viernes, 2 de diciembre de 2022

POEMAS DE CARLOS MARTÍNEZ RIVAS


Las vírgenes prudentes

 

¿Quién es esa mujer que canta

 

en la noche? ¿Quién llama a su hermana?

 

De país en país, esa rapsoda que vuelva en el viento

 

por encima del mar tenebroso donde culebrea el cielo?

 

 

 

¡Salidle al encuentro!

 

Ella, la enamorada.

 

Ella nada más, y su hermana.

 

¿Ese viento que canta?

 

 

 

Es la voz del amor. La voz del deseo del amor que se alza

 

en la noche alta.

 

Sobre la potencia de la ciudad, esa voz que gira.

 

¡Esa aria exquisita!

 

 

 

Sólo esa nota vibra en la noche helada.

 

Esa arpa sola tañendo en la noche vasta.

 

Ese único silbo penetrante de la pureza.

 

Sólo esa serenata encantada.

 

 

 

Y el amor de las hermanas!

 

De las estrellas protegiendo sus llamas

 

para el Deseado que tarda.

 

Nada sino eso: el cañaveral de las desposadas

 

y la sombra alargada del Ladrón que escala.

 

 

 

Canta la noche y las llanuras solitarias

 

sometidas al hechizo de la luna. Claras,

 

vacías súbitamente al paso de las hermanas.

 

Al paso de la bandada blanca de las vírgenes hermanas.

 

 

 

Las que se entregaron al amor.

 

A quienes no se les concedió sino el amor.

 

 

 

Las Vírgenes Prudentes cuchicheando en la alcoba [estrellada.

 

Bajando la voz y subiendo la llama.

 

Cerrándose en medio de su sombra. Desapareciendo detrás

 

 

 

[de su lámpara.

 

 

 

Aquí sólo tienes abismo. Aquí sólo hay un punto fijo:

 

el pábilo quieto ardiendo y el halo frío.

 

 

 

Aquí vas a rasgar el velo.

 

Aquí vas a inventar el centro.

 

Aquí vas a tocar el cuerpo

 

Como toca un ciego el sueño.

 

 

 

Aquí podrás soplar y apagar tu secreto.

 

Aquí ya podrás quedarte muerto.

 

 

 

 

Pequeña moral

 

 

 

Van dirigidas estas líneas a quien poseyó:

 

 

 

la Belleza, sin la arrogancia

 

la Virtud, sin la gazmoñería

 

la Coquetería, sin la liviandad

 

el Desinterés, si la desesperación

 

el Ingenio, sin la mofa

 

la Ingenuidad, sin la ignorancia

 

 

 

 

 

todas las trampas de la feminidad, sin usarlas.

 

 

 

 

No

 

 

 

Me presentan mujeres de buen gusto

 

Y hombres de buen gusto

 

Y últimos matrimonios de buen gusto

 

Decoradores bien avenidos viviendo en medio

 

de un miserable e irreprochable buen gusto

 

Yo sólo disgusto tengo.

 

 

 

Un excelente disgusto, creo.

 

 

 

 

Los perdedores caen en la lona

 

 

 

Ser el ganador es una vulgaridad.

 

 

 

Yo, personalmente, me sentiría abochornado

 

si me levantaran el brazo ante la multitud

 

en el cuadrilátero bajo una luz de oprobio.

 

 

 

¿Por qué?

 

¿Porque derribé a un luchador solitario

 

que ni siquiera combate conmigo

 

sino consigo

 

y a lo mejor era mejor que yo?

 

¿Por qué no le levantan el brazo también

 

al que está en la lona caído

 

si peleó lo mismo?

 

 

 

Gene Tunney era mejor que Dempsey.

 

No un bruto. Un científico. Un poeta

 

que escribe en su Autobiografía, ARMS FOR LIVING:

 

“Allí estás solo.

 

No hay amigos allí. Te la juegas sin nadie.

 

No hay partidarios excepto tus brazos”.

 

 

 

El perdedor estudió su técnica en anteriores

 

combates. La suya y la del adversario.

 

Las comparó en rollos de películas proyectadas

 

en el comedor, después de la cena, con sus hijos.

 

Niños de ardientes pómulos confiados en su fuerza.

 

 

 

Seguros de la victoria del padre.

 

 

 

Pero tal vez el perdedor estaba

 

perdidamente enamorado de su esposa

 

y roto por el insomnio.    Como Jack Brennan.

 

—Sí.    Como Jack Brennan.

 

 

 

Y durmió mal la víspera del encuentro.

 

No le respondieron los reflejos.

 

Se le agarrotaron los tendones del muslo.

 

Demasiado clinch.

 

Deficiente trabajo de piernas y juego de cintura

 

frente al otro: sereno, manteniendo

 

la guardia ortodoxa sobre la pierna izquierda

 

hasta el gancho mortífero,

 

como el gesto del embozado en el cartón de Goya.

 

 

 

El sudor del esfuerzo espaldar.

 

El tallado torso refulgente como diamante.

 

Un prisma proyectando un espectro de brazos

 

como luz en haces.

 

 

 

Pero nadie sabe que uno piensa cuando boxea.

 

Piensa en una caja de música de niños

 

y una esposa en trámites de divorcio.

 

Sentada Dios sabe dónde.

 

Dos ojos neutros en trámite de divorcio.

 

 

 

Ganar: vergüenza profesional.

 

Perder: destino sin concesiones.

 

Si todos somos, nadie es más grande.

 

Si la victoria de uno es la derrota de otro,

 

toda victoria es, en algún lugar,

 

un fraude.

Tomado de:

http://laparadapoetica.blogspot.com/2021/09/carlos-martinez-rivas-5-poemas.html

 

 

RETRATO DE DAMA
CON JOVEN DONANTE

 

¡Oh seguedad! ¿Acuerdo intenta humano

fatal corregir curso, fácilmente?

Tal ya de su reciente mies villano

divertir pretendió raudo torrente,

mucho le opuso monte, mas en vano,

bien que desenfrenada su corriente,

a cuanta Ceres inundó vecina,

riego le fue la que temió ruina

 

Góngora.

 

I

 

La juventud no tiene donde reclinar la cabeza.

Su pecho es como el mar.

Como el mar que no duerme de día ni de noche.

 

Lo que está en formación

y no agrupado como la madurez.

 

Como el mar que en la noche

cuando la tierra duerme como un tronco

da vueltas en su lecho.

 

Solo.

 

Retirado a mi tos.

Desde mi lecho que gruñe oigo correr el agua.

Toda el agua que se oye pasar de noche bajo los lechos.

Bajo los puentes.

 

Las aves del cielo tienen sus nidos. Nidos curiosísimos.

Los zorros y las raposas tienen alegres madrigueras

donde hacen de todo.

 

La juventud no tiene donde reclinar la cabeza.

 

Y rompe a hablar. A hablar. Toda la tarde

se la pasó el joven hablando delante de la mujer enorme.

 

Dejándola para mañana se le pasa la vida.

 

Y en la Pinacoteca de Munich, bajo el gran hongo, a la afable

sombra de los Viejos Maestros, o en la olla del placer,

derramando en el suelo su futuro

dice a su juventud, a su divino

tesoro dícele: –Solo espero

que pases para servirme de ti.

 

Y aprender a sentarse.

Empezar a tener una cara.

 

Lo que hizo Mister Carlyle, el dispéptico.

Lo que hicieron Don Pío Baroja y su boina.

O Emerson (“…una fisonomía bien acabada es

el verdadero y único fin de la Cultura”).

Y todos los otros Octogenarios,

los que no escamotearon su destino:

el propio, el que vuelve al hombre rocín

y acaba sólo gafas, hocico, terco bigote individual.

 

Los que llegaron hasta el final

y zanjaron el asunto y merecieron

un retrato en su viejo sillón rojo

calvo ya como ellos y hermoso.

 

Sentados para siempre. Fotogénicos.

Idénticos a su celebridad. Fijos los ojos

como si por encima del vano afanarse de la tribu

lo logrado miraran. ¡Lo logrado!

 

¿Lo logrado?

 

¿Y si fuera otra cara la verdadera y no ésta,

sino la otra, la mal hecha, la que no se parece

y es distinta cada vez? La del Hombre

del Trapo en la Cabeza, el que se cortó

la oreja con una navaja de afeitar

para dársela a la menuda prostituta?

 

Pero él fue solamente un pintor. Uno

entre los otros espantapájaros, minúsculos

en medio del gran viento que choca contra el cielo,

empeñados en añadir un paso más a la larga cadena.

 

Ocupados en cambiar la Naturaleza, como las estaciones.

Rehaciendo y contrahaciendo el rostro del mundo. El rostro

del vasto mundo plástico, supermodelado y vacío.

 

II

 

​Aludo a,

trato de denunciar

algo sin un significado cabal pero obcecado en su evidencia:

 

el árbol con piel de caimán.

La esponja con cara de queso de Gruyère,

y viceversa.

El viejo de la esquina, el que vende cordones para zapatos,

peludo de orejas, animal raro,

Nabucodonosor amansado.

Una lora en su estaca moviéndose

peculiarmente. Mostrándonos su ojo

viejo, redondo, lateral.

Los moluscos, temblorosa vida

en la canasta que contemplan

tan serios el niño y la niña.

El perro en la cantina, debajo de su mesa favorita,

temible a causa de su bozal.

Un par de hombres solitarios bañando un caballo

con un cepillo grande a la orilla del mar

en una perdida costa pequeña y abrupta.

Los grandes bueyes lentos de fuerza y peso,

cargados de su propio poder, y los caballos

pastando con sus cuellos inclinados igual que las colinas…

 

Todo incomprensible (en apariencia) o idílico, pero

​(inasistido,

no azotado por el error, vivo dentro de un cero

en la potencia de lo sólo evidente.

 

El mundo plástico, supermodelado y vacío.

Como un infierno ocioso,

abandonado por los demonios,

condenado a la paz.

 

III

 

Pues si esta noche el alma.

Si esta noche quisiera el alma hundirse

en la infamia a la ira

hasta el fondo, hasta que el pulgar del pie

brille contra la roca en la tiniebla

del agua; y desde allí

intentara una vez más

bracear, cerrar los ojos,

hundirse aún más hondo, no podría.

 

La ola de la Tontería, la ola

tumultuosa de los tontos, la ola

atestada y vacía de los tontos

rodeádola ha, hala atrapado.

 

Inclinada sobre el idioma, sobre

el pastel de ciruelas, lo consume

y consúmese ella disertando.

Y danza. Pero no al son del adufe,

sí del castañeteo de los dientes

que agitados por el rencor y el miedo

producen un curioso tintineo.

 

Al son del ¡sún-sún! de la calavara.

 

Y súbito el recuerdo del hogar.

De pronto, como una espina ardiente.

Como el sonido de un clarín de niño

en la traición, en las traiciones de las

que sólo el olvido nos defiende:

sólo otra traición del corazón

nos defiende. Y el pecado futuro,

ya en acción, zumbando desde lejos,

desde antes sabido, realizado y ceniza.

 

Un pájaro atraviesa la tarde de borde a borde.

 

Una hoja seca araña el techo de zinc.

 

Un grifo vierte el tedio.

 

–Pero conocí una dama.

 

IV

 

​Sola en principio y descastada

como un águila. El águila

de Zeus en el exilio, de

paso entre nosotros. El ruido

de sus garras sobre la mesa

y el ojo perspicaz. El ojo

que sólo ve, sin opiniones.

 

Así el suyo. Como el ojo

del ave: sin respuesta, puro

de voluntad óptica. Ojos

duros, pequeños y desiertos

delante de la ilimitada

extensión del yo varonil.

 

Rostro intemporal, zoológico.

Lleno de fanatismo, pero

frío, sutil, no sometido,

como escarabajo o bala.

 

Civilizaciones la han hecho.

Muchas estirpes habrán sido

necesarias delante de ella

como delante de los frutos

soles y siglos. Una hilera

de siglos como grandes filtros

para que al fin cayera –gota

pura—entre las fuentes públicas

y los hábitos de su raza.

 

No la dríada de los bosques

ni oréade, breve de seno,

oliendo el aire. No trirreme

a la luz de las olas. Ni algo

que el pueblo de Francia advertía.

 

Ni tocador lleno de dijes

fríos, colgantes como lluvia,

y revólveres relucientes

que enseñáronme tanto sobre

la naturaleza secreta

del níquel y el por qué de las uñas

y lo dentado.

 

​Pero sí

algo que entró en el cielo excluido

de lo sufiente. Sí algo

con la lógica de lo simple,

la forzosidad de lo perfecto,

la inteligibilidad

de lo necesario.

 

​Ileso

eso se mueve en la tercera

rueda, nosotros aquí abajo

enronquecemos discutiendo.

 

Sin vacilaciones ni sombras.

Todo respuesta que el enigma

vano de la blancura oculta

y suplanta, el pecho ofrece

un fondo al rayo de la mano.

 

Tras la aislada frente monótona

(donde ensordece el apagado

barullo del mundo invisible)

se abre el perla, absorto, cóncavo

día solo de una mujer.

 

Es el interior de la concha.

 

La Nada femenina. Allí,

aún sin aletas y sin ojos

un caos se defiende, más

cerca del huevo que del pez.

 

Mordiente sol, limón de oro,

virginidad aceda. Es

la mujer, golpeando, matando

con su pico al hombre cálido.

Su pico de vidrio. El de hielo.

 

Púdica, insípida y hostil

con la terquedad espantable

y pacífica de la luz.

 

La Nada femenina. Sola

ante lo último, lo límpido

donde lo resistente es nácar.

 

Piedra vestida por la sombra

y desnudada por el sol.

 

​1949-50. –18- Rue Cassette.—Paris.

 

 

CANTO FÚNEBRE A LA MUERTE
DE JOAQUÍN PASOS

 

I

 

Con el redoble de un tambor

en el centro de una pequeña Plaza de Armas,

como si de los funerales de un Héroe se tratara;

así querría comenzar. Y lo mismo

que es ley en el Rito de la Muerte,

de su muerte olvidarme y a su vida,

y a de los otros héroes apagados

que igual que él ardieron aquí abajo, volverme.

 

Porque son muchos los poetas jóvenes que antaño han

   (muerto.

A través de los siglos se saludan y oímos

encenderse sus voces como gallos remotos

que desde el fondo de la noche se llaman y responden.

 

Poco sabemos de ellos: que fueron jóvenes y hollaron

con sus pies esta tierra. Que supieron tocar algún

    (instrumento.

Que sintieron sobre sus cabezas el aire del mar

y contemplaron las colinas. Que amaron a una muchacha

y a este amor se aferraron al extremo de olvidarse de ellas.

Que todo esto lo escribían hasta muy tarde, corrigiéndolo

         (mucho,

pero un día murieron. Y ya sus voces se encienden en la

           (noche.

 

II

 

​Sin embargo nosotros, Joaquín, sabemos

tanto de ti. Sé tanto… Retrocedo

hasta el día aquel en brazos de tu aya

en que, de pronto, te diste cuenta de que existías.

Y ante ese percatarse fuiste y fueron tus ojos

y el ver más puro fue que hasta entonces sobre

los seres se posara. No obstante, los mirabas

sólo con una boba pupila sin destino,

sin retenerlos para el amor o el odio.

(Aún tus mismas manitas sabían ser más hábiles

en eso de coger un objeto y no soltarlo).

Una mañana te llevaron a una peluquería, en donde

te sentaron muy serio, y todo el tiempo

te portaste como una caballerito

y bromearon contigo los clientes. Todo esto

mientras te cortaban los bucles y te hacían

parecer tan distinto.

A la calle saliste después. A la otra calle

y a la otra edad, en la que se le pintan

bigotes a la Gioconda de Leonardo

y se es greñudo y cruel…

Mas luminosa irrumpe pronto la juventud.

 

Después, todos sabemos lo demás: el impuesto

que las cosas te cobraban. el fluir de los seres

que a tu encuentro acudían por turno, cada uno

con su pregunta

a la que tú debías responder con un nombre

claro, que en sus oídos resonara distinto

entre todos los otros, y poder ser sí mismos;

como sabemos que a Iaokanann llegaban

los hombres más oscuros, a recibir un nombre

con el que desde entonces

pudieran ser llamados por Dios en el desierto.

 

Y ese fue en adelante tu destino. Por el que no podrías

ya nunca más mirar libremente la tierra.

Un mal negocio, Joaquín. Por él supiste

que ante todas las cosas en que te detuvieras

el tiempo mandado, temblarías. Que bastaba mirarlas

con los ojos que se te dieron un tiempo decoroso

para que se tornaran atroces:

 

​el fulgor de un limón.

El peso sordo de una manzana.

 

El rostro pensativo del hombre.

 

Los dos senos jadeantes, pálidos, respirando

debajo de la blusa de una muchacha que ha corrido;

la mano que la alcanza. Hasta las mismas palabras…

Todo había una esencia dentro de sí. Un sentido

sentado en su centro, inmóvil, repitiéndose

sin menguar ni crecer,

siempre lleno de sí, como un número.

 

Y esa lista de nombre y esa suma total tú la tendrías

que hacer para el día de la ira o el premio.

Y al hacerla, pasar tú a ser ella misma.

Porque también te dieron a ti un nombre. Para

que de todo eso lo llenaras como un vaso precioso.

Que de tal modo dentro de ti lo incluyeras

—las noches estrelladas, las flores,

los tejados de las aldeas vistos desde el camino—

que al nombrarlos te nombraras

tú suma total de cuanto vieras.

 

Y para todo eso sólo se te dieron palabras,

verbos y algunas vagas reglas. Nada tangible.

Ni un solo utensilio de esos que el refriegue

ha vuelto tan lustrosos. Por eso pienso que

quizás –como a mí a veces—te hubiese gustado más

​(pintar.

 

Los pintores al menos tienen cosas. Pinceles

que limpian todos los días y que guardan en jarros

de loza y barro que ellos compran.

Cacharros muy pintados y de todas las formas

que ideó para su propio consuelo el hombre simple.

O ser de aquellos otros que tallan la madera;

los que en un mueble esculpen una ninfa que danza

y cuya veste el aire realmente agita.

 

Pero es cierto que nunca

rigió el hombre su propio destino. Y a la dura

tarea mandada te entregaste del modo

más honorable que he conocido. Eso sí,

tú sabías bien en qué te habías metido.

A los obreros viste cuando van a la tienda. Observaste

cómo examinan ellos las herramientas y palpan el filo

y entre todas eligen una, la única: la esposa

para el alto lecho de los andamios.

 

De este modo elegías tú el adjetivo,

la palabra, y el verso cuyos rítmicos

pasos como los de una enemigo acechabas.

Hacer un poema era planear un crimen perfecto.

Era urdir una mentira sin mácula

hecha verdad a fuerza de pureza.

 

III

 

Pero ahora te has muerto. Y el chorro de la gracia

    (contigo.

 

Mas dicho está, que nunca permitió Dios que aquello

que entre los mortales noblemente ardiera

se perdiese. De esto vive nuestra esperanza.

 

Difícil es y duro el luchar contra el Olimpo

acuoso de las ranas. Desde muy niños son

entrenados con gran maestría par el ejercicio de la Nada.

 

Mucho hay que afanarse porque lo otro

sea advertido. Y aun así, pocos son

los que entre el humo y la burla lo reconocen.

 

Pero, con todo perseveramos, Joaquinillo. Descuida.

 

Redoblaremos nuestro rencor ritual, el de la cítara.

Nuestro alegre odio con saltitos.

La nuestra víbora de los gorjeos.

 

Y el amor ganará.

Tú deja que tu sueño mane tranquilo.

 

Y si es que a algo has hecho traición muriendo,

allá tú.

No seré yo quien vaya a juzgarte. Yo, que tantas

veces he traicionado.

 

​Por eso

no levanto mi voz tampoco contra la Muerte.

La pobre, como siempre, asustada de su propio poder

y de tantos ayes en torno al muerto, enrojece.

 

Tu muerte solamente tú te la sabes.

No atañe a los vivos su enigma, sino el de la vida.

Mientras vivamos sea ella olvidada como si eternos

​(fuéramos,

y esforcémonos.

Tú, desde el Orco, gallo, despiértanos.

 

IV

 

Y a igual manera que las abejas de Tebas

–conforme el viejo Eliano cuenta—iban

a libar miel en labios del joven Píndaro;

llegue este canto hasta la pálida cabeza.

En tu pecho se pose y tu pico su pico hiera

sorbiendo fuego. En torno de tu frente aletee

tejiendo sobre ella una invisible corona.

 

Sus alas bata con más fuerza y hiendan

un espacio más alto sus nobles giros.

El esfuerzo repita. Y otra vez. Y otra… Y su vuelo

por el cielo se extienda en anchos círculos.

 

​Madrid, febrero de 1947.

 

Tren para Chinandega

 

Allí donde nació mi madre, quiero

hallar esposa y nueva madre mía.

Uncir al resplandor de un ancho día

rural, mi amor final con el primero.

 

Suave carga será, yugo ligero,

pues amándola a ella ya aprendía

a amar mejor a la otra que vendría

cerca de mí, cuando su adiós postrero

 

en sequedad dejárame postrado.

Déseme rehacer, de la perdida

profunda unión el desatado nudo,

 

en nueva lid, con Lía, bien aliado,

lucharé oponiendo a muerte, vida,

embrazando su abrazo por escudo.

Tomado de:

https://www.caratula.net/poemas-de-carlos-martinez-rivas/

 

 

El Paraíso Recobrado
(Poema en tres escalas y un prólogo)

 

 

 

A Yadira Jiménez

En el puerto de Cartagena, Colombia.

Apartado N° 75.

 

 

 

“Cogidos de la mano, con pasos errabundos y lentos, emprendieron

por los campos del Paraíso, su camino solitario”

Paraíso Perdido Libro XII

John Milton

 

 

 

Prólogo

 

 

 

Allá, en la América del sur, lejos, en Colombia.

 

Donde el Magdalena corre ancho y solemne,

 

y el Tequendama se alza

 

como un río que se puso de pie

 

para mirar de lejos el mar;

 

al norte, en el puerto de Cartagena.

 

Frente al escándalo de las olas,

 

y bajo los suntuosos cocoteros;

 

en medio del paisaje marino

 

con el muelle, los barcos, las gaviotas

 

vive una niña.

 

No es largo de contar.

 

La conocí una mañana

 

en el aeropuerto de San José de Costa Rica-

 

Lo demás no puede ser más sencillo:

 

la amé. Todos los jóvenes la amábamos.

 

Un día partió para Colombia,

 

para Cartagena…

 

Y, entonces, yo,

 

al no hallar qué hacer con mi amor,

 

hice de él una canción.

 

La encontré buena. Y me la aprendí de memoria

 

para mi propio recreo y deleite,

 

y para decirla ante un grupo de amigos

 

que con cierta frecuencia me piden que recite.

 

Dice así la canción…

 

 

Primera Escala

 

Antes del aire

 

“Abandona tu patria y tu

parentela y ven a un país

que yo te mostraré”

Génesis, XII, 1

 

 

 

Día y noche golpeaba al pie de tu sonrisa.

 

Pero tú no me oías. Te llamé con abejas…

 

y nada. Con gorriones… tampoco. Con caballos…

 

y tu pecho seguía cerrado

 

Hasta que un día,

 

cuando todo era inútil y la cosa ´parecía perdida,

 

se me ocurrió llamarte a ti contigo misma.

 

Y por medio de ti llegar a ti. Y di en el clavo.

 

Fue leve, como un zarpazo de violeta,

 

como un puñetazo de abanico. Pero sonó la aldaba,

 

rechinaste… y te fuiste abriendo toda,

 

como una puerta, y penetré en tu nombre.

 

Por eso, y desde entonces:

 

Para el día y la noche.

 

Para los dolorosos y quebrantados ojos

 

que dejaste perdidos. Para todos los días

 

y todas las noches de la vida. Para que el mar y el fuego

 

te coronen y tejan para ti una guirnalda.

 

Para que el viento venga. Para que el vino venga

 

Y te diga: “Levántate y anda!

 

Corta un racimo de uvas y sígueme”

 

Para que pidas todo lo que te dé la gana:

 

El laurel,

 

el espejo,

 

la guitarra.

 

El lirio

 

blanco como una niña después de un accidente.

 

El árbol,

 

la pianola,

 

el reloj,

 

la naranja.

 

El paisaje que espera en el fondo del vaso

 

dar de beber al ojo lo que no bebió el labio.

 

El frutero en donde cabe todo el verano,

 

y el sofá dentro de una pecera con violines.

 

La fuente donde el liquen sueña sus catedrales.

 

El clavel que en el tallo se enciende como un fósforo

 

Y el pájaro que sueña atornillado a un trino.

 

En fin para que todas las cosas de la tierra.

 

Para que todas las cosas trémulas y hermosas de la tierra,

 

descansen en el hueco

 

de cada una de esas manos tuyas que yo amo

 

y en doble arroyo lleguen hasta tu boca pura;

 

te levanté una rosa lo más alto que pude.

 

Te he construido una casa sitiada por la espuma.

 

Pon el oído en esa rosa, y oye lo que su olor te dice.

 

Húndete en esta casa que te hice, y habítala.

 

Y bébete esta copa de agua con golondrinas.

 

Porque tú… Pero espera. No vayamos tan lejos.

 

Creo que ya va siendo hora de que me explique.

 

Yadira, aquí me tienes:

 

solo, como los monogramas en los pañuelos.

 

Y desde Granada, desde el Colegio.

 

Sobre mi ventana que da al lago de Nicaragua,

 

y en esta hora, te recuerdo, y pienso:

 

Era entonces en San José de Costa Rica…

 

En el barrio Amón, y en la misma esquina de tu casa,

 

de tu casa con barandas…

 

Ahora ya de lejos,

 

toda la ciudad cabe en tu pequeño nombre.

 

Y por eso, hasta las cosas más pequeñas, todo,

 

lo tomo y lo empujo hacia ti para que brille.

 

Me refiero a las vueltas alrededor del parque,

 

a los discos en moda de ese tiempo;

 

a las interminables partidas de ping pong

 

en el asueto de los sábados por la tarde.

 

A tus vestidos con un barco bordado en la bolsa,

 

y a los paseos en bicicleta

 

por los alrededores de la capital…

 

Cosas que no valen la pena,

 

pero que yo las canto – y lo hago ardientemente 

 

porque en torno de esto hay algo tuyo que se reúne:

 

un desprendido pétalo que llega de tu cielo.

 

Un pedazo de espuma caído de tu espuma.

 

Un resto de palomas, una pelusa de alma.

 

Pero es el caso que yo no me conformo con eso.

 

Que ninguno de nosotros puede conformarse con eso.

 

Porque tú no eres únicamente

 

esa niña que juega ping pong, sonríe,

 

y se vuelve manzana cuando cumple quince años.

 

Hay algo más en ti. Esa tu otra tú

 

que te aguarda en el sueño de tu desnudo puro.

 

Y a esto es, precisamente, a lo que vengo:

 

vas a emprender un viaje que nunca habías hecho.

 

Conmigo. Tú y yo, solos. Nosotros dos, volando,

 

hacia los otros dos nosotros que nos esperan

 

allá, sobre las nubes de luz fría,

 

entre un camino de lámparas, paseándose,

 

altos, eternos y definitivos.

 

Prepárate. Iguala

 

tu reloj de pulsera con el reloj del aire

 

Y ahora mismo mientras todos bailan,

 

y en tu puerto el alcalde y el comandante juegan

 

una partida de ajedrez para mientras llega el barco,

 

tú y yo nos vamos.

 

Deja que todo quede como está, en desorden.

 

Y date prisa. Tenemos todo el día por delante

 

pero el camino es largo.

 

Llegaremos allá cuando las estrellas brillen.

 

Prepárate para el salto.

 

Y que el aire sea con nosotros.

 

Listos.

 

A la una…

 

a las dos…

 

y a las…

 

tres!

 

 

 

 

 

Segunda escala

 

En el aire

 

 

 

“… porque el espíritu santo, que es amor,

también se compara en la Divina escritura

al aire”

San Juan de la Cruz

 

Hemos llegado a la primera estrella.

 

Mira la inmensa noche azul llena de temblorosos ojos.

 

Todo esto ahora forma ahora nuestro nuevo camino.

 

Por él vamos, Yadira, y te miro

 

como un gorrión saltar de estrella a estrella.

 

Subir de astro en astro. De cometa en cometa.

 

Y más allá. Más alto. Más arriba,

 

ya por las últimas orillas del cielo,

 

en donde va tu cuerpo, quemándose en el aire,

 

con un rumbo hacia un seguro porvenir de lucero.

 

Y como la bandera, que en la mañana

 

Sube… y sube, y hasta que ha llegado al término

 

Se despliega y se entrega de lleno al azul puro;

 

así tú, Yadira, has ido avanzando hacia la belleza.

 

Pasando de muchacha a estrella.

 

De estrella a remolino; de remolino a brisa,

 

y de brisa

 

a sosegado, claro, ilustre aire.

 

Porque, en verdad, la carne se hizo aire.

 

Y el aire se hizo carne y habitó entre nosotros.

 

Desde la tierra, entre el hervidero fuimos ascendiendo.

 

Ahora todo está en ti.

 

Y tú tan sola, ya aire ante el aire.

 

Llegamos a la cima más alta de su delicia.

 

Y oye qué nueva trinidad tan pura:

 

tú, yo y el aire. Y los tres somos uno.

 

Por eso, a través de tu cuerpo

 

puedo contemplar todo el cielo.

 

Como si lo tuvieras dentro de ti.

 

Y tu esqueleto brilla como los hilos de una lámpara.

 

Y de tu corazón, en vez de sangre,

 

sale un río astronómico y celeste, que en orden

 

y de pies a cabeza te recorre.

 

Y pasan, entre otros:

 

El dragón y la cabra.

 

Orión, el Pez Austral.

 

Arturo del Boyero

 

Las Dos Osas, La Lira y el Centauro.

 

EL Cochero, la Espiga de la Vírgen.

 

Cástor y Pólux, Fénix, el Cangrejo.

 

La Nebulosa Espiral de Andrómeda.

 

La Cabellera de Berenice.

 

La Nubes Magallánicas,

 

El Cisne, el Sagitario,

 

El Enjambre de Hércules,

 

La Niebla de los Perros de caza.

 

La Ballena, La Cruz del Sur,

 

El Ave del Paraíso y el Navío,

 

Marte, Saturno, Júpiter, Neptuno,

 

Venus, La Vía Láctea, El Unicornio,

 

y el Ojo del Toro y la Serpiente.

 

Ya no hace falta ahora sino el sueño.

 

Último paso de la transfiguración.

 

Sepárate de ti hasta caer en ti.

 

Que como un anillo hundiéndose poco a poco en el agua,

 

en el agua del sueño

 

se irán tus otras manos,

 

se irán tus otros ojos,

 

tu otra voz,

 

tu otra frente,

 

tu otra tú,

 

como sobre un estanque

 

donde el árbol

 

se separa del

 

árbol.

 

Bueno. Después de esto

 

ya nada queda por hacer.

 

Tiéndete, duerme, sueña. Y mañana

 

ya podremos entrar al Paraíso.

 

 

Tercera Escala

 

Después del aire

 

“…Y en la tercera rueda

contigo mano a mano

busquemos otro llano,

busquemos otros montes y otros ríos,

otros valles floridos y sombríos,

do descansar, y siempre pueda verte

ante los ojos míos

sin miedo y sobresalto de perderte”.

Garcilaso de la Vega

 

Estamos ya más allá de todo!

 

Todo ha cesado.

 

Se descorren las cortinas

 

y se abren los eternos espacios.

 

Hemos quedado solos.

 

Solos: tú, yo, y el aire nuestro de cada día.

 

Estamos ya más allá de todo.

 

Más allá de todo lo que fue antes del aire.

 

De los discos en moda, de los paseos en bicicleta

 

y de tus vestidos con un barco bordado en la bolsa.

 

Más allá de los cumpleaños y de los pequeños obsequios

 

a los que cuidadosamente les borramos el precio.

 

Más allá de la cadena de oro y el anillo

 

dados a guardar a alguien

 

para mientras nos bañamos en la piscina.

 

Más allá de las radiantes fotografías, en grupos,

 

tomadas en la playa, debajo del verano.

 

Más allá de todo eso!

 

Más allá de la nube y el relámpago.

 

Más allá de las constelaciones. En los aires finales.

 

Y más allá, todavía. Más allá del mismo aire,

 

es decir

 

en el aire de tu aire que es mi aire.

 

De escala en escala, todo ha ido desapareciendo.

 

Ahora ya no queda nadie.

 

Nada.

 

Sino el espacio

 

y un hombre y una mujer.

 

La nueva creación apoyada en nosotros.

 

La tierra es otra vez la tierra.

 

El hombre es otra vez un hombre.

 

La mujer es de nuevo una mujer.

 

Y tú tienes la palabra.

 

La mujer es anterior a la vida.

 

La mujer es anterior a Adán.

 

La mujer es anterior a la mujer.

 

Porque antes, mucho antes

 

de que Eva naciera del costado del hombre

 

cada árbol, cada flor, cada fruta,

 

toda la Creación era una mujer.

 

Tú tienes la palabra.

 

Separa la luz de las tinieblas.

 

Y ordena los mares y los ríos

 

porque el Espíritu de Dios empolla sobre las aguas.

 

Y qué bien así!

 

Nadie y nada. Sino tú y yo:

 

una mujer y un hombre.

 

De nuevo juntos. Para siempre juntos.

 

Y qué bien mañana!

 

Cuando nuestros corazones maduren:

 

Cuando sobre este aire limpio, inaugurado,

 

colocaremos otra vez la rama,

 

la manzana, el pájaro y la estrella.

Tomado de:

https://www.revistaaltazor.cl/carlos-martinez-rivas-2/

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