los pavorreales
Retorcidas en el estridente fuego,
Estridente como los abetos
Henchidos de gritos de pavorreales?
¿O fue un grito contra los abetos?

Por la ventana,
Vi cómo se reunían los planetas
Igual que las hojas
Que giraban en el viento.
Vi como caía la noche,
A grandes zancadas como el color de los robustos abetos.
Tuve miedo
Y recordé el grito de los pavorreales.




Metáforas de un magnífico



Veinte hombres que cruzan un puente,
Y entran a un pueblo,
Son veinte hombres que cruzan veinte puentes,
Y entran en veinte pueblos,
O un hombre
que cruza un solo puente y entra a un pueblo.

Ésta es una vieja
canción que no se deja conocer...

Veinte hombres que cruzan un puente,
Y entran en un pueblo.
Son
Veinte hombres que cruzan un puente
Y entran en un pueblo

No se deja conocer,
Sin embargo tiene sentido...

Las botas de los hombres chocan
Con los bordes del puente.
El primer muro blanco del pueblo
Surge entre árboles frutales
¿En qué estaba pensando?
El significado se me escapa.

El primer muro blanco del pueblo...
Los árboles frutales...





Labranza en domingo




La cola blanca del gallo
se sacude con el viento.
La cola del pavo
Brilla al sol.

Agua en los campos.
El viento se vacía.
Relampaguean las plumas
Y braman en el viento.

¡Remus, haz sonar tu cuerno!
Estoy labrando en domingo,
Labrando Norteamérica.
¡Haz sonar tu cuerno!

¡Tum-ti-tum,
Ti-tum-tum-tum!

La cola del pavo
Se despliega al sol.

La cola blanca del gallo
Se perfila hacia la luna.
Agua en los campos.
El viento se vacía.






El vidrio índigo en la hierba



¿Cuál es la realidad?
¿Esta botella de vidrio índigo en la hierba,
O la banca con el tiesto de geranios, el teñido
Colchón y los overoles lavados secándose al sol?
¿Cuál de ellos contiene en verdad al mundo?
Ni uno, ni los dos juntos.



Anécdota de la jarra



Coloqué una jarra que era redonda
Sobre una colina en Tenesí.
Hizo que la maleza silvestre
Rodeara esa colina.

La maleza subió hasta ella,
Y se tendió a su alrededor, ya no era silvestre.
La jarra era redonda sobre la tierra
Y alta y como un puerto en el aire.

Dominó por todos lados.
La jarra era sencilla y gris.
No dio ni pájaro ni arbusto,
Como nadie más en Tenesí.



El hombre cuya laringe está mal



Esta época del año se ha hecho indiferente.
El moho del verano y la nieve apilándose,
Son ambos semejantes a la rutina que yo acostumbro.
Estoy demasiado mudamente en mi ser envuelto.

El viento atento a los solsticios
Sopla sobre los postigos de las metrópolis,
Inquietando a ningún poeta en su sueño, y tañe
Las grandes ideas de los pueblos.

El malestar de lo cotidiano...
Quizá, si el invierno alguna vez pudiera penetrar
A través de todas sus violetas hasta la pizarra final,
Persistiendo heladamente en una bruma de hielo,

Uno podría a su vez volverse menos tímido,
Fuera de tal moho arrancando un moho más ordenado
Y brotando nuevas oraciones del frío.
Uno podría. Uno podría. Pero el tiempo no se apiada.



Gubbinal



Esa flor extraña, el sol,
Es exactamente lo que dice.
Tómalo como quieras.

El mundo es feo,
Y la gente está triste.

Ese penacho de selváticas plumas,
Ese ojo animal,
Es exactamente lo que dices.

Esa ferocidad del fuego,
Esa semilla,
Tómalo como gustes.

El mundo es feo,
Y la gente está triste.



El hombre de nieve



Uno debe tener humor de invierno
Para mirar la escarcha y las ramas
De los pinos cubiertos de nieve;

Y haber tenido frío durante mucho tiempo
Para contemplar los enebros goteando hielo,
Los toscos pinabetes en el distante brillo

Del sol de enero; y no pensar
En ningún misterio en el sonido del viento,
En el sonido de unas cuantas hojas,

Que es el sonido de la tierra
Llena del mismo viento
Que está soplando en el mismo lugar baldío

Para el oyente, quien oye en la nieve,
Y él mismo nadie, contempla
Nada que no esté allí y la nada que allí está.



Té en el palacio de Hoon



No menos porque en púrpura descendiera
El día poniente a través de lo que llamaste
El aire más solitario, no por eso era menos yo.
¿Cuál fue el ungüento que salpicó mi barba?
¿Cuáles fueron los himnos que zumbaban junto a mi oído?
¿Cuál fue el mar cuya marea me anegó ahí?
Desde mi pensamiento llovía el dorado ungüento,
Y mis oídos producían los himnos jadeantes que escuchaban.
Yo mismo era la brújula de ese mar:
Yo fui el mundo en el que caminé, y lo que vi
O escuché o sentí sólo de mí salió;
Y me encontré ahí más auténtico y más extraño.



Desencanto de la diez en punto



Las casas están encantadas
Por blancos camisones.
Ninguno es verde,
O púrpura con anillos verdes,
O verde con anillos amarillos,
O amarillos con anillos azules.
Ninguno de ellos es extraño,
Con medias de encaje
Y recamados cinturones.
La gente no va a soñar
Con cinéfalos y pervenchas.
Sólo aquí y allá, un viejo marinero,
Ebrio y dormido con las botas puestas,
Atrapa tigres
En el temporal rojo.

Trece formas de mirar un mirlo



I

Entre veinte montañas nevadas
Sólo se movía
El ojo de un mirlo.


II

Tenía tres deseos
Como un árbol
En el que hay tres mirlos.


III

El mirlo que hacía cabriolas en el viento de otoño
Era una pequeña parte de la pantomima.


IV

Un hombre y una mujer
Son uno.
Un hombre y una mujer y un mirlo
Son uno.


V

No sé qué preferir,
La belleza de las inflexiones
O la belleza de las insinuaciones,
El trino del mirlo
O después.


VI

Los carámbanos llenaron la larga ventana
Con vidrio bárbaro.
La sombra del mirlo
Lo cruzó, de un lado a otro.
El humor
Trazó en la sombra
Una causa indescifrable.


VII

Oh, magros hombres de Haddam,
¿Por qué imaginan pájaros de oro?
¿No ven acaso cómo el mirlo
Sigue los pasos
De las mujeres que los rodean?


VIII

Yo sé nobles acentos
Y lúcidos ritmos, inescapables;
Pero también, sé,
Que el mirlo forma parte
De lo que yo sé.


IX

Cuando el mirlo se perdió de vista
Señaló el límite de uno de muchos círculos.


X

A la vista de mirlos
Volando en la luz verde,
Aun el parloteo de la eufonía
Gritaría agudamente.


XI

En una calesa de cristal
Recorrió Connecticut.
Una vez, lo traspasó un temor
Cuando confundió
Con los mirlos
La sombra de su equipaje.


XII

Se mueve el río.
Debe estar volando el mirlo.


XIII

Fue de noche toda la tarde.
Estaba nevando
E iba a nevar.
El mirlo se posó
En la rama del cedro.

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